sábado, 18 de septiembre de 2010

El avión endemoniado

EL   AVIÓN   ENDEMONIADO


            “De Havilland D.II.89.
            Velocidad máxima: 235 kms.h.
            Techo: 5.100 m.
            Autonomía: 895 kms.
            Capacidad: 1.010 kgs (¿=8 personas?)”.
            Este avión se llamaba Abirón profundo. ¿Inadecuado el adjetivo para una aeronave? ¿Más propio de un submarino? Pero, ¿no hay una profundidad de altura? En cuanto al sustantivo, recordemos que, en muchos documentos medievales, se conminaba a los infractores de las obligaciones contraídas en ellos, con sufrir las penas eternas junto a los diablos Datán y Abirón. Y en esos diabólicos años treinta, aunque había llovido bastante desde los días de Sir Walter Scott- claro que muchísimo menos que desde los años treinta hasta ahora-, la Edad Media no había pasado de moda en Inglaterra.


                                               1.-Meigas y hombres de acción

            La linde que abarcaba el manzanal, el maizal, el huerto caprichosamente variopinto, y el prado para las tres vacas- negra la Niña, parda la Suave y blanquinegra la Pandera; El Prado se llamaba el conjunto-, la casa en medio, una de las dispersas que integraban la parroquia de Santa Eulalia de las Ermitas, el contorno acotado era un equilibrio de geometrías por la alternancia de la curva y la recta, lo racional y lo barroco de sus entrantes y salientes. La frondosidad de los árboles abrigaba la visión, evitando percibir su pequeñez de una vez. Y eso era todo cuanto la vieja Fructuosa poseía en este mundo. Pero la sobraba. Había sabido salir adelante y siempre con algún parvo desahogo. Hasta dar a su único nieto nada menos que la carrera de letrado del Consejo de Estado. ¿Qué era eso tan importante? Lo que fuese, al fin y al cabo ella tenía bastante con haber conseguido aprenderse de memoria el título, sin equivocarse y en buen castellano. ¿No era quien se lo había dado, aunque con un socorro decisivo de la Divina Providencia?
            Estaba lloviendo y el aroma de la tierra mojada se respiraba por todo el cuerpo. No hacía frío. Se sentía venir la primavera. La puerta estaba abierta. Ser alcanzado por alguna de las gotas que caían mansamente era un deleite. El corpachón de la vieja, su moño negro y el mate de su piel arrugada y oscura, contrastaba con las curvas, que se escapaban a la mirada, de la joven Jane, contenta de lucir sus rodillas, acaso más que la delicadeza de su piel blanquísima, junto a la cual hasta el rubio casi albino de su propio peinado ceñido desentonaba.
            Era una inglesa que llevaba algún tiempo moviéndose incansablemente por Galicia, antes y después de la muerte de Don Ramón-María del Valle-Inclán y Montenegro. En las ocasiones más inesperadas, sin dar ninguna explicación, sobre todo sin decir nunca de dónde venía, algunas veces adónde iba sí, aperecía por el horizonte de las cercas de piedra gastada por la lluvia, incansablemente saltarina. Una vez trató de hacerlo en un Ford deportivo, del que no dijo si era suyo, y se aproximó bastante, desembarrando para la vuelta las ruedas con un tesón ique no podía menos de ser infalible. Sus manos posadas sobre su falda violeta transmitían una sensación de seguridad traviesa. Sus dificultades en el castellano se traducían insistendo en los extremos clave de su conversación, con lo cual sus opiniones y afirmaciones salían vigorizadas.
             En los ojos de Lego, el mastín echado a los pies de las dos mujeres, se leía una resignación casi filosófica. Jane estaba convencida de que los perros son más expresivos que los hombres.
            -Tu vida, mi vieja, ha sido un sueño largo, larguísimo, así toda ella. Sólo unos pocos momentos, en algunos trances, has estado despierta, como si te hubiese hecho abrir los ojos un fogonazo. De tu primer revolcón- ¿el único?- en la romería de San Benitiño, vino Rosalía. Del hombre no volviste a saber. ¿Por qué? ¿Seguro que tuvo la culpa la guerra de Cuba? Y se te acabaron también los fillos de solteira. Al hombre que vino a por Rosalía sí le viste la cara. Pero nada más. Se te la llevó a Madrid. Se hizo un tiempo de silencio. Hasta aquí, desde tan lejos, te llegaron algunos ecos de gemidos. ¡Eran tan delgados los tabiques en Vallecas y en la Corte había tantos gallegos1 Alguien dijo que te la había dado una paliza por acostarse una noche con los pies fríos. Pronto supiste que ella ya no era de este mundo, le vieron a él un día en el puerto de Vigo, y a esta misma puerta te dejaron enseguida a Antoñico, sólo de unos meses. Y tu soñabas, seguías soñando, ante ti pasaba la vida toda hecha sueño, la vida de los otros y los recuerdos de la tuya. El mejor escritor de mi lengua creía que estamos hechos de la madera de los sueños. Tú desde luego que sí. Soñabas tanto que eras un sueño también. ¿Y ahora te ha despertado Antoñico? ¿O te ha endulzado el sueño y sería mejor? Pero sí estás soñándote el futuro en él. 
            -No. Ahora quiero estar despierta para verle bien. Para seguirle. ¿Tú le vas a enseñar el inglés?
            -Ya ha aprendido bastante. Pero sí. Algo más le puedo decir y contar y leer. Aunque a su lado soy muy vieja, por eso mismo le puedo ser mejor maestra.
            -Si eres una estudianta.
            -Lo seré mientras viva. Y acaso siempre como ahora, matriculada y todo.
            -Él también.
            -Cierto. Le has conocido. Acaso por estar soñándole, por ser él tu sueño.
            -Pero sí, de veras tuvo la culpa la guerra de Cuba. ¿Por qué hay hombres que traen guerras?
            -¿Y por qué yernos como aquel tuyo?
            La vieja se santiguó, besándose ruidosamente los dedos pulgar e índice al terminar. Se oyó el poderoso mugido de las vacas. ¿La convicción de una fuerza por encima de las circunstancias? ¿Miedo? ¿Un presagio? Pero Lego no se movió, ni siquiera los ojos.
            -¿Por qué lo hacen tan fuerte?- se preguntó la vieja en voz alta.
            -¿No será que se oye mejor con el aire húmedo?
            -¿Nada más que eso?
            Y las dos se quedaron mirándose pensativas. El manzanal, aunque se extendía caprichosamente en torno a la pequeña casa, era lo bastante tupido para no dejar distinguir a los animales.
            -Quédate a dormir aquí. Tengo buena leche. Y queso y miel. Y bastante de un pollo. El pan está metido en harina, tan blanco y prieto como te gusta a ti.
            Jane se acostó en la cama de Antoñico. Ésta se encontraba tabique por medio de la cocina, la estancia más amplia, mientras el otro dormitorio, donde la vieja tenía una cama grande cual si estuviera casada, que casi le ocupaba todo, se hallaba en el extremo opuesto, parecía que de propósito distanciados ambos. Y eso era todo, demasiado ancho el pasillo para tan poco plano. Fructuosa la puntualizó que las sábanas eran nuevas.
            Y durmió muy mal. Se pasó casi toda la noche en una pesadilla única. Que fue el martilleo constante de las palabras enigmáticas que Don Ramón habíala dicho el último día del año:
            -Viene el Bastardo. Le siento ya demasiado cerca. Se lo avisé antes a los que mandaban. Pero no tienen ningún brujo en la plantilla. Y era lo que más necesitaban, lo único, en el Ministerio de la Guerra. Lo que a mí el Bastardo no me quitará es la muerte. Y aquí, en Santiago. Siento ya su ruido. Y como no tiene cara, veo la máscara de su espectro.
            La muerte le llegó la víspera de los Reyes Magos.
            Ella sólo se lo había contado a su viejo profesor Bell, el director de su tesis sobre Don Ramón precisamente. Y su reacción la inquietó más aún:
            -No lo publique por ahora. Esperemos qué va a pasar.
            Pero si el profesor Bell y Don Ramón se parecían tanto...La diferencia estaba en que aquél no creaba, vivía las creaciones de los otros. De haber tenido Bell el pelo negro, o ir por Santiago con sombrero y bajo el paraguas en día denso de lluvia, se les habría podido confundir. En el cotejo de algunas posturas podía pasar desapercibida la falta del brazo de Don Ramón  o tenerlo Bell.
            La mesilla era muy tosca. Las junturas dejaban huecos tan irregulares como generosos. Era demasiado baja pero muy ancha. Jane adivinó que Antoñico estaría contento de poder colocar en ella fácilmente varios libros y de tamaño más que regular. Para ella, la vieja había dejado allí la novela por entregas que estaba leyendo.
            Las viejas novelas por entregas eran la pasión de Fructuosa. Se aficionó a ellas de joven. A decir verdad, en ellas aprendió a leer, pues en otro caso se le habrían olvidado pronto las nociones de la escuela, a la que sólo pudo ir muy poco tiempo. Luego, cuando empezaron a salir muchas colecciones de novela corta, casi todas semanalmente, con portadas bonitas y dibujos abundantes, no quiso pasarse a esa moda. ¿Acaso por lo que le habían contado de sus argumentos algunas lectoras atrevidas la iban a recordar demasiado aquel revolcón y sobre todo los revolcones que pudieron ser y no fueron? El caso era que, aunque a veces a costa de andar leguas a campo traviesa, conseguía seguir aprovisionada de aquellas novelas de antaño que ya hacía medio siglo habían casi dejado de publicarse.
            Antes de intentar dormirse, Jane acarició la oscura pasta española de la encuadernación, que no habría desentonado en un severo libro de jurisprudencia. En el primer folio, en blanco, había un vulgar sello en tinta, en cuyo círculo se leía: “José Fernández D’Anglada. Ex-libris.Nº 782”. En el ángulo exterior derecho se entrecruzaban esas iniciales F.D, barroquizadas las letras góticas. ¿Quién sería o habría sido este hombre, acaso del otro extremo de la inmensa Península?
            El folio siguiente era una ilustración, con la palabra “portada” al pie. El primer plano de un interior, candil sobre la mesa, sillón frailuno, un alto armario asomando. Una mujer joven, que arrastraba los pliegues del vestido opulento y la sobrefalda que a medias le cubría, abiertos los brazos en ademán de susto, se alejaba de la ventana, cuyo vano dejaba ver una noche de relámpagos, pero estaba casi todo ocupado por el medio cuerpo de un hombre con visera, jubón y calzas, que llevaba una máscara negra y se disponía a saltar. Uno de los cuarterones estaba a  medias arrancado. Y al fin, en el folio inmediato, el título: “Una gota de sangre o el escudero de Satanás. Novela histórica original de D.Ramón Ortega y Frías. Madrid, Biblioteca Ilustrada de José Salvador, Claudio Coello 5 (barrio de Salamanca), 1880”.
            Título que sobresaltó a Jane. En serio. Porque el otro Don Ramón también habíala dicho:
            -La Muerte está en el Bastardo. Éste es el hombre de la Muerte. Y de las muertes. Éstas le sientan bien.
            Se quiso distraer con la literatura. Intentó concentrarse en la lectura. El primer capítulo se titulaba Un paje, un querubín y un demonio: “Era muy escasa la luz, como que no había más que el resplandor del vespertino crepúsculo, pero el cielo estaba despejado y transparente y cuando las tinieblas acabaran de invadir la inmensidad del espacio, brillarían las estrellas y tal vez la luna dejaría ver su nacarada y redonda faz”.
            Se acordó de la extravagante opinión de Antoñico, según la cual las novelas por entregas no eran un género carente de valores literarios, por más que las ignorasen los profesores de literatura, y además, en las novelas más estimadas por ellos, se podían descubrir “entregas” también. Sí, en las del mismo Valle-Inclán vetas de Ramón Ortega y Frías, por ejemplo.
            Lego se subió a la cama y Jane le hizo siito. Cerró al fin el libro y, gracias al animal, una vez conseguido el acoplamiento de los dos cuerpos y el buen ceñido de los cobertores, consiguió dormirse. Contenta como si no tuviera miedo e ignorante de la pesadilla, hecha de miedo nada más, que la esperaba.


            Presumían en aquel Simpson de entonces de no verse en el suelo sino alfombras afganas y nada más que madera en los muros y el techo. Ni un centímetro cuadrado quedaba por cubrir. Y la madera era del mismo roble americano que se prefería para envejecer el sherry. MacGregory, el maître, no iba más allá en su ponderación. Él se jactaba de lo que a la vista estaba. Si en el Strand, en Londres, en Inglaterra, en Europa o en el mundo había o no excelsitudes capaces de rivalizar con las propias, no era de su incumbencia.
             ¿Y el botones Picwick? Desde luego que MacGregory no le incluía en las excelsitudes de la casa. Pero por supuesto llegaba a la singularidad que la clientela más habitual y mejor conociera al quinceañero tanto como a su jefe superior, siendo el único del numeroso y selecto personal así privilegiado. Sí. De veras extraño en la crema de aquella sociedad tan jerarquizada y desdeñosa. Pero siempre hay excepciones. ¿Y sólo las que confirman la regla? Mas no, MacGregory no presumía de Picwick precisamente. Al contrario. De haber sido por él habría sido despedido hacía tiempo. MacGregory estaba afiliado al partido fascista de Oswald Mosley. Y Picwick tiró la casita por la ventana el día en que al fin le dieron el carnet del partido comunista, para colmo de ventura con la firma del vicepresidente del Sindicato de Mineros. Pero había que reconocer al maître que en el oficio no se dejaba llevar de filias ni fobias políticas. Al fin y al cabo no todos los conservadores, por descontado los mejores clientes de la casa, miraban al fascismo con buenos ojos. ¿Y de las otras fobias y filias? Uno de sus cargos contra el chico era que éste echaba a las damas alguna que otra ojeada descarada. Pero la guardaropera sostenía lo contrario. Que lo que a MacGregory irritaba era que las señoras se fijaran más que en él en Picwick. Pues de que algunas damas no se recataban de mirar al botones no cabía duda. Uno de los mejores novelistas de los mejores tiempos de la novela observó en la mejor de las suyas que las señoras no hacían caso de los criados mientras a los señores les gustaban las buenas mozas hasta en la sopa. Pero eso es también la regla. Por lo tanto con su excepción al menos. 
            También la misma guardaropera, cincuentona ya, le miraba. Pero sin celos. Las palabras y ojeadas que se intercambiaban el chico y ella eran una buena armonía entre el juego recíproco y la complicidad en los juegos de los demás. Fue ella la que le dijo que Dorothy, la peliroja que iba siempre con la rubia Diana, que no llevaba bolso y que fumaba mucho, se metía los cigarrillos entre las bragas. Pero era muy difícil vérselas. Sin embargo, Picwick lo consiguió. Por lo menos lo bastante para darse cuenta de ser de color de rosa. Y, sin poder explicarse el motivo de intuir otra dimensión en su interés por tan atrayente pareja, contó en el Partido que las dos chicas iban a irse a las islas Canarias en un avión particular. ¿No era demasiado avión para una pareja de chicas guapas? Y España era tan diferente...
            Desde entonces, los ojos y los oídos de Picwick estuvieron alerta hacia todo lo que con aviones tenía que ver. Y tanto más en una comida angloespañola, para la que MacGregory había reservado la mesa más recatada del establecimiento, en un ángulo que gracias a un grande aparador noble que llegaba hasta el otro de esa pared quedaba aislado de las más próximas. La guardaropera le dijo que uno de los tres comensales era un aviador español antipático y engreído que se jactaba de inventos desatendidos y al que ella ya había visto un par de veces.
            Extrañamente, empezaron bebiendo vino del Rhin. Hablaban en voz acusadamente baja y a pesar de ello se les escapaban algunas ojeadas para asegurarse de que nadie había cerca. Pero precisamente el único que no les despertaba sospechas era Picwick. Quien pudo darse cuenta de que los que acompañaban al Aviador Español eran el Agente Español y el Agente Británico. El Aviador tenía un rostro ancho, lleno, muy despejada y amplia la frente, con alguna vaga reminiscencia mulateña. El Agente Español era rubio y de ojos azules, la expresión fría y un aire de seguridad que irritaba, llegando a insolentemente irónico su gesto permanente. El Agente Británico miraba siempre a la expectativa, observando constantemente cuanto tenía en torno y de ahí paradójicamente su aire despistado, siendo a veces posible sorprenderle en los ojos algo atormentado, cual si suspirase por ellos.
            Se les sirvió abudante solomillo al rojo. Era la especialidad de la casa. Y MacGregory fue a decirles que les había reservado un vino también muy rojo de Aragón, muy poco corriente fuera de España.
            Al día siguiente, Picwick aseguró en el Partido que el viaje del avión de las dos chicas era una empresa fascista y peligrosa. Un crítico literario que escribía para el Daily Worker le dio entonces una cajetilla de cigarrillos filipinos como anzuelo para Dorothy. Y él se las arregló para ofrecérsela a los pocos días, en una cena de la pareja con dos atildados hombres maduros. La guardaropera fue también su cómplice en la ocasión. Y el botones pudo contar en el Partido que el avión iba a volar sin radiotelegrafista. No hacía falta, porque el piloto podía hacer funcionar la radio sin problemas desde su asiento.
            Sin embargo, en los días sucesivos se enteró de que los camaradas tenían un radiotelegrafista de confianza, que a sus dedos les vendría como el anillo si consiguieran convencer a los expedicionarios de contratar los servicios de alguno. Eso sí, el candidato bebía mucho, siendo el límite de su estado sereno la ponderación exagerada de su preferencia del Oporto sobre el Sherry. Pero esa cualidad no sería para el viaje en cuestión un inconveniente. Al contrario.
            Mientras tanto, a ese teléfono londinense, el que se ponía en movimiento cuando Picwick contaba algo, llamaba también de vez en cuando Jane desde las cabinas de la Telefónica en La Coruña, Vigo y El Ferrol, alguna vez incluso desde Santiago. La comunicación inversa era más difícil, pues rara vez estaba ella localizable. Irritando sus mensajes a sus compatriotas:
            -De veras, desde aquí sólo puedo transmitiros sugerencias embrujadas. No hay nada más. Pero eso es todo, os lo aseguro.
            -¿Por qué no nos las aclaras?
            -Me acusaríais de no tener consideración con nuestro presupuesto. Y estoy de acuerdo en que no os sería útil.
            -¿Entonces?
            -Por eso me quedo. Por ver si mis brujas pueden a las de ellos. Para eso no tengo sustitución.
            -¿Acaso te estás haciendo una señorita pequeñoburguesa?
            -¡Ah, no! Antes militante fascista. Y a este riesgo ya sé no me créeis expuesta.
            -¿Conoces a alguien en la Olley Air Service?
            -Sólo a uno. Pero del otro bando.
            -Claro. Son muchos los del otro bando allí.
            -¿Ninguna posibilidad?
             -Nada. Le gustan los hombres. Pero ahora es a mí a quien tu misma pregunta ha parecido peligrosa para la causa. Yo soy romántica. Mas por eso sé hasta dónde puede llegar en el servicio el romanticismo, y la valla de que no puede pasar.
            -Un beso a las brujas.
            -Sí. Pero sólo a las nuestras. Que hasta estos terribles curas de acá tienen las suyas.


                                               2.-Una huérfana espabiada

            Cumplidos ya los nueve años, desde quedarse sin padres a los tres, Martinilla iba viviendo de casa en casa de la feligresía. Aunque era en El Prado de la vieja Fructuosa donde más recalaba. El padre murió de una infección cuando segaba en Castilla. La madre tuberculosa sin hacerse esperar mucho. Habían vivido en el antiguo casillo de una huerta que luego se parceló entre las colindantes de modo que ése ya no era útil a nadie. Al quedarse huérfana, Martinilla dejó guardados en él sus trastos, incluso su jergón. Pero casi nunca dormía allí, sino en las casas donde iban turnándose la ayuda que ella  ofrecía y el cobijo con que los demás la compensaban. A Fructuosa la llamaba abuela, y primo a Antoñico. Su mejor amigo era Lego, pero la conocían bien la Niña, la Suave  y la Pandera. Antoñico habíala prometido enseñarla Santiago cuando cumpliera los diez, y Madrid cuando llegase a moza.
            Fue la mañana de San Juan cuando la encargó una vecina llevar una tarta grande de chocolate al señor abad, que vivía en su casona de piedra junto a la misma iglesia de Santa Eulalia. Allí llamaban abades a los curas párrocos. El ama de aquél la invitó a quedarse todo el día. Iban a venir invitados y la sería muy útil. A ella la hizo ilusión, naturalmente. Pero cuando volvió a El Prado, ya al día siguiente, se sentía impura. Necesitada de que la echasen los demonios del cuerpo, y no precisamente los hombres de sotana. De momento ni a la abuela siquiera se lo pensó decir, aunque a la postre lo hizo, de tanto miedo como en el alma habíala entrado. Y el caso es que ella no había entendido todo lo que alcanzó a oír. Pero estaba segura de haberse quedado con lo único que importaba, a pesar de ser los interlocutores tan graves y solemnes, además de mayores, y ella de tan pocos años y condición. Como que algunos retazos se los aprendió de memoria, se la quedaron sin proponérselo, para cuando fuera preciso comunicárselos a quien de veras pudieran ser útiles si la ocasión lamentablemente llegara.
            En la reunión hubo bastantes curas. Los dos viejos percheros de la entrada, estilo renacimiento español, parecían hinchados de tantos manteos y sombreros de teja. Los señores vestían de oscuro y había un militar de uniforme. Ninguno era del contorno, para Martinilla todos desconocidos. De vez en cuando se mentaba al señor arzobispo de Santiago y a los jefes que mandaban los barcos en El Ferrol. Y sonaba mucho Madrid, como si estuviera cerca. Nada más una señora entre todos ellos. Entrada en años pero esbelta, conseguía hacer provocativa su larga y cerrada indumentaria monjil, yendo y viniendo continuamente de un corrillo a otro.    
            -He venido así porque hay que dar la sensación de tranquilidad. De que no nos preocupa nada, ni nada va a pasar-dijo el uniformado al abad anfitrión a guisa de saludo previo.
            -¿Y va a pasar?
            El militar no respondió y pareció quedarse pensativo, pero sonrió levemente.
            Martinilla entraba y salía con bandejas y botellas, muy a menudo pues había que renovar los platos, los vasos y las copas. Pero sólo se dio a aguzar el oído cuando se dio cuenta de estarse hablando de Antoñico:
            -Se lo digo yo-le susurraba en un aparte un cura viejo, de talla ascética, alto, huesudo, como de cera fósil, al más joven de los invitados, el único que llevaba un traje gris con alguna apariencia veraniega, rígido el bigote y obsesivamente fija la mirada-, ahí está el peligro. ¿Sabe que el niño prodigio es de Izquierda Repoublicana? Y esto es peor. De haberse hecho anarquista o comunista, de entrada se le podría disculpar. Por lo de los mendrugos y los celos. Pero de esta manera nada. Es la abominación de la desolación que dijo el Profeta. El mal profundo está ahí, en los despachos y las bibliotecas de los liberalotes, no en las manifestaciones ni en las huelgas ni siquiera en los tiros.
            -Parece que tiene talento de veras.
            -Por supuesto. También Lutero era muy listo. Como Lenin. Y yo reconozco que no es tonto Azaña. ¿Pero qué me dice de su protector, el boticario de la Rúa Nueva?
            -Creo que ya está muy retirado. No sale de la rebotica, y eso cuando baja.
            -Pero ahí está la raíz. ¿Sabe que en sus tiempos juveniles agitaba toda Galicia de republicano federal? Y no fueron los abogados, fue él quien desempolvó los papeles que quitaron a las monjas de Santa Clara la tierra donde por las bravas habían hecho la escuela de San Cristóbal de Salgueiro. O sea que con lo de Mendizábal no habían tenido bastante.
            -¿Y Antoñico es hechura de Don Perfecto?
            -Sí. Y fíjese qué nombre, Perfecto. Lo digo sin ironía. Ésa es la imagen de todos ésos. Que sí, nos quieren dar lecciones. Y lo malo es que lo consiguen. Si supiera lo que me han contado de Madrid, entre la Institución Libre y el Instituto Escuela. Pero hablábamos de nuestro Antoñico. La abuela no es mala mujer. Mas habría que ver quién la sugirió le colocara en esa farmacia cuando era tan crío. Porque no me fío de las casualidades. Una vez allí, enseguida Don Perfecto vio en él un filón, su sucesor en esa estela del librepensamiento.  Con que a Madrid y hasta ahora.
            -¿Y no sería recuperable?
            -Santo Dios...¿Sabe que en el Seminario tuvimos en serio un debate sobre si convertir a un francmasón es posible? Respetando el milagro, claro. Pero sólo de Dios, y Él no los hace sin necesidad. Esto sí lo enseña la Teología. Pero le tengo que decir una cosa en confianza. Ya sabe cuánto los estimo y admiro y los apoyaré. Mas estoy convencido de que ustedes, los falangistas, pecan de idealismo. Claro. Son demasiado jóvenes, nuevos.
            -¿Entonces?
            En ese momento, Martinilla estaba poniendo, precisamente en aquel ángulo de la mesa, una botella de quina, pero el cura bajó la voz tanto que no pudo seguir oyendo nada.
            A la postre, tuvo la sensación de que, los demás trozos de las conversaciones que captó, encajaban entre sí como las piezas de aquel rompecabezas que el primo le había traído de Madrid y formaban las figuras de los aperos de labranza. La bastó saber que ya su campo no estaba tranquilo y que Antoñico corría mucho peligro. ¿No sería mejor que se fuese a Madrid? Pero, ¿quién era ella para lograrlo? ¿Y si se hiciera para él un milagro como de los que había dicho aquel de la sotana?
            El ama apenas si había salido de la cocina. Allí tenía bastante tarea. Sólo un par de veces a guisa de inspección y al final para recibir los plácemes. Era opulenta, con aire de marimandona, dicharachera. Ella no tenía ningún interés en aquellos asuntos elevados en que los invitados parecían enfrascados, en cuanto su repercusión en el presupuesto de la casa no la parecía inmediata. Sin embargo, de su segundo viaje volvió a la cocina con una noticia:
            -Oye, ¿sabes lo que estaban diciendo de Antoñico? Que si fue él quien quiso quitar la cruz de la caja de muerto de aquel escritor que murió a primeros de año en Santiago, ése tan raro y tan conocido según dicen, que vivía en Madrid, al que le faltaba un brazo. Que si se la echó encima cuando ya estaban cayendo las paletadas de tierra, como que algunas le cayeron a él.
            -¿Don Ramón?
            -Sí, ése, Don Ramón, ¿cómo lo sabes tú?
            -Antoñico vino desde Madrid al entierro y nos lo dijo.
            -¿Y fue él?
            -No. Precisamente nos lo contó, y no fue él.
            -Pues ahí dentro no están de acuerdo. La señora y el del traje claro porfían que no. Pero tres curas los llevan la contraria. Además del señor abad.
            Martinilla se acostó en la casa rectoral. Cuando terminaron la faena era muy tarde. Dio mucho que hacer el fregadero. Latosas las jícaras de chocolate de la última hora. Pero ella naturalmente no durmió nada. Cuando tuvo delante a la abuela Fructuosa, ya entrada la mañana, a pesar de su decisión inicial de guardar silencio, sintió tantos deseos de contarla lo que había oído como una mujer salida de cuentas de dar a luz. Pero la encontró desencajada y en una situación que intuyó parecida. De manera que fue la vieja la primera en descargarse el habla:
            -No te asustes, hija. Tú tienes el tiempo contigo, por larga que vaya a ser la pesadilla. Verás. Ayer me dormí muy pronto. Me pareció que el sueño me venía pesado, demasiado profundo, pero además algo más raro que eso. Y noté al momento dentro de la cabeza una cosa rígida, dura, primero se me figuró como un alambre, luego una barra de hierro que se partía una vez y otra y otra, toda la cabeza muy pronto que no daba abasto a trocitos de hierro. Quise llamar a Lego, pero no podía hablar. Y estaba todo en silencio, pero era el silencio de la muerte. Hasta que se oyó como el ruido de un motor, el de un coche, pero haciéndose más fuerte, más fuerte hasta hacerme daño por todo el cuerpo. Y venía un aire unas veces abrasador y otras helado. Y yo me ahogaba. Me parecía como si me llevaran en cambio el aire de todos los días, el del cielo, el de la tierra, el de las hierbas, el que nosotros y las vacas respiramos, que me lo quitaban, sí. Y cuando noté que venía un pájaro de hierro todo se me aclaró. Trayendo al Bastardo que Don Ramón le dijo a Jane. Volví a ver entonces la cara negra, la máscara quiero decir, que tiene la portada de la novela que estoy leyendo y que a ella le dio miedo, me lo dijo, la de la gota de sangre. Y me desperté cuando la gota fue tiñendo toda la máscara hasta no dejar negro ni un puntito. Yo ya soy vieja, hija. Pero tú tienes por delante toda la vida. Que a ti no te importe.
            -¿Y Antoñico, abuela?
            Se estremeció la anciana, irguiendo con tanta violencia la cabeza y tan ostensible el temblor de todo el cuerpo como si fuese a propósito:
            -Él también tiene pocos años- dijo con una voz muy baja, que sólo por la tristeza habíala salido así.
            -Pero abuela, ayer me he enterado en casa del señor abad, seguro, de que hay gente muy poderosa que le quiere muy mal, por acá y hasta en Santiago.
            -Ya lo sé. hija. Pero tú no tengas miedo. El Bastardo es el hombre de la Muerte. Y viene con ella, y con muchas muertes. Con las muertes se irá algún día. Pero yo también tengo conmigo otras muertes, que son buenas, las de mis ánimas. No tengas miedo. Tú eres una niña.


                                               3.-¿Dónde estaban los otros brujos?

            Para el robusto andar de Fructuosa el mar no estaba lejos de El Prado. Pero ella no le había visto nunca. Ni habíasela ocurrido. Como si cada uno tuviera su sitio en la vida y el mundo y el suyo estuviese aquellas leguas tierra adentro. En cambio sus paisanos que salían de Vigo y a Vigo volvían le tenían por todos los mares y todas las tierras. Si alguna vez Antoñico la llevase a Madrid sería otra cosa. Para esa ocasión si la darían permiso la Niña, la Suave, la Pandera y Lego.
            Y sin embargo ahora tenía que ir a la orilla del mar. Aunque desde luego no se la despertó ninguna curiosidad por éste.
            Desde hacía mucho tiempo sabía que, en una casita a la que llegaban las olas todos los días, seguía viviendo Don Barandán. Don Barandán era un cura que hacía rescriptos. Decían que por algún tiempo le habían tenido sin decir misa, e incluso que tuvo entre ceja y ceja excomulgarlo el señor arzobispo de Santiago. Después le dejaron retirarse allí, donde la tierra termina, el finisterre sí. Porque aunque hay otras tierras más allá, ésas ya son del mar y a él hay que pedírselas.
             ¿Y qué era un rescripto? Sí, la vieja Fructuosa pronunciaba perfectamente la palabra, cual si fuera una letrada, y no en virtud de las tantas novelas por entregas en su haber. Naturalmente, ella no era capaz de dar una definición. Sabía que el rescripto consistía materialmente en un trozo de papel amarillo y fuerte -no como esos papeles de las nóminas hechiceriles más delgados que los de periódico-, y que tenía escritos unos ensalmos en una lengua que no se entendía. Y, además de las letras, unos signos y unos dibujos. Y que era el arma más poderosa contra los demonios malos. De esta manera lo pensaba y lo decía. ¿Era que acaso hay demonios buenos? Esto no se lo preguntaba. Pero el rescripto sólo se debía pedir cuando el peligro era muy grave. En otro caso, ya no serviría si surgía en la vida del peticionario una necesidad mayor. Y es más, podía eso ser castigado, precisamente ni más ni menos que haciéndola aparecer. Por eso Don Barandán los hacía gratis a los pobres. En cambio decían que algunos señores, y sobre todo señoras, de La Coruña y de Vigo y hasta de Madrid, le habían dado por los suyos sus buenos cuartos. Tanto que no faltaba quien creía tenía sus buenos tesoros escondidos Dios sabía dónde. Aunque el pavor a pedir el rescripto caprichosamente estaba tan inculcado que Don Barandán no tenía demasiado trabajo.
            Pero, naturalmente, esa vez la vieja Fructuosa no dudó de que había llegado la terrible ocasión. Y no sólo por ella, y Antoñico, y Martinilla, y Lego, y la Niña, y la Suave, y la Pandera. También por todas sus gentes. ¿Y cuáles eran sus gentes? Todas, sentía ella, de una manera vaga, extraña, hasta entonces nunca notada. Las que hablaban gallego, los castellanos que las contrataban para segar, los maestros que Antoñico había tenido en Madrid,, las chicas bonitas y simpáticas como Jane de otros países, también las de las tierras que eran del mar a la otra orilla. La vieja sentía sobre todo, sobre todos, la sombra del Bastardo, tan universal en su inquietud como si fuera el mismo Santo Padre de Roma. ¿Y podría para tanto valer el rescripto de un cura sospechoso, aislado en el fin del mundo de su tierra gallega? ¡Quién sabía...! Tampoco se habría podido pensar que el Bastardo iba a ser el dueño de la Muerte. Y de tantas muertes.
            Con que amaneció el día ocho de julio cuando la vieja llegó a la orilla del mar. Era una aldea de pescadores. A la puerta de una de sus casas humildes había un mozo remendando una red. Ella le preguntó por Don Barandán. Él señaló a la izquierda, donde se veía en la lejanía un puntito blanco:
            -Eso que asoma es su casa. O lo era. Que ayer mismo se lo llevaron en un barco de Irlanda. Algo que nadie se esperaba. Y de que aquí ya preferimos no acordarnos. Como si hubiera pasado mucho tiempo. No sé si han soltado los demonios ya.
            Fue en ese momento cuando la vieja posó por primera vez la vista sobre el mar. Y la sensación que tuvo, la única, fue de que ya no era suyo. No sólo como antes, cuando sabía que su puesto no estaba en él. Porque notaba que tampoco era ya de sus paisanos que de Vigo salían y a Vigo retornaban. Como si el mar y el aire hubieran librado una batalla y la hubiera ganado el aire pero ya envenenado. Por eso no la entró ninguna curiosidad por enterarse de los detalles del suceso. Precisamente porque a la luz de sus cavilaciones no era extraño.
            De manera que le preguntó sin perder tiempo al mozo por el camino más corto para ir a La Coruña. Que resultó sencillo. Un sendero con dos desviaciones y enseguida la carretera por donde iban los autos. A campo traviesa sería muy difícil, para ella imposible, y además apenas se atajaría.
            Cuando llegó eran las once de la noche. Hacía cuarenta años que se sabía ese camino aunque nunca lo había hecho. De otra vez que la hablaron con angustia también de esa señas. Pero era aquella una historia vieja definitvamente ya, y también el motivo por el que a la postre no tuvo que andarlo.  De sereno en sereno dio con el cuartucho de una antigua vecina de Santa Eulalia que vendía barquillos en la calle. Vivía sola. Durmieron juntas en la única cama que tenía.
            Y en cuanto amaneció, Fructuosa se fue en busca de la meiga Carimira. Habíanla dicho que ésta misma mandaba sus clientes a Don Barandán cuando notaba ser la hora decisiva del rescripto. Y ella había oído susurrar a un señor elegante, precisamente en la farmacia de Don Perfecto, una de las pocas veces que había estado allí, que Carimira era la última meiga. ¿Y sin meigas qué iba a ser de Galicia y del mundo? Por mucho que supieran los maestros de Antoñico en su Madrid y los profesores de Jane en su Inglaterra. ¿No era un síntoma que ya no salieran novelas por entregas y ella tuviera que procurárselas de puerta en puerta, ya las hojas no sólo descosidas, sino recortadas de tanto manoseadas de lectoras en lectoras, noche tras noche en vela a lo largo de más de medio siglo colmado? Ella no había visto a Carimira nunca. Pues tampoco era cosa de importunarla con frivolidades. Aunque no se la había olvidado aquella dirección invariable, una buhardilla muy escondida desde donde se veía la playa de Riazor, pero a la que en cambio era muy difícil que distinguiera nadie. Y que hacía sus conjuros preparando y consumiendo una queimada, pero hecha de hierbas que sólo ella tenía, y eran unas del mar y otras del monte.
            A la buhardilla se llegaba sorteando un laberinto de rincones sin aparente salida, tan bajo el techo que no era preciso siquiera ser de estatura mediana para tener que agacharse, y el cual se disimulaba tras un hueco del último rellano, toda esa planta del ático sólo de cuartos trasteros. Saber las señas era poder llegar hasta la puerta, si es que tal podía llamarse de puro angosta, y al extremo de unos escalones desvencijados que crujían a la pisada más leve o aun sin ella, pues bastaba el viento si soplaba fuerte y estaba abierto el ventanuco que no era sino una rendija horizontal a ras del techo. Fructuosa llamó fuerte a aquella hoja de pino arañada por doquier. Y lo hizo durante mucho rato sin que nadie la respondiera ni se percibiera rumor alguno desde dentro. Desandando ya el camino, con miras a recibir alguna información, se la dio espontáneamente otra vieja, despeinada y con delantal de faena, que se disponía a abrir uno de los trasteros.
            -¿Buscaba a Carimira, no? Se ve que no sabe la noticia. Anteayer vino muy temprano una pareja de la Guardia Ciivl. Y se la llevó. Era de noche todavía. Si no es por el pescadero de la esquina que estaba recibiendo unas cajas no nos enteramos. La gente anda muy revuelta. Quiero decir la suya. Que yo soy una de ellos, a mí me ha tenido confianza siempre. Claro que somos muy pocos, que ella no se la daba a cualquiera, ya se lo puede figurar. Y todos de poco pelo. Pero no hay enemigo pequeño. Dicen que se la van a llevar a Tuy para que un juez la pregunte. Todo esto es muy rrao. Nadie se había metido con ella nunca, aunque bien sabíamos de muchos que la tenían envidia. Pero no para contar con los tricornios. ¿Y sabe una cosa? Yo conocí a Don Ramón, ese escritor que se murió en Santiago, al que le faltaba un brazo. De haber él vivido no habría pasado esto. Pero así...Dicen que el Presidente es un paisano. Pero Madrid está muy lejos y cambia a la gente. No sé qué va a pasar. La víspera de llevársela había estado mucho tiempo con ella una chica extranjera, muy blanca, tirando también a blanco el rubio del pelo, muy bonita, daba gusto verla. Se pasó arriba casi toda la tarde.
            Fructuosa no paró de andar hasta llegar a El Prado. Salvo para comerse unas pocas sardinas con mucho pan en una venta del camino y dormir unas horas a la vera de uno de tantos hórreos. Había vuelto a hacerse de noche cuando llegó. Y esa vez su pesadilla consistió nada más que en aquel ruido horrísono del motor endemoniado. A Lego le notó que no se apartaba de ella ni un momento. Algo tanto más extraño cuanto se salía de lo cotidiano sin alterar su marco ni su ritmo.


            Todavía en la noche del once, Jane salió de su pensión con cuarto de baño y agua caliente, pero comida casera, en la Plaza de María Pita, para instalarse en una de las cabinas de la Telefónica pidiendo frenéticamente conferencias con Londres. Así la amaneció. Salía tan sudorosa que uno de los no muchos madrugadores con quienes se topó la expresó el anhelo de ser testigo de la ducha de agua fría que necesitaba. Desayunó a su gusto en una churrería tan tosca como de calidad genuina y después del café con leche se tomó una copa de orujo orensano. Se pasó un momento contemplando dos pequeñas fotos que llevaba en el bolso. Una era de Antoñico, otra de Martinilla. Antoñico era espigado, la cara adelgazada como un resumen de todo el cuerpo, largas las manos y siempre móviles, tanto que ello parecía verse hasta en la foto. De la ceja izquierda a la nariz le corría una raya morada, la cicatriz de una caída de niño en una cerca vecina. Una falta de simetría en la que las mujeres solían ver un atractivo. El rostro de Martinilla era por su parte abultado y redondo y muy pecoso, en la expresión una inocencia a prueba de todos los vientos de la vida. Y también de la muerte.
            Volvió a Telefonos con la sensación del guerrero que se lanza a pecho descubierto al asalto de un enemigo de armas y número desconocidos, aunque sin la intención expresa de suicidarse. Dio un número de Madrid y se quedó esperando en la cabina apoyada sobre la tablilla que soportaba el auricular, paradójicamente sin prisa.¿Por qué? Al fin sonó lejana una voz ronca y gruesa desde el Ministerio de la Guerra:
            -¿Quién llama?
            -Es un asunto muy personal y urgente. Soy una amiga extranjera que sabe cosas. ¿No se puede poner el Señor Ministro?
            -No está. El Señor Ministro es el Presidente y viene poco por aquí, casi nunca a hora fija.
            -¿Y el Subsecretario?
            -Está comunicando por otra línea.
            -¿Puede usted decirme su nombre?
            -Soy un coronel ayudante, señorita. Está prohibido facilitar más datos.
            -Coronel, sólo quiero hacerle una pregunta. Soy una amiga de su país y de los suyos, créame. ¿Está tranquila la fuerza aérea? ¿No han recibido ningún aviso?
            -Por favor, señorita, dése cuenta del tema de su pregunta y no me seguirá pidiendo que la conteste. Gracias por su llamada, muchas gracias. A estas horas, con este tiempo y en este ambiente, de guardia toda la noche, una voz como la suya es una bendición hasta en una república laica.
            -¿En guardia me ha dicho, coronel?
            -Nada más que de guardia, señorita.
            -Me gustaría, coronel, quedarme a sus órdenes.
            Y colgó. El ruido del aparato al hacerlo le sonó a Jane a algo extrañamente definitivo. Sintióse entonces intensamente erotizada. Mala señal. Se fue a la pensión para bañarse. Se acordó de Don Ramón. Si él no se hubiese muerto...


            La noche del trece, Fructuosa se sintió extrañada al ver que se acostaba tranquila, una novedad desde que había empezado a sucederse toda esa serie de cargados días. Sabía que Antoñico estaba en Santiago, en casa de su buen farmacéutico. Martinilla se había ido a dormir a casa del señor abad. El ama valoraba su capacidad de trabajo y ella aprovechaba cualquier ocasión de prestársela por ver si así se enteraba de más cosas.
            Cuando, a las dos en punto de la mañana, todo cambió. La vieja sintió de repente el ruido horrísono. Pero esa vez más amenazador de lo que un estruendo puede ser, o sea no sólo capaz de ensordecer y enloquecer, sino también de golpear, de herir. ¿Y de matar? Ella creía que no, pero en su situación esa exclusión la parecía todavía más siniestra, lo más alejado de cualquier alivio que se podía imaginar. Forzosamnete tuvo que despertarse pronto. Mas al volver a la realidad, las sensaciones del sueño se la mantuvieron sin ningún cambio. Se dio pues cuenta, por más que la sorprendiera, de que el ruido era real. Lego estaba a sus pies. Temió entonces por sus vacas, se vistió de prisa y salió al prado. La noche estaba muy clara.
            Y vio a las tres tumbadas y muy juntas, en un tocamiento tan extenso que daba una sensación obscena. Se acercó a ellas, las tocó la cabeza una a una, y sintió al contacto algo rígido, más pétreo que metálico, aunque por lo helado un tanto cristalino. Estaban muertas.
            Claro. De vez en cuando había vacas a las que daba un aire. Daban en caerse, dejaban de comer, se arrinconaban. Aunque en esos casos no había visto morirse de repente ninguna. Pero ahora era del todo distinto. Era el aire del Bastardo con el que iba envenenando todo el pájaro de hierro. Estuvo segura de tener a éste cerca.
            Y se echó a andar a campo traviesa aullando, corriendo hasta que fue perdiendo las fuerzas. Con tanto ímpetu al principio que los vecinos a quienes despertó sólo ya de lejos la pudieron ver cuando se asomaron. Pero siempre con las manos extendidas hacia el cielo, como los ojos, queriendo que sus maldiciones llegaran al ave siniestra. De vez en cuando, se abofeteaba, cuando se la representaba más agobiantemente de cerca la portada de la novela de Ortega y Frías, temerosa de verse ya en la mejilla la gota de sangre del escudero de Satanás que rezaba su título.
            Y de ella nunca más se supo. Ni hasta hoy se ha sabido.
            Al día siguiente, por la tarde llegó Antoñico, que decidió quedarse allì después de haber movido en La Coruña los hilos de rigor. Confiaba en la querencia de la vieja a la tierra, también llamada a ser la última suya. Martinilla ya sabía hacerle de comer.


                            4.-¿Hubo algo después de aquel día de julio?

            Así llegó el día diez y ocho.
            La radio Philips del señor abad era, según él gustaba de decir, de estilo románico. Un arco peraltado y, saliente del fondo de lona cálida, un trío de arcos también peraltados, el de en medio más alto, la madera otra vez.
             Desde que volvió de decir misa, el ensotanado no había despegado de ella el oído. Casi siempre la voz resultaba un poco débil, pero se oía con nitidez:
            -Atención, atención, siguen las noticias. Después de aclarados algunos despachos confusos, se ha confirmado que la Guardia de Asalto se ha apoderado de un avión extranjero que trataba de introducir en España a uno de los cabecillas de la rebelión. Esperamos poder facilitarles más detalles muy pronto. Permanezcan a la escucha. Seguirán las novedades.
            Y a pesar de eso, vibraba el señor abad al vigor exaltante del latín sagrado hecho impulso de guerra: Sanctus, Sanctus, Sanctus Dominus Deus Sabaoth. Santo, santo, santo es el Señor Dios de los Ejércitos.
            En cuanto a la radio, no volvió a mencionar el avión capturado.
           
             
            La noche del 24, el ama que Martinilla se quedara en la casa, a fin de madrugar las dos juntas y preparar ya la merienda de la tarde del Apóstol, en la que también habría invitados, aunque no de tanto grado ni a distancia como en San Juan, pues en los tiempos que habían empezado a correr las gentes de mando estaban muy ocupadas y había menos medios de comunicación y libertad de movimientos. Pero ella no quiso dejar solo a Antoñico.       

            A las tres de la mañana les despertaron unos golpes muy fuertes y violentos, que más que manotazos parecían patadas. Mientras él terminaba de vestirse le pidió a ella que abriera. Cuando lo hizo, entraron con el mismo impulso de todo el cuerpo que si lo hubieran hecho derribando la puerta, tres hombres maduros, forzudos y de expresión basta, y otro muy joven, pálido y aniñado, con aspecto inequívoco de seminarista, vestido precisamente de oscuro, en tanto los demás estaban en mangas de camisa. El joven la preguntó si había algún cuarto que tuviera llave. Ella dijo que no. ¿A quién se le podía ocurrir eso? Entonces entraron los otros tres en el dormitorio de Antoñico, que se estaba abrochando la camisa, y le sacaron de la casa arrastrándole de los brazos y dàndole empellones. Una vez todos fuera, cerraron a Martinilla con la llave de fuera. Ella oyó el ruido de un motor que se alejaba.
            Al alba, le encontraron a él muerto, junto a las tapias del cementerio de la feligresía, muy cerca de la iglesia y la casa rectoral. Tenía tres agujeros de bala en la raya que le marcaba el rostro, y éste se le había quedado petrificado en una mueca que lo deformaba y hacía indescifrable su última expresión, como atrapado en un cepo, empezada a remeter la mandíbula.


            Martinilla siguió viviendo como antes, de casa en casa y de cama en cama. Para cultivar su recuerdo, a pesar de sus pocos años, se atrevió a suceder a la abuela en la petición por doquier de novelas por entregas en préstamo. Y mantenía la casa de la vieja, en la que Lego dormía todas las noches, no traspasando de día los límites de El Prado.
            Adonde no volvió fue a casa del señor abad. Y no se preocupó más de ir los domingos a misa. Algunas veces no sabía el día de la semana que caía. Sólo hacía una excepción cuando la pillaban en alguna casa en que la comprometían a ello.
            Pero en sos casos, nunca pudo oír una misa completa. Pues, en unas u otras partes de la misma, a veces ya en el confiteor y nunca más tarde del sanctus, vomitaba sin poder contenerse, después de muchas arcadas que la convulsionaban todo el cuerpo. Al correrse la noticia, hubo algún cura del contorno que opinó estaba endemoniada y era preciso exorcizarla. Y ya estaban considerando la cuestión en la curia arzobispal de Santiago.
            Cuando se presentó Jane una tarde de octubre. La preguntó si quería irse a Inglaterra y ella respondió afirmativamente enloquecida de alegría. Entonces Jane la dijo que antes de terminar la noche inmediata llamaría a su puerta un falangista que la preguntaría qué santo era. Ella respondería que San Benitiño y se la daría hecho todo lo demás. Debía llevarse a Lego.
            Y así fue. El falangista los dejó en el puerto de Vigo, donde Jane los estaba esperando y los subió a un barco lleno de cajas de fruta que se hizo enseguida a la mar poniendo rumbo a Plymouth.
            Una vez llegados, Jane los dejó en una casa de campo, donde vivía un matrimonio entrado en años y había también un prado con vacas y otro perro. El primer domingo la llevaron a misa, a un pueblo cercano que a ella parecióla una ciudad grande y estrepitosa. Cuando el cura la empezó, por mor del acento creyó ser otra cosa, pero al responder el monaguillo con mucho ímpetu emite lucem tuam, se dio cuenta de que era la misma misa de su tierra y de Santa Eulalia. Y así se inició su segunda serie de vómitos.
            Ante la persistencia del síntoma, Jane se la llevó a Londres, alojándola en una residencia de niños necesitados de alguna atención particular. Hasta que, a la vista de sus portentosas disposiciones para aprender inglés, la consiguieron una plaza en un colegio anglicano. En su capilla, al no ser oficiado el culto en latín, se pudo comportar como una feligresa cualquiera. Al contrario, se mostró tan piadosamente dispuesta que entró en una congregación de las que se venían empezando a fundar en aquella Iglesia, la de las Diaconisas de Oriente, aspirantes a un carisma con la huella de la Mother India, muy adelantadas para su tiempo. Y andando éste, a la India se la llevaron, dejándose ella hacer de muy bien grado.
            Pasados unos años, la invitaron a un monasterio benedictino. Al ver la imagen del Santo y de su hermana Escolástica, aunque en un estilo que no se parecía ni al barroco ni a los convencionalismos figurativos de su tierra, notó que la imagen de ésta tomaba cuerpo ante sus ojos, como pasando de lo abstracto a lo concreto y del esqueleto a los músculos. Y sintió cómo a la vez una recuperación del pasado, no un retorno, y una reconciliación con el tiempo y con el espacio. ¿Acaso era que ya estaba limpio el aire de Galicia del veneno del Bastardo y el vuelo del pájaro de acero?, se preguntó mientras un monje inglés la servía té y otro francés tenía en las tenacillas un terrón de azúcar esperando su asentimiento. Se acordó de la romería de San Benitiño. Y nunca se sintió tan entre Oriente y Occidente.


            Y ya era vieja, su indumentaria de monja seglar adecuada a la manera de llevar sus años pero también sencillamente a éstos, cuando volaba en un avión de la Indian Air Lines, camino de Madrid. Era la primera vez que volvía a España. Para dar una conferencia en la Real Academia de Legislación y Jurisprudencia, sobre Los derechos humanos en la tradición hindú. Allí mismo donde Antoñico llegó a pear de todo a tiempo de pronunciar otra. Su foto en esa circunstancia era la que había tenido desde entonces en la mesilla la abuela Fructuosa. Ésta también se había aprendido todas estas difíciles palabras del título de la institución, aunque en aquellos tiempos sin la más sencilla, falto de la primera, pues le habían quitado el Real.
            Martinilla, a quien muy poca gente ya llamaba así, sino la profesora Piñeiro de Castro, sister un tratamiento sólo de puertas adentro, y siendo ése el síntoma distintivo de la entrega de su intimidad, no se explicaba cómo le habían sacado el billete en primera. Era la primera vez que eso la ocurría. Sintiendose un poco embarazada de tantas atenciones, aunque satisfecha de la anchurosidad del asiento tan propicia al trabajo intelectual.
            Se puso a leer atentamente un artículo sobre el vuelo del Dragon Rapide de Londres a Tetuán pasando por Las Palmas, del 11 al 19 de julio de 1936. La preocupaba la determinación exacta del punto de su trayectoria en que había pasado más cerca de Galicia. Amanecía y estaban acercándose a Londres, cuando un joven aeromozo, el que más la había atendido durante el viaje, la preguntó sus preferencias para el desayuno.
             Ella le enseñó las ilustraciones de aquel texto: un aeroplano, un trío de comensales a la mesa de un restaurant, un duque melancólico sentado melancólicamente, civiles, militares, un militar en la cabina al lado del piloto, la caricatura de un presidente; dos parejas a punto de subir a bordo, tan incitantes ellas como distinguidas, cuidado en ellos el corte de los trajes; y el mapa de la ida y la vuelta; Burdeos, Biarrtitz, Oporto, Lisboa, Casablanca, Cabo Juby, Agadir.
            -¡Cuánta diferencia de unos vuelos a otros!-le comentó.
            -Como que yo a veces me siento empequeñecido de tanta comodidad. Con nostalgia de haber conocido aquellos tiempos heroícos.
            -No todos lo eran. Y también los había endemoniados.
            -¿Cómo?
            -¿Sabe que algunos monjes cristianos, de los que vivían muy antiguamente en el desierto, creían en los demonios del aire?. Eran sus peores enemigos. Entonces no había aviones. Pero al inventarse éstos era natural que esos diablos les hicieran su presa. ¿No le parece? ¿O lo ve raro? Yo soy hispanoangloindia.
            -Formidable mezcla. Yo sólo parsi, pero tripulante. Y pienso volar, creo que conseguiré hacerme piloto. En cambio mi comandante, llegado casi a la edad del retiro, se va a dedicar a la historia de los vuelos de antaño.
            -¿Ha visto este aeroplano?- le preguntó volviendo a enseñarle la revista.-Trajo a mi tierra y a mi país la guerra y la muerte. Sí, ya sé que en la guerra hay muerte siempre, pero en aquel caso vinieron las dos separadas, cual si pudieran ser independientes la una de la otra. Separadas y juntas quiero decir.  ¿Y cuánto duró la guerra de España? ¿Sólo tres años? ¿O casi cuarenta? ¿Y si yo le dijera que las guerras sin batallas son peores que las otras? ¿Me tendría por poco humana? Es curioso, me hablaba usted de los vuelos que va a hacer y de las historias que su comandante va a escribir. De mí yo podría decirle que he estado siempre a la vez en la historia y en el presente, en mi trabajo claro, cual si le hubiera escogido como un ejemplo de que el pasado no está muerto y entre las tres dimensiones del tiempo no hay solución de continuidad. Aunque del futuro nunca me he ocupado ni pienso hacerlo. Y de mi ignorancia de él no querría salir. ¿Le gusta a usted el fútbol?
            -¡Oh, si no fuera por él...! ¿Sabe que mi comandante guarda mucho las distancias y conmigo sólo se le olvidan cuando él me habla del Real Madrid y yo del Barça? Y que en la India no tengamos nuestra liga...
            -Pues yo me hice de mi Celta de Vigo estando ya en la India. Y le llegará la hora. Al fin y al cabo, ¿las esperanzas no son más bonitas que las realidades? Usted la verá. Acuérdese entonces de esta pasajera.
            Mientras se tomaba su café solo, Martinilla cerro los ojos para ver la seductora sala de la academia madrileña. Una elipse de palcos, las butacas en una dispersión que por carecer de solemnidad las hacía más solemnes, rojo y oro todo, al fondo el gran retrato de un rey dieciochesco con predominio del azul, en lo alto las tribunas como en una iglesia jesuítica. Allí donde había hablado Antoñico de muy joven. No le dejaron hacerlo más veces Allí iba a hablar ella de vieja. Y en la Biblioteca Nacional aprovecharía sus horas matritenses para hojear muchas novelas por entregas: El frac azul, Los amores de Alfonso VI, Las obras de misericordia, La casa de Tócame Roque La política y sus misterios o el libro de Satanás. Hacía poco que un oyente de una emisión española para viejos había confesado lo mucho que ésta última le impresionó en su día y preguntaba por ella, como se hace por un viejo amigo. La valoración que Antoñico había hecho del género la había convencido.
            ¿Y el mundo en torno? ¿De veras que no seguían en el aire los demonios del Absolute Bastard? Pero al fin y al cabo había otros aviones.


            “De Havilland D.II.89.
            [...]
            Capacidad: 1.010 kgs. (¿=8 personas?”. ¿Era que los demonios del aire no tenían peso?). Tendría que examinar más pormenorizadamente los textos de los monjes de Egipto.
                       
                                               --------------------------

            Una conferencia en la misma tribuna donde Antoñico había hablado. siempre habría sido para Martinilla uno de los eventos que simbolizan la vida y sus etapas. Pero su viaje a Madrid coincidía además con un descubrimiento que hasta ahora no había revelado a nadie.

            Ella no había querido olvidar el gallego de su infancia. Por ello siempre había procurado leer en portugués. Y hacía poco que, al fundar su congregación un colegio en Goa, se acordaron de ella para poner la empresa en marcha. Incluso se había hablado de trasladarla allí. Pero ella pidió que no la forzasen a dejar Benarés de súbito.

            Así las cosas, cuando después de la inauguración salía ya de la nueva sede camino de la estación que la iba a devolver a su residencia, en uno de esos larguísimos viajes en tren que tanto la gustaban de su país de adopción, se cruzó con un niño de unos diez años de modales nerviosos y ojos vivaces que la preguntó sin preámbulos si habría para él plaza allí. Y al mirarle más de cerca vio en su rostro la misma raya que Antoñíco había tenido.

            Ella aplazó el retorno y consiguió que su compañera directora accediera al deseo del arrapiezo. Éste la dijo que hacía ya tres años que un turista a quien estaba acosando para venderle unas postales le había pronosticado en inglés que sería un gran hombre en el futuro. Martinilla le preguntó que si lo había tomado en serio. Él la respondió que le bastaba con acordarse de ello, sin pensar en ningún significado más. ¿Mas cómo era que, no sólo no se le había olvidado, sino que se le había ocurrido decírsdelo a ella? ¿Y se había enfadado con el profeta por no haberle comprado la mercancía? No, eso no. ¿Por qué?

            El chico se llamaba Cayetano Pereira, pero la mezcla ibérica en su raza hindú, si es que tenía alguna, debía ser muy escasa. Era católico y cuando intentaba hablar portugués le salía una jerga propia. Martinilla sabía que en los tiempos de las ilusiones papistas en China, un jesuíta que se llamaba Pereira había tocado el clavecín delante del emperador. Y a su vez, ¿por qué ella se acordaba entonces de aquel dato erudito?

            Pero sí tomó la decisión de llevar al escolar, contra viento y marea, a Santiago de Compostela. Ella no había vuelto a Galicia.

            Le preguntó si había sufrido alguna caída. Él lo negó. La dijo que aquella señal era de nacimiento.
            

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