sábado, 18 de septiembre de 2010

Puntería a distancia

PUNTERÍA   A   DISTANCIA

            En las sociedades basadas en el principio de la desigualdad entre los hombres, a los privilegiados y poderosos no les es necesario humillar explícitamente a los inferiores. En cuanto la condición de unos y de otros está ya determinada y es visible. En cambio, cuando se ha adoptado el principio de la igualdad legal, los conquistadores o poseedores de las desigualdades de hecho, se sienten espoleados a recordar su índole preeminente. Un caso particular es, en las democracias, el de los gobernantes a quienes falte la nobleza del espíritu. Deben su poder al voto de la mayoría. Pero tienen el orgullo secreto de haber sido accidental el papel de las elecciones, dependiendo su fortuna de sus buenas cualidades, así como de una cierta predestinación que les ha llamado a una nueva y extraña aristocracia, como un derecho divino resucitado para ateos si la contradicción se me permite. Entroncando así con el irracionalismo que fue uno de los pilares de la concepción fascista del mundo. Y desde su punto de mira, los hombres que han tenido que hacerse un puesto en la vida mediante el trabajo y el estudio, se ven como otra casta, servil y por eso despreciable. Tanto va pues de un primer ministro a un notario.
            Esa mentalidad configura a la persona. Y se puede traducir muy adecuadamente en su estilo político, cuando no se acierte a disimularla por convenir a los propios intereses individuales o de partido. Así, las medidas de gobierno injustas, despóticas, basadas en presupuestos falsos o sin más justificación que el abuso de poder, suelen enmascararse bajo la capa de actos de estado. La excepción es que aparezcan descarnadas, sin veladuras al cinismo de la mera imposición de la voluntad del fuerte sobre el débil, ora por la mera complacencia de manifestar el poder caprichoso, ora al servicio de convivencias bastardas que contingentemente puedan resultar favorecidas.
            Yo gané las oposiciones en la dictadura. Recuerdo las palabras satisfechas de otro compañero aprobado:
            -Nadie nos podrá quitar esto, aunque sí echarnos de España o meternos en la cárcel. Otras profesiones son menos afortunadas.
            El padre de quien así hablaba, por observar la ley,  había sido despojado de su carrera fiscal por los vencedores de la guerra civil.
            Pero en los días de nuestra conversación, los poderes eran políticos, eso sí, de muy distinta calidad ètica. ¿Cómo es que no veíamos venir los nuevos mandos nada más que económicos? Ésos sí que iban a poder arrebatarnos la fe pública, dejándonos el título vacío de contenido.


                                   1.-De la encuadernación de los protocolos...

            Santiago Velarde había servido las notarías de Riaza, Villafranca del Bierzo, Campo de Criptana, Teruel y Valencia, jubilándose en Madrid, su despacho en el número 135 de la calle de Claudio Coello. No estaba de acuerdo con la afirmación de que todo notario lleva consigo el germen de un poeta. Reconocía que podía haber en ella algo de verdad, pero no tanta como en la inversa, la de haber en todo poeta el germen de un notario. Lo que no se cansaba de repetir convencido era la provocativa pregunta rubeniana: ¿Quién que es no es poeta?
            De cada notaría recordaba una escritura y una sombra. Claro que las tales escrituras no eran típicas, no resultando en modo alguno representativas de su trabajo cotidiano. En Riaza había protocolizado un suplemento a la ya antes lograda concordia con Sepúlveda, el pueblo de siempre rival, sobre el aprovechamiento del monte Los Comunes, o sea el de ambas Comunidades de Villa y Tierra. En el instrumento se mencionaba el otorgamiento por Alfonso VI y la reina Inés del Fuero en el que constaban los linderos del alfoz sepulvedano.
             En Villafranca, Antonio Pereira le había requerido para dar fe de la donación que el singular y atrabiliario erudito Dionisio Gamallo le hizo de la primera edición de El Señor de Bembibre. Un libro materialmente tosco, que parece no llegó a ver salido de la imprenta el autor, pero por eso mismo ungido de un óleo más en la entraña.
             En Campo de Criptana fue la venta de uno de los molinos a una pareja formada por un japonés y un americano, muy ilusionados con hacer del paraje un símbolo del encuentro de Oriente y Occidente, la fe de erratas del siglo XX que le llamaban.
             En Teruel volvió a levantar acta de la exhumación de los huesos de los Amantes. Ya lo había hecho en el siglo barroco un predecesor suyo, Juan Yagüe de Salas, no sólo escribano sino poeta longíncuo, autor de la más extensa obra escrita sobre la pasión y muerte de aquéllos, y en verso: que yo con mi grosera y tosca lira el amor cantaré casto y platónico de dos, a quien el nieto de la espuma...Fue con ocasión del mausoleo esculpido por Juan de Ávalos.
             En Valencia levantó acta de las pertenencias de un convento de clarisas que dejaba su emplazamiento antiguo, en una de las calles enrevesadas del dédalo que se forma a la izquierda de la de las Barcas.
            De Madrid ya no tenía la memoria singular de ningún documento, sino el día a día del incremento convecinal de su protocolo, de las testamentarías inexorables del barrio a las segundas viviendas de la costa de Torrevieja pasando por las serranas de El Tiemblo, y así sucesivamente.
             Los contratos administrativos dejaron de ser competencia notarial antes de que él se jubilara. Su eliminación un signo de la polarización de los tiempos, logrando un minúsculo enriquecimiento de los magnates de las contratas a costa de un empobrecimiento considerable de los notarios medianos. Pero en los que él alcanzó a autorizar buscaba la evasión idealizadora de su contenido, por ejemplo vidas salvadas en la adjudicación del material para detecttar la alcoholemia, o el vigor de los estadios en la mejora del barcelonés de El Español antes del mundial de fútbol de Madrid.

            En cuanto a las sombras, en Riaza fue la de su compañero el Registrador, arquetipo que habría podido el tasl ser del escrupuloso, atenazado en su función calificadora por el miedo a la responsabilidad; en Villafranca, la competitividad de los compañeros del distrito; en Campo de Criptana la necesidad de vigilar para que el alcalde no le escamotease la documentación pública de los asuntos municipales cuando era preceptiva; en Teruel, el furor recaudatorio de un abogado del estado maníaco. En Valencia, el escollo había sido pintoresco, nada menos que una disputa lingüistica en torno a la ortografía de la lengua de la región, en la que trataron de envolverle a última hora con el Reglamento Notarial en la mano.
             Mientras que en Madrid ya se trató de tinieblas, en el ojo de la ofensiva de los poderes bancarios que dominaban el mundo y de sus alevines políticos de las llamadas izquierda y derecha,-inesperadamente más los de la última-, sin estar él seguro de que ni la una ni la otra lo fueran. Un pobre notario no podía ser siquiera visto desde las excelsitudes de esas potestades, pero la visión no las era necesaria para dejarse caer sobre el protocolo y el título como los meteoritos que acabaron en su día con los dinosaurios y parece que en una ocasión anterior con la mayor parte de la vida que entonces había sobre la tierra.
            Santiago era un buen lector. De manera que también adoptó un escritor o un libro como símbolo literario de cada notaría de su ejercicio. En Valencia fue Blasco Ibáñez, y en las tres anteriores, las elecciones de Enrique Gil y Carrasco, el Quijjote y Los Amantes, le vinieron impuesta por el protocolo mismo. En Riaza, todavía quedaban en su tiempo quienes se acordaban del veraneo en la preguerra de dos consuegros, el historiador Rafael Altamira y el otorrino humanista García Tapia. Éste había sido médico militar en Filipinas, fue luego el clínico más afamado de la época y estudió la sordera de Beethoven. Para Madrid escogió a Galdós, pero lamentando que no hubiera sido por algún tiempo oficial de notaría, como Balzac lo fue. Decía convencido que la ausencia del tema en sus novelas era una laguna que hacía resentirse el vigor de su captación profunda de la realidad.
            Y, claro estaba, que si para él la literatura era tan esencial como la vida, la explicación estaba en hacer ella parte de la vida misma. Por eso no situaba en una dimensión distinta la otra realidad por la que había ido pasando a medida que avanzaban los años en el calendario y sus números en el escalafón. La del eterno femenino.
            Sus padres habían sido fusilados en Paracuellos y él se había criado con un tío cura en la Ribera del Duero: Yo no soy de los Gumieles ni de Quintana del Pidio; soy de la Ribera Baja a la orillica del río. Hizo el bachiller interno en el colegio Corazón de María de Aranda y la carrera tranquilamente en Valladolid. Las oposiciones las preparó bajo la disciplina prusiana de un registrador que era también del Cuerpo Jurídico de la Armada y no prodigaba precisamente la admisión de candidatos en su academia artesanal de la calle madrileña de Don Ramón de la Cruz. Las aprobó a la primera, teniendo la edad mínima de los veintitrés.
            En Riaza conoció a Laura Rico. Era valenciana, pero sus padres veraneaban allí. En aquellos tiempos del cotilleo se rumoreaba deberse esa lejanía a enfermedades del pecho, aunque sin concretar a quien afectaban del matrimonio y sus cinco hijos. Era rubia, espigada, vivaz, alegre aunque con algún poso de melancolía que asomaba sólo de vez en cuando pero por el contraste con lo habitual en ella impresionaba más, no tan coqueta como de ello presumía, y de una preferencia acusada por los colores graves. La creencia común era que se había enamorado del joven notario. El juez de primera instancia le conminaba constantemente a que se la declarase, y por doquier le ponderaban tanto la esbeltez de la doncella como el buen partido que se la suponía, parece que a la vez anclado en El Grao y la Huerta. Pero Salvador se sentía voluble, y no se propuso luchar contra su frivolidad, al contrario. De manera que cuando él se trasladó a Villafranca, ella entró en el noviciado de las Esclavas del Sagrado Corazón.
            En una de las tan acreditadas fiestas de la poesía villafranquina, se hizo novio de Mary Kennedy, una poetisa escocesa hasta entonces dedicada a recorrer el mundo con estadías en los rincones más insospechados. Seria, con el pelo rojo, el pecho liso y algunos modales un tanto hombrunos. Se casaron enseguida, y ella volvió a viajar muy pronto, rara vez acompañada de él. Hasta que, al poco de establecerse en la Mancha, le dijo que no volvería, incapaz de soportar la nostalgia de su tierra, por más que nunca había pasado en ella muchos meses al año desde que salió de la adolescencia.
             Siguió un período de larga y densa tristeza que fue momentáneamente roto por la aparición de Elvira, una estudiante de letras que para su tesis cervantina investigaba en el archivo histórico de protocolos, entonces todavía a cargo del notario local, aunque al tema le fuesen muy tangenciales sus fondos. Era rubia como Laura, pero opulenta, desgarradas la mirada y la voz, se diría que un tanto exhibicionista de la propia independencia. El enamoramiento a lo colegial del ya maduro notario daba un poco de lástima. En una conferencia que dio en el casino sobre los molinos, aludió a ella como un ángel de candor y de hermosura aparecido bajo sus aspas en los días en curso para refrescar la poesía eterna. La situación y el tiempo eran muy diversos de los primaverales de Riaza. Esta vez el juez ponía cara de tal cuando, estando o no Santiago delante, salía explícitamente o en fárfara el tema. Hasta que Elvira desapareció silenciosamente de aquel mapa. Teruel fue la etapa de la sensualidad escondida, protagonizada por la viuda Villalba, que así llamaban a la de un rico minero, en ese estado desde muy joven y con un historial muy poblado de hombres.      
            Mientras tanto había venido teniendo alguna que otra noticia de Laura. La cual había pasado bastantes años en el Japón, donde su congregación había fundado muy tempranamente y tenían un buen colegio. Y al poco de trasladarse a Valencia recibió una carta suya en la que le decía que había dejado su condición religiosa. La manera de vida, el ambiente, la mentalidad y la sensibilidad de los conventos eran tan distintas de las que a ella habíanla atraído que, sin entrar en valoraciones, estaba segura de no tener su puesto allí. La noticia rejuveneció a Santiago, que ya iba dejando de ser maduro. Ella le dijo en alguna entrevista que la resultaba anacrónico pensar en cualquier relación con un hombre, tanto como su permanencia en la congregación y en definitiva por las mismas causas. Sin confesárselo, a él le fue cambiando día a día saberla libre, y sentirse lo mismo él para pensar en ella. Pero un cáncer se la llevó sin hacerse esperar mucho.
            Y así llegó el notario Velarde a Madrid, con la única ilusión desvaída que le daban las imágenes de unas y de otras, que fueron siendo las rozadas al azar de sus relaciones corrientes e incluso de su trabajo. De flor en flor pero por tiempo efímero y sin llegar a fijarse nunca más que en la ilusión primera. La cantera que de esta manera hiperbórea más le nutría era la de las empleadas de las otras notarías que iban a la suya por mor de legitimaciones, sustituciones y peticiones de copias de su protocolo. Así le llegó la jubilación.


            Un compañero, lector de Thomas Mann, dijo de Velarde llevar una de esas formas de vida elevadas, selectas y melancólicas que también se daban en el Cuerpo. Como en la vida. La frase hizo fortuna en los restos que quedaban de esos fenómenos a extinguir que eran las tertulias y sencillamente las conversaciones.
            Su situación económica era modesta. No había ganado casi nunca más de lo mínimo en su menester, gastó sin llevar cuentas y no había sido inversor.
            Al aproximarse su retiro se obsesionó con la idea de dar alguna continuidad notarial a su despacho. Éste ocupaba el piso primero, antiguo principal. Él tenía su vivienda en el ático del mismo edificio.
            Con esa condición, que dejó sin concretar, ofreció a la Junta Directiva del Colegio la donación del piso, propuesta que le aceptaron constituyendo además a su favor una pequeña renta vitalicia a cambio aunque él no la había pedido. Se decidió instalar allí la Subdelegación que el distrito de Madrid tenía en aquel barrio, siempre de una densidad notarial muy alta, y además los archivos que los notarios que se fueran estableciendo en él no quisieran tomar a su cargo.
            Sin esfuerzo se estableció un régimen de uso a satisfacción de ambas partes. El notario jubilado tendría una llave y se reservaría el cuarto interior del fondo. Otras dos llaves estarían en poder del Subdelegado y del Archivero de Protocolos. Éste podría autorizar la entrada a los empleados de las notarías que precisaran de alguna copia. Para sacarlas materialmente se destinó uno de los antiguos despachos de la oficina. En otro se instaló la Subdelegación. Y todos los muros estaban tapizados del pergamino solemne de los protocolos. Antes de abrir la puerta se llamaría al timbre tres veces prolongadamente.
            Mientras tanto, Santiago Velarde había decaído físicamente. El reúma le atenazaba. Se instaló en su cuarto hilo musical y un equipo de alta fidelidad, con una discoteca muy abundante y variopinta desde el gregoriano a la música étnica pasando por la clásica y el bel canto. Adquirió un sillón de ruedas para poder desplazarse por el interior del piso con más celeridad. Siempre que se sentaba en él, lo hacía acompañado de su transistor. Continuaba leyendo, e hizo una obsesión del Quijote de Avellaneda y el descubrimiento de su autor. Francisco Rico había sido uno de sus últimos clientes y amigos.
            Le asistía Miriam, una rifeña entrada en carnes y en años, tan eficaz como parsimoniosa en gastar energías. Las horas que se señalaron de oficina fueron de diez a dos y de cinco a siete. Y puntualmente, ella se encargaba de bajarle y subirle puntualmente a las mismas como si tuviese la obligación rigurosa de fichar sin retraso. Con cada empleado que aparecía tenía un ratito de charla. Con más sosiego en esos malos tiempos que en los buenos de las contratas esplendorosas y las frondosas testamentarías pasando por la iluminación de los problemas de conciencia y hasta los secretos de los corazones.
            Su favorita era Montse, su antigua secretaria de ojos achinados y pelo castaño. El nuevo jefe la dejaba ir a Claudio Coello 135 siempre que algo se necesitara del miniarchivo. Una vez el jefe anterior la dijo:
            -Noto que la cabeza se me va yendo. Si se me llega a ir del todo, no sé si seguiré sintiéndolo o no. Pero ahora sí lo siento.
            Desde entonces fueron frecuentes sus ausencias sin moverse del sillón o la butaca, también sin dejar de pasearse por el largo pasillo en ángulo.
            Eso de puertas adentro. De puertas afuera la historia tenía prisa. Su velocidad desbordaba el ritmo de los protocolos y su pesada encuadernación artesanal.
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                                   ...al poder que envenena a los muñecos
                                  
            Un cardenal de la curia romana que padeció las tremendas reformas del último concilio tenía en su escudo el lema Semper Idem, “siempre el mismo”. Una postura que tiene su grandeza. Como también la de la defensa a ultranza de la propia condición privilegiada. Pero son difíciles y poco gratificantes de ostentar en estos tiempos vertiginosos, cuando la agresividad ha devorado el conservadurismo de sus propios promotores. Más compatible con ellos es la lucha de clases al revés, la de los de arriba contra los de abajo. Pero también disfrazada. Al fin y al cabo la máscara es definitoria de esta nuestra última época. Por ejemplo, ¿qué dictaduras quedan que se llamen así, tal y como con naturalidad lo hacían antes de 1945?
            Un amigo a quien oí tocar la Internacional en un concierto de piano, me confesó: “Siempre que lo hago me doy cuenta de cómo los de derechas somos unos miserables al lado de los otros”. No sé si le acabé de entender, ni le pedí ninguna aclaración.
            Ahora los financieros y los empresarios no valoran la experiencia. Por eso imponen en sus negocios jubilaciones tan anticipadas. Sólo les resulta rentable la agresividad adolescente. La sabiduría no les vale.
            En la misma dimensión, a los poderosos no les basta con la defensa del sistema establecido para consolidar su status. Les hace falta declarar la guerra, golpear. De no tener enemigo delante, inventárselo no es problema. Fijémonos bien en que ése no fue el caso de don Quijote. Pues éste sí tenía enfrente los molinos cuando vio a los gigantes.
            De esa manera, el mantenimiento del privilegio se traduce en su aumento. Conservar nada más carece de sentido, y es un postulado no haberse llegado nunca al beneficio y el poder máximos, ni contentarse con cualesquiera favores de la suerte o la propia actuación.
            Esta filosofía práctica y la anulación de esos viejos valores tiene su paralelo en el desmantelamiento de los antiguos frenos morales que eran antes la carga ineludible para conseguir el adorno dado por el respaldo social y religioso a la condición superior. 
            Así las cosas, cuando las ex alumnas del Sagrado Corazón aplauden al Jefe que, barnizado de revolucionario, promete la multiplicación de sus bisones, y por añadidura sabiéndose ellas libres de las limitaciones de otrora a los caprichos de su piel, se ha llegado a la apoteosis del siglo XXI en pañales.
             
                                  

                                   2.-Donde se ve que la risa sólo podía ser aparente

            Era en Don Benito. La tierra extremeña de Felipe Trigo. ¿Habría agradecido ese novelista en busca de sus personajes la cantera de aquel auditorio? Quizás no. ¿Le habrían resultado escasamente eróticos, ellas y ellos?
            En el viejo teatro, el rojo de los palcos y las butacas ponía en su justa medida la nota del lujo y el color en el armazón austero de la madera sin barnizar. A ninguno de los asistentes al mitin anhelosamente aguardado se le vinieron a las mientes las evocaciones literarias y vitales desposadas con el recinto.
            Abriéndole paso los guardaespaldas y rodeado de mocerío de ambos sexos, llegó el Primer Ministro. Miró sin ver a lo ancho y a lo largo, sonrió mecánicamente y se colocó en su puesto del medio de la tribuna. No duraron demasiado los aplausos pero fueron muy intensos. Adelantaban los bustos las hembras y los varones se sentían serenamente satisfechos. ¡Qué bien se estaba allí con aquellas esperanzas!
            La expresión natural del rostro del Primer Ministro era la impavidez. Por ser la del convecimiento de la seguridad de su poder, sin otra motivación que la identidad de su persona misma. Tal inconmovilidad implicaba la burla tácita de todos los demás que no se conformaran con rendirle pleitesía. De ahí, a causa de tanto aplomo, el aire fúnebre que se le notaba si se le miraba con algún detenimiento. En esa situación, la sonrisa había de resultar postiza. Venía a ser tan anodina como un estornudo. Pero eso sí, era compatible con la petrificación de las facciones cuando estaban inmóviles. El bigote desafiaba complementariamente. Como el peinado a raya.  Uno y otro sonaban a desafíos. Daba alguna nostalgia de su manifestación expresa en los tiempos del fascismo explícito.
            Empezó a hablar con la misma voz imperturbable que correspondía a su cara. Y sólo de tarde en tarde subía de tono, levemente y sin perder ni un ápice la serenidad.
            Era el canto al porvenir de la España próspera en la poesía de las cifras, del que aparentemente desentonaban algunos párrafos hechos de palabras extrañas, que perdían cualquier significado por mor de hacerlo difícil o ambivalente. Pero se conseguía el resultado de que cualquiera lo pudiera traducir al suyo.

            Estaba cayendo la tarde abrileña. En Madrid hacía frío. Ese helor de algunos días de falsa primavera que hace acordarse con añoranza del verdadero invierno noble, el de la nieve y las castañas asadas.
            En su sillón de ruedas iba y venía a lo largo del pasillo el notario Velarde con el transistor en la mano. Terminado un exquisito programa de música protestante finlandesa abrumadoramente influida por el gregoriano, pasó la aguja de la Radio Clásica a la Nacional Uno. Se había quedado en el despacho a pesar de haber pasado la hora del cierre. Se sentía abrigado por tantos lomos de protocolos, la severidad de la cronología y los nombres de los colegas autorizantes en negro sobre el ocre del pergamino.

            En el auditorio de Don Benito había un boticario también jubilado que no se perdía ninguna ocasión de curiosear el mundo en torno.. Llevaba la penitencia en el pecado de comparar continuamente este tiempo y los otros. Desde pequeño, y ya era muy mayor, había tenido amigos de mucha más edad, asaeteándoles a preguntas. Llegó a conocer a un abuelo que le habló de Cánovas y Sagasta, su padre de Canalejas y de Maura, y él mismo tenía una idea de Azaña y de Gil Robles.
            Mirando al Primer Ministro, pensó que su cara sólo podía parecer maciza en aquel ambiente. Era nada más que una impresión creada por su propia aura. Fuera de allí habría en cambio resultado fofa, aunque pintiparadamente grata en un tendero de ultramarinos, no tanto para el de una pescadería. Cuando el boticario se aburría, se daba interludios consistentes en ojear sin recato los escotes y las faldas de las señoras.

            Radio Nacional empezó las noticias dando cuenta del mitin de Don Benito y prometiendo una breve conexión enseguida. El notario Velarde dudó si buscar cualquier otra emisora o volver a la Clásica. Habían pasado, como tantas cosas, los tiempos en que se podía soñar a través de la onda corta con las mismas geografías lejanas que eran la ilusión de los coleccionistas de sellos usados de entonces. A él le irritaba el vicio de dar primero en tercera persona el texto de una intervención y después repetirlo en directo. Eran los inconvenientes del exceso de medios y facilidades. Pero al fin se quedó en su sintonía, con desánimo.

            Algunos habían detectado en la impasibilidad de la cara del Primer Ministro una vertiente circense. Pero se trataba de una extrapolación. Esa sugerencia sólo se justificaba en el contexto del contenido de sus palabras o de su misma presencia en ciertas situaciones, cuando ésas o éstas resultaban particularmente carentes de sustancia o contradictorias con la realidad. Haciendo abstracción de la composición de lugar, había que convenir en que no estaba en posesión de ninguna de las gracias de los payasos.
            Llevaba bastantes minutos hablando en términos genéricos de sus buenos propósitos y los de sus gentes. Insistiendo en su ideario renovador, en la conquista del futuro de las alas de la producción bien distribuida y alerta siempre a la última hora del reloj. El viejo boticario llevaba ya algún tiempo con los ojos clavados en una militante ya entrada en años que había sido religiosa de Jesús-María y enseñaba generosamente los hombros.

            El notario Velarde se sobresaltó al oír la noticia de que en Afganistán iban a ser destruidas todas las estatuas preislámicas. Había bastantes del budismo, labradas en piedra arenisca y empotradas en rocas. Pero el Profeta había recibido el veto divino a la reproducción de la imnagen humana. Siguieron unas declaraciones de un hispanista norteamericano relativas al País Vasco. 

            El Primer Ministro hizo una pausa. Fue perfecto el silencio en la sala. El viejo boticario se acordó de los ejercicios que daba el jesuíta Laburu ya hacía mucho. Él había oído alguna de sus conferencias en la iglesia madrileña de la calle de Maldonado, esquina al número 135 de la de Claudio Coello precisamente. De vez en cuando, el orador golpeaba el púlpito con un pequeño martillo que producía un sonido estridente. Lo hacía para evitar las distraciones de sus oyentes. Pero el Primer Ministro no necesitaba recursos de essa naturaleza. La veneración de sus fieles, y también de los que no lo eran, resutaba demasiado elevada como para permitirles ausencias. Además, las repercusiones de sus palabras eran mucho más sustanciosas que las escatológicas de los predicadores de antaño. De éstas no había que tomar nota urgente ayudándose, ahora de las calculadoras, antes de las cuatro reglas nada más.
            El Primer Ministro anunció que iba a pasar a anunciar la lista de las medidas concretas, con números ya, por lo tanto aparentemente inteligibles para todos, a diferencia de la prosa anterior, raro patrimonio de unos pocos iniciados entre quienes paradójicamente no se contaban los lingüistas. Aunque, ¿se entienden los números en sí, despojados de su carnación, mero esqueleto, a no ser en las elucubraciones de las aulas de ciencias exactas?
            Cuando el Primer Ministro, luego de un respiro lo bastante prolongado para repercutir en los nervios de los asistentes- el erotismo sabe bien de las ventajas de estas sensaciones en los trances decisivos- anunció la primera decisión, el viejo boticario se dio cuenta de que su  intención había sido adoptar un tono de rugido, ni más ni menos que rugir. Pero que no lo había conseguido. ¿Sería por el contenido concreto de lo que estaba diciendo? El caso fue que esa observación le distrajo, volvieron sus ojos a los hombros de la ex-monja y no percibió esas primeras palabras de la nueva fase del discurso.
            Entonces uno de los asistentes, que estaba en la fila segunda, se levantó y se salió precipitadamente. Se le quedaron mirando sorprendidos. Alguno cuchicheó que era el notario del lugar. ¿Fue ese pequeño incidente determinante de que a esa primera medida no se aplaudiera? Porque a continuación, cada medida de las que el Primer Ministro siguió anunciando, era coreada por muy repetidas palmadas de las que hacen enrojecer las manos. ¿O es que se dieron cuenta de que aquélla no tenía fuerza enardecedora? Enardecedora, no me gusta la palabra. ¿Qué habría pensado don Ángel, mi primer profesor de literatura? ¿Me estoy contagiando del estilo del Prémier?

            La Radio había dicho que el discurso de Don Benito había llegado a la parte concreta e iba a conectar. A Santiago Velarde le llegó la voz impertérrita pero más fuerte del Primer Ministro, que a él le pareció sin llegar al rugido pero lo bastante para entrar en el género de la amenaza:
            Hemos bajado el arancel a los notarios y a los registradores.
            ¿Había suprimido la preposición “a” antes de la segunda mención? El Primer Ministro no dominaba su idioma. Una vez vapuleó a su antojo los tres términos de infligir, infringir y afligir. El caso es que aquel detalle lo único en que se fijó el notario jubilado. Porque le pareció no entender lo que había oído. Pero se sintió asfixiado por toda la ingente masa de protocolos que había en el piso, primero con miedo de que se le cayeran encima y le aplastaran, enseguida seguro de que eso iba a ocurrir. Notó calor en el pecho y falta de aire. Entonces se acordó de su primera nochebuena en Teruel, acabada de tomar posesión de la nueva notaría. Le llamó un abogado a quien acababa de conocer para invitarle a cenar en su casa, evitando que se quedara solo en el hotel. Luego, ya en su siguiente destino,  se enteró de que le hicieron alcalde de la ciudad, y más tarde de que había muerto. ¡Cuántos muertos ya! Se le vino tamién a la memoria que Ortega y Gasset, a él se lo había dicho uno de sus hijos, estimaba las cualidades de lectores de los notarios. Como en un fogonazo vio a Laura, y las fotos de sus padres el día de su boda, pues de ellos sólo fotos podía recordar. Se le cayó el transistor al suelo.
            Las palabras del Primer Ministro se siguieron oyendo pero interferidas las idas y venidas de su sonido con ráfagas de rock y ruidos de tormenta roncos. Al notario Velarde se le cayó la cabeza en el pecho.

            Cándido Amestoy, su compañero de la esquina de Padilla, era su albacea. En su día había tenido noticia del testamento en cuestión , un recargamiento de pequeños legados simbólicos y una institución a una entidad benéfica hispanojaponesa. Los parientes eran muchos y muy despegados, aunque se  mencionaba a todos los más próximos. El entierro debía ser en el camposanto de Aranda de Duero.
            Pero hasta que no fuera expedido el certificado del Registro de Actos de Última Voluntad, el conocimiento que del contenido del instrumento y de su misma condición de testamentario tenía el notario Amestoy era estrictamente privado y teóricamente inseguro. Y tomó la decisión de que incineraran a su colega. En su ejercicio profesional tenía muy presente la cláusula tácita de los actos jurídicos, rebus sic stantibus. Valen mientras la situación no cambie, si se mantienen las mismas circunstancias. Y así las cosas, en el nuevo mundo que se estaba forjando a velocidad vertiginosa, ¿iba a haber sitio para camposantes y menos en un lugar de tanto empuje como Aranda de Duero?


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            Una enfermera de la Sanidad Militar que había asistido terminalmente a un capitán general en el Hospital Gómez Ulla me contó que, en sus últimos días, quien había confortado más al moribundo, hasta llegar a una genuina terapia espontánea, fue un guardia civil también enfermo, con el que aquél se había encontrado en una de sus salidas de la parte reservada.
            Mucho va de un capitán general a un guardia civil. Pero no tanto como de un primer ministro a un notario jubilado. Tengamos en cuenta que a aquél le bastaría descolgar el teléfono y abrir la boca para pulverizar la pensión de éste. Y, sin embargo, no es posible que los hombres que peregrinan sobre la tierra estén integralmente aislados unos de otros, por abismales que sean las diferencias que los separan en la escala de los poderes.
            Por eso, entre el Primer Ministro que aspiraba a rugir en Don Benito y el notario jubilado del piso madrileño de Claudio Coello 135, tuvo lugar ese contacto. Aunque hiciera descender al Primer Ministro a la categoría de verdugo. A distancia, sí, pero ¡quién sabía...! El mundo es tan complicado y el hombre un ser tan complejo...Y al fin y al cabo, los primeros ministros no dejan de pertenecer a la especie. Por no extender la sugerencia a las otras, a las especies también de nuestros primos primates al menos.

                                                          
                        Madrid, Sepúlveda, China, Campoamor
                        Año Dos Mil Uno, centenario de Clarín

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