sábado, 4 de septiembre de 2010

Antonio Linage Revilla "Mi amigo y yo (Confidencias) Madrid 1936-1939

“MI AMIGO Y YO (CONFIDENCIAS)”

Por Antonio Linage Revilla

Madrid 1936-38

INTROITO

Estaba yo tan compenetrado con el amigo que me hizo estas confidencias que a veces creí ser yo mismo. Llegué a pensar, tal vez influido por la filosofía de Pirandello, si no sería “mi otro yo”, “yo mismo”, quien recordando escenas, pasajes de mi vida, insensiblemente las recordara a veces creyendo que era mi amigo el que me hablaba. ¡Habla tanta gente sola en este siglo desdichado! No me resignaba tranquilamente a esta idea porque la resignación me hacía ver los umbrales de la locura.

Mi amigo me hablaba en un tono tan meditado, tan reposado, tan calmoso; yo me veía tan vehemente, tan impulsivo. Mi amigo tan sensato, yo tan desorbitado. El tan firme, tan seguro de sí; yo tan brujuleante, tan indeciso. El tan afable, tan expansivo y locuaz…; yo tan reconcentrado en lo hondo de mi pensar y de mi sentir, tan seco y tan duro a veces…

Un buen día, venciendo estas dudas, decidí, sin pensarlo más, despreocupándome de estos temores, ir recogiendo el relato de mi amigo, a quien llamaremos mejor nuestro amigo. Pudo más en mi pensamiento el de aquel dulce filósofo y poeta español, autor de las Doloras, cantor de una época, al afirmar que “el recordar es uno de los mayores placeres o el mayor placer”, que el escepticismo del mago y atormentado Baudelaire al decir que “el recuerdo de la filosofía del dolor”.

Con gran alegría en su semblante empezó a referirse su pequeña historia, íntima y vulgar, tallada en desigual lucha, con romanticismo y emoción, en defensa de los humildes, de la verdad y de la justicia, esperando que así sabrán comprenderlo y valorarlo aquellos para quien se escribe.

Ambos, trasnochadores sempiternos, caminábamos por las encrucijadas madrileñas, cuando la querida ciudad, hoy capitalidad del mundo y de la victoria, sufría el criminal asedio invasor, mostrando con insuperable estoicismo sus bárbaras mutilaciones.

Su relato estaba salpicado por la sinfonía trágica de los obuses, torpedos aéreos y bombas incendiarias. Lo hacíamos en días de angustia terrible, de intenso dramatismo, pero ya entre las sombras la victoria empezaba a clarear, cuando las bárbaras entrañas de la guerra parían con dolor de epopeya, como recompensa justa, la aurora del triunfo y de la revolución…

ESCENARIO

Descansando indolente sobre las faldas de una arriscada e irregular colina, dormía la vieja villa castellana en sueño de siglos. Cansada de lo que fue, agobiada por el peso de su propia historia, agonizaba lentamente. Resignada agonía llamando a muerte, cual enfermo incurable cuyos dolores son superiores a la vida misma, sintiéndola ya sólo en la propia muerte.

Sus calles empinadas, retorcidas, llenas de recovecos y zig-zag, formando bellísimos rincones, silenciosos y quietos, solitarios y tristes, velando el sueño inmortal de su agonía, remansos de paz en los que el tiempo parece haberse detenido y la historia petrificado.

Sus casas, deshabitadas en su mayoría, abandonadas y derruidas en los barrios antiguos, deformes e inseguras en su curioso trazo, ventrudas a veces, inclinadas hacia sí en deseo imposible de fundirse por sus partes altas, aprisionando la luz en sus entrañas con el deseo de descubrir sus deformidades y albergar en silencio el sabor, el eco de sus mejores días ya muy lejanos. Apiñadas, construidas en el declive de aquella colina, adelantándose unas a otras, presurosas de llegar. Parecía otras veces, en su sensación de inseguridad que se despeñaban en catarata inmensa al abismo de las hondonadas. Algunos caserones hidalgos lucen aún con gallardía sus blasones ilustres, patinados con el cobre y el oro del tiempo. En la Plaza, el viejo castillo derruido, muestra orgulloso sus caries y sus desgarraduras.

Sus ríos se deslizaban en silencio envolviéndola con sus brazos serpenteantes y sinuosos, lamiendo sus roquedas en la hoz pétrea que formaban sus cauces, turbado sólo el silencio cuando despertaban el eco de su sueño milenario las vocecillas tímidas de algún zagalejo.

Sus moradores, aún henchidos de gran cariño hacia aquel solar generoso, cuna que albergaba tantos recuerdos y revivía evocaciones tantas, presenciaban esta agonía sin un gallardo gesto de rebeldía, sin una blasfemia, sin la más humilde maldición, cual si fueran cómplices de aquella agonía mortal.

Sobre aquéllas trémulas edificaciones descollaban desafiantes, retadoras, las torres de sus viejas iglesias, luciendo alguna su soberbia traza románica.

El predominio y la altivez con que sobre esas humildes casas se destacaban sus gallardas iglesias eran los mismos que la influencia ejercida por el vecindario por los llamados ministros del Señor en la tierra que regentaban.

Aquella villa guardaba en su seno todos los prejuicios y convencionalismos de la vieja historia, todas sus taras. Estaba dominada por el fanatismo religioso y el más viejo y estúpido de los caciquismos políticos. Solo unos cuantos, a veces uno solo, a través de todos los embates, aun en los últimos tiempos en que los zig-zag de la política eran desacompasados y bruscos, podían intervenir en los destinos de este pueblo. Una sola familia, bien ramificada, extendía sus tentáculos sobre todos los nervios de la villa. Capital, clericalismo y Guardia Civil, en indestructible amalgama, era el ariete que defendía las siete históricas puertas de aquella villa contra el ansia innovadora de jóvenes luchadores que anhelaban una vida más justa y más humana.

AMANECER

A pesar del ambiente, aunque la Dictadura cuidaba con celo desmedido de ahogar las voces jóvenes, un día, nuestro amigo en aquellas charlas culturales que el Dictador obligaba a celebrar los días festivos en las salas capitulares de los ayuntamientos hacía su debut. Erguido, sereno, con dominio pleno de su palabra y ademán, con sencilla elocuencia, emocionada para llegar adonde el pretendía – el corazón del pueblo que aspiraba a redimir – lanzaba una catilinaria contra la vejez y ponía en guardia a la juventud. El éxito le acompaño. Nuestro amigo fue a esta prueba con ventaja. No podía extrañar un escenario pueblerino quien ya conocía los escenarios madrileños. Terminado el acto, ya tenía nuestro amigo algunos incondicionales, pocos, y muchos enemigos. Eran incondicionales desde aquel momento los pocos hombres libres que le escucharon. Enemigos, quienes siempre lo fueron del pueblo y aquellos que no podían desligarse de su influencia.

PANORAMA POLÍTICO

Segovia era una ciudad levítica. La Academia de Artillería y el Seminario forjaban su espíritu. Sus calles eran una interminable procesión de curas y militares. La gesta de Juan Bravo había llegado con caracteres de leyenda. Así parecía expresarlo y transmitirlo su grotesca figura levantada en uno de los más bellos rincones de Segovia, expresión más fiel de un doncel enamorado y doliente que de una Caudillo de las gloriosas Comunidades.

La Capital ejercía su hegemonía sobre casi todos los pueblos de la provincia, empresa fácil ya que en su mayoría eran pequeñitos, sin vida propia: campesinos pegados a la tierra como una continuidad de esta, criados en el temor de Dios y del amo.

Algunos viejos republicanos supervivían: Trifón Gómez, pontífice de la constancia, Germán Elías, López Tablada, Miguel Pérez-Villamil.

Grupos de republicanos históricos que conservaron aquel “espíritu del siglo” que caracterizó el republicanismo español, nacido en el misterio un tanto grotesco de las logias masónicas. La Dictadura con sus errores había encaminado hacia un republicanismo con amplio contenido social al la juventud que venía a nutrir y rejuvenecer aquellas filas. Se formó entonces en Segovia “Alianza Republicana” organización en la que reunidos todos los republicanos de la provincia no pudieron llegar a un centenar.

Destaca entonces por su simpatía, sui juventud y su ingenio, Perico Rincón, arrebatado después de nuestro lado por intrigas familiares y bajos personalismos.

El partido socialista lo formaban entonces escasamente medio centenar de militantes y en la Unión General de Trabajadores no se podía tener confianza plena.

Sobre aquel ambiente se dibujaba la figura siniestra del cacique: Cano de Rueda. Más de treinta años de poderío. Con un periódico diario, el único, de su propiedad. Sometidos a él los secretarios de la provincia, en coalición siempre con la mitra, su poderío parecía indestructible. Alrededor de él, figuraban todas las cabezas de la política segoviana. Sen embargo, su nombre no figuraba la mayoría de las veces en las listas electorales: administraba a los candidatos. Era menos arriesgado y más cómodo y productivo.

Contra aquella mole cimentada por las décadas y enraizada por los intereses creados, tenían que enfrentarse aquellas organizaciones. En el escenario donde nuestro amigo sostenía la lucha, las figuras tenían idénticos caracteres. Había dos fuerzas: liberal y conservadora. ¡Como serían los conservadores, cuando los liberales, avanzada allí del progreso, eran capitaneados por Martínez de Velasco! La fuerza conservadora la representaba Gil de Biedma, un pobre hombre a quien su estrella no le guiaba por ese camino, y que siendo un día Secretario del Congreso no supo leer un acta, hecho rigurosamente histórico que su sátira incomparable ridiculizó como se merecía el gran Luis de Tapia, desde las columnas de la “La Libertad”. En aquel duelo político, aparecía alguna vez en el foro, siempre a destiempo, cuando nadie lo esperaba, un tercer personaje: Francisco Zorrilla. Era un simple aficionado a las luchas electorales. Se acordaba de que era un político solamente en vísperas de elecciones. Si le parecía o le convenía presentaba su candidatura, retirándola con la misma facilidad si así lo estimaba, dejando a sus admiradores incautos con la boca abierta.

Sin embargo, en aquellos días de duelo electoral, se encendían con entusiasmo las pasiones de aquella vieja villa. Se recordaban luchas lejanas. ¡Oh, aquellas elecciones entre don Valentín y el Conde de Coreana! Entonces había valor. No quedó un solo cristal en casa de los enemigos. Pero como eran unos de otros, pocos quedaron intactos. Y ¡Oh pícaro espíritu caballeresco de aquellos tiempos! Las malas lenguas cuentan que mientras un señor salía por un tejado de su casa para buscar en una aldea resguardo más seguro, la esposa compungida, llena de dolor, se entregaba al criado.

El dinero y el vino “corrían” desde un mes antes de las elecciones. Los candidatos subvencionaban a los dueños de los establecimientos para que no cobraran las consumiciones, y en las oficinas, al pie de cartas previamente escritas a mano para mayor a mayor número de electores, estampaba su firma todo aquel que se creía con autoridad sobre otro para pedirle u obligarle que votara a su candidato favorito.

Se vivían horas, días de felicidad. Las distancias entre el señorito y el trabajador se borraban o se acortaban. El amo palmeaba la espalda la espalda del criado; el criado festejaba a la señora emocionado y agradecido.

Pero después, cuando la realidad proyectando su crudeza ponía al desnudo sus carnes, aquellas pobre gentes parecían salir de un sueño.

A este le desahuciaban de la huerta que labraba por no haber obedecido al amo. A aquel lo echaban de casa donde vivió. Unos criados eran despedidos, otros veían mermado su ya mísero jornal. Así se iba condenando al hambre, a la miseria y a la desesperación a quienes a hurtadillas, se atrevían a ir rebelando contra sociedad desigual e injusta.

EXALTACIÓN DE LOS VALORES LOCALES

El espíritu joven de nuestro amigo deseaba manifestarse, y empezó exaltando los valores espirituales de la vieja villa. Existían verdaderos valores. En su humildad unos – Julián “El Cojo” – no sabía captarlos el señoritismo engreído de aquellos cazurros adecentados. En su grandeza otros, no querían reconocerlos imbuidos por la envidia. Tal era el de Emiliano Barral, que había de ser más tarde un valor positivo, señero en el mundo del arte, llevando en alas de la gloria, su nombre engarzado al de la villa que le vio nacer.

Ni siquiera instigados por su falso catolicismo se había preocupado públicamente de Sor Montserrat, aquella buena mujer, hermana franciscana, madre de muchos, pedagoga magnífica, por cuyo colegio pasamos todos. Y todos fuimos sus discípulos predilectos - ¡oh paradoja! - los que más tarde habíamos de caminar en las avanzadas del pensamiento.

HOMENAJE A JULIÁN “EL COJO”

Un buen día, la prensa segoviana recogía con alborozo la idea de tributar un homenaje a Julián “El Cojo”. Hizo la sugerencia que pronto había de tomar cuerpo, nuestro amigo, en un artículo titulado “Tipos que se van”, donde cantaba la figura y las glorias de Julián.

¿Quién era Julián “El Cojo”?

Es muy difícil que hubiera en los pueblos del contorno de aquella villa algún vecino que no le conociera. Su fama como genial tañedor de la vieja y clásica dulzaina – que el mismo construía – se había extendido por todas aquellas aldeas. Ningún segoviano, ningún artista que hubiera ido a visitar una sola vez aquella villa, dejaba de admirarlo. Era la humilde casa de Julián la Meca del arte.

Vivía en la cima del Salvador, en una cueva horadada en la roca. Era un troglodita del siglo XX. Seco, enjuto, altivo, sombra quijotesca. Despreciaba con gesto altivo todo cuanto no fuera su arte de tañedor, con el mismo orgullo con que despreciaba a quien no querían comprender.

¿Era Julián un artista o no? ¿Conocía el manejo de la dulzaina o lo ignoraba totalmente?

¡Que importaba eso! Julián era un valor espiritual. Su dulzaina sonaba como ninguna. Su clásica entradilla, las seguidillas y el ki ki ri ki eran algo único y personal. Tenían un ritmo extraño, unas tonalidades y matices atrayentes y desconcertantes. Tenían, a veces, la ingenuidad, el valor, la energía de un sabor primitivo y bárbaro.

Sainz-Pardo había dicho en su prosa galana: “El baile es la juventud; esas danzas locas donde brinca el amor entre miradas de fuego, las preside Cupido, satisfecho de su obra que es la renovación de la vida. Yo veo el de mi pueblo que es el que quiero describir. El gaitero es un hombre cojo; llega a la plaza si fuera a celebrar un rito sagrado; saca su gaita de una funda de gamuza; es una gaita sin llaves, con siete agujeros como el caracol de Dios Pan; los ojos del Cojo brillan al mirarla; en ella está su alma; ella siembra amores en las de los mozos del pueblo, y con la satisfacción que el arte produce a los verdaderos artistas, empieza a tocar…”

Ante la vejez, al sentir los ecos gozosos de la dulzaina de Julián, pasaba toda la juventud. La vida de aquella generación, su pequeña historia, iba unida al arte de Julián, a la dulzaina del Cojo. La juventud había formado también su historia bajo sus notas desacompasadas y chillonas; sin orden ni concierto, cuando Julián estaba de mal humor o le abandonaba su hada inspiradora. Y este sonido no tardaba de reconciliarse con su musa.

Anécdotas suyas, reflejarán su fuerte personalidad, mejor que nuestra inventiva. El orgullo, la altivez de Julián, rico en su desastrada miseria, inmenso en su pequeñez, nos recordaba aquel genial filósofo que cuando todo se le ofrecía, expresaba su deseo único de que no le quitaran el sol.

Ved aquí una muestra de su orgullo infantil. Hablaba con gran cariño y admiración de Velasco, el gran dulzainero vallisoletano que había sido su maestro, y recordándolo, afirmaba sentencioso con ademán de profunda meditación: ¡Que bien tocaba el maestro! ¡Que bien! Si tocaría bien que estoy por decirle que tocaba casi como yo.

Un día. El azar le hacía escuchar en un gramófono un disco impresionado por el gran Marazuela – el gran dulzainero segoviano – y exclamaba ¡Que bien tocado, qué bien! ¡Lástima que un hombre no pueda tocar así la dulzaina!

Llegaban un día a su cueva varios artistas consagrados. Julián les mostraba con íntima satisfacción “sus joyas”. La joyas de Julián guardadas con santa unción: sortijas de metalanillos de plomo… Sin embargo ¡Que valor tenían para él!

Dudando, un poco influido por el ambiente, uno de los visitantes se permitió preguntar ¿Estas joyas son falsas?

Falsas, falsas – gritaba Julián – no se las doy por treinta pesetas.

Aquella misma tarde otros visitantes insistieron en que Julián repitiera en la dulzaina unas extrañas notas que la casualidad había dado forma entre su asombro. Había sido algo tan bueno, que recordaba reminiscencias célticas, primitivas danzas píricas. Julián intentaba repetirlo, pero no lo conseguía. Por fin dijo en su tono autoritario y zumbón:

- Pero ¿Ustedes creen que yo toco como sé cuando me escuchan unos cuantos, aunque sean de mucha categoría? Yo toco como se, en lo días de San Pedro, de los toros o de San Miguel, donde me escuchan cuarenta o cincuenta mil almas…

- Pero Julián, cuarenta o cincuenta mil almas, aquí, en un pueblo tan pequeño…

- Si señores - respondía plenamente convencido – Es que yo cuando toco la dulzaina cada uno me parece treinta o cuarenta. Aunque había temporadas en las que pasaba verdadera hambre, Julián no se doblegaba ante nadie. No pedía limosna nunca. Tenía un concepto clásico de la dignidad. Cuando escaseaban las exhibiciones como tañedor de dulzainas, hacía tambores, panderetas, componía paraguas… ¡Oh cuando éramos chiquillos, aquel puesto de Julián en el día de San Pedro!

Sin embargo, llegó un día que el hambre le venció. Viejo, abandonado, llegaba a casa de nuestro amigo a pedirle catorce pesetas… Le parecía aquello una traición a su dignidad. Nuestro amigo se las dio. Y al despedirle con un abrazo, Julián quería entregarle como garantía aquellas sus alhajas que tanto para él significaban.

¿Estaba loco Julián? ¿Era un visionario?

Ya hemos dicho que no nos importa. El homenaje se llevó a efecto. Humilde, sencillo, emotivo. Nuestro amigo y unos cuantos más, comían con él una noche entre farolillos, mientras sonaban dulzainas, bombos y tambores. La gente acudió en masa a aquel atrayente aquelarre celebrado a la puerta de su choza.

Julián les decía: Este homenaje es a mi, a mi a quien le hacen. El vivía su vida, única razón de su existencia.

Cuando nuestro amigo pasa por la puerta de aquella choza, ve en su imaginación esa leyenda en la roca viva que le da entrada: Caminante, recuerda que aquí vivió Julián “El Cojo”.

HOMENAJE A BARRAL

En el ambiente quedaba un eco de agradable simpatía sobre el homenaje a Julián. Había sido una pirueta afortunada de nuestro amigo. Se comentaba con ironía, pero favorablemente. A los pocos días surgió la idea de reconocer públicamente al hijo más esclarecido de aquella villa: Emiliano Barral.

¡Barral! He aquí un nombre señero. Por aquella época, lo que hasta entonces había sido solamente una promesa en el mundo del arte empezaba a consolidarse con un vigoroso personalismo. Su triunfo no podía disputárselo nadie. Nadie se atrevía a discutirle… pero se silenciaba.

En aquel antro, reducto de un caciquismo cerril, no podían olvidar fácilmente que Barral profesaba a los catorce años el ideal anarquista, verdadera religión de los hombres, que a esa edad abandonaba su casa para vivir su vida y era detenido en Ayamonte como supuesto regicida.

Entonces se inicia el éxodo de ese gran luchador, en el que no sabemos que admirar más, si el hombre o el artista ¡Con que naturalidad, desde las cumbres de la gloria, recordaba sus días de cárcel! Allí había conocido a sus mejores amigos y a sus más doctos maestros. – Lo bueno dura poco – decía cuando recordaba su paso por aquellos calabozos inquisitoriales.

¡Con que orgullo de hijo evocaba una anécdota de su padre, el gran Isidro, donde se reflejaba la hombría y la entereza de su personalidad y la zafiedad de aquella beatería fanatizada! Reclamado una vez como hijo pródigo volvía al hogar paterno conducido por la Guardia Civil. El populacho esperaba con agrado incontenido aquella llegada. Serviría de ejemplo. Un vacuo charlatán dice: - Si Emiliano fuera hijo mío, lo mataba. Isidro lo oye y contesta rápido, seco, despectivo: - Si fuera hijo tuyo yo tampoco tendría inconveniente en hacerlo.

¡Barral, con que emoción la juventud rebelde pronuncia tu nombre! ¡Cuántos, en silencio, siguieron tu senda pero no pudieron llegar! No todos pueden alcanzar el sitio de los elegidos. A él llegan pocos. ¡Cuanta seguridad en ti! Quienes te regateaban tus triunfos de artista, tus dotes excepcionales, te envidaban desde el fondo de su alma, si es que la tenían… Quienes maldecían tu vida eran los que no podían vivirla.

Nuestro amigo, preparado el ambiente, organizaba un homenaje a Barral. Y le organizaba prescindiendo en absoluto de las autoridades y elementos representativos, quienes al principio se oponían. Emiliano pertenecía sólo a las masas populares. Cuando su nombre era mimado por la gloria, a la hora del triunfo, no podía compartirle con quienes hicieron todo lo posible por que no le alcanzara.

Cuando necesitó ayuda, todas las puertas se le cerraron. Una vez que la Diputación le concedía una pensión, votaban en contra los diputados representantes de su pueblo.

Aquella vieja villa empezaba a desperezarse. Se había vencido su resistencia pasiva. El homenaje a Barral era el exponente de ese entusiasmo popular. Más de un centenar de paisanos se reunían en torno del artista testimoniándole su admiración y su cariño. Admiración y cariño que no era sólo al artista, sino al luchador, al anarquista, al sembrador de rebeldías, con madera de apóstol, nacido para caminar del brazo del dolor y de la gloria, del triunfo y de la muerte.

“El Socialista” de Madrid alentó el acto. Celebrado éste, publicaba una extensa información firmada por nuestro amigo, cuyo nombre de vez en cuando aparecía en algún diario madrileño.

HOMENAJE A SOR MONTSERRAT

El entusiasmo que se despertaba en la vieja villa, no convenía dejarlo apagar. Había que hacer inextinguible la luminaria social. Y los mismos que organizamos el homenaje a Barral, rendíamos otro, emocionado, a Sor Montserrat, la hermanita franciscana, verdadera madre de muchos.

¡Sor Montserrat! ¡Con cuanta gratitud pronunciamos tu nombre! Digna franciscana. Tuvimos que ser nosotros, los revolucionarios, los tildados injustamente de incendiarios y dinamiteros, quienes públicamente te descubriéramos. Siempre los enemigos del pueblo presentaron a los hombres que pretendieron redimirle como enemigos de él.

¿Quién era Sor Montserrat? ¿Qué labor había hecho esta hermana franciscana para que las fuerzas auténticamente revolucionarias reconocieran su obra y la aplaudieran públicamente?

Una labor sobrehumana. Sor Montserrat, pedagoga excelsa, mujer con verdadero sentimiento paternal, supo repartir su gran corazón entre la chiquillería.

Maestra de todos. Más de cuarenta años educando a los párvulos de la villa gratuitamente, juntándose a veces, en su colegio más de ciento cincuenta niños hasta que tenían la edad de pasar a las escuelas nacionales. Verdadera guardería donde las madres dejaban a sus niños, para ir al trabajo, atendidos mejor que en sus propios hogares.

Maestra ingeniosa. Dejando a los niños solos, aprender a aprender. Maestra de verdad, tan de verdad, que todos los rebeldes de hoy pasamos por allí. En el fondo de su sincero sentimiento, después estaba conforme con nuestra campaña y con nuestras luchas. Sentía la humildad y el amor como el dulce judío de Galilea la sentía. Era digna hermana de San Francisco.

¿Qué poder sobrehumano había en aquella mujer que de tal manera subyugaba a los chiquillos? Yo he visto llegar a su presencia niños traviesos, pataleando y llorosos, resistiéndose todo lo posible, y nada más verla, como atraídos por una fuerza oculta, iban a besar su mano o acariciar su manto. No por miedo. Sus castigos eran originales. A los revoltosos los ataba con un hilo de bordar a la pata de una mesa y chiquillos que parecían indomables quedaban pendientes de no romper aquel hilo apenas perceptible.

¡Cuánto recuerdo, ya mayorcito, de niños que asistían casi todos los días a clase sin comer, de los errados en la calle, sin cuidado ni atención de nadie! Uno de ellos, en cuanto Sor Montserrat se descuidaba quitaba la merienda de un niño que comía muy bien en su casa. Era la víctima elegida. Cuando Sor Montserrat se enteraba, acariciaba la niño despojado de la merienda, secando sus lágrimas, dando tiempo al otro para que se la comiera, para reprenderle, diciéndole: pobrecito, cuanta hambre tiene.

Sor Montserrat, nunca te pagarán las madres de Sepúlveda cuanto hiciste. Eras la verdadera madre de todos sin haber sentido en sus entrañas el calor de la maternidad.

Nosotros, los hombres de izquierda, tampoco te olvidaremos nunca. Sabemos que cuando nos perseguían o calumniaban, tu decías: Pobrecitos, que todos los malos sean como ellos. Y, especialmente, refiriéndote a uno, te escucharon muchas veces decir postrada ante la imagen de Jesús: Con lo bueno que es y me lo van a matar…

En aquel homenaje, el pueblo entero firmaba un álbum dedicado a ella. Artistas locales erigían un pequeño monumento, y en la puerta del convento se colocaba una magnífica placa de mármol, tallada por Barral. Sainz-Pardo compuso y la dedicó una sentida letanía, y nuestro amigo, con desprecio absoluto por las autoridades locales que nada representaban, a las que ni invitó siquiera al acto, cantaba en acertada prosa las excelsitudes de esta buena mujer. ¡Ah, si como ella hubieran sido todos!

LA VISIÓN DE NUESTRO AMIGO

Gustaba nuestro amigo de descubrir valores, de alentar a la juventud. Y los descubría y alentaba precisamente en aquellos momentos en que necesitaban ayuda. Y luego, aunque la gloria les elevara a las más altas cumbres, se separaba de ellos silenciosamente. Y es que un principio de decencia personal, no le permitía, a la hora del triunfo estar entre esa pandilla de sinvergüenzas que, a la hora del esfuerzo o de la simple ayuda, se hacían el disimulado o el desentendido.

Uno de los casos-tipo fue el de Victoriano de la Serna. Había nacido y vivido en Sepúlveda. Había estudiado el bachillerato con nuestro amigo. Toreaba por vez primera, una malísima novillada en Segovia. Nuestro amigo vio en él detalles. Y escribía en “El Adelantado de Segovia” un artículo que titulaba “El estudiante torero”, presagiándole una carrera triunfal.

Nuestro amigo quiso aquel año que Sepúlveda le contratara a La Serna, hijo del pueblo, para alentarlo, para ayudarlo. Era un deber. Pero se opusieron. Hacía falta un anticipo mísero: mil pesetas. Y ninguno, absolutamente ninguno de sus amigos y familiares las adelantaron, aunque alguno había millonario. Nuestro amigo no las tenía entonces, ni quien se las diera.

La Serna no pudo torear en Sepúlveda. Sin embargo, aquel mismo año toreaba en Riaza.

Poco tiempo después, La Serna era una figura en el toreo. Organizaba festivales. Aquellos que un día negaron mil pesetas, que se iban a devolver y eran necesarias para su carrera, le ofrecían entonces sus automóviles, sus casas y sus hijas.

Nuestro amigo, desde su minarete, presenciaba estos espectáculos con asco y con desprecio.

Victoriano, en el fondo, odiaba a aquella gente. Se lo decía a nuestro amigo.

Pero la vida era así….

Las tradicionales corridas de novillos, llegaron entonces con el tiempo y la cooperación de este artista, al apogeo de su esplendor.

EL DOLOR DE UN VERDADERO HIDALGO

Uno de los tipos más originales que había en aquella villa era Sainz-Pardo, Juanito, diríamos mejor, como le llamábamos todos, chicos y grandes, autor de bellas crónicas y sentidas poesías, gran paisajista espiritual.

Su figura dieciochesca, de tal alto valor simbólico para aquella villa histórica, se descubría muy a menudo, oculta a las miradas, como algo alejado de la vida y de la sociedad, que lleva en su corazón y en su espíritu la lucha “del hombre superior” al que ahoga la pequeñez del medio en que vive”, admirando en silencio desde cualquiera de sus minaretes naturales sus bellezas innatas o sus románticos rincones, percibiendo la eterna armonía de sus sensaciones.

Su empaque señorial, su porte agresivo, su descuidado vestir adornado con aquel su abrigo y su sombrero de héroe murgeriano… Nadie que no le conociera podía sospechar que dentro de aquella figura se ocultaba un corazón romántico, su espíritu generoso que de día en día en las páginas de los viejos periódicos segovianos se fue desgajando en concepciones plenas de un fondo humano, sobre el marco del más puro romanticismo, en cánticos vibrantes dentro de una sentida y serena humildad, a las miserias humanas, al Bien y a la Bondad, al Dolor y la Muerte, al Arte y la Belleza, impregnadas de santas rebeldías y de justas quejas contra toda injusticia, en defensa siempre del débil, del caído…

Nuevo Quijote que aparece en el escenario histórico que para sus andanzas y sus correrías bélicas eligiera un día aquel conde castellano de quien tanto se ocupara un día la poesía y la leyenda: Fernán González, cuyo espíritu conserva perfumado por su viejas piedras.

Sainz-Pardo vivía solo, aunque acompañara a su viejo padre primero y a una vieja criada después. Solo en su soledad, en su concentración espiritual, admirando y cantando a Sepúlveda. Solo con esta emoción, con su sus libros y con su pluma-madre, amiga, hermana, novia y mujer-amor de sus amores. Voluntaria soledad perturbada muy pocas veces por los amigos a quienes abría el portón de su alma desnuda. Vivía para querer a su pueblo. Para sentirle a cada momento. Para cantarle. Su soledad, su íntima relación con la naturaleza, su anhelo de bucear en las almas no le daba tiempo para querer mal sino para identificarse con el “santo poeta de Asís”.

Un buen día, con el vivo deseo de calmar la pasión a que en él habían llegado las luchas políticas locales, con el anhelo generoso de apagar el fuego que el odio y el rencor empezaban a alimentar, permitió que su nombre se mezclara en la contienda como banderín de paz y de concordia…

Ese pueblo, ese pueblo anquilosado y embrutecido que no ve más allá de lo que le muestra la tradición política de un caciquismo secular y analfabeto, y cuando lo ve cierra los ojos de la razón para no comprenderlo… le rechazó. En unas elecciones municipales derrotaron – para vergüenza de una villa histórica que un día fue cuna de libertades y de hidalguías – al hombre que traía como airón su corazón y su pensamiento.

Este desengaño torturó mucho su espíritu y llenó de amargura y de dolor los últimos años de su vida. No podía, no pudo comprender quien tanto comprendía, esta incomprensión, esta ingratitud.

Sainz-Pardo salía de su aislamiento para asistir a todos los actos caracterizados por su afán de cultura: allí estaba siempre. Era un gran animador de la escena y poseía grandes conocimientos de la técnica teatral. Con brillante éxito estrenó “Miel y acíbar”. En su juventud abandonó la carrera de abogado para cultivar el arte. Hizo bien. No tenía alma ni espíritu de curial y hubiera fracasado. Despertó una inquietud artística que alienta y aviva la estela luminosa de su recuerdo. Norte y guía de la juventud sepulvedana del arte cultivadora o enamorada, a quien quisimos y respetamos como maestro. Y fue por último un gran republicano. Con ese mismo silencio con que quería a todas las cosas, amaba al régimen del pueblo por el pueblo, con un contenido de justicia social más humano y equitativo que el que padecimos y padecemos. Cuando el glorioso 14 de abril asaltamos el Ayuntamiento de Sepúlveda – guarida de tanto caciquismo, de tanta traición y tanta deslealtad – enarbolando con arrogancia y gallardía la enseña republicana, dijo a nuestro amigo, emocionado, con voz temblorosa, asomando las lágrimas a sus ojos:

- Creía que me iba a morir sin gozar de este momento. Ya puedo morir tranquilo. Viva la república.

Un día, cansado de vivir – tal vez intencionadamente – adelantó su muerte. Traspasaba los umbrales de la vida. Iba a descubrir el secreto que tanto inquietó su espíritu.

Su entierro fue una sentida manifestación de duelo. Alienados detrás de la bandera radicalsocialista y Unión General de Trabajadores, los sepulvedanos, en silencio acompañaron a su última morada, al último hidalgo de la vieja villa sepulvedana.

Como homenaje póstumo, sus amigos costeamos una edición modesta y parca de sus Crónicas y Poesías, que vieron la luz en Segovia en 1934. Con este motivo, nuestro amigo, escribió una carta al sepulvedano Francisco de Cossío, que residía en Valladolid. Aunque fácil y sin pretensiones creadoras, era un periodista fluido, que se había formado su reputación. Por otra parte, nuestro amigo al dar este paso, iba impulsado por la formación liberal de Cossío, que le había costado un confinamiento durante la dictadura, y por la simpatía que, como hijo de la vieja villa, debía sentir por sus valores. Pero por entonces, Cossío anticipaba su traición, y pasaba a profesar un fascismo, en todo hombre repugnante y en el antinómico. Se negó a prologar los artículos de Juanito como nuestro amigo el pedía. Pero, este cumplió la labor. Aunque no una pieza clásica, hizo unas líneas hondas, sentidas, perfumadas por la comunidad de sentimientos con el homenajeado. Poco después, los reaccionarios de la villa rendían en ella un homenaje al renegado Cossío. Nuestro amigo, le envió una tarjeta cuando, acabado el ágape, empezaban los comensales a rendir culto a Dionisio, descorchando botellas. En ella solo se leía en letras rojas el primero de sus apellidos. De su puño y letra escribió nuestro amigo debajo: La Sepúlveda que es, saluda al Cossío que fue. Y lo rubricó. Cuando lo leyeron los reunidos se les aguó el alcohol.

LA OFENSIVA OFICIAL CONTRA NUESTRO AMIGO

Nuestro amigo cuidaba de que el entusiasmo iniciado no se marchitara. Quería conservarlo con frescura eterna, pero la autoridad le acechaba, le conceptuaba ya como enemigo descubierto, concediéndole la importancia que al principio se le negaba. Detrás de aquella exaltación de los valores locales, se veía una verdadera y hábil propaganda política. La gente de orden aconsejaba ya medidas prudentes, coactivas, contra aquella actuación.

Por entonces era alcalde de aquella villa uno que no pudo serlo nunca: José Zorrilla. La Dictadura tuvo que recoger a toda aquella gente que no pudo ser nada. Ellos llegaban a ella para satisfacer su ambición y su deseo, como el reptil, impotentes para conseguirlo por el camino de los hombres.

Los concejales estaban a la altura de aquel alcalde. Había uno que era un verdadero pobre hombre, zapatero de oficio. Le llamaban Bromitas por su carácter jovial. La suerte le había favorecido y quiso hacer unos pinitos en la política, alternar con los señores. Cuando nadie quería ser concejal, no le fue difícil conseguir una concejalía, y decidido a dejar una obra que perpetuara su paso por el concejo, decidió convertir en jardín el hermoso campo de la Peña. Y la ocurrencia, bastante meditada, fue llevada con rapidez a la práctica. Su primera reforma consistió en adosar unos bancos de hormigón alrededor de los árboles, como si fueran collares para que no escaparan, y, o el árbol al crecer rompía el banco, o el banco aprisionaba al árbol, impidiendo su desarrollo y condenándole a muerte. Por aquellos días, Valle-Inclán visitaba la villa, y contemplando la obra, sin poderse contener, sobre cemento aún sin fraguar, puso con su bastón: “Burros, burros, burros”.

¡Que más quiso nuestro amigo que aquella genialidad, aprobada en pleno Concejo por mentalidades que no daban más de sí! Comentó, ridiculizó en la prensa aquellas reformas de tal modo, que murieron solas, entre la risa y la ironía…

El alcalde amenazaba en una carta a nuestro amigo, carta que lejos de acobardarle le hizo reír. Nuestro amigo arreció sus ataques, zahirió en la prensa al Alcalde, protestando de aquella pretendida coacción. El Concejo se tambaleaba. Nuestro amigo comenzaba a conquistar popularidad. Su nombre se iba cotizando, empezando también los disgustos. El alcalde tenía un buen chico, pero muy bruto, y a golpes quiso acabar con nuestro amigo. No lo consiguió. Tenía que vivir. Era necesario que viviera. Si no, este relato se hubiera terminado demasiado pronto.

UN CERTAMEN QUE NO LLEGÓ A CELEBRARSE

Recordemos que lo poco bueno que hizo la dictadura en sus primeros impulsos, fue apartar de la vida pública a los viejos políticos. Y en verdad, que esta fue una iniciativa plausible. España, aun sin saber entonces lo que quería, estaba divorciada de aquella gente caduca. Deseo no conseguido, porque los propios caciques postergados, metieron enseguida en las filas dictatoriales a sus edecanes.

En Segovia, nuestro amigo, gozó entonces de cierta facilidad para su propaganda. “El Adelantado de Segovia”, único diario que se publicaba, órgano del cacique, recogía gustoso las campañas contra la dictadura, que iniciaban los luchadores jóvenes. Sus escritos se admitían gracias al enojo del amo y señor contra aquella situación y hasta alguna vez se le jaleaba en sus Ecos de Sociedad. Claro que esto duró lo que la dictadura primigenia. Caído Primo de Rivera, el gobierno Berenguer tendió un cable a los viejos políticos, y el periódico se desprendía de aquellos colaboradores para intensificar la campaña reaccionaria que le marcaba su tradición.

Patrocinó por entonces este diario una fiesta que había de celebrarse en Sepúlveda, de exaltación regional, en la que habían de intervenir algunos de estos elementos jóvenes. Su carácter artístico cubría sus fines políticos de atacar a los gerifaltes de la situación de Segovia. Así lo debieron comprender, porque impidieron su celebración, quedando las bellas chicas sepulvedanas con sus trajes típicos preparados para lucirlos en la fiesta, para hacerlo en mejor ocasión, pero no pudieron o quisieron impedir que “El Adelantado de Segovia” publicara a toda plana y con gran lujo de detalles el resultado de la fiesta no celebrada, la cual, para el redactor, tuvo caracteres apoteósicos.

Se reseñaba el discurso de nuestro amigo, titulado Costumbres y tradiciones sepulvedanas, cantando con entusiasmo lógico en él, como hijo nativo, la belleza de algunas. Describía una de las fiestas más típicas y populares de la vieja villa: la del día del agua. Desde tiempos inmemoriales, los hortelanos que labraban la ribera del Caslilla, cuando la tierra tenía sed, desviaban parte del agua de este pequeño río, y conducido por una acequia era utilizada por cada colono las horas que le correspondían.

Era obligación ese día acudir todos los hortelanos – bajo penalidades estatuidas en curiosos reglamentos – arreglar los desperfectos que las avenidas hubieran originado durante el invierno en la presa levantada en el río para desviar el agua del cauce y limpiar la reguera para que la conducción no sufriera entorpecimientos. Todo se hacía bajo la inspección de una junta, que presidía por regla general el más anciano de los huertanos en funciones de Alcalde de la Rivera, autoridad suprema de aquella institución. Este trabajo empezaba al amanecer. Y como ya la víspera empezaba a festejarse tan fausto día con algunas frecuentes libaciones, algunos sepulvedanos que no eran dueños perfectos de su equilibrio, caían en el pequeño embalse. Otros, los que, jovenzuelos, acudían por primera vez a ese trabajo, eran empujados intencionadamente. El Alcalde cortaba pronto estos incidentes repartiendo un sorbo de rico peleón, elegido por la Junta, después de haber probado detenidamente el de todas las bodegas, en un vasito de plata que conservaban desde luengos siglos.

Estas operaciones estaban terminadas al medio día. El agua alegre y cantarina corría traviesa por la linda acera. La tierra seca, exprimía su beso fecundante. El sol de Castilla – fuego y oro – se dejaba caer sobre aquel valle bordeado de gigantescas rocas milenarias; los almendros, los guindos y los cerezos en flor, con su albo ropaje, contribuían a exornar aquel bello paisaje de la naturaleza. Terminada la labor, había llegado la hora del merecido yantar. En la huerta más próxima a la presa, conocida por El Batán, en una limpia pradera, se extendían en animados grupos los familiares de los hortelanos y los invitados, comentando las incidencias de la jornada, y cambiando con los más próximos algunos manjares, partiendo como hermanos en aquella sagrada fraternidad, el pan y el afecto. ¡Que diferencia la de estos días, en que vestimos sentimientos también de fiesta, adornándoles con sus mejores galas, a aquellos otros en los que venimos con los harapos de las pasiones! Aparecen con la misma diferencia en que se ven en nuestros campesinos de los días de labor, dejada la faena, al día festero del lugar en que lucen sus galas de boda o noviazgo.

Es en esas fiestas de los trabajadores cuando se siente en toda su grandeza la magnitud de Castilla. Sus hombres no son más que eso: trabajadores, una continuación de la tierra.

No tardan en oírse los alegres sones de la dulzaina acompañados con el monótono del tamboril. Anuncian que la refacción ha terminado y que, después del trabajo, en justa compensación, ha llegado la hora del libre esparcimiento. Y no tarda en formarse un animado baile de rueda, corrida sobre la verdegueante pradera. Hay, sin embargo, un momento de gran recogimiento y emoción. Cesa la gaita, calla el tambor, se apagan las risas, y en el silencio se escucha el jadear de los cuerpos sudorosos.

El Alcalde de la Rivera, con sus compañeros de Junta, recogidos y silenciosos, faldeando un gran declive, como el que va a celebrar una ceremonia litúrgica, van escalando la altura hasta llegar a una cueva horadada en la roca. Allí todos los años se reúnen, aquel mismo día, los hortelanos en su Junta, da cuenta de su actuación, corrige y castiga los que transgredieron los preceptos consuetudinarios, y del resultado de su informe y proceder se le pide que continúe su actuación o se nombra otra nueva por votación. El Alcalde, tiene bajo su mano, cual Sagrado Evangelio, los legajos de aquella institución, todo lo escrito y acordado desde que se reunieron por vez primera, fecha ya perdida en la lejanía de los tiempos… Algunas veces, sostuvieron pleitos amparados en la costumbre, y triunfaron. No era pues, despreciable la autoridad del Alcalde de la Rivera.

Ratificada en sus funciones la vieja Junta o elegida otra nueva, volvían los hortelanos, y con frecuencia nos ofrecían el vaso de plata, desbordante de espumosos vino, el alcalde saliente por haberse quitado de encima la responsabilidad del cargo, y el entrante para celebrar la enhorabuena de la elección.

Durante el tiempo que duraba aquella liturgia, parecía pasar ante la vista y el pensamiento de los asistentes, toda la belleza de las tradiciones castellanas, envueltas en el cendal de su poesía y el aroma de su leyenda. Bajo el símbolo de la honradez y el trabajo, el abuelo parecía transmitir al hijo y este al nieto las nobles virtudes de la raza.

Al caer la tarde, cuando el viento se había agotado, secas las fauces y los cuerpos transidos, las parejas enlazadas, jóvenes y viejas, unas veces corriendo y otras saltando, regresaban a sus hogares. Pero antes, cuando el sol se ocultaba y la noche iba cubriendo la vieja villa, se reunían en una plazuela próxima a la Puerta del Río, una de las siete que en su día fueron el único acceso de las impugnables murallas, en el barrio de San Esteban, antigua judería. En un rincón de esta plaza, de espaldas a la puerta amurallada que hemos mencionado, medio oculta y olvidada en una hornacina casi natural, aparecía la imagen diminuta de una virgen, sin carácter alguno, cubierta la talla por algunos harapos. La Virgen de las Pucherilla la llamaban en atención a tener una doble fila de estas, de barro, que alumbraban de vez en cuando. Rara vez no siendo en el día de la fiesta, la virgen olvidada la llamaba nuestro amigo y así la cantó. Allí, en aquel rinconcito del barrio del protomártir, en cuyas casas humildes, algunas de las cuales guardaban reliquias de una pasado señorial en sus arcos de dovelas románicas y en sus labras heráldicas, vivían todos los hortelanos, por su proximidad a las riveras del Caslilla, el más anciano de todos los ancianos, revestido con su clásica capa parda, rezaba una salve acompañado por la dulzaina, que era corada por todos los oyentes, creyentes o no, en un puro ambiente de paganía. Y allí, hasta el año siguiente, quedaba la virgen olvidada en su hornacina mísera. Sus pucherillas, hasta entonces, no volverían a lucir. Solamente en algunas noches, la clara luna curiosa la bañaría con su plata.

Pero un día, un bergante, un pícaro chamarilero en antigüedades, pasó por allí y se le ocurrió decir que aquella pobre imagen valía dinero, mucho dinero. Desde entonces vio perdida su tranquilidad, disputándose su propiedad el dueño de la casa en cuya fachada estaba la hornacina, la Comunidad de regantes, el Municipio… la imagen que durante siglos estuvo olvidada, no lo estuvo después ni con la protección de una fuerte reja de hierro.

Algunos vecinos, voluntariamente, hicieron guardia custodiándola. Al amanecer del día siguiente al del agua, nada había quedado del juvenil bullicio de la jornada anterior.

Los hortelanos saludaban al alba, trabajando en sus cuarterones y sus azadas entonaban con sus canciones un himno triunfal a la vida y al trabajo.

El agua, desviada de la cacera, por sus múltiples regaderas, llevaba a la tierra que la deseaba, su beso fecundo.

INFILTRACIONES DE LA PROPAGANDA

Nuestro amigo no descuidaba la propaganda. Allí donde había una posibilidad de ir infundiendo ideas, resolviendo dudas, en cualquier reunión de gente, aparecía. Así, aun cuando le molestaban las ceremonias de los cumpleaños, bodas y bautizos pueblerinos, no perdía una de las que tenía ocasión de asistir. Algunas veces aunque no le invitaran. Se escudaba en su popularidad. Bien es verdad que algunas de estas juntas populares y ceremonias, conservaban un sabor clásico, un gusto tradicional que merece conocerse. La primera vez, en el espíritu artista y viajero, suelen dejar una gratísima impresión.

CELEDONIO, ILUSTRE PRESIDIARIO

Llegó a socavarse la autoridad del clásico monterilla muchas veces secular. Se respetaba, pero nada más: no se temía. Y, a veces, cuando era justo, ni se respetaba, aunque siempre con la oposición, llevamos la peor parte. Pero sentíamos el placer de la desobediencia y de la rebelión, cuando es legítima. A ello nos impulsaba nuestra dignidad y nuestra hombría.

Celedonio era un buen camarada, de los más entusiastas y humildes. Pero tenía su carácter, que todos conocíamos.

Un día la autoridad local le imponía una multa injusta. Celedonio se negó a pagarla. Era un humilde trabajador, tenía pocas veces labor y cuando cobraba el jornal le era necesario en su totalidad para ayudar a los suyos. Aunque su voluntad fuera buena no podía pagar la multa. Y por otra parte, como era injusta, su voluntad se retraía.

- Paga Celedonio, o llevamos la denuncia al Juzgado – le decía una y otra vez el agente de la autoridad.

Celedonio alegaba poderosas razones, que de nada servían a aquel esbirro de la autoridad, hechura de ella, y la denuncia fue al Juzgado, siendo condenado Celedonio – no faltaba más – al pago de la multa y costas causadas, y que se causasen hasta la total terminación del juicio.

La sentencia fue firme y a Celedonio se le decía una y otra vez; paga, no seas tonto.

- Pero como voy a pagar – decía – Ahora menos. No podía pagar la multa, mal podrá pagar la multa y costas.

- Paga como sea. Que te de el dinero quien te aconseja e te induce, porque sino irás a la cárcel.

-Iré ¿Qué le voy a hacer? – respondía – si no hay otro remedio.

Efectivamente, un buen día, pasado mucho tiempo, cuando Celedonio ganaba su jornal segando y más perjuicio se le podía causar, la Guardia Civil le detenía y encarcelaba.

Voló está noticia de oído en oído de los camaradas, como vuela la mariposa de flor en flor. En todos ellos clavaba su aguijón de rabia, y no tardó en surgir, espontáneo y generoso, el espíritu de solidaridad. ¿Por qué no tanteamos nuestra fuerza? – decían los camaradas - ¿Por qué no intentar liberarlo? No tarda en oírse: Si es preciso contener los fusiles de la Guardia Civil con nuestro pecho lo haremos. Si es preciso que caiga alguno, caerá. Todo, menos consentir el abuso, el crimen que significa la caprichosa y arbitraria detención de Celedonio.

La idea se convertía en acto rápidamente. Más de cien camaradas del preso pedían en actitud amenazadora su libertad. Se movilizaba la Guardia Civil, siempre al servicio de la autoridad, cuando esta era enemiga del pueblo. Se cambiaban impresiones con el Gobernador. La tormenta arreciaba. Los ánimos se exaltaban. Los puños esperaban que sonara la hora de su intervención.

Comprendieron que era mejor aparentar ceder voluntariamente que transigir por la fuerza y Celedonio era puesto en libertad, entre los vítores de simpatía de sus camaradas, captándose la adhesión de muchos indecisos que empezaban a comprender el poder, la fuerza de la organización.

LAS HISTÓRICAS ELECCIONES DE ABRIL DE 1931. PROCLAMACIÓN DE LA REPÚBLICA

Se convocaron las elecciones municipales, aquellas elecciones que habían de hacer rodar para siempre la corona y poner en peligro la Cruz. La pasión, el sentimiento del pueblo, se desbordó. Había que triunfar porque el triunfo decidiría los nuevos destinos de España.

En la vieja villa se aprestaban también, vibrando en este ritmo, a la lucha. Los caciques llamaron a nuestro amigo, pero este continuó leal a la trayectoria trazada.

Uno de los viejos políticos, Francisco Zorrilla, reunió en casa de su administrador a diversos elementos independientes y liberales, con el objeto de presentar candidatura y discutir su carácter. Nuestro amigo sostuvo el criterio de que solo figuraría en una candidatura republicana. Se opusieron los reunidos acordando fuera con carácter liberal, y nuestro amigo prestó su apoyo sin figurar en ella, dirigiendo a la juventud – nunca quiso nada con la vejez – un manifiesto explicando su decisión porque era republicano-nacional-socialista, organización que se proponía dar vida en aquella villa. La candidatura fue derrotada por muy pocos votos: Conseguimos los puestos de la minoría en una espléndida votación. Hubo concejal que en número superó a varios de su mayoría.

A los dos días siguientes se proclamaba la República. La banda municipal seguía detrás de la enseña republicana que previamente tenían preparada, recorriendo las calles públicas. Detrás de ella se agrupaban con júbilo quienes no quisieron presentarse como republicanos. Recuerdo mucho el esfuerzo realizado aquella noche por Juan Abad, ilustre gandul, que no había trabajado en su vida. Para que nadie dudara de acendrado republicanismo llevó durante toda la manifestación la improvisada bandera que pesaba enormemente: por mástil tenía la cabeza de un chopo sin labrar. Todavía está descansando del esfuerzo. Como babeantes reptiles, se agarraban a sus pliegues. Crespo, Juan Onrubia y otros tan despreciables. Nacía la libertad entre traidores. Entre las voces que vitoreaban a la República, destacaba por su volumen y energía, la inconfundible voz de Alejo, el gran Alejo.

Proclamada la República, nuestro amigo seguía vigilando a aquellos traidores. La obra que el se había propuesto realizar era la de regenerar aquella política, la de darla un impulso social. Al lado de nuestro amigo había algún viejo político, cacique de alta envergadura, a quién no perdía de vista. Posiblemente, intentaban engañarse mutuamente.

Un día, a instancia del doctor Crespo, fantoche de la política local, se reunían en casa de sus familiares diversos elementos, con el objeto de dirigir la nueva situación, como si nada hubiera pasado. Nuestro amigo acudió; asombrado y sorprendido abandonó al reunión diciendo que el triunfo era de la juventud y solo a ella le correspondía, de momento, iniciar su causa. Nuestro amigo quería desprenderse de aquella gente de aluvión, circunstancialmente camuflada, para llevar a cabo su obra acompañado de la juventud, gente nueva no ligada al pasado, pero no pudo conseguirlo. Mientras Crespo quedaba con sus familiares, que le seguían y aguantaban sus impertinencias, pensando en su herencia, otros se agrupaban en torno al otro cacique, que seguía a nuestro amigo porque le convenía: en él había visto la obra y la fuerza futura. Lamentable contratiempo, porque él fue la causa de que nuestro amigo realizara incompletamente su obra y estuviera siempre entre traidores.

Algunas veces trataron de torcer su voluntad y estuvieron a punto de envolverle en su impopularidad. Pero, al fin, aunque tarde, nuestro amigo pudo despenderse de aquel lastre.

TAPIA QUIERE SER DIPUTADO

En vísperas de las elecciones para las Cortes Constituyentes, el doctor Tapia reunía en Riaza, villa castellana de la que él hizo una colonia para su uso personal y el de unos cuantos amigos – triste destino también el de este pueblo – a todos los centros médicos, farmacéuticos y veterinarios. En el amplio jardín de su hotel magnífico frente a la sierra, con aires de castillo feudal, Tapia, quien toda su vida quiso aparentar humildad – la que de le daba su traza acazurrada – transpirando soberbia por todos sus poros, reunía allí a aquellos admiradores y les ofrecía un pantagruélico banquete. Este mismo ofrecimiento no era desinteresado. Tapia quería ser diputado. Por eso tal vez – buen catador – invitaba a nuestro amigo.

Se comió bien. Se bebió bastante y se dieron ¿cómo no? unos cuantos vivas.

No se conformaron aquellos estómagos agradecidos con dar vivas al futuro diputado, se llegó a vitorear el que sería ministro de Sanidad.

Nuestro amigo callaba. Conocía el poso muerto que significaban aquellas fuerzas vivas. Bastante hacían los pueblos con tolerarlos para que, encima quisieran imponerlos su voluntad.

Un día y otro veían como sus yuntas enfermaban, y escuchaban como consuelo del estólido veterinario, si eran reses vacunas:

- Para que medicinarla, si te vas a gastar dinero y se va a morir. Mátala antes y véndela, que aun se puede comer y puedes sacar de ella unos cuartos.

Cuando era el doctor, la escena no cambiaba mucho de carácter. Si era joven:

- Cosas del desarrollo natural, malillas de la juventud.

Si no:

- La vejez que se avecina, achaques de la vejez, los años y la mala vida.

Nuestro amigo dijo a Tapia:

- Con esta ayuda, no será Vd. nunca diputado. Venga a la candidatura de la conjunción y el pueblo le votará en masa. En ella tiene Vd. un puesto. Decídase. Defínase. Destápese.

Tapia sonreía con una sonrisa falsa, desleal, muy suya. Creía que con su nombre podía facilitar el triunfo a la candidatura de izquierda y acelerar la victoria del pueblo.

TAPIA ES DERROTADO

El ilustre otorrinolaringólogo creía que el pueblo segoviano era todavía lo que él había visto en la comida que diera en los jardines de su castillo. Olvidándose del pueblo, de los consejos de nuestro amigo, lanzaba su candidatura independiente. Nuestro amigo sabía que él confiaba para el triunfo solo en su nombre. Pero en aquellas elecciones ya no se votaba a las personas.

Y Tapia fue derrotado… y aun sabiendo que el factor esencial de su derrota fue nuestro amigo le visitó después. Se le hubiera hecho caso, no le hubiese pasado.

Tenía propagandistas, como un médico de Sepúlveda que llegó a ser conocido por el doctor Tarjetas, que llegaba en su viaje de propagando diciendo:

- No vengo a pedir ni a buscar votos. Eso se queda para los descamisados de las izquierdas. Yo traigo la representación de candidatura del doctor Tapia. Si le queréis votar le votáis, y si no le es igual: le sobran veinte o treinta mil votos.

Nuestro amigo iba detrás de ese fantoche, que sin querer, con su imbecilidad, le hacía la propaganda a su candidatura.

- Ya habéis oído – decía nuestro amigo – A Tapia le sobran más de treinta mil votos, votad a la candidatura de la conjunción y quedáis bien conmigo. A Tapia no le hacen falta. Os lo ha dicho el doctor Tarjetas. A mis camaradas sí.

Y los pueblos se volcaron por la candidatura de la verdad.

Tapia no pudo ser diputado. Más de una vez le había pesado lo que se gastó en aquella comida preparatoria.

NUEVAS ELECCIONES MUNICIPALES

El Municipio triunfante en abril, con mayoría francamente monárquica, no podía funcionar, y un buen día dejó de existir. Murió sin pena ni gloria. Se convocaron nuevas elecciones y a ellas fueron a la lucha, claramente perfilados, los dos bandos. De una parte, nuestro amigo con las fuerzas que le seguían, bajo las banderas radicalsocialista y la U.G.T., una parte del pueblo, vigoroso, joven y revolucionario, consciente de su derecho, que sentía en su espíritu las cadencias de la libertad, el resurgir de España. De otra, la vejez, con todas sus taras, que no se resignaba a morir; privilegiados, adulones, ex¬¬¬-hombres, quienes nada se debían a sí mismos, militaban bajo bandera radical, encarnación de la deslealtad y la traición.

El pasado contra el presente; el ayer contra el hoy.

Las fuerzas jóvenes se lanzaban a la lucha, empleando procedimientos propios de su nobleza. No mendigaban votos. No hipotecaban su libertad. Por primera vez, sin adulaciones, sin súplicas ni ruegos individuales, se iba a la lucha: actos públicos en el teatro local, grandes carteles en la plaza pública, certeros manifiestos enviados a los domicilios, llamaban a los ciudadanos al cumplimiento del deber.

En aquellas elecciones se jugaba la reacción una de sus últimas cartas. ¿Era posible que aquel paraíso se hubiera transformado tan rápidamente en infierno? ¿Podía tolerarse que no obedecieran los trabajadores el mandato de sus amos ni siguieran el consejo de sus señores?

Esto era algo superior a las fuerzas de los enemigos seculares del pueblo. Su soberbia de casta superior se rebelaba, sin poder permanecer comprimida.

Tenían que ganar las elecciones como fuese, sin reparar en procedimientos. Días antes llegaban de la capital los caciques que en ella pasaban el invierno: el dinero corría de mano en mano, las promesas cantaban de oído en oído. No se fiaban ni de sus administradores y venían a forzar personalmente la elección.

Para evitar estas coacciones la primera autoridad civil había enviado un delegado: Manuel Bear, gran luchador, aunque joven, curtido en las bregas políticas y sindicales. Tan menudo de cuerpo, como grande de corazón. Provisionalmente se había designado un gestor, nombramiento que recayó en Luis Revilla, el cual – traicionando su historia – no quiso o no pudo cumplir con su deber.

LA MINORÍA ACTÚA

Aquellos pobres caciques no sabían lo que era un Ayuntamiento. No tenían la menor idea de la obra de obstrucción y proselitismo que podía hacer una minoría organizada. Los tres concejales que la formaban – nueve componían el Concejo – iban dispuestos a enseñárselo a la mayoría. Se acabó aquello de hacer lo que quisieran. Las sesiones se celebraban a las siete de la tarde; la minoría acudía escoltada por un par de centenar de ciudadanos que la alentaban y respaldaban su actuación. Aquel coqueto y elegante salón, antes solo abierto en las grandes solemnidades, cuando lo visitaba algún personaje de relieve y relumbrón, se abría ahora al pueblo, para presenciar las sesiones; apertura que tanto disgustaba y hacía sufrir al alguacil municipal, adulón autómata, emporio de inclinaciones y sombrerazos.

Presidía las sesiones, el entonces alcalde José Gozalo, pariente de nuestro amigo, personaje hueco completamente. Lo habían elegido alcalde por derecho hereditario. Su padre, como el de Zalamea, lo fue desde que lo nombraron hasta que murió. Entonces, un alcalde, era, ni más ni menos que el botones del cacique. Sin embargo, creo que fue una buena persona, aunque no sobrado de inteligencia. Al hijo no le había llegado siquiera la pobre inteligencia y bondad del padre. Toda la sabiduría de nuestro flamante alcalde era la adquirida en su vida de dependiente-propietario, de un comercio en aquella villa: rutinas y cuentos ya no engañaban a nadie ni para nada servían. Los ataques de la minoría eran certeros. Exponían problemas previamente estudiados, de interés vital, aunque se estrellaran los razonamientos ante aquella mayoría de cemento, cuya consigna única era vota siempre en contra de la minoría, para que no cristalizase ninguna de sus iniciativas.

Así, cuando se pedía una votación nominal, bastante frecuente, nuestro amigo, irónico, después de haber terminado su intervención, los apostrofaba así entre las risas de los concurrentes:

- No perdamos el tiempo, no hace falta votación, puesto que ya sabemos el resultado, seis contra tres, seis contra tres.

- ¿Vd. que sabe? Le decían los concejales de la mayoría indignados.

- Votemos – respondía. Y efectivamente, una vez y otra daba el resultado previsto. Seis contra tres.

Cifra que martilleaba con su tintineo la paciencia de los presentes, mayoría absoluta de la minoría.

Hasta que un día… en que la minoría había llevado problemas tan claros, de resolución tan necesario y conveniente como la construcción de un grupo escolar sin gravamen alguno para el municipio y la restitución al Concejo de unas fincas urbanas y unos miles de duros que legara un día en testamento abierto doña Petra Ortigosa, bienes groseramente detentados por el párroco de aquella villa y el Obispo. El pueblo que presenciaba las sesiones se desbordó ante tanto seis contra tres.

Fue un minuto de impulso noble y generoso, inconsciente e impremeditado. El jefe de la minoría, el gran Antonio Albarrán, tan entusiasmado con Sepúlveda y sus problemas municipales sin ser sepulvedano, hasta tal punto que los sentía como propios, haciéndolos suyos – recordemos sus campañas sobre la bomba elevadora del agua, conducción y alumbrado público – sin poderse contener, se erguía como impulsado por una fuerza superior y avanzaba sobre la mesa presidencia, pegaba sobre ella un fuerte puñetazo exclamando entre la admiración de los oyentes y el estupor de la presidencia y muchos acompañantes, entre otros aquel Sebastián López personaje “garante” para él y los suyos y Víctor López que siempre estaba de “alcuerdo” con sus compañeros:

- Ni más seis contra tres ni más hostias. Me c… en Dios. El pueblo manda, aquí presente – dirigiéndose al salón – y no, el pueblo no lo consiente.

Abucheados y corridos, el alcalde y sus concejales, acobardados, avergonzados no porque conocieran la vergüenza, abandonan dimitidos el salón de sesiones mientras el auténtico pueblo aclamaba y vitoreaba a la minoría que tan acertadamente cuidaba su mandato y sabía recoger e interpretar sus justas aspiraciones.

¡Pobre alcalde! A nuestro amigo llegó a darle lástima de él, a compadecerle. Era algo pariente suyo y habían tenido hondos disgustos familiares. El azar que juega con los hombres le había colocado allí precisamente en el centro del radio de acción de nuestro amigo. Si hubiera sido vengativo ninguna venganza le pudiera agradar más que aquella. Le veía sudar, cambiar el color, empequeñecido en la poltrona presidencial. Quiso muchas veces dimitir pero en su decisión pesaba el mandato de su padre y la confianza que en él habían depositado sus amigos. Nuestro amigo jugaba con él como los chicos en las verbenas juegan al pim-pam-pum.

Aquello era superior a las fuerzas de aquel pobre alcalde; perdía el color en las sesiones y un día, cuando la minoría pedía su dimisión y la de los concejales de hormigón que acompañaban, exigiéndolo las masas de izquierda, en plena sesión dimitían, pasado a mejor vida política con toda la historia y honores heredados, aquel pobre trasto que pretendió se personaje creyendo que aquellos tiempos eran los de su padre.

NUEVAS ELECCIONES MUNICIPALES

Dimitido aquel ayuntamiento, se nombraba nuevamente gestor a Revilla, de quién esperábamos una acertada y enérgica actuación que borrara su anterior desdichadísima. No fue así. Nuevamente nos hizo fracasar. Quebró su línea y su conducta, sin poder conocer el motivo. Fue un caso de deslealtad y traición que nos infirió un daño gravísimo. Muy pronto se celebraban nuevas elecciones, elecciones que, si la reacción no hacía un esfuerzo inaudito, ganaban las izquierdas. Ante aquella posibilidad hermanos que no se hablaban, amigos que parecían haber roto para siempre sus relaciones, sellaban nuevamente sus lazos de cordialidad y afecto. Personajes aislados por su insociabilidad eran atraídos a la vida pública. Perdonaban deudas, concedían créditos, algunos necesitados de ostensible simpatía hacía la izquierda para torcer su voluntad. Así se fue a la lucha. Y así, otra vez, aquellos bergantes, calculistas de la vieja política, derrotaban a las fuerzas de izquierda, por una mayoría insignificante. Diez candidaturas escasamente decidieron el triunfo de las mayorías. Se consiguieron nuevamente las minorías. Pero el triunfo no satisfacía a la reacción. No podía satisfacerla porque aquellas fuerzas no se amilanaban ante la derrota; les servía de punto de apoyo para remontarse a mayor altura. Se luchaba cada vez con más tesón, con más fe, con más entusiasmo y con más ahínco. A pesar de haber elegido alcalde al más bruto de la localidad, hasta entonces alejado por esa misma causa de toda convivencia política, hasta tal punto que lo llamaban “el burro de la esquina”, no se atrevió a celebrar las sesiones a hora en que el pueblo pudiera acudir. La reacción solamente hacía acto de presencia en la urna, no se atrevía a apoyar en público ni en la calle a sus concejales, como lo hacía el pueblo auténtico con los suyos. Aquellas sesiones, que más bien parecían reuniones familiares, donde el pueblo no veía la actuación de la minoría, no iban bien con el dinamismo de nuestro amigo, que bien pronto vio la inutilidad de su esfuerzo. Un buen día abandonaba el municipio hasta que las sesiones se celebraran a hora en que el pueblo pudiera asistir. Mientras tanto, seguiría actuando en la calle.

VISITAS MOLESTAS

Con relativa frecuencia la Guardia Civil hacía registros en el domicilio de nuestro amigo. Con estos registros, aún sabiendo que no iban a dar resultado práctico alguno, se perseguían varios objetivos: el escándalo que supone en un pueblo pequeño este registro; el desprestigio ante la gente tibia – máxime cuando se ejerce como nuestro amigo, una profesión esencialmente capitalista – y que por ser libre podía llevarle a la ruina, el disgusto y el temor a la familia… Cuantos días, el chiquillo de nuestro amigo, que por entonces tenía tres años, al regresar este a casa, le decía con terror y cara de espanto:

- Papá, papá; hoy han venido otra vez a buscarte los civiles.

Hasta que un día el ridículo coronó los diligentes esfuerzos de la Guardia Civil. Era por octubre del 34. Nuestro amigo, aunque no muchas, guardaba armas y municiones. En busca de ellas fueron los civilillos… Y encontraron en una funda magnífica de pistola ametralladora un bonito crucifijo, y en un mueble sospechoso, libros de misa, rosarios y cabos de vela que fueron benditos. Avergonzada del resultado no volvió más por allí la Guardia Civil. Fue este el último registro.

UNA ORGANIZACIÓN SERIA

Vencía nuestro amigo con relativa facilidad los obstáculos – no pocos – que surgían en su camino. Un buen día, en uno de los locales más amplios y céntricos, en plena Plaza Mayor, se constituía y domiciliaba el partido republicano radical socialista con un espíritu ampliamente revolucionario. Nuestro amigo consiguió reunir allí muy cerca de doscientos afiliados. Creaba una numerosa biblioteca. Exponía semanalmente en conferencias vulgarizadoras los problemas político-sociales e iba creando una conciencia política y sindical entre los afiliados. Un poco más tarde, íntimamente ligada con la organización republicana creaba la Unión General de Trabajadores.

Los viejos caciques, las solteronas histéricas, toda la fauna fanatizada de la vieja villa, ante aquellas organizaciones que nacían pujantes, olvidaban las diferencias personales, rozamientos políticos, y se unían también llevados por un espíritu de conservación. Más tarde derrumbaban un viejo círculo apolítico para formar un centro político, con rumbo a gozar siempre del favor oficial, oponiendo así una fuerza compacta a aquellas fuerzas nacientes.

No hay que decir que aquellas fuerzas camaleónicas se cobijaron bajo la bandera lerrouxista, aun cuando eran auténticamente de Acción Popular. La sublevación de octubre, aquel glorioso movimiento del proletariado español, que no logró triunfar, pero sentaba los pilares de la nueva España, envalentonó a aquellos politiquillos miserables, iniciándose una crisis en las organizaciones republicanas y obreras aun no consolidadas, pero su espíritu quedaba en pie.

La solidaridad triunfó alguna vez. Recordémoslo.

LA CHOZA

Fracasado el movimiento de octubre, sañudamente perseguidas, quedaron bastante debilitadas las organizaciones republicanas-obreras de aquella villa. Económicamente estaban deshechas, aunque el espíritu de la mayoría de los sindicados era inmejorable.

El centro republicano obrero no podía vivir. No podía vivir por culpa especial del que estaba más obligado a conservarle: el conserje. Hombre de temperamento exaltado, exaltación vesánica, su placer favorito consistía en reñir todos los días con alguno. Lo mismo que hay ciudadanos con espíritu propicio a captarse diuturnamente un afecto nuevo, este se vanagloriaba de finalizar la jornada haciendo balance de los que había perdido.

Era, sin embargo, un hombre nuevo. Inofensivo a pesar de sus bravatas. Con un poco de habilidad se le conducía como a un chiquillo.

Después de una de sus peroratas interminables, recordando sus luchas en La Felguera – cantera de luchadores – era frecuente escucharle:

- Le convido gratamente señor. Acepte, que lo hago de buena fe y buena voluntad. Lo que le sirvo es “neto” de verdad.

El desacierto del conserje, dueño del local, y el temor de una posible clausura, nos desplazaron a la clandestinidad, donde podía trabajarse mejor.

Nuestro amigo se trasladó con sus camaradas en casa de Román. Román era un buen hombre aunque de malas pulgas, que él mismo reconocía y sus amigos conocían por experiencia., cuando le provocaban. Había estado preso y por una causa justa no le habría importado volver a la cárcel. Era negro, con sonrisa algo zorruna, la boina cubriendo la frente, algo echada para atrás, dejando al descubierto su flequillo que rascaba con frecuencia en sus ratos de largas cavilaciones. Román sabía que entonces tenía por allí fama el caldo de uva, llamado “churrela”, que se criaba en La Nava, barrio del Condado de Castilnovo, donde aun se erguía el castillo feudal de los Galofre, a quienes las gentes retiraron su veneración, cuando su dueños agotaron sus caudales.

El tío Felipe, viejo vecino de aquel lugarcejo, castizo y sincero, afable y obsequioso, aunque ocultando el genio dentro de su figura, era el dueño de aquella viña, la única que existía en los contornos, siendo por ello frecuentemente visitado. El tío Felipe, regalándolo, sabía hacer valer su caldo. Aquello le abría las puertas de la villa y otras un poco más altas. Román, que avispado, sabía esto, como sabía que las viñas que él cultivaba en Fuenterrebollo eran mejores, pensó en explotar su negocio, vendiendo vino de ellas en la villa. Con el título de “La Churrela”, instalaba su humilde negocio en una cueva tallada en el cimiento de lo que fue la barbacana del viejo castillo. Su entrada era como la de un pequeño túnel, y dentro nacía otro hacia la derecha, sin más ventilación que la de la puerta. La atmósfera que allí se creaba entre el sudor, el humo y las voces, daba a aquella choza la sensación de una estampa gorkiana. En el frente destacaba un retrato de nuestro amigo. En las paredes les había de Marx, Lenin, Stalin, Azaña, Besteiro y otros venerados con unción. En sus ideas y en su conducta pensaban los asiduos concurrentes de la choza, que si iban a libar, no es menos cierto que también iban a escuchar a nuestro amigo, y a recoger de él las enseñanzas que prodigaba.

Román era un hombre que sentía a su manera la revolución. Hervía algo dentro de su pecho. Había una fuerza que le impulsaba hacia un objetivo determinado. Con frecuencia se rascaba el flequillo, y cerraba los ojos, cuando no acertaba a expresarse. Veía luz dentro de sus tinieblas. En sus soliloquios decía:

- A mí dejadme. He dicho que me dejéis. Yo se donde voy lo que hago. Ya sabéis que tengo malas pulgas. He conocido la cárcel y no estoy arrepentido. Cuando se me presente la ocasión, estoy propicio a volver con justicia. A mi que me dejen, que tengan cuidado.

Y se encogía de hombros, mientras alzando un vaso desbordante de vino, miraba su color a través de la luz, bebiendo a sorbos lentos, saboreándolo como un buen catador.

Román simpatizó con nuestro amigo. Con la presencia de este empezaron a llegar simpatizantes, admiradores, curiosos y espías. Pronto resultó pequeño el local y hubo de ampliarse. Aquella cueva llegó a nimbarse de popularidad. En aquella villa, utilizando la frase de Baroja, había un hombre malo, y ese hombre malo iba allí. Allí exponía sus ideas, convencía a los hombres. Allí, muchos que entraron por curiosidad, salieron convencidos, maldiciendo a quienes unos momentos antes veneraban.

¡Que buena gente iba allá! ¡Pedro, te recuerdo en lo más íntimo de mis sentimientos! ¡Pablo, Felipe, todos….! Os debo lo que nunca se puede pagar. Sin vosotros, sin vuestra ayuda, sin vuestra vigilancia, sin vuestro cariño, aquella canalla me hubiera asesinado. Para ello no reparaba en obstáculos. Varias veces, para conseguirlo armó un brazo mercenario. Algunas, el de la propia autoridad, para haber dado al crimen el carácter de legalidad.

INCIDENTES PRE-ELECTORALES

No acostumbrados a aquella propaganda, ante el alarde que de lamisca hacían las fuerzas de izquierda, venciendo con su entusiasmo inquebrantable la falta de medios, se recurría por los enemigos del pueblo a su destrucción.

No podemos silenciar aquel incidente inicial que tanta trascendencia había de tener a lo largo del tiempo y de la lucha: uno de tantos tipos que se vendían al mejor postor, de los que hacían la política que podía interesarles, pretendió arrancar los carteles de propaganda que nuestros bravos muchachos colocaban en los sitios más visibles y destacados de las fachadas principales, haciendo méritos ante el bando contrario. Nuestros muchachos supieron reaccionar como correspondía. El entonces presidente del partido radical-socialista, Manuel Perona, con indignación incontenida, arremetía contra el “irresponsable”. Al matón reaccionario le protegían los serenos, incondicionales esbirros de la autoridad, sin dignidad y sin conciencia de hombres, que no osaban hacer otra cosa que la mandada por el monterilla, aunque fuera el crimen. Así puedo suceder, que cuando el asalariado de la reacción, en un momento de cobardía, pretendía herir con su navaja al presidente del Círculo radical-socialista, agresión que este evitó con gallardía, y que se intentó y frustró ante los vigilantes nocturnos, estos en una información abierta al día siguiente, dijeran que el arma esgrimida no había sido navaja, sino un llavín.

UN HOMBRE. UN TRAIDOR. EL SEÑOR MIGUEL Y SUS SERENOS

Varias veces intentaron las fuerzas reaccionarios armar un brazo criminal que “eliminara” a nuestro compañero. Al oído de alguno que otro desesperado – intencionadamente condenado a la desesperación por el hambre – o algún agradecido, se vertían con frecuencia frases como esta:

- Que felices viviríamos todos si no fuera por…. (aquí el nombre de nuestro amigo). Habría trabajo en abundancia. Nos llevaríamos en perfecta armonía. Pero con él se quita la gana de hacer nada. ¿Para que?

Algunos pobres hombres, de momento, creían aquellas consignas y se enfurecían. Muchas veces intentaron llevar a la práctica aquellas insidias. Salían dispuestos a hacerlo. Pero veían a nuestro amigo acaban conversando con él.

Un buen día lograron comprar a uno de los que parecía más leal a nuestro camarada. Le apodaban “El Niño” Desocupado siempre por su falta de amor al trabajo, cayó con nuestro amigo. Se le utilizaba como enlace. Aparentaba enaltecer a nuestro amigo aun cuando este sabía ya que no servía para nada. Hablaba mucho.

Nuestro amigo quiso regenerarlo. Llegó a conseguirle un destino en Obras Públicas.

Pero, como lejos de regenerarse y cumplir con su deber, lo incumplía, cometiendo actos punibles y repulsivos, como el de no multar a quien le indemnizaba, talar para su provecho arbolado que estaba bajo su custodia, nuestro amigo le abandonó a su ventura. Le gustaba servir y amparar a gente humilde, pero los sinvergüenzas no podían medrar a su lado.

La reacción veía con agrado esa deserción, expulsión, mejor dicho. A quién habían tildado de canalla, degenerado y ladrón, lo recogían cariñosamente. Le facilitaban el trabajo que siempre le negaron. Socorrían a su familia necesitada. Le admitían en su círculo. Pero con una condición. Tenía que reñir con nuestro amigo de una manera que no dejara lugar a dudas. Podía elegir procedimientos. Si pasaba algo grave, allí estaban ellos.

Aunque siempre alerta, estaba ajeno nuestro amigo a una provocación tan canallesca. Conversaba con unos camaradas en un establecimiento público. Y allí se presentó, a hora avanzada de la noche, aquella piltrafa humana en plan de desafío. Ese era el trabajo que le abría el jornal. Injurias soeces. Amenazas. Una navaja que brilla. Un bastón que se levanta. Y unos serenos, esbirros de un alcalde envilecido que por más que quiso nunca pudo ser “Don Miguel”, aspiración de su vida, que detenían a nuestro amigo que había sido provocado, sin tener en cuenta que, además de tener razón, era concejal del Ayuntamiento y gestor de la Diputación. Aquella pareja de cobardes le encarcelaba, con el mandado del señor Miguel, digo del burro de la esquina. Y aquella noche, nuestro amigo dormía en una celda de la cárcel de Sepúlveda. Es verdad que le agradaba. Para quien conocía los calabozos de la vieja Dirección General de Seguridad, aquella celda era una habitación espléndida.

Pretendían con este proceder desprestigiar, pero una vez más aun se equivocaban los enemigos de nuestro amigo. Su prestigio estaba precisamente en sus estridencias, en sus campañas a veces desconcertantes. Aun cuando sus enemigos creían que le perjudicaban o le martirizaban, se reía de ellos. En las persecuciones, en la campaña insidiosa y calumniosa, estriba su plataforma.

Un juez muy serio le recibía declaración en la cárcel. Le absolvía. Le ponía en libertad. Condenaban al provocador. Nuestro amigo había estado, sin embargo, en la cárcel, que era lo que se pretendía.

Aquella traición de ese miserable, era un jalón más que añadir a la historia de nuestro amigo. Una vez más, como el redentor, era maltratado por aquellos a quienes quería redimir.

Otra noche, el conserje del Centro reaccionario, lanzaba contra nuestro amigo un enorme cuchillo que se  clavaba contra la pared.

Otra, un pobre trasto llamado “Perona” le amenazaba con un revolver.

Pero nuestro amigo se templaba en la lucha. Estas, para él, eran pequeñas distracciones. Si sus enemigos encarnizados hubieran sabido cuanto le agradaban no lo hubieran hecho. Trasnochaba para buscarlas. Era verdad que algunos no comprendían a veces su pasividad. Tenía una explicación. ¡Quien hacía siempre – claro que bajo su responsabilidad – lo que le daba la gana ¿Por qué de vez en cuando no dejar hacer lo que quisiera?!


EN LA CÁRCEL

Era el día de Santa Águeda. Lo recuerdo, porque aquel día, una pobre mujer de aquella villa, vestía una muñeca de santa y pedía para adornarla. Era un procedimiento para que ella pudiera vivir una temporadilla. Era una mujer popular y trabajadora y la gente aportaba su voluntad con gusto. Ella se adornaba también con flores y colorines llamativos. Sus voces a los viajeros de los coches de línea, pidiendo una limosna para la santa, despertaban a nuestro amigo.

Estaba en la cárcel, escuela obligada para los luchadores. Pocos minutos después iban a visitarle, iban a verle su mujer y su chiquillo, niño de unos tres años.

- Papá no me gusta esta habitación. No hay armario ni lavabo.

A la salida, la “Tía Pata” se acercaba y me decía:

- Para la santa, señorito, una limosna. Ya iba a subir a la celda a pedírsela a Vd.

- Tome. No faltaba más. Y que la aproveche.

COMO SE REÍA NUESTRO AMIGO DEL SEÑOR MIGUEL

Este alcalde fue elevado al cargo por lo bruto que era. Hacía falta un hombre enérgico que contuviera los avances justos de la juventud. Y lo nombraron para eso. Su brutalidad estuvo toda su vida bien probada. Sus propios familiares lo llamaban “el burro de la esquina”. Nuestro amigo llamaba muchas veces al señor Miguel por su nombre y esto le molestaba grandemente. Nuestro amigo y sus camaradas le llamaban “Borriquez”.

Esto le indignaba y volcaba sobre nuestro amigo el peso de la ley: el modesto Estatuto Municipal. Le imponía diez pesetas de multa. Claro que esto pasaba casi todos los días.

Contra la providencia que imponía la multa se daba el recurso de reposición, derecho que nuestro amigo ejercía, y aprovechaba para llamarle bruto otra vez. Como no lo estimaba, apelaba ante el Juzgado de Instrucción, insistiendo en el escrito en llamarle bruto al alcalde, y luego en la vista ente el Juez. Como las costas eran de oficio, aun confirmándose la multa, resultaba que por diez pesetas el señor Miguel tenía que aguantar dos escritos de nuestro amigo y un informe oral.

Claro, que dos duros a dos duros, nuestro amigo llevaba ya pagada una buena suma, de la que la casualidad le rescató como veremos en el capítulo siguiente.

LA LEY DEL “CANDAO”

Si nuestro amigo sabía bordear la ley, no le pasaba así al flamante alcalde. Este, sin darse cuenta, a veces se metía dentro de ella. Así, un buen día, colocaba un candado en el depósito distribuidor del agua, sin contar con nadie. Sin acuerdo municipal alguno, sin darse cuentas de que impedía un derecho adquirido que tenía la Compañía suministradora del fluido eléctrico, impulsor de la bomba elevadora del agua al depósito. Total, que le entablamos un interdicto y le perdió. Tuvo que pagar a nuestro amigo una excelente minuta. Y el señor Miguel, con su brutalidad y su soberbia, tenía que leer pocos días después en una sección que “La Voz de Segovia” dedicaba a Sepúlveda:

Sr. Miguel, me lleva V. impuestas multas por valor de ……………………. 200,00.

Importa mi minuta por V. pagada en el interdicto …………………………. 750,00

Saldo a mi favor…………………… 550,00

Así vencía nuestro amigo a sus enemigos. Así se mofaba de ellos y ponía en ridículo a quienes algún día llegaron a creer que nadie abatiría sus privilegios.

FACTORES QUE IMPIDIERON UN TRIUNFO ABSOLUTO EN SEPÚLVEDA

Se discutía mucho si la táctica de nuestro amigo era equivocada o no. Se dudaba si con un poco más de tacto – es decir sin la violencia de su lucha, sin sus voces, sin la dureza de su prosa en la prensa – se hubieran conseguido triunfos mayores.

Con sinceridad hay que reconocer que de nada de esto se podía culpar a nuestro amigo. Ni uno más de los que le siguieron pudo seguirle. Y de los que le seguían, había muchos que le seguían solamente por conveniencia. Aquella campaña, seca, sincera, dura, tenía también un objetivo; que quedaran solo los que debían de quedar, aunque fueran siete. La lucha iniciada no era para un solo día: aquella lucha tenían fin. Y en ella se ganarían unos días batallas y otras se perderían, pero la victoria final sería de la revolución joven y renovadora.

La realidad es que en Sepúlveda triunfó plenamente nuestro amigo. Pero cuando este triunfo llegaba, alguien se encargaba de ahogarle, mediante turbias maniobras secretas que él conocía: algunos de los que con él aparentaban luchar. Así la gran traición de Romero aquel diputado de las Cortes Constituyentes, salido con el esfuerzo de la coalición, que en alianza con los caciques de Sepúlveda, apoyaba por conducto de su amanuense, el entonces Gobernador Civil de Segovia, a todo lo que fuera en detrimento de la política de nuestro amigo, hasta tal extremo que un día le hizo ir a visitarles y ponerse a las órdenes incondicionales de ellos políticamente.

La defección de Revilla, a quien dos veces se le hizo alcalde para presidir unas elecciones y utilizó el cargo para traicionar a nuestro amigo que le había exaltado a aquel puesto, poniéndose a la disposición de sus enemigos, a cambio de que le dieran un empleo en el Ayuntamiento.

Martín de Antonio, el gran bergante que tomaba a juego la política en aquella provincia, mientras otros agotaban sus energías y su juventud, enviando un médico-forense – nombramiento que tenía un fin político – que hubo de salir de allí con vida gracias a la protección que le dispensaron nuestro amigo y compañeros.

Todo esto lo tenía que vencer nuestro amigo con paciencia, solo. Nada desanima más que la traición.

Para su historia quedaba reservado luchar por la República y ser perseguido después de instaurada por aquellos diputados mismos a quienes ayudaba a triunfar. A muchos que sin su prestigio y su esfuerzo en la zona de su influencia – la peor de Segovia – no hubieran triunfado nunca.

Hubo otro factor esenciadísimo: conceder el voto a la mujer. El censo de Sepúlveda ascendía a unos mil votantes: de ellos seiscientos eran mujeres viudas que vivían de la caridad de las viejas beatas. Una sociedad les daba semanalmente algunos socorros y era a cambio de su libertad. El día de las elecciones tenían que votar con las damas y la que se resistía, no volvía a recibir ninguna limosna ni encontraba el menor trabajo.

UNA BURDA MANIOBRA CONTRA NUESTRO AMIGO

Se habían celebrado por entonces las elecciones de febrero. Se formó candidatura de coalición y con grandes esfuerzos se pudo conseguir un acta: triunfó por las minorías el candidato de Unión Republicana.

Nuestro amigo se superó en aquella propaganda. Solo, luchaba en más de cien ayuntamientos que componían los partidos judiciales de Riaza y de Sepúlveda, contra toda la reacción.

El partido de Sepúlveda iba encauzándose en sentimiento republicano y proletario. El de Riaza, era más tardo. Algunos de sus pueblos estaban metidos en la misma sierra. Solamente Ayllón, villa histórica, rival de Riaza, respondía cumplidamente a nuestro llamamiento.

Quiero recordar aquí el acto celebrado en Riaza en aquella campaña electoral.

No era fácil allí la propaganda. Además del ambiente hostil, no había salones adecuados. Y como estaban suspendidos los actos de propaganda en la vía pública, no había posibilidad de comunicarnos públicamente con nuestros correligionarios y simpatizantes. En esta campaña era cuestión de amor propio hablar en Riaza. Como para el bando contrario lo era que no habláramos.

Enterados de que el Casino local, habilitado cuando había necesidad para teatro, andaba mal de fondos, solicitamos permiso, previo el pago que se estipulara, para celebrar el acto en él.

Nos pidieron una cantidad exagerada, pero aceptamos. La petición se había hecho para cumplir las formas, con la casi seguridad de que no aceptaríamos. Conocían nuestra pobreza… pero ignoraban nuestro rumbo….

Por fin íbamos a hablar en Riaza.

Señalamos fecha y anunciamos el acto. Pero, cual no sería nuestra sorpresa, cuando al llegar nos dicen, que ha habido protestas entre la mayoría de los socios, y que no podemos hablar en el local. Engañamos al Gobernador lerrouxista por teléfono – ¡ya es difícil! – exponiéndole el temor de una terrible alteración del orden público, y conseguimos lo que anhelábamos, que obligara al Alcalde a que nos cediera el más amplio salón del Ayuntamiento para celebrar el acto. No es fácil describir la rabia que esto produjo a la reacción.

El amplio salón se llenó completamente. De nada sirvieron las maniobras para suspenderle. Los falangistas subían y bajaban las escaleras, dándose imponentes patadas, dentro del salón algunos interrumpían, mirando al alcalde, como diciendo que ya había llegado el momento de la suspensión. Este lo intentó, pero no pudo conseguirlo. Se le hizo ver que, en justicia, lo procedente era detener a media docena de imbéciles alborotadores por él alentados, que eran los únicos que protestaban. Por fin se impuso la razón y allí quedaron unos hermosos discursos de Luelmo, Santa Olalla, Martín de Antonio y Martín de Nicolás.

Aquella noche se había abierto en Riaza un portillo en la fortaleza de la derecha.

A la salida, los imberbes falangistas detrás de la Guardia Civil, apedrean a los oradores y su escolta. Estos, de momento, no pueden defenderse por temor a que la Guardia Civil – que lo esperaba – crea que es una provocación a ella. Pero en un momento propicio dos de los mocosos alborotadores caen al suelo heridos de pedrada. Los balcones de las casas se abren como obedeciendo a una consigna, y cuando vamos a tomar los coches, una lluvia de trastos y piedras viene hacia nosotros. Ponemos los motores en marcha y salimos como podemos. El camino estaba sembrado de tachuelas. El recorrido que se podía hacer en unos minutos nos invirtió unas horas. Llegamos a Sepúlveda, donde respiramos un aura de libertad. Ya “la queda” había sonado.

Se perdieron las elecciones en Segovia – aunque se obtuvo una votación espléndida – pero se habían ganado en España. Peor hubiera sido al revés. Gil Robles y Lerroux se hundían y ahogaban en el fango de su propia obra.

Nuestro amigo no salía de estas campañas cansado. Al revés, seguía luchando siempre. Lo mismo cuando se vencía que cuando era vencido. Vigilaba a sus enemigos. Alos de fuera y a los de dentro. A los francamente declarados, a quienes rondaban su amistad “solo a ver lo que ganaban”, esperando conseguir con la traición lo que eran incapaces de alcanzar en lucha noble y franca.

Por entonces estos enemigos, cáncer que desde que empezó su lucha minaba la obra de nuestro amigo, del que no se podía separar, por más que trató de extirparle, preparaban una maniobra: desplazar a nuestro amigo, anularlo, pero, recogiendo su obra - ¡pobrecillos! – Me recordaban a esos pobres monos a quienes para cogerles, hay que hacer ante su vista algo que atraiga su curiosidad o su ambición, y al pretender imitarnos caen ellos solos en nuestro poder.

Quiero decir que me daban la labor hecha. La mancharon aquellos con quienes yo no quería convivir.

Para ello habían utilizado – ellos, más que luchar políticamente de frente, preferían coger el fruto – a un pobre empleado de Telégrafos que llegó a Sepúlveda y a un pobre chico de un pueblecillo próximo, a quien no llamaba el destino por el camino de la propaganda. Convencidos de que nuestro amigo se titulaba republicano, pero que en el fondo era un auténtico rebelde, concibieron el propósito de poner al descubierto sus intenciones y sus procedimientos.

En Segovia, y posiblemente mejor dicho en España, es corriente este proceder y ello fue causa muchas veces de que abortaran movimientos o al menos de que no tuvieran los resultados apetecidos. Tan en secreto se llevaban estas consignas que no llegaban ni a los mismos interesados. Y su consecuencia no era más que la de surgir luego de dos o tres supuestos héroes vociferando:

- Yo solo lo sabía. Gracias a mi se ha triunfado. No necesito ayudas. Claro que esta ambición, esta egolatría, nos condujo casi siempre al fracaso.

Nuestro amigo ocupaba un cargo público de importancia en la provincia; era Vicepresidente del Consejo Provincial de un partido político y estaba cordialísimamente relacionado con todos los miembros del Frente Popular. Nadie le dijo nada. Absolutamente de nadie ni por ningún conducto recibió consigna alguna. Le sorprendió el movimiento.

Ahora hilvanando recuerdos, deduce como las derechas lo sabían y preparaban “orientaban” mejor a sus adeptos.

En aquellos días, por hacer el saludo fascista al tocar la Banda Municipal del Himno de Riego, y negarse a hacer efectiva la multa impuesta, se detuvo al Jefe de Falange, Marcos Cristóbal, abogadillo incapaz, de fuertes instintos sádicos y criminosos. Sus amigos decían que de Aranda iban a llegar pronto varios falangistas para libertarle.

El día diez y siete salía para Madrid, con objeto de acompañar en el acto del matrimonio a un viejo camarada: Hilario Melero. Esto me salvó. Hubiera caído en Sepúlveda ante el piquete de ejecución de la manera más estúpida. Por una vez me hubiera sorprendido la canalla enemiga.

Madrid aquel día presentaba su aspecto normal. Las fuerzas republicanas y obreras vigilaban, pero sin alarde ni ostentación.

Ya de madrugada iba a descansar al “Hotel Darde” Al pasar por la calle donde estaba instalada la emisora de “Unión Radio” un grupo de muchachos da al alto al coche que me conduce. Acredito mi personalidad, me informa de lo que se teme, de la gravedad de las horas que se avecinan, y en lugar de ir a descansar me quedo con aquel grupo vigilando la entrada de la emisora.

Me he incorporado, desde este momento, a la defensa del poder constituido, de la legalidad republicana.

TROZOS

“Pero yo no se lo que tiene la pobre Castilla, que se la recuerda con añoranza en medio de la vegetación exuberante y de la riqueza ambiente de estas tierras. Las pobres casitas miserables están siempre propicias al caminante; el trabajador andrajoso y sucio tiene un gesto hospitalario de gran señor; y las llanuras, pajizas e infinitas, tienen un encanto sin plural”

“En el panorama de emociones y de recuerdos que constituyen nuestra vida patente, hay una serie de hechos que han quedado para siempre en zona de sombras y de olvido. Desaparecen algunos acontecimientos presentes apenas llegados a nuestra sensibilidad, con tal prisa, que luego no les recordamos ni aun con el más poderoso esfuerzo de memoria. En cambio, muchos otros acaecimientos de la vida diaria se incrustan de tal modo en nuestro propio ser que, a la menor llamada, acuden a lo más profunda de nuestra alma (psique) y se cubren de nueva existencia real y colorido fresco. Así, de este conjunto de recuerdos que todos nosotros llevamos, emerge en este instante el de esta casa. Y al recordarlo y sentirme de nuevo ante vosotros, vienen a mi las remembranzas de la patria lejana, lejana solo en el especio, pero nunca en lo íntimo, porque un español que viaja lleva siempre en las pupilas del espíritu el país propio” (JIMÉNEZ DE ASÚA).

“Tengo rota la vida. En el combate de tantos años ya mi aliento cede, y al orgulloso pensamiento abate. La idea de la muerte que obsede. Quisiera entrar en mí, vivir conmigo. Poder hacer la cruz sobre mi frente. Y sin saber de amigo ni enemigo. Apartado, vivir devotamente.

¿Dónde la verde quiebra de la altura con rebaños y místicos de pastores? ¿Dónde gozar de la visión tan pura que hace hermanas las almas las flores? ¿Dónde cavar en paz la sepultura y hacer místico pan con mis dolores? (VALLE-INCLÁN)

“El socialismo no significa miseria y privaciones, sino la supresión de esos azotes, la organización de una vida acomodada y culta para todos los miembros de la sociedad”.

“El contenido real de la exigencia proletaria de la igualdad – dice Engels – se reduce a la abolición de las clases. Una igualdad que vaya más lejos, conduce inevitablemente al absurdo”.

“Porque el socialismo, el socialismo marxista no significa la restricción de las necesidades principales, sino su mayor ampliación y florecimiento posibles, no la limitación o la renuncia a la satisfacción de esas necesidades, sino su satisfacción completa y múltiple por todos los trabajadores culturalmente desarrollados”.

“¿Zaragoza se rendirá? La muerte al que esto diga. Zaragoza no se rinde. La reducirán a polvo; de sus históricas casas no quedará ladrillo sobre ladrillo; caerán sus cien templos; su suelo abrirase vomitando llamas y lanzados al aire los cimientos, caerán las tejas al fondo de los pozos; pero entre los escombros y entre los muertos habrá siempre una lengua viva para decir que Zaragoza no se rinde.

Lo que no ha pasado ni pasará es la idea de la nacionalidad que España defendía contra el derecho de conquista y de usurpación. Cuando otros pueblos sucumbían ella mantiene su derecho, lo defiende y sacrificando su propia sangre y vida lo consagra, como consagraban los mártires en el circo la idea de cristiandad. El resultado es que España, despreciada injustamente en el Congreso de Viena, desacreditada su razón por sus continuas guerras civiles, sus malos gobiernos, su desorden, sus bancarrotas más o menos declaradas, sus inmorales partidos, sus extravagancias, sus toros y sus pronunciamientos, no ha visto nunca, después de 1808, puesta en duda la continuación de su nacionalidad, y aun hoy mismo, cuando parece que hemos llegado al último grado del envilecimiento, con más motivos que Polonia para ser repartida, nadie se atreve a intentar la conquista de esta casa de locos.

Hombres de poco seso, o sin ninguno en ocasiones, los españoles darán mil caídos hoy como siempre, tropezando y levantándose, en la lucha de sus vicios ingénitos, de las cualidades eminentes que hoy conservan, y de las que adquieren lentamente con las ideas que les envía Europa central. Grandes subidas y bajadas, grandes asombros y sorpresas, aparentes muertes y resurrecciones prodigiosas reserva la providencia a esta gente, porque su destino es poder vivir en la agitación como la salamandra en el fuego, pero su permanencia nacional está y estará siempre asegurada.

Y azuzado el populacho no se oían más que vivas y mueras, olvidándose del francés que tocaba a las puertas, cual si en el suelo patrio no hubiera ya más enemigos que aquellos desgraciados centrales. ¡Lo que es la pasión política, señores! No conozco peor ni más vil sentimiento que este que impulsa a odiar al compatriota con mayor vehemencia que al extranjero invasor (GALDÓS)

SOLO Y CON UN DURO EN EL BOLSILLO

Por fin, en medio de mi vida, me quedaba completamente solo. Toqué mis bolsillos. Rebusqué mi cartera y solamente encontré en ella una moneda de cinco pesetas, de no muy buena plata.

¿Era posible? A quien había vivido sólo para la revolución y por la revolución, a quien se olvidó se sus penas y de sus dolores para preocuparse de los demás, lo abandonaban a su suerte. No le dolía, sin embargo, este abandono. La guerra, al prolongarse, iba presentando a la gente como era. Mataba el espíritu y quedaba en el hombre sólo su instinto animal. Ni amigos, ni familia. La Humanidad, ciega y sorda, bailaba la zarabanda de sus ambiciones y de sus sueños. La única virtud de la guerra, para nuestro amigo, era aquélla. La de empezar a ver un mundo nuevo. Había descubierto, súbitamente que los demás no eran como él.

¿Qué camino seguir entonces? Continuar siendo como hasta allí, con el peligro de sucumbir en aquellas convulsiones, o meterse de lleno en aquel mundo que descubría, con toda la experiencia pasada.

La elección no era dudosa. Casi siempre triunfa sobre todos los pensamientos el instinto de conservación. Nuestro amigo renunciaba a su vieja lucha y a su historia. Aquel día, aquel mismo instante rasgaba del libro de su vida las páginas de su pasado y abría el primer capítulo del porvenir.

Esto, que parecía tan fácil de momento, era poco menos que imposible.

En aquel instante los vendedores de periódicos voceaban la muerte de Barral, camino del frente de Usera, en aquellos días inolvidables de la defensa de Madrid.

Ha muerto Barral. La metralla criminal le ha asesinado. Con él ha caído herido también el valiente Comisario de las Milicias Segovianas Luis Carralero.

No dudo ni un momento más. Voy a inscribirme como miliciano. A la muerte, casi siempre se la vence buscándola.

¿A qué oficina de enganche dirigirme? ¿En que Batallón de Milicias formar?

Insensiblemente llegué a la calle del Doctor Cortezo. Allí estaban las Milicias Segovianas. Allí me llamaba el deber, que cuidaron muy bien de que no cumpliera unos cuantos documentados y ambiciosos.

Me recibieron con cariño varios milicianos conocidos:

- Por fin, ¿vienes con nosotros, eh? Nos alegramos mucho.

Si, ese es mi deseo. Voy a escoger un fusil.

Me presento en Mayoría. Hago mi petición. Expongo mi deseo. Aún no he salido de mi estupor ni de mi asombro. Me ponen obstáculos, trabas, dificultades. Me voy. No me disgusto. Yo, que no odio, cultivo el despreciar con cierta elegancia. Me voy sin rencor Me avergüenzo un poco de haber nacido en una villa segoviana, de ser paisano de quienes para saciar sus torpes ambiciones utilizaban como trampolín la lealtad, el valor, el pecho noble, el corazón valiente y generoso de aquellos segovianos que esperaban abajo acuartelados la hora de salir a retar a la muerte y que con dolor y sentimiento de no estar con ellos me abrazaban con emoción.

Esto no amilanaba a nuestro amigo. En el fondo le agradaba. En su vida no tenía que agradecer nada a nadie. Esto le daba una independencia salvaje. Independencia que no quería hipotecar. Solamente cuando el hombre individualmente es libre pueden existir pueblos libres... Y para nuestro amigo la libertad era la vida. Una libertad plena y absoluta. Pudo en la parte primera escoger el camino del favor y hubiera escalado vertiginosamente grandes alturas. Escogió el camino de los hombres. Solamente cuando el hombre se tiene que agradecer a él lo que es se puede sentir hombre, porque únicamente así es cuando se goza de una libertad completa.

Asisto al entierro de Barral. Gran luchador, viejo amigo, me recuerda Sepúlveda. Viejas luchas y estampas llenas de tesón y rebeldía.

La gente llena los alrededores del Cuartel de las Milicias Segovianas. Una banda de música toca el Ocaso de los Dioses. ¡Como retumban, como martillean mi cabeza hoy las notas wagnerianas!

En el Cementerio Civil del Este, allí donde quedaron algunas de sus mejores obras: mausoleo a Iglesias, Gutiérrez Cano y Jaime Vera, dábamos sepultura a este gran artista. El viento cerrado de aquella tarde septembrina le cortó un grito de protesta, prometedor de justicia:

¡Vivan los mártires de la libertad! Te vengaremos.

Retumbaba el cañón en los frentes cercanos.

CÓMO NACEN LAS MILICIAS SEGOVIANAS

No es extraño que no admitieran a nuestro amigo ni como simple fusilero en las Milicias Segovianas si se tiene en cuenta como nacieron.

Las Milicias Segovianas se crean en momentos en que parecía que la guerra no iba a tener las derivaciones que ha tenido. Nacen cuando parece posible, y se da como dominado el movimiento militar y, como es natural, factible en tiempo brevísimo la posible ida a Segovia.

Organizan esas milicias unos segovianos residentes en Madrid, prescindiendo de una manera clara y deliberada de los hombres representativos de Segovia. De los hombres del Frente Popular con un historial como el de Bear, Polo, Hoyos, Cartabán, Cherete, Alea, hombres estos que desde el primer instante de la sublevación estaban en su puesto. Unos en la sierra, en los batallones que allí surgían para contener la avalancha rebelde, como el Thaelman, Victoria y tantos otros; otros en Madrid pero con el pensamiento puesto en Segovia, donde siempre estuvo y está el cumplimiento del deber, sin pensar en las cosas de Madrid que entonces no existían, porque no les interesaba colocarse al calor de la revolución ni utilizar como trampolín su historia, ya que su personalidad estaban (sic) perfectamente definidas y perfiladas.

Deliberadamente, unos cuantos osados prescindían de estos hombres-encarnación viva del ansia revolucionaria de Segovia a través de muchos años de lucha – y se traían a ganapanes desconocidos sin nombre y sin relieve, pero dóciles a la voz quienes se incautaron del Centro Segoviano para hacer una labor revolucionaria con vistas a la caja y a sus egoísmos.

La maniobra estaba clara. Desprestigiar, hundir a los hombres de una historia ejemplar y erigirse en árbitros de la vida política y sindical de Segovia quienes si alguna vez se acordaron de aquella tierra fue para ir a pasar algunos días de vacaciones o visitar a la familia, pero nunca para ayudar en las horas de lucha y en los momentos difíciles a los correligionarios.

Este absurdo pretendía el pomposamente titulado Frente Popular del Centro Segoviano.

REORGANIZACIÓN DEL FRENTE POPULAR DE SEGOVIA EN MADRID

Nuestro amigo seguía en silencio los pasos de estos arribistas, verdaderos arribistas hasta tal punto que en los momentos difíciles de Noviembre salieron algunos corriendo y aún no se los ha vuelto a ver.

Y uno de aquellos días difíciles, en Alcalá 81, se reunían unos cuantos luchadores, Bear, Hoyos y nuestro amigo. Siempre juntos los tres en las difíciles horas de lucha y de dolor. Siempre coincidentes. Siempre decididos. Sin zancadillas, sin ambiciones. Sintiendo el ideal, ese sentimiento que han prostituido los vividores de la revolución.

Allí se reconstituía el Frente Popular de Segovia en Madrid, integrado por los hombres que le constituían en la vieja ciudad.

Nuestro amigo, recogiendo el deseo y el sentir de aquellos camaradas, redactó el manifiesto que había de dirigirse a la opinión.

Muy pronto, conocedores de la verdad, más de medio millar de segovianos se reunían en torno de sus hombres representativos. Con todas las dádivas, con todas las promesas, el Centro Segoviano controlaba escasamente la mitad. Al final, quienes se aprovecharon en unos momentos confusos de una situación de privilegio, tenían que reconocer la actividad legítima del Frente Popular de Segovia, quienes al final cumplían su misión en lo que fue Centro Segoviano en Madrid, cuidando al relacionarse con aquellas gentes de sentar que nada tenían que ver con su actuación pasada, de la que solamente ellos responderían.

Hasta que punto llegaría la fobia de algunos de aquellos segovianos, sepulvedanos incluso, contra nuestro amigo, que una charla radiada por él ante el micrófono de Unión Radio y editada por el Frente Popular, se prohibió que la leyeran los soldados de las milicias, rasgando las que pudieron conseguir.

Pero era igual. Nuestro amigo triunfaba una vez de sus enemigos. Estos ponían de manifiesto su capacidad y sus instintos.

Querer, solamente, no es poder.

EL DOLOR DE UN PUEBLO ABANDONADO

El cumplimiento del deber retiene a nuestro amigo en Caspe. Al llegar una tarde a la Comandancia Militar, la población había recibido la orden de evacuar. Nadie en el hotel donde comíamos y nadie en la casa que habitábamos. Quietos como esfinges faraónicas quienes teníamos orden de permanecer allí, cumpliendo los que les fue encomendado.

A solas con nuestro espíritu, no se que influía más en el ánimo, si los brutales bombardeos de la criminal aviación fascista, si su lluvia de hierro y fuego, o el silencio de aquel pueblo que hace unas horas era todo vitalidad - capitalidad de Aragón – y ahora recogía su soledad con angustia de muerte.

Moría la tarde bajo un sol de sangre. Desde el olivar próximo a la vía del ferrocarril contemplábamos la estación, el derruido convento y aquellas casas amontonadas, como pugnando remontarse una sobre otras, pareciendo que algunas lo habían conseguido. Al fondo la pesada fábrica de su castillo hasta el que llegamos en aquella hora de pesadumbre y grandeza. La histórica iglesia de Santa María, donde un día se reunieron los valedores de los fueros de Aragón.

Caspe recordaba mi pueblo. Aquellas calles estrechas, con casas negruzcas por el tiempo, ventrudas, amenazando juntar sus panzas; otras con los tejados salientes, como inclinadas. De repente pasaba ante mi visita el recuerdo de mi vida y de mi lucha, proyectándose ante mi imaginación con caracteres vivos e imborrables los camaradas allí caídos ante el infame piquete de ejecución, dignos, serenos, con el puño en alto y un grito de libertad en los labios, con el gesto de mártires y caballeros con que un día cayeron en Villamar los gloriosos caudillos de las Comunidades.

Insensiblemente desenfundé mi pistola, hice ademán de disparar. Una llamarada de impotencia y de rabia salía a mis ojos. Mi voluntad no seguía el impulso de mi razón. De este estado me sacó la voz cordial de mi ordenanza que me comunicaba la orden de partir para Lérida. A pie, con mucho cuidado, pasábamos el puente sobre el Ebro próximo a Caspe, agarrados a la barandilla de hierro del ala izquierda, única parte intacta que había dejado la aviación. Allí nos esperaba un coche.

La visión de este pueblo que dejábamos solo llenaba de hielo mi espíritu, mordía mi alma. Todo el odio que puede encerrar un pecho noble, todo el rencor capaz de albergar un corazón generoso, bullía incesantemente en nuestro amigo. Ardía en un fuego de venganza, porque en este caso la venganza era justicia. Aquellos bombardeos brutales, tan intensos, tan repetidos, sin refugios, aguantados a veces bajo el radio de acción de sus bombas, entre sus ráfagas, desequilibraban el organismo más perfecto.

Nuestro amigo tosió fuertemente. Un golpe de sangre fluyó a su boca, que hubo de expulsar al no poder contenerlo. Entre tanta sangre y dolor, la Muerte, bajo la sangrienta y santa imagen de la tuberculosis, se presentó a nuestro amigo. Pero ¿Qué importaba una víctima más? Había que ir hacia adelante. Hacia la victoria y hacia la muerte.

UNA MISIÓN DIFÍCIL POR CATALUÑA Y ARAGÓN

El deber me llevaba a Cataluña en cumplimiento de una ardua misión.

Procedentes del Norte habían llegado varios millares de familiares de soldados muertos o desaparecidos en defensa de la causa de la libertad. Y muchos inútiles. No traían documentación de ningún género. No podían acreditar su personalidad ni su derecho.

Al Comandante Inspector de la Pagaduría Secundaria del Ejército de Tierra le habían abandonado completamente en este servicio. Había interés por parte de algún oficial en que fracasase el jefe o el servicio con el ánimo de cubrir así su propio fracaso.

Nuestro amigo, una vez más, hizo de aquel problema una cuestión de amor propio. Había que legalizar la situación de aquellos evacuados, reconocer su personalidad, acreditar su derecho y pagarles una pensión que el estado republicano noble y generoso les concedía, para que pudieran atender a sus necesidades.

Había que centralizar este servicio controlando una oficina abierta y patrocinada por la Generalidad y otras que más o menos legalmente querían funcionar patrocinadas por el Gobierno Vasco y por los Consejos soberanos de Asturias y León, Palencia y Santander.

Nuestro amigo fue designado por su jefe para formar parte de una comisión interministerial de Hacienda y Guerra designada al efecto. Fue por unanimidad elegido secretario, y en pocos días redactaban una O. C. solucionando el problema del Norte, que era sometida a la aprobación del Subsecretario de la Presidencia y aparecía publicada en la Gaceta.

Pocos días después se centralizaba el servicio de pagos, sin roce alguno con los gobiernos y consejos regionales, empezando a cobrar cientos y miles de derechohabientes que días y días, por calles y refugios, iban mendigando un justo derecho que no era atendido por desorganizaciones incomprensibles, nacidas casi siempre por ambición personal de despreciables jefecillos que, quieren disimular su incapacidad y su incompetencia con la obstrucción y el sabotaje.

El Gobierno Vasco, receloso al principio, felicitaba esta labor. Prieto lo hizo en nombre del Gobierno central y el esfuerzo fue reconocido por los Consejos provinciales.

El Comandante Hernández, y nuestro amigo, humilde oficial de Intendencia, habían triunfado en Cataluña.

VISITA DE INSPECCIÓN A CASPE

Por aquellos días, normalizada la situación de la Pagaduría en Cataluña, el Jefe enviaba a nuestro amigo a inspeccionar la que se creaba en Caspe, capitalidad de Aragón.

Por entonces se iniciaba por los facciosos la ofensiva sobre Cataluña y Levante.

Nuestro amigo, en cumplimiento de esta orden, salió para Caspe en ferrocarril. Durante el viaje, la aviación negra volaba ya sin cesar en vuelos de reconocimiento. A veces descendía ametrallando los vagones a alturas inverosímiles. Las explosiones en poblados próximos eran constantes.

Sobre las nueve de la noche llegaba a Caspe el tren. Entre la luz indecisa de la noche destacaban la grandeza de su fábrica, el convento destruido próximo a ella y en la lejanía de su viejo castillo.

Caspe era un pueblo sin gran carácter. A distancia aparecían casas amontonadas, unas sobre otras, como esos grupos de chicos cuando pugnan por recoger una sola cosa.

A tres kilómetros escasos pasa el Ebro y sobre el puente de la carretera a Lérida. Es costumbre pasear allí hasta aquel paraje.

Nuestro amigo, con unos oficiales más, llegaba allí una tarde de asueto. Quinientos metros antes de llegar divisaron unos trimotores facciosos que buscaban – así se desprendía de sus evoluciones – un objetivo: el puente. Tendidos en el suelo, pegados a la tierra hasta confundirse con ella, entre unos olivares, nuestro amigo y sus compañeros presenciaban un bombardeo brutal: bombas y bombas de potencia terrible caían sobre la fábrica del puente, en un anhelo bárbaro de destrucción, para evitar que por aquella arteria llegasen refuerzos a las primeras líneas de combate. Y como símbolo de nuestra fortaleza y de nuestra lucha el puente seguía en pie. Le abrían boquetes en su centro y en sus costados pero su armadura, desafiante y retadora, parecía reírse de aquellos bárbaros que todo lo fiaban al terror y el crimen.

UN AMIGO QUE LLEGA A TIEMPO

En el mismo cementerio una mano, al parecer amiga, me da en la espalda. Es Bonín, joven e inteligente abogado segoviano con quien nuestro amigo había trabajado profesionalmente.

Confidencialmente me dice:

- El Gobierno ha abandonado Madrid. Muchos cobardes han huido. Te espero mañana en la secretaría de la Comandancia General de Milicias. Allí hay mucho que hacer y dos hombres de confianza, los comandantes Moreno y Hernández. Hace falta gente muy probada y de confianza. No dejes de ir. Allí te espero.

- Hasta mañana. Iré.

Me reincorporaba nuevamente a la vida militar. A los pocos meses me envían a Alicante con una misión delicada. Nada más llegar, me esperan, me detienen y quieren fusilarme. La intervención afortunada de un compañero que presencia la detención y reconoce rápidamente a un Comandante y dos Capitanes que me acompañaban, lo evitan. Creyó nuestro amigo que allí terminaba su pobre historia.

A su regreso es propuesto para oficial. Estoy en Valencia y soy llamado a Madrid. Un obús ha matado a los compañeros de trabajo. Hay que cubrir aquellas bajas.

UN INCIDENTE DESGRACIADO

Nuestro amigo viene en el coche de Bonín, secretario de la Comandancia General de Milicias. Le acompaña a éste una amiga y Barcena, el valiente capitán jefe de los guerrilleros rojos de Extremadura.

Llegamos a Madrid sobre las doce de la noche. Hemos quedado en Perales sin gasolina, y a pie, hemos tenido que ir a recogerla muy cerca de las líneas avanzadas Barcena y yo.

Unos policías y unos guardias de asalto, esperan nuestra llegada.

Nos piden la consigna. No la sabemos. Nos disculpamos.

- Manos arriba – gritan apuntándonos - ¿Viene en este coche el Secretario General de la Comandancia de Milicias?

- Sí – contestamos. –Creemos que nos han confundido ustedes.

- Lo sabíamos – responden.

- Si lo saben, ¿a que obedece su actitud?

- Ahora se lo diremos.

Penetramos en el domicilio de la amiga de Bonín, vigilados de cerca. Allí nos hacen un registro y un interrogatorio minucioso.

No me preocupa. Por equipaje tengo en mi maletín unos calcetines no muy limpios, dos kilos de patatas y La Conquista del Pan de Kropotkine.

Detienen a Bonín y a su amiga. No se puede evitar. Protestamos, pedimos documentación a los policías. Es el propio Jefe de la Brigada de Investigación quien realiza el servicio.

Quedamos el chofer, Barcena y yo, completamente desconcertados pero serenos.

- ¿De estos tres, qué hacemos? – dice un policía.

Nadie contesta.

Insiste una y otra vez como si fuera una pesadilla. - ¿De estos tres qué hacemos?

Por fin el Jefe dice:

- Lo que ellos quieran.

Tomamos el coche y seguimos a Bonín, Comisaría de Velázquez, Estado Mayor, Brigada de Investigación.

No salimos de nuestro estupor.

Nada.

Con la luz del amanecer, el frío de la mañana cerraba los ojos fatigados de nuestro amigo, y en su sueño, como una pesadilla, veía pasar aquellos sucesos tan extraños.

UNA VISITA POCO RECOMENDABLE

Al día siguiente unos policías visitan la Secretaría de la Comandancia.

Registran los cajones de la mesa de Bonín. Registran los míos. No aparece nada. No tiene porqué aparecer. Bonín era un viejo revolucionario y la historia de nuestro amigo estaba bien clara.

Hay una escena breve, pero emotiva por su realismo.

- ¿Quién sustituye a Bonín en la Secretaría? – se preguntan los agentes.

Desde el momento de su detención yo soy el Secretario. Lo he sido desde el primer día en sus ausencias.

Me enseñan unas pistolas magníficas.

- Muy buenas. Pero tenga mucho cuidado con los movimientos. Se juega la cabeza.

Y nuestro amigo, a quien no quisieron como simple fusilero en las Milicias Segovianas, llegaba a desempeñar en aquella situación dramática la Secretaria General de de la Comandancia General de Milicias, sacando adelante aquella embarazosa situación.

1 comentario:

  1. Gracias por este testimonio estremecedor por su objetividad y por su vibrante relato. Debe ser muy hermoso poder decir y sentir: así escribía mi padre su vida.

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