sábado, 18 de septiembre de 2010

La librería de la Quinta Avenida

LA   LIBRERÍA   DE   LA   QUINTA   AVENIDA


                        1.-Un legado que no paga a Hacienda

            Naturalmente que el abuelo Bernabé nos había hablado de ella a todos los nietos. ¡Faltaría más! Pero no sólo eso. Consiguió que nos fuera una referencia simbólica en la vida, aunque somos bastantes y muy distintos. De manera que para algunos no ha contado sino cual un recuerdo a mencionar, no a tener en cuenta. Aunque eso ya era algo. Yo, desde luego, no soy de ésos. Tanto que estoy seguro de merecer las complacencias más hondas del abuelo allá donde esté. Un favor al que parece ya nací predestinado. Porque desde muy pequeño podían a él decirle ser yo su doble con objetividad estricta, no en busca del halago. Que el meñique de mi pie derecho, lo mismo que el del suyo, se montara en el dedo vecino hasta hacer necesaria una prótesis, era nada más que un detalle.
            Pero lo que antecede no es sino uno de los aspectos del problema. De cada problema quiero decir. Porque la presencia continua de aquella estampa  en la vida de mi ascendiente, aunque siempre inmersa en la definitiva valoración simbólica que él la dió, no va acompañada de una exégesis segura para su aplicación a nosotros sus herederos en cada coyuntura concreta.
            -No te debes ir de Nueva York sin fisgar bien la librería de la Quinta Avenida.
            Sí, pero ¿qué piso?, ¿qué rincones?, ¿en qué momento?, ¿cómo?. Además, ir a Nueva York puede significar hacerlo materialmente o alrededor del propio cuarto. A veces es necesario lo primero, el vuelo. Mas no siempre. Y, a la inversa, para uno de los descendientes del abuelo Bernabé, es también posible estar allí sin que el viaje tenga nada que ver con su legado. Como si Nueva York no fuera el destino del mismo. No su Nueva York si lo preferimos, por no interesarle a él el periplo.
            Por supuesto que empieza por no estar siempre clara la distinción entre las unas y las otras situaciones en la fase previa. Lo que ya implica la duda en cuanto a la significación de la estancia. Tal ahora yo.
            Que acabo de venir de la librería de la Quinta Avenida a mi vieja casona de Letamenia sin saber a qué atenerme en cuanto a ese extremo.. Tanto que llego a dudar si lo he hecho de veras. Quiero decir si me he desplazado en la dimensión profunda de nuestro mensaje. Ya que también cabe recibir el aviso de ir a Nueva York y aparentar obedecerlo, pero patearse la ciudad cual si fuera otra, sin haber llegado a estar en la Nueva York del abuelo, a pesar de haberle interesado a él que a ella volviéramos. Pero le cedo la pluma. Que me estoy poniendo muy farragoso y hasta lo mío de pedante.


            “Las fuerzas extrañas y las corrientes misteriosas existen. La realidad no se reduce a lo que percibimos inmediatamente por los sentidos. Algo que, de puro conocido y evidente, hasta resulta vulgar aseverarlo de esta manera tan expresa. Ya sé que va surgiendo una ciencia que lo tiene por materia. Pero la misma índole esencialmente ignota del fenómeno, tan tremendamente amplio por otra parte, es muy limitativa de sus progresos. Por eso a mí ni me ha atraído nunca.
            Una de esas fuerzas inaprehensibles e inexplicables es la que liga de alguna manera el destino de unas y otras personas. A veces con poco contacto material entre sí, muy distantes en su situación de grado o por fuerza en el mundo, incluso sin apenas espacio común en los respectivos nortes. Por eso resulta un dato difícil de adquirir pero muy a considerar en la vida. También el caso contrario, el de los destinos divergentes. Paradójicamente, el empeño entonces en hacerlos converger puede llegar al aniquilamiento. Con lo cual se habría pasado al otro supuesto, aun equivaliendo a la nada la convergencia suicidamente intentada.
            Por supuesto que las relaciones entre los hombres y las mujeres son el palenque privilegiado donde se cruzan esas líneas dinámicas. Tangencias, cortes e intersecciones que a veces se localizan en un espacio determinado. Sí, que ese mundo maravilloso e incógnito, tiene también su geografía y su topografía.
            Y basta ya de preámbulo. Alexis Carrel, desde su experiencia de médico humanista, llegó a la conclusión de que los seres humanos de más calidad eran los santos católicos. (Entre paréntesis. Él no llegó a conocer la avalancha de santos embutidos en el calendario por Juan-Pablo II. No le achaquemos pues la aplicación de su opinión a esta masa añadida).
            De lo que Carrel no escribió fue de la santidad a la inversa. Y me refiero a la confesional específicamente. Acaso no la conocía tanto, pues la mayor parte de su vida estuvo alejado de los ambientes católicos. Una santidad al revés que puede consistir en disfrazar de virtud el pecado, hasta la tragedia. No hace falta que ponga ejemplos de historia contemporánea, que en la de España no nos faltarían precisamente, ¿verdad? Pero también puede quedarse atrapada en la malla tragicómica del esperpento. Lo que va de la cabeza del Bautista a la rebelión de los fantoches.
            Yo no estoy conforme con el término de nacionalcatolicismo, aunque reconozca que merece por lo menos ser discutido con matizaciones, y a costa de buscarle alguna sustitución. En todo caso, mi pequeña historia, que transcurre en los años de su hegemonía, no tiene que ver con él. Las redes que la configuran son las del catolicismo puro y duro sin más. ¿Sólo de su caricatura?
            Una mujer, naturalmente. Me gustaría que mis lectores de pocos años, aunque ni siquiera sé si voy a tener alguno, cayeran en la cuenta de titularse así un capítulo de La Montaña Mágica. Por implicar un síntoma de que seguían leyendo.
            ¿Una mujer? Al menos ella lo era para los zoólogos. Los dos éramos jóvenes y católicos. Yo estaba haciendo los seis meses de alférez de la milicia universitaria en Jaca, una ciudad episcopal. Ella era hija del secretario judicial. Estaba a punto de matricularse en el primer curso de Filosofía y Letras en Zaragoza. Recién salida del colegio pues. De “monjas” también, naturalmente. Aunque no era catalana se llamaba Montserrat. Y la llamaban Serra. ¿Hace alguna vez el nombe a la cosa? ¿Otro ejemplo de relaciones desconocidas o mera coincidencia azarosa nada más?
            Yo no puedo decir que la conocí, aunque me declaré a ella, e hice de su nombre y de su imagen, no de ella misma, una obsesión que a lo largo de largos años se me enquistó como un cuerpo extraño, en el cerebro no en el corazón. Sí. Pero de veras que no llegué a conocerla. ¿Qué mejor prueba que no haber reparado en que padecía halitosis hasta después de que dejara de existir para mí, y sin ya pretenderlo, ver hilvanarse con esa cualidad alguna que otra memoria difunta de la casa de los muertos dejada atrás?
            Tenía unos grandes ojos negros y un leve acento mimoso que disimulaba esporádicamente su talante masculinizante. Aunque también era incapaz de amar a las mujeres. Y nada más.
            Su característica definitoria era la incorporación del catolicismo a su tocador. Unas divagaciones adelgazadas en torno a la generosidad a tener con el Altísimo y su posible incompatibilidad con la generosidad hacia los hombres eran su segunda capa de polvos. Un amago pues de vocación claustral en el humo al otro lado del telón, y el miedo a la maternidad en el patio de butacas, dibujaban su contorno de virgen impura. Creía haber así encontrado la armadura invulnerable para ponerse a cubierto de la reprobación de las santas fundadoras madres de tantas colegialas. Magdalena-Sofía Barat, María de San Ignacio Thevenet, Rafaela del Sagrado Corazón...   
            Pero yo la tuve dentro de mí como una solitaria, una tenia quiero decir,  durante todo ese interminable interludio en que dejé de vivir. Me encontraba anestesiado pero a la inversa de lo que en medicina se hace, insensible a todo lo placentero de la vida, potenciada en cambio la capacidad para el sufrimiento si bien únicamente el inmotivado y estúpido. A pesar de todo, más divorciado aún de la fantasía que de la realidad.
            Así saqué las oposiciones a Instituto. Mi profesor de Filosofía en el bachillerato, un cura liberal, el inolvidable don Teodomiro, me felicitó, le fui a ver, me desahogué con él, fue sensible a mi estado, y al poco tiempo me rogó atendiera en Madrid a otro eclesiástico de su cuerda, el hispanista francés monseñor Jobit. También enteré a éste de mi renuncia a la vida, paradójicamente disfrazada de entusiasmo amoroso. Él me observó que en ciertos ambientes muy católicos se incubaba el miedo al amor. Y de regreso a París, me propuso una beca para una estancia, también de dos años, en Nueva York. Mi aceptación fue el único síntoma en tanto tiempo de que todo no estaba perdido. Además de un detalle complementario, que parecerá extraño, tomado en cuenta como dato positivo quiero decir, pero ello da idea de lo turbio de mi condición entonces: me ilusionó el convencimiento de que en Nueva York si que verdaderamente había de todo.
            Y de todos los libros. Naturalmente que aún, aunque a estas últimas alturas, todavía sí, me avergüenzo de mis rezos en San Patricio desde recién llegado. Santo Tomás de Aquino defiende la legitimidad de pedir a Dios bienes temporales. Pero estoy seguro de que habría condenado las peticiones eunocoides que yo entonces le hacía, poniendo en su veto todo el desprecio de que es capaz y es permitido a un bienaventurado dominico.
            El segundo día de mi estancia, a la salida de la misa dominical de doce, descubrí la librería, al otro lado y no lejos de la misma catedral. La fachada que ocupaba era muy amplia y se extendía a dos pisos altos. Pero su reclamo era modesto, luego me di cuenta de que hasta desdeñoso. El rótulo, aunque muy en relieve, no era muy llamativo, ni por el tamaño discreto de las letras ni por su color gris oscuro, que no destacaba mucho en el fondo de madera. En caracteres más pequeños se anunciaba la especialización en finos libros de arte. El escaparate ostentaba los mismos best-sellers          que las librerías del aeropuerto y colocados sin un esmero particular. Pero el fondo visible estaba espesamente tapizado de estantes henchidos y clasificados por materias. Distinguí el de judaica en la planta segunda.
            Y tardé algún tiempo en entrar. No sólo por la paralización que sufría sino fiel a una constante de mi manera de ser que siempre me induce a aplazarlo todo.
            Mi primera visita fue larga y detallada. Salí mareado de leer tantos títulos y hojear tantos volúmenes una y otra vez, por uno y otro lado. Sorprendiéndome pormenores deliciosos. Por doquier había escaleras para alcanzar los estantes altos y hasta algunas butacas de fácil transporte para poder leer con comodidad, cual si aquel comercio fuese una biblioteca altruísta. Se veía a los empleados mezclados con la clientela, de vez en cuando subía o bajaba alguno cargado de libros, y sólo los cajeros con sus máquinas registradoras eran bien visibles. Entre ellos, bastantes mujeres naturalmente.
            Así conocí a Ruth. Esa vez sí, llegué a conocerla, aunque de momento no estoy dando al vocablo su sentido bíblico. Era negra, más bien menuda, erguida, la expresión un tanto irónica y hasta un poco desafiante, delgadita de cintura y abultadita de pecho como dice la canción de nuestra tierra.
            En mi segunda visita, revisaba yo uno por uno los libros judíos, cuando me fijé en ella, que a su vez  estaba mirando ese mismo estante y cambiaba el orden de algunos. Luego se fue, volvió a pasar dos veces a mi lado, y a la salida la vi hablando con un cajero y un cliente que tenía desplegado un enorme volumen sobre el antiguo Egipto. Haber reparado en ella, quedándome con su cara, ya fue un milagro. En mi situación, tan difícil como el que atribuía el Breviario a san Patricio, de no mamar los viernes por anticipado espíritu de penitencia.
            La siguiente vez yo iba de flor en flor por los amplios despliegues de la novela, fiction. Ella iba y venía por allí mismo, traía y se llevaba, inspeccionaba, reponía y colocaba. Y, eso todavía superaba el prodigio, al encontrarse nuestras miradas muy cerca, la pregunté, como inspirado y sin que se me hubiera pasado por las mientes hasta ese mismo instante:
            -¿Sólo tienen en paperback  La Cabaña del Tío Tom?
            -¿Por qué quiere saberlo?-me replicó muy sonriente-. Una pregunta ordinaria de dependienta de comercio, desde luego. Como si me hubiera pedido sin más que la precisara mi tipo de edición preferido. Pero yo lo entendí cual una incitación a confesarla, si bien de esa única incipiente manera posible en la temprana circunstancia, la tácita, que el motivo de mi interrogante era la busca de un pretexto para trabar conversación.
            Y el caso es que aquellas dos frases fueron el principio de una historia que todavía no se ha terminado. Y que a estas alturas los dos podemos estar seguros de no terminarse sino cuando uno de los dos terminemos nuestro paso por la tierra.
            -Yo no me conformo con el contenido, me interesa también el continente.
            -¿En los libros?
            -No sólo en ellos.
            -Explíquese.
            ¿No hay ninguna edición bonita?-interrumpí victima de mi timidiez constante.
            ¿Le interesa más que científica?
            -Desde luego. Aunque he venido a Nueva York como doctorando.
            -Hubo una muy atractiva, con muchos dibujos, que salió en Gegorgia el año de la elección del segundo Roossevelt.
            -¿Agotada?
            -Claro. Además no estuvo en el comercio.
            -Miraré en las bibliotecas.
            -Yo tengo una.
            -¿La vende?
            -No.
            -¡Quién la viera! ¿La enseña?
            -¡Quién sabe!
            Y aquel día no hablamos más. Pero sin tardar mucho, tuve el privilegio de ver el curioso libro en el apartamento de recatadas ventanas que Ruth ocupaba en el barrio de Queen’s, con dos amigas de su color y también de su simpatía.
            Si bien antes, un buen día, me había encontrado con que la hija del secretario de Jaca había salido de mi cuerpo, lo mismo que ocurre con la solitaria, aunque en mi caso sin vermífugo alguno. Una vez ella me había ponderado, con una languidez sebosa, lo variado y abundante de la comida de su casa, por los muchos familiares que alojaban en el verano y en semana santa. Y yo me acordaba de aquellas supuestas y vedadas bodas de Camacho al desayunar cereales con Ruth, a veces acompañándonos sus compañeras de vivienda, como en la cita clásica el liberto que goza más de su nueva condición al venírsele a las mientes la anterior de esclavo. También me dijo en otra ocasión que ella necesitaba un director espiritual muy elevado para hacer oración. A estas alturas, el sustantivo puedo entenderlo, si bien reducido a su exclusiva dimensión de polvo de tocador en el caso concreto- que no del polvo del miércoles de ceniza-, pero en modo alguno la exigencia del epíteto y menos su superlativo. En cambio a mí, en aquellos tiempos nuevos de becario, me bastaba con los curas de San Patricio, entre la severidad y la simpatía. La discusión entre la unión material a Dios, del maestro Eckart y Miguel de Molinos, y la vía unitiva meramente espiritual de mi paisano san Juan de la Cruz, no me inquietaba cual acaso podía hacerlo, desfenestrada al traducirse a una coquetería sin femineidad, a la hija del secretario. Recuerdo de una vez en que ésta me hizo recorrer el plano de Jaca hinchado de salientes y entrantes, por mor de evitarse ciertos encuentros, no sé si de los jóvenes tenientes o sus madres o los confesores de la catedral. En cambio en aquélla época, ya se podía deambular sin agobio con las amigas negras por Manhattan.
            La moraleja ahí queda. Encontré el camino de mi redención en la librería de la Quinta Avenida. Sin más que darme cuenta de cuál era el ente que llevaba el signo de mi destino, y al contrario, o sea deshaciendo sencillamente una inversión.
            Por eso tengo que legar el símbolo de su estampa a mis hijos y nietos. Dicho sea de paso, aquella su dependienta no fue un obstáculo a mi conyugalidad posterior, pese a su presencia permanente, de lejos casi siempre, de cerca alguna vez. Si es que Nueva York está lejos, lo cual ya es otra cuestión y al fin y al cabo más superficial”.

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                                   2.-Lejana y tardía adición de herencia

            He vuelto a leer el relato del abuelo, a decir verdad su testamento espiritual, cuando ya estoy decidido a irme a los antípodas, dejando que hasta allá me lleven las alas del tío Isaac. La pequeña historia es curiosa. A la postre amable. De los días de los hombres distintos, las costumbres rituales de cada uno, las largas conversaciones en que la filosofía se acababa destilando sin salirse de las bendiciones de lo concreto, tanto en los casinos de los señores como en las tabernas de la buena gente del pueblo.         
            Aquel hermano mayor de mi padre había sido desde niño la oveja negra de la estirpe. Por eso yo me sentí llamado a rescatar para la familia su leyenda.
            En su juventud, todavía estaban muy vivas en la Villa las diferencias sociales. No se pasaba de tutear a los compañeros de escuela primaria. Por eso escandalizaban las preferencias del tío, no sólo por los artesanos, como se decía entonces, sino incluso por los desheredados del Barrio de Las Cuevas. Y sencillamente extrañaba su obsesión por las fiestas de las aldeas, de la Virgen de Agosto a la del Pilar, donde sólo por la dulzaina y el tamboril podía trocar la banda municipal de nuestra Plaza y los llamados bailes de sociedad también al aire libre. Hermanada con esa manía, tenía la arqueológica. Era incansable recorriendo los campos aledaños, pero hasta distancias agotadoras, a la búsqueda de trozos de cerámica.
            Le llevaron interno a los agustinos del Escorial, donde coincidió con el futuro presidente Azaña, unos años mayor. Yo aún no he logrado comprobar si aparece citado de refilón , como se dijo, en El Jardín de los Frailes. Lo cierto es que se las arregló para ser expulsado. Y así fue como acabó sentando plaza en la neonata Legión Francesa, pasado bastante tiempo y parece que teniendo que disimular la edad. En Alhucemas desembarcó con sus compatriotas españoles, desde entonces se identificó con el Rif, aprendió el árabe y el chelja y, al acercarse el 17 de julio de 1936, seguía soltero y estaba destinado en Melilla de comandante legionario. Pero la víspera de esa fecha cumbre desapareció sin dejar rastro.
            Desde entonces sólo me llegaron dos indicios de su permanencia en la tierra. En la Villa se dijo que alguno de los paisanos a quienes la guerra pilló en la otra zona le había visto en Valencia con unos moros. Y cuando yo estudiaba, en Valencia también, don Miguel Tarradell, uno de mis profesores, que había hecho excavaciones en Marruecos, me contó había recibido en Rabat la visita de un curioso personaje, islamizado pero presumiendo de su abolengo castellano, cuyo nombre no había retenido aunque sí recordaba estar magrebizado también. Yo intuí que sólo el tío Isaac podía ser. En cuanto a la noticia anterior, también estuve seguro de que él había ido a la entonces capital de la República con los nacionalistas que la ofrecieron sublevar el Protectorado contra los sublevados de Franco.
            Y así se devanaron los años. Yo me fui haciendo viejo, al fin me hice y, un buen día, no hace mucho, aquí en la casona de la Villa, recibí una llamada pidiéndome una cita, por un motivo familiar, sin más explicaciones, de un comerciante de Agadir que sólo me dijo llamarse Hassán. Antes de colgar, añadió que era en mi propio y exclusivo interés y me dio un número de Madrid. Sin tardar mucho, en el Hotel Velázquez, me enteré de tratarse de un mensaje póstumo del tío Isaac con el correspondiente legado. Mi interlocutor era un viejo simpático, de voz suasoria y mirada recogida, los ojos de oliva animando sin embargo muy vivamente su bronceado racial. Me dijo que se había hecho amigo del tío hacía muchos años. Él era anticuario y le compraba a veces sus hallazgos. Naturalmente sabía muchas cosas de su vida, como era de suponer principiando por sus mujeres. Pero no estaba autorizado para contarlas. El tío no se oponía a que fueran investigadas, pero a él sólo le había encargado transmitirle el afecto que había mantenido perenne por mí, sin mencionarle a nadie más.
             Y a la vez había dejado en sus manos una suma de dinero, rogándole me la diera esquivando las formalidades legales y el pago de los impuestos a ambos lados del Estrecho. Todo ello constaba en una declaración, escrita en árabe en un solemne pergamino apaisado como los documentos medievales. Él me pidió sólo que estampara mi conformidad con una fórmula brevísima. Yo estuve de acuerdo y quedamos al día siguiente en el despacho de don José Luis Díez Pastor, el notario republicano y melómano, quien legitimaría mi firma y me daría una copia y el dinero. Éste ascendía a tres millones de pesetas. Como no se mencionaba la procedencia hereditaria, ello resultaba legalmente posible, y además no era necesario que constara en el protocolo. Así lo hicimos. Al despedirnos, Hassán me dio un pequeño sobre. En él había media cuartilla firmada por el tío, que decía únicamente: “Haz lo que quieras de esa pequeñez. Sólo te pido que con una parte te des algún lujo en memoria mía”.
            Y por eso estoy a punto de salir para Nueva Zelanda. Aunque, ahora insisto, sin saber si al hacerlo también obedezco una admonición más recibida en la librería de la Quinta Avenida. Y no sería lo mismo. Porque en la última hipótesis, cabría la posibilidad de que con el viaje sin más no fuese bastante.

           
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            A mí me parece muy grave la imposición al lenguaje de la llamada “corrección política”. Hasta creo posible vislumbrar en ella la antesala de la pérdida consensuada de la libertad. En cuanto a los cambios de denominación de ciertas cosas o personas, salta a la vista ser producto de una mala conciencia de fondo que se quiere salvar con supuestas pero falsas concesiones de forma. De haber sido común tratar bien a  las criadas no habría sido necesario trocar su nombre por el de empleadas de hogar, por otra parte una innovación léxica que no implica mejora en todos los aspectos a tener en cuenta.
            Lo cierto es que a veces esos cambios consisten en rodeos que alteran la misma sustancia de los medios de expresión. Así cuando en una sucesión numérica se prescinde de las cifras. Lo que hacen las compañías aéreas. Que tienen dos o tres clases ordenadas de superior a inferior pero las designan caprichosamente sin que los nombres escogidos para el significante den siempre idea del significado. Primera, segunda y tercera son, por ejemplo, gran clase, clase preferente o de negocios, y clase turista. ¿Todos los turistas son de tercera? ¿Cómo es que la llamada preferente sin más tiene otra categoría delante? Y ¿por qué no numerarlas?
            Yo siempre he volado en tercera. De haber conocido la aviación, mis antecesores en la casona de la Villa lo habrían hecho por lo menos en segunda. Pero los tiempos han cambiado y yo me he adaptado muy poco. Al adelgazamiento de mis rentas no ha correspondido hinchazón ninguna de mis emolumentos de hombre de letras, no sé si desdeñoso pero caprichoso desde luego. Para mí sigue estando vigente el lamento de Larra de que escribir en España es llorar.
            Por eso llegué a Sydney con las piernas resecas, como si tuviese incrustadas en ellas unas varillas metálicas. En el aeropuerto sólo tuve tiempo de desayunar con una de esas magdalenas gigantes que hay por allá, ¿muffin?, antes de cambiar de avión y de compañía. Mi billete a Christ Church era en una neozelandesa.
            Estaba ávido de contemplar los paisajes de esas islas, pero sobre el mar me propuse aprovechar el corto tiempo. Una de mis tantas amigas lejanas, tantas que apenas si algunas, demasiado escasas, me pueden llegar a sustanciosas, ésta profesora en Saint-Malo, de muchas más ambiciones que capacidades, lleva mucho tiempo a vueltas con Cervantes y me había pedido algunas observaciones a la traducción del Quijote de La Pléiade. Volviendo a mi biaje, yo iba en  asiento de ventanilla, no tenía nadie al lado, extendí mi tablilla, coloqué en ella el volumen y me enfrasqué. La tarea no era penosa. Leer de otra manera un texto tan de uno hace a veces gracia.
            Hasta que unos dedos delicados se posaron sobre el extremo inferior de la página de mi izquierda interrumpiendo mi trabajo. La azafata era rubia y esbelta. Andaría por la treintena. Su piel era muy blanca y su mirada propicia a crear un clima de confianza aunque no sonreía. Señalé un zumo de tomate de su carrito y me dejó además un poco atractivo paquetillo de trozos de galleta salada. Cuando terminó de repartir el refrigerio y yo ya había reanudado mi lectura, volvió, se me inclinó y me hablá bajo:
            -Me llamo Wendy. ¿Puedo hacerle una pregunta?
            -Desde luego.
            -¿Está leyendo en español?
            -No. Es el Quijote pero en una traducción francesa.
            -¿Es usted profesor de literatura?
            -No. Pero si usted quiere me puede tomar por literato. ¿La interesa este mundo?
            -Sí. A mí me interesa todo.
            -¿Podría invitarla a cenar esta noche? O mañana si lo prefiere.
            -No me es posible. Me estarán esperando para llevarme deprisa a la granja de la familia. Tengo allí problemas, dos abuelos a mi cargo en la frontera, ya sabe, la de sentir o no.
            Yo la di mi tarjeta: -¿Ha estado en España?
            -No. Pienso ir. En ese caso le llamaría. Pero puede que le interese algo más a corto plazo. Por eso he venido a hablar con usted. Y volveré dentro de un momento.
            Así lo hizo y me dijo muy sonriente:
            -El comandante me ha autorizado a hacerle up-graiding, cambiarle de clase.
            -Nunca he ido en primera. Me acuerdo de una copla de mi país, de un cocherito que invita a montar en su coche: Y yo le dije, gracias cochero, no quiero coche que me mareo.
            -Así se acordará de mí. Venga.
            La seguí, me instalé, también junto a la ventanilla, en una de esas amplias butacas cuadradas que hasta entonces yo sólo había visto al pasar en busca de las mías angostas.
            -Aquí podrá trabajar mejor. Y verá, yo tengo una prima que es profesora en Christ Church, aunque ¿acaso tiene usted alergia a las pelirrojas?
            -Nada de eso. Con alguna me he relacionado en mis buenos tiempos.
            -Estupendamente. Mi prima es así. Pero muy simpática. Y bonita también.
            -¿Me está proponiendo que la invite pues a cenar a ella?
            -Algo así. Es que ella se pasa la vida a vueltas con Don Quijote. Quiere hacer una edición para niños, otra para adolescentes y todavía una tercera para la tercera edad. Estoy seguro de que la gustaría conocerle. Aunque para explotarle.
            -Eso no importa.
            -Antes de llegar le daré sus señas. ¿Se hospeda usted en el Durham Bede’s?
            -Sí.
            -Se lo diré también a ella si me lo permite. ¿Sabe que algunos pasajeros me han llamado su ángel del vuelo? ¿Es cierto que ángel puede significar mensajero?
            -Pero yo en España me tendré que quedar aguardando su mensaje directo.
            Y sin hacerse esperar mucho se dejaron ver las admirables montañas de Nueva Zelanda. A su panorama acariciante sentí un eco de la ilusión virginal del viaje de cuando era joven, cuando la alegría de andar no era tan fácil ni común. ¿También un levísimo brinco remoto del presentimiento adolescente ante la incógnita de la cabellera roja que me aguardaba?

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            Y de nuevo estoy en mi casona de la Villa, otra vez pensando en el mensaje del abuelo Bernabé y en mi última visita a la librería de la Quinta Avenida. ¿Qué aviso tuve allí? ¿Le he sido ya dócil?
            En este mi pueblo de hoy noto una inversión estridente. Antes, en la liturgia de nuestras iglesias, que era el lamento eterno de los cantos latinos, participábamos pasivamente. En cambio, en la tertulia de nuestras reboticas, tomábamos parte activa, diseccionando la entraña de nuestra convecinalidad. Ahora es al revés. En las iglesias hablamos todos en la misma lengua de la televisión. Mientras que las tertulias ya pasaron, en lo poco que hablamos no se toca apenas ese argumento, y así en nuestra condición de habitantes del lugar nos dejamos llevar por el tiempo como piezas inertes cada uno por su lado.
            Yo no sólo lo siento así, sino que lo veo. Claro que no todos están de acuerdo, ni mucho menos. Ni entre mis paisanos ni entre los demás. Pero de veras que no estoy buscando un pretexto al insistir en estas reflexiones.
            Un pretexto que me vendría bien para aceptar la invitación de Katherine Hamilton, lo reconozco. A pasar una temporada en su Nueva Zelanda. De ocho meses, por ejemplo, como en los buenos tiempos antiguos. Pero el Quijote es largo, felizmente para sus lectores.
            Ya llevo muchos años solo en la vieja casona. ¿Bastantes? ¿Precisamente por ser muchos tendrán que ser definitivos? ¿Desde cuándo? Porque curiosamente, la respuesta a este último interrogante no es nítida. ¿Acaso en la librería de la Quinta Avenida noté algún cambio en la atmósfera, en mi respiración quiero decir? ¿Y la sombra del tío Isaac no me seguirá cubriendo?
            Ah, a propósito de éste. En la Melilla del General Romerales...Pero ésta es otra leyenda. ¿Por qué no hilvanarla desde lejos? En la Nueva Zelanda de la reina Isabel todavía, sí, pero tienen una reina maorí también. ¿Qué dirían mis antepasados en esta misma casona, los Vélez de Robles y Encinas? De los que por cierto, a estas alturas del tiempo y del mío, me llega el pálpito de que uno de ellos, don Silvanio el Caballero de la Espuela Dorada, el que anduvo en varias guerras de Granada, no renegaría del tío Isaac. Otra historia más. Que también gustará a Katherine. 

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