sábado, 18 de septiembre de 2010

El arcipreste, el registrador de la propiedad y los dientes de Brigitte Bardot: Congreso en Alcalá la Real

EL ARCIPRESTE, EL  REGISTRADOR  DE  LA  PROPIEDAD  Y  LOS  DIENTES  DE  BRIGITTE  BARDOT:   CONGRESO   EN   ALCALÁ   LA   REAL

                        1.-El aroma de los libros inmobiliarios

            Era la primera edición del Derecho Civil de Castán. La única en un solo volumen. Grueso, de papel poroso y aunque recio amable al tacto y a la vista, encuadernado en una impecable pasta española, con las subdivisiones de las materias por letras y números dando una sensación que llegaba a estética, muy negra la impresión, los caracteres tendiendo a un redondeamiento acariciante. Para Juan-Pedro Vigil de Quiñones era el símbolo de su carrera de Registrador de la Propiedad, también del que seguía siendo  su medio de vida ya jubilado. Muchas horas de fatiga sobre él antes, y una responsabilidad continua cimentada en ciertos valores después.
·             Se acordaba de una discusión, en los años centrales de la interminable dictadura, con un sobrino que había salido trotskista, en la cual él defendió su postura en la vida:-Cierto que mi oficio responde a la defensa de la sociedad y la existencia burguesas. Pero dentro de unos límites y con arreglo a unas normas inconmovibles que también pueden redundar en beneficio de quienes están al margen de ellas. Y en cuanto al bienestar personal adquirido a su costa, aun reconociendo puede pasarse de la raya debida, no se sale de la humanidad, haciendo posible su comunicación al bienestar de los demás.
·             Ahora, al galopar de la democracia neoliberal sin mordaza alguna al capitalismo salvaje, esas palabras últimas le resultaban retrospectivamente proféticas. El valor en curso no era el egoísmo en el propio beneficio, sino el avance de las cifras hacia una meta indefinida. Al no estar en juego seres vivos sino cálculos matemáticos, ningún argumento derivado de la sustancia del hombre podía serle una enmienda. Repercutía en la sociedad y sus individuos, claro, pero ciegamente, y como algo accesorio y sobre todo ajeno a su coordenada, de lo que por lo tanto no había que tomar ni nota informativa. Una situación en la cual los prestigios heredados de la anterior eran un estorbo que, sin llegar a ser peligro ni obstáculo a la marcha, podía incomodar levemente, lo que no estaba puesto en razón tolerar.
·             Acariciando la encuadernación de aquel Castán, cotejaba sus desvelos inclinado sobre sus páginas en que se había dejado una parte de la juventud, con las habilidades de los poderosos de los nuevos tiempos, recordando un pequeño suceso que le había contado un periodista culto:-Eramos bastantes en una reunión oficial distendida de la que hacía parte don José-María Pemán. A mí me deparaba unas atenciones halagadoras para mi juventud, y estabamos los dos hablando en una esquina. Él se quedó mirando a otro de los participantes y me dijo: “Ese niño es un imbécil. ¿Quieres ver como nos trae unos cafés?”. Efectivamente, le llamó, se los pidió y fue obedecido. Yo comenté entonces al viejo maestro: “Este hombre llegará lejos en política”. Y así fue. Ha sido uno de los jefes de gobierno del postfranquismo.
            Thomas Mann ha tenido en cuenta esas formas de vida elevadas, selectas y melancólicas que son patrimonio de algunos espíritus elegidos. ¿Podemos contar entre ellos al registrador Vigil de Quiñones? Desde luego que, para respondernos negativamente, no nos valen argumentos ningunos de las gentes de esta nueva ola basados exclusivamente en la productividad. Porque no tienen que ver con los hombres. ¿Y los de los trotskistas? Éstos habría que discutirlos al menos.
            Rafael Cansinos Asséns tuvo un amigo registrador del que guardaba buen recuerdo, habiéndole oído decir complacidamente era dueño absoluto de su vida y de sus actos. El registrador Vigil de Quiñones sentía tranquilizada su conciencia, al hacer balance de los suyos, en cuanto seguro de haber oídos siempre a una canción en el decurso de su existencia libre. 
            Lo que él no ocultaba, ni a sí mismo ni a los demás, era ser un hombre de nostalgias y de la nostalgia. Estando convencido de ser tan natural que cambiaran los tiempos como que sobreviviesen nostálgicos de los tiempos idos. Y de la falta de sustancia latente tras de la juvenilización aparente de muchos de sus contemporáneos.
            En su despacho privado, que era el rincón más íntimo de su casa, tenía enmarcado el nombramiento de Registrador de Manila a favor de su abuelo paterno, llamado como él, que la Reina Regente había firmado la víspera de la derrota de Cavite. Junto a ese título estaba la orla de la promoción de aquél en la Universidad de Oviedo, de una densidad apabullante su sepia. Uno de los profesores retratados era don Leopoldo García-Alas y Ureña. Debajo del cuadro había dispuesto un pequeño estante a propósito para las dos primeras ediciones de La Regenta, la segunda la del prólogo de Galdós.
            Por su parte, la nostalgia del abuelo Juan-Pedro había sido de lo que pudo ser y no fue, o sea su frustrada residencia en la Hispanoasia. Toda su vida se dejó caer de vez en cuando por una tertulia de antiguos funcionarios allá que había en un café abierto en una esquina recatada de la antigua calle madrileña del Olivo. El año 1936, viudo y jubilado, hizo por fin el viaje al archipiélago con el que siempre había soñado. Y murió de una infección en Zamboanga en pleno agosto, cuando estaba barajando los posibles planes del retorno a la España dividida por la reciente guerra.
            Por entonces, un consuegro suyo, Pedro-Pablo Valdés, que era el otro abuelo de su nieto homónimo, y había sido ministro de Justicia en uno de los efímeros gobiernos derechistas de la República, habiéndole sorprendido la contienda en San Sebastián, pasó la frontera y se quedó en Bayona, de donde ya no volvió. Se hizo popular en la ciudad por su constante disposición a ayudar a los sacristanes de la catedral en cualesquiera menesteres relacionados con la liturgia, por ejemplo disponer las cintas de los misales en los pasajes correspondientes a las rúbricas de cada día, colocar los ornamentos del color requerido en el orden adecuado para revestirse el celebrante, y cuidar de que en las navetas hubiera siempre incienso abundante.
            La evocación de aquel San Sebastián, naturalmente que para Juan-Pedro era otro polo de la saudade. Por un amigo bibliotecario de Palacio se había enterado de un párrafo de una de las primeras tarjetas postales que Ena, la futura reina de España, había escrito a Alfonso XIII antes de ser novios, el 19 de septiembre de 1905. Decía así: “Miro la vista de San Sebastián que nos has enviado y siento comprobar cuánto más bonita es tu tierra que la nuestra”. Evocando el futuro de aquella pareja, Juan-Pedro no podía encontrar sino un ejemplo más de lo insospechado de los avatares de la vida de los hombres en la urdimbre de las sombras y las luces. Pero pasando a los destinos coetáneos de la humanidad sin más, se preguntaba si su tiempo no había sido de un destino particularmente sombrío. Aquel año fue el de la guerra ruso-japonesa y la primera revolución rusa. ¿Y la densidad de las cosas que habían pasado después, acaso no era distinta?
            Un empeño del que había hecho una obsesión era convencer al sobrino trotskista, a la postre trotamundos de una en otra tarea de cooperación por tierras asiáticas e hispanoamericanas, de que ser registrador de la propiedad era un oficio noble. Como en cambio había siempre reconocido que los maquis antifranquistas fueron los últimos héroes. La encuadernación más lujosa de su biblioteca se la habían hecho en Cádiz los Hijos de Galván para Luna de lobos de Julio Llamazares.
            Desde luego era consciente de que su postura podía ser acusada tanto de cinismo como de infantilismo. Y no negaba que tuviese algunas brechas donde encajar esos impactos. Pero se justificaba lanzándolos a su vez contra los sistemas presuntamente acorazados de sus contradictores. En una ocasión, y aunque se trató de una conversación breve, la tenía muy presente casi a guisa de legítimo comodín para situaciones variadas, un profesor universitario valenciano, a propósito del conformismo de su tierra, que desde luego no era una excepción, le dio por sentado, y de paso, cual la evidencia más natural, que el Caudillo era menos reaccionario que los hombres de la democracia liberal anterior. Él creyó haber oído mal, pero no se trató de un problema acústico. ¿Y los muertos? No tenerlos en cuenta, ¿no implicaba de por sí un fallo argumental decisivo? Claro está, su interlocutor podía pensar que aquellos liberales habían matado de hambre más que su sucesor a tiros mientras que los sindicatos verticales de éste decían asegurar una ración. Pero si las matemáticas son infalibles, los matemáticos no. Y acaso, también los “humanistas” que presumían de rigor matemático se dejaban arrastrar por otros vientos. Así, en esa colocación en sus escalas de valor del Caudillo sobre los viejos políticos, ¿no habría alguna punta de envidia? Pues la elegancia de don Eduardo Dato de frac podía suscitarlas más que la incapacidad del pequeño dictador para revestir de marcialidad su uniforme, aunque éste fuera su preferido de capitán general de la Armada. Quizá de no haber tenido seguro el poder absoluto hubiese buscado a ello algún remedio mediante un posible tratamiento de repercusión abdominal.
            A propósito de conformismos precisamente, tampoco él negaba que lo intenso y continuo de sus reacciones frente a las comunes escondiera el deseo de disimular el conformismo de su propia vida con la sociedad y la posición que había heredado y elegido además. Pero ello no le impedía estar convencido de la razón intrínseca de los mismos. Ahí estaba, por ejemplo, el trato que los países prósperos daban a sus tesoros artísticos. Contando con medios abundantes para conservarlos y transmitirlos los habían convertido en juguetes productivos, lo cual implicaba su profanación, su inmersión en una vorágine de luces y ruidos. Así, venía siendo común que los directores del Museo del Prado hicieran el propósito de dejar en él huella de su mandato. Ese síntoma, ¿no era de ricos nuevos? A la postre, determinante de una pérdida de los valores esenciales de las mismas creaciones agredidas.
            Por estos caminos, aunque tardíamente, él se había convertido en un admirador de Picasso. En cuanto veía en la evolución de la pintura de éste la respuesta pintiparada a la evanescencia del mundo que le tocó vivir. Para darla había contado con un talento extraordinario. Y el resultado había sido una sonrisa magistral, a veces carcajada. Después de la suya, ya otra ni era posible ni necesaria.
            Repasando alguna vez su colección del Blanco y Negro. reflexionaba sobre su página de siluetas de actualidad, obra en los años veinte de Sileno. Magnífico su aprovechamiento de esos dos únicos colores- o su ausencia si lo preferían los físicos-, y agilísima la movilidad de las figuras, ahí el secreto del impacto de sus textos a cual más móviles también. Y bien, el caso era que también esos comentarios gráficos habían sido los últimos. Más adelante, mentras hubo guerras, no eran posibles ni la libertad de movimientos ni el humor de esas figuras. Después, los hombres de Occidente habían dejado de hablar y se habían vuelto muy secos, con lo cual, de haber tenido aquel artista algún sucesor, se le hubiera congelado la tinta china.


                                   2.-El escalafón y el mapa

            Juan-Pedro había servido los registros de Cogolludo, Mora de Rubielos, Peñafiel, Águilas, Santa Cruz de la Palma, Ibiza, Pamplona y uno de Madrid. Éste le complació por consumar la vuelta a su pueblo, aunque nunca había dejado de vivir en él y por mucho que se insistiera en la coletilla de que los madrileños pueblo no tenían.

            El recuerdo que le había dejado Cogolludo era la apropiación de la geografía, la sensación profunda de la simbiosis del hombre y la tierra. Nada menos que eso. En cuanto a la aragonesa Mora, tuvo en los viejos tiempos una colegiata, y él alcanzó aún a conocer a viejos que contaban nostalgias de curas a su vez nostálgicos que se hicieron la ilusión de mantener en su iglesia los fastos litúrgicos cuando ya no quedaban liturgistas ni rentas ni siquiera otros monaguillos y sacristanes que los de una parroquia de pueblo. Peñafiel tenía un imponente castillo roquero y a sus pies el Duratón desembocaba en el Duero. Buenos símbolos el uno y lo otro para variadas situaciones de la vida por venir. En Águilas, sobre los propios libros inmobiliarios, soñó con las vidas aventureras de burgueses conquistadores primero y de marinos errantes después. Su época en Santa Cruz de la Palma coincidió con la decoración de su consistorio por el pintor Mariano de Cossío. Una memoria que se le fijó en cuanto él seguía teniendo, no había dejado nunca de tenerla, la sensación de haber quedado también hecho figura estática en aquella isla. Ibiza le sonaba a medicina natural. Y se había enamorado de sus perros misteriosos. Tanto que le hacían de cuando en vez desvariar a propósito de las relaciones físicas y metafísicas  de unas y otras especies. Con los navarros había hecho buenas migas, convencido de que habían llegado a hacer suya la mejor intersección de lo propio y lo ajeno, lo local y lo universal.
            En La Palma había conocido a Rosa, su mujer. Hasta entonces había ido de flor en flor, teniendo ya cumplidos los treinta y cinco cuando llegó a la isla. Formidable estampa la de ella, tan blanca la piel como negro el pelo, acariciante la voz y los modales de diablesa, le enamoró obsesivamente. Aunque más exacto sería consignar que así se lo creyó. Ella le correspondió nada más que coqueteando. Casi tenía quince años menos. Al fin, en un rasgo de independencia, cambió de isla y creyó encuadernar las hojas de aquel volumen, sin ponerle numeración de tomo ni indicación de continuarse. Pero no fue así. Estando ya en Pamplona recibió una carta de ella proponiéndole una visita para que la enseñara Navarra. Su condíscipulo de los jesuitas de Chamartín, Genaro Liras, que se había hecho cura y era capellán de las benedictinas de San Plácido, le aconsejó que no la recibiera. Pero hizo lo contrario. Y la profecía de aquél, poniéndole en guardia para el futuro contra la reaparición del fantasma de los días sombríos, se cumplió de alguna manera. Sólo se fue difuminando a medida que Rosa se hundió más y más en el Alzheimer y tempranamente.
            Cuando aquella situación se estabilizó, una vez encontrada una abnegada cuidadora marroquí, en la que pudo descargar una confianza plena, Juan-Pedro se fue una semana a Marrakech. En el Hotel Al-Munia conoció a Juan Goytisolo. Y las derivaciones de la conversación no larga que con él tuvo habían de llevarle insospechadamente a lamentar no haber sido registrador de Alcalá la Real.

                        3.-De cómo está vivo un cura de la Edad Media
           
            Se acordaba de un comentario de Genaro cuando era joven párroco del pueblo serrano de Bustarviejo. A la noticia de un visitante del lugar sobre los últimos estupros de que se quejaban las ex-mozas embarazadas, replicó echando una ojeada a su estantería: “Se está mejor con los clásicos”. Lo cierto era que a él los clásicos le habían hecho pasar extensos y buenos ratos desde que aprobadas las oposiciones se libró de la tiranía de los inmensos volúmenes hipotecarios de don Ramón-María Roca Sastre. Tenía la colección completa de los Clásicos Castellanos y de la Biblioteca de Autores Españoles, y eran muchas las páginas que se había leído de ellas. El Arcipreste de Hita había siempre gozado de sus preferencias, sencillamente porque al Libro del Buen Amor le encontraba la cualidad aparentemente imposible de no acabarse nunca. Lo cual implicaba su sensación de novedad cada vez que volvía a abrirle al azar. Quizás por lo mismo que había oído a Francisco Rico confesar que la tal obra no se entendía por estar incompleta, de modo que ni él mismo con toda su práctica era capaz de ello.
            Y así las cosas, Juan Goytisolo le dijo que únicamente en la plaza Xemaá el Fná de Marrakech había llegado a comprender uno de sus pasajes, la Disputación de los Griegos y los Romanos. Ello al oír a un cuentacuentos letrado, Abdeslam. Entonces se enteró Juan-Pedro de la hipótesis de haber nacido y pasado sus diez primeros años Juan Ruiz en Alcalá la Real cuando ésta era mora. Poco tiempo después tuvo ocasión de invitar a cenar en Al-munia de Madrid a una profesora neoyorquina inquieta, vivaracha, tremendamente simpática aunque sin morderse la lengua, Louise O.Vasváry, autora de un estudio sobre ese mismo fragmento, cuyo título se entendía sin entender inglés, Semiotics of Phallic Agression on Mela Gonistic Ritual in the “Libro de Buen Amor”. Un trabajo indiciario de una liberación de la bibliografía sobre el tema que había tenido lugar en los últimos veinticinco años. Consecutiva a otro cuarto de siglo en el cual cada investigador, antes de enfrentarse a una de las piezas de la obra, la sometía a una taxidermia, de manera que sus conclusiones quedaban aisladas de cualquier otra opinión, en una autonomía acorazada, inamovible en su encasillamiento clasificatorio, por cierto siempre definido en una terminología novedosa y dificultosa. Hasta entonces, los estudios arciprestales no habían reclamado una independencia radical del mundo que  el registrador había conocido de joven, cuando buscaba datos en el Manual de Hurtado y González Palencia y se deleitaba paladeando el de don Ángel Valbuena, o sea la busca de las fuentes, el acotamiento del género, el examen del estilo, el análisis de los elementos y la penetración de las intenciones.
            En 1973, el profesor Criado de Val, un hombre a quien ningún congreso se le resistía, había celebrado uno en Barcelona sobre Juan Ruiz y su libro. Allí fue donde el historiador medievalista Emilio Sáez y su discípulo paleógrafo Pepe Trenchs, lanzaron la hipótesis del nacimiento alcalaíno y mudéjar del personaje, por mor de un documento descubierto por el último en el Archivo Secreto Vaticano mientras allí seguía las andanzas del cardenal Gil de Albornoz. Sáez era el hombre del intelecto bien ordenado, la apertura al mundo circundante, dotes de organizador y una tan tardía como entusiasta vocación de agente de viajes de la que se sentía legítimamente orgulloso. Era un placer específico el suyo cuando en los académicos que llevaba a cabo sabía colocado en su cuarto a cada participante. Trenchs era un joven inquieto, dinámico aunque no siempre lo pareciera, algo melancólico acaso después de ser operado de desprendimiento de retina, amigo de andar también. Juan-Pedro había hecho con ellos la ruta de los restaurantes arroceros de Madrid. Y desde que ambos dejaron de pertenecer al mundo de los vivos, sentía alguna sensación de orfandad al asomarse al Libro que se había convertido en el suyo de cabecera.
            Una conexión de vitalidad literaria que le llevó a hacer de Alacalá la Real su pueblo adoptivo. Ningún texto le era de más grata lectura que el programa mensual de las “propuestas culturales” de su ayuntamiento, de los títeres al flamenco pasando por el tango. Alguna vez pensaba que tratando de agotar las ramificaciones de sus sugerencias se podría hacer una tesis doctoral sobre las mentalidades coetáneas.
            Alcalá la Real estaba dominada por La Mota, otrora no sólo fortaleza sino casco urbano, hasta el corrimiento de éste ladera abajo. De la misma manera, la vida de su espíritu seguía tutelada por Carmen Juan Lovera, una mujer que eligió desposarse con el lugar e infundirle una savia propia, habiendo logrado sucederse a sí misma tácitamente y por encima del tiempo.
            Juan-Pedro tenía allí un piso, en la calle Real, donde hacía llegarle cuanto correo se relacionara con el Arcipreste y su pueblo. Al que viajaba con una periodicidad establecida para despacharlo, cual en sus tiempos de ejercicio a los registros de su destino. En la convocatoria sobre el terreno de un congreso sobre el Arcipreste, bajo su coordinación, vio su canto de cisne. Aunque ajeno a las derivaciones ambivalentes que iba a llevar con él.

                                   4.-Aquellos dientes de película

            Todavía en pañales la ortodoncia, el proyecto de una penitente de Genaro, que asediaba a éste con el supuesto escrúpulo de haber falta de generosidad en el no entregarse a la vida religiosa, y a la vez coqueteaba con Juan-Pedro teniendo escrupuloso cuidado de que no la rozara la mano,  la idea de ella, de colocarse un aro en la dentadura para ajustarse herméticamente dos piezas entre las que otro escrúpulo la decía haber hecho el aire una rendija, determinaron la liberación de ambos, el cura y el seglar. Ése la despachó de su confesonario con cajas destempladas, y éste decidió pasarla a la categoría de las inexistentes, caracterizada por no distinguirdse entre los vivos y los muertos.
            Entonces los dos amigos eran jóvenes y ninguno había leído entero el Libro del Buen Amor. Cuando Juan-Pedro descubrió en él la descripción de la mujer hermosa, antes de conocer ninguna exégesis, comentó con su amigo levita lo singular de la preferencia de aquel su lejano hermano en el saerdocio por los dientes un poco apartadillos. Recordando con ese motivo a aquella virgen obscena, convinieron en que el Arcipreste era un bocado demasiado suculento para su paladar clorótico.
            Después, Juan-Pedro leyó el artículo de Dámaso Alonso, La bella de Juan Ruiz toda problemas, y su demostración de ser ese gusto de origen árabe. ¿Demostración del alcalaínismo de Juan Ruiz? ¿Quedaría además en la diócesis de Toledo algún vestigio de aquella preferencia cual otra incrustación mozárabe? Aflach, tafriq yasir la boca, con una cierta separación, sobre todo en los dientes de delante. Por tenerlos así Mahoma, cuando hablaba salía de ellos luz. ¡Claro! Lo que quería evitar aquella hembra oscura. Así, fijándose uno en todo acababa encontrándose alguna explicación a ciertos hechos.
            Lo sorprendente estuvo en haber sido el capellán y no el registrador quien se diera primero cuenta de que así los tenía, sí, los dientes, Brigitte Bardot. Y eso que aquel cura no frecuentaba el cine ni mucho menos, y no constaba que sus costumbres se parecieran a las del Arcipreste. Pero el mundo es muy tan complicado y el hombre un ser tan complejo.



                                   5.-La alegría del congresista

            Juan-Pedro había conseguido fijar el comienzo del congreso el día ocho de mayo para poder festejar, a su singular y solitaria manera, al patrón de su cuerpo y el del notariado, San Juan Ante Portam Latinam. Este santo era el mismo evangelista del veintisiete de diciembre, el único apóstol muerto incruentamente y por ello celebrado con ornamentos blancos. Pero en vida había sido martirizado, sumergido en un barril de aceite hirviendo junto a la Puerta Latina de Roma aunque milagrosamente ileso. Por eso el seis de mayo se le celebraba con ornamentos rojos. Y por mor del instrumento de su suplicio llegó a ser el patrón de los fundidores de caracteres de imprenta. De las dos fechas, los notarios y registradores habían elegido la primaveral por motivos prácticos, aunque litúrgicamente tenía menos categoría antes del Concilio. Y en virtud de la reforma de éste había sido suprimida. ¿No era complicar innecesariamente el calendario dedicar dos fiestas al mismo santo? Juan-Pedro se preguntaba si por ese camino de la simplificación no se seguiría viviendo como en Atapuerca. Acaso habría sido mejor, pero ésa era otra cuestión.
            Aunque de esas cuestiones no departía con Genaro. Los dos habían convenido tácitamente en que era más suave y hasta práctico evocar los tiempos idos.
            Al darse cuenta de que la Iglesia iba a romper con la tradición, quiso precisamente Genaro asegurarse una posición más independiente de la que su ministerio diocesano le permitía. Y consiguió convalidar y aprobar en un año bachillerato, filología y oposiciones a cátedra de latín de instituto.
            Así las cosas, el día de San Juan celebraba escrupulosamente la misa de San Pío V, sin saltarse una brizna de rúbrica, en una habitación que todo el año no hacía sino esperar la fecha, de las muchas y de altísimos techos que integraban el inmenso piso de un caserón destartalado de la calle de la Luna, una supervivencia en el centro de Madrid posibilitada por la ley arrendaticia expropiatoria que había sido uno de los enigmas a medias del franquismo y por otras complicaciones luego. Juan-Pedro lo había heredado y prefirió seguir viviendo allí, aunque sus reformas sólo consiguieron eliminar alguna de las molestias y la entrada parecía más de uno de los antiguos corrales de vecinos.
            A esa misa sólo asistía el registrador, que naturalmente hacía de monaguillo. Ni siquiera Rosa. De la fidelidad de sus amigos conservadores, siempre propicios a hacer concesiones, sobre todo cuando se trataba de tradiciones tan improductivas como ésa, no se fiaba. Y los progresistas que estaban en el secreto aseguraban que era el único día del año en que Genaro decía misa. En cuanto a Juan-Pedro, no se lo quiso preguntar. En esos tiempos era corriente que el silencio fuera más benevolente. ¿Por eso habían pasado las tertulias?   
            Juan-Pedro seguía acudiendo a alguna de las que quedaban. Pero no se adaptaba al cambio experimentado por ellas. Era endémica la falta de sosiego para exponer los hechos y afinar las facetas posibles de su exégesis. La conversación resultaba demasiado volandera. Y los argumentos eran más reducidos, hasta hacerse monótonos. Una prueba de la carencia de información, en la esfera de lo cotidiano, era la situación del clero que Genaro le había contado, de pocos conocida a pesar de practicar o de contar con la Iglesia como un poder fáctico. Antes, cada cura decía una sola misa al día, salvo casos de necesidad, los cuales siempre eran excepcionales, y por cada misa se cobraba un solo estipendio, corespondiente a una única intención. Ahora, cada cura podía decir cuantas quería y por cada una cobrar cuantas intenciones tuviese. Ello quería decir que no había un solo céntimo para quienes no estaban en las plantillas de los templos, mientras que antes entraban en el reparto los jubilados y transeúntes. Así había terminado la purificación conciliar. Pero, eso sí, sin escandalizar, en asoluto silencio.
            Un abra le resultaba el aula de música de la Universidad de San Ignacio. Una hora muy alargada los lunes, a partir de las siete y media, a veces rebasadas con creces las nueve, entre octubre y mayo. En una estancia apaisada, a la que algunas curvas en las esquinas daban una anchurosidad entre real e imaginada, las ventanas unas vidrieras geométricas de tonos amarillos que aislaban totalmente del exterior, casi el centro de Madrid pero ya uno de esos remansos que brotan en el tráfago de las grandes ciudades, con vida propia y fuera de la geografía urbana.
            Cada curso se dedicaba a un tema. El profesor había sido Ventura Catarinéu. De tantos años como cultura, distraído por igual en su trato y en su docencia, y ahí estaba su seducción, en el libar de flor en flor a medida del hilo de sus recuerdos y sugerencias, posible gracias al embeleso que había suscitado sin proponérselo en su auditorio de gentes maduras, tanto que incluso se habían llegado a formar en él bandos y contaban las confidencias y las reservas.
              Cuando los alumnos llegaban, Catarinéu llevaba ya un ratito cabe su mesa o al encerado, éste de un inmaculado blanco y generosas dimensiones. Sobre la mesa iba disponiendo cuidadosamente el contenido de su enorme y abultada cartera: libros, folletos, programas, apuntes, discos de vinilo, discos compactos, fotocopias de textos a repartir. A él mismo le recordaba el apartado con que los liturgistas empezaban el tratamiento de cada ceremonia bajo el título de “cosas que han de prepararse”.
            Y comenzada la clase, el aula se transformaba en un buque que se botaba a navegar por las siete partidas del mundo del espíritu, de las alas de las notas o el embrujo de las palabras.
            Pero el profesor Catarinéu, sintiéndose viejo y enfermo, se había despedido inopinadamente sin esperar la terminación del curso. Con el Saúl de Haendel. Juan-Pedro, hundido en la espesa nostalgia de aquellas horas idas, se venía repitiendo de vez en cuando del aria de Micol: “El corazón del rey está poseído de la ira y la desesperación, pero se amansa en cuanto David toca la lira con un fuego celeste. Fell rage and black despair possess’d with horrid sway the monarch’s breast; when David with celestial fire struck the sweet persuasive lyre.
            En esa circunstancia, hizo del congreso un bálsamo a su melancolía. Sin esperar de él otra cosa, que ésa ya sería bastante. Cuando surgieron inopinadamente, con poco tiempo para rumiarlas, dos novedades insospechadas. Apareció una moza de dientes un poco apartadillos. O sea, aunque nada más que en eso, parecida a Brigitte Bardot. Y unos viejos papeles subieron la temperatura del alcalaínismo del Arcipreste. Poniendo al registrador tanto la una como la otra despiadadamente en el ojo del huracán.

                                   6.-Una mujer, naturalmente
           
            A Kathleen la conoció en Alcalá la Real. Fue en un festival de la Tertulia Flamenca. Era  estadounidense del norte, junto a la frontera central con el Canadá, pero vivía desde iniciada la adolescencia en las islas Hawai, donde su padre tenía un puesto en la marina de guerra. Había sabido aprovechar la liberalidad de los planes de estudio de las universidades de su país para confeccionarse un menú raro y caprichoso salpimentado por las lenguas orientales modernas. La fascinaba la India. A España acababa de venir, y en pos del flamenco precisamente. Al fin había encontrado en la musicología su tierra prometida.
            Era muy alta, y como en la canción castellana, delgadita de cintura y abultadita de pecho. Conseguía vestirse siempre dando la sensación de llevar una túnica, prefiriendo los tonos oscuros y los estampados que de alguna manera traslucían los lunares. Pero lo que sedujo abrumadoramente a Juan-Pedro naturalmente que fueron sus dientes. Al fin y al cabo, ¿en ese detalle no era su deber tener el mismo gusto que el Arcipreste?. Que sí, que los de esa moza tenían dos espacios en la hilera inferior y otro en la de arriba. Lo bastante exiguos como para pasar desapercibidos, pero también lo bastante visibles para chocar si su cara despertaba el suficiente interés para mirarla con alguna atención.
            Mas hasta entonces, la exigencia del Libro del Buen Amor había sido para el registrador una curiosidad erudita. Fue al ver a Kathleen cuando la hizo suya en los abismos más hondos de la sensualidad. ¿Por qué esos levísimos intersticios se le hicieron resorte del deseo?  Naturalmente que no era capaz de responderse. Sencillamente una vez más la literatura y la vida se identificaban.
            Se dio habilidad para invitarla a comer en El Rey de Copas. Se sintió feliz al tenerla frente a sí en aquel comedor sereno, campestre, callado y recoleto, la paja de los muebles su mejor emblema. Dejó que les eligieran un muestrario de bocados a discreción, con la misma libertad de las tapas en un chateo informal pero a la vez en la complacencia de la apacibilidad grata a un hombre de sus años. Mientras tanto la fue descubriendo el mundo de Juan Ruiz, del que ella tenía pocas noticias y ninguna de su presunto origen alcalaíno. Si bien nada la dijo del retrato de la belleza ideal a que su dentadura respondía.
            Desde un principio le entró la esperanza vaga de una sublimación ascética, desde luego entreverada con las fantasías lujuriosas más desbocadas. En lo que puso empeño fue en animarla a participar en el Congreso. Ofreciéndose a ayudarla plenamente en su primera toma de contacto con el cura poeta y amador. Es más, en su conocimiento estuvo el último impulso para decidirle a montar la asamblea erudita.
            Y mientras ella descansaba en su lejana residencia insular de sus trabajos viajeros, aparecieron los papeles prodigiosos.

                                  
                                   7.-No hay nada mejor que un legajo      

            Era uno de cuadernillos sueltos, algunos incompletos, y de distintas épocas y letras, reunidos con motivo de un proceso por apostasía mahometana en la curia primada de Toledo, ya en vísperas del Setecientos.
            Se lo regaló Inocente Valcárcel, el solitario librero anticuario de Lérida dispuesto a liquidar sus existencias, cerrar su tienda, y retirarse a una residencia para los de su edad en la isla de la Palma precisamente. Juan-Pedro asistió a un homenaje que le dieron los amigos y clientes en su mismo establecimiento, por unas horas convertido en bodega y despensa literarias con algunos ribetes de juegos florales, y al día siguiente fue llamado para recibir el obsequio. Inocente le dijo que quería tuviera un recuerdo suyo sin pagar precio, y le comunicó su impresión de tratarse de un buen bocado para dar que hablar en profundidad, al menos al soltar su noticia. 
            La lectura no era fácil. Los textos más antiguos estaban en letra cortesana, pero la mayoría usaron ya la procesal y algunos la encadenada. Juan-Pedro no quiso ponerse nervioso estancándose al descifrarlos y recurrió a sus amigos los beneméritos paleógrafos de Valladolid, que le hicieron una traducción impecable, no sin devolverle el original con indirectas acerca de su buena explotación.
            El proceso había sido incoado contra un capellán mozárabe, un canónigo de la  catedral de Toledo, una monja de San Clemente y un médico seglar, acusados de prácticas moriscas. El canónigo y el médico eran naturales de Hita. Y como prueba de cargo se aportaron fragmentos de una acusación en su día contra el propio Juan Ruiz en la que se hacían alusiones a su nacimiento y crianza en tierra de moros y a su pretensión de disimularlos callándose cuando se le hacía originario de la Alcalá castellana de los señores arzobispos.
            Todo empezó cuando el canónigo enfermó de gravedad, le asistió el médico, y el capellán encartado, que era su confesor, le llevó la comunión después de recibido el viático, estando los  dos mientras el rito se desarrollaba y resultaba materialmente posible sentados a la moruna en una espesa estera que tapizaba todo el suelo de la casa cual si fuese de una pieza. A lo largo de los autos se descubrió que la monja inculpada hacía lo mismo en su celda. En la casa del médico se encontró el corpiño de encaje que su madre difunta había llevado el día de su boda en el pueblo. Prenda que fue catalogada por los acusadores como una genuina azodra morisca. El canónigo alegó entre otras cosas que el arzobispo Gonzalo Petrez también se había sentado a la usaza mora. Y en el breviario del capellán encontraron, si bien de señal, una cuarteta que se demostró era del Libro del Buen Amor.
            Naturalmente que, con aquel hallazgo, Juan-Pedro se puso más contento que si le hubiesen tocado las quinielas. Sí, éstas, porque a la primitiva no se había pasado y la lotería nunca podía sacar de apuros. Pensando en él insistentemente, antes aún de conocer su entero alcance, al contemplar a su guisa los dientes un tanto separados de Kathleen en El Rey de Copas e ineludiblemente acordarse de Brigitte Bardot.
            De momento se limitó a pedir a los paleógrafos le guardasen secreto profesional, prometiéndoles exigiría que se los citase y no sólo como traductores cuando la publicación llegara.

                                   8.-Conciliábulo de consejos

            Juan-Pedro tenía una vieja prima, viuda sin hijos desde joven, que había sublimado sus anhelos más hondos en la ingeniería financiera, habiendo llegado a ser la rica de la familia. Era consabido que a él el reprochaba su falta de ambición en ese terreno. Sí, lo necesario para vivir desahogadamente y darse los caprichos de rigor, pero nada más. Lo que le implicaba la incapacidad para sentir el placer del dinero. En sí, como fin y no como medio. Lo que de veras valía una misa. A propósito de misas, ella, la rubia Irene, tenía presente la historia que la contaron en un viaje a Bulgaria. A un pueblo donde prosperaba un comerciante judío llegó un nuevo y joven pope con fama de predicador elocuente. Como era costumbre, el judío le cumplimentó al poco de su toma de posesión. Y el primer sábado de su estancia, ya caída la noche, el pope visitó al judío en su trastienda, después del cierre. Pidiéndole en préstamo una cantidad de cierta importancia, con la promesa de reintegro rápido. El judío se la dio sin exigirle recibo. El lunes, antes de abrirse la tienda, el pope acudió a devolvérsela. Y ello se repitió, sin ninguna variante, todos los sábados del año. Al fin, el judío se atrevió a preguntar al pope el secreto encerrado en aquella sucesión de idas y venidas. Y aquél le respondió sencillamente: “Los domingos, al revestirme para celebrar, me coloco en el pecho una bolsita con tu dinero. Y por eso dicen que predico tan bien. ¡No sabes la fuerza que da saberse con tanto dinero junto al corazón cuando se anuncia la palabra de Dios!”.
            Juan-Pedro desdeñaba la escala de valores de Irene, tanto en su fuero interno como abiertamente, y así se lo decía sin cortesías ni timideces. Pero sin embargo, a la vez la admiraba. Con lo cual ella se daba por satisfecha. Lo curioso era que, si bien únicamente para salir de ciertos embarazos a la hora de elegir, la prima le consultaba asuntos de su propio terreno. Juan-Pedro también contaba con ella. Pero nada más que por su condición de parienta más vieja.
            Así lo hizo a propósito del legado toledano. Y también contó con Genaro. Los consejos del uno y la otra fueron terminantes y rápidos. El cura le aconsejó que destruyera los papeles. En un momento en que el integrismo islámico estaba devorando a la cristiandad, cualquier consideración debía ceder ante el peligro de brindarle el más mínimo aliento, o siquiera una complacencia por inofensiva que pareciese. La prima optó porque los publicase él, buscándose las ayudas intelectuales necesarias para quedar a la altura de la ocasión. Al fin y al cabo ése era el mundo de su ilusión, y de esa manera su nombre se abriría paso en los manuales teniendo una compensación que le aliviaría en esa última hora la nostalgia de no haber sido profesional de los libros de las bellas letras en lugar de los registrales.

            Del Congreso iba a salir la edición crítica del Libro. Una empresa entre unos pocos sabios diseminados por las siete partidas del mundo, como ahora era la norma también en el campo de la globalización científica hasta en la cenicienta que eran las letras.
            Juan-Pedro se había cuidado de la dimensión lúdica de la reunión. Se empeñó en popularizar entre el pueblo de Alcalá la Real a su singular paisano. Tan singular y tan de todos. Había conseguido formar en el lugar grupos que le recorrerían escenificando el Libro sin horario ni programa fijos pero a todas las horas del día y de la noche. Vendrían una orquesta andaluasí de Tetuán y unas bailarinas de Estambul. Además de los auroros del territorio abacial, cantaría gozos a la Virgen una escolanía de Úbeda. También los cuentacuentos tendrían a su cargo una escenificación narrativa. De La Mota al Llanillo habría intercambios de luz y sonido entre moros y cristianos.
            Él se inscribió como comunicante sin título, ni siquiera provisional. De no caer en la tentación de hacerse protagonista a costa de los papeles toledanos, pensaba contar distendidamente nada más que su encuentro con el Arcipreste y su patria chica. También se reservó una habitación en el Hotel Nullius, el nuevo y más capaz en la Calle Real donde iba a hospedarse la mayoría de los congresistas. Quería estar y sentirse en medio de ellos y sus circunstancias más vivamente que su piso le habría permitido.
            Kathleen también se había inscrito sin título. Cuando faltaban quince días le  llamó desde Ceuta, donde estaba haciendo una encuesta entre los comerciantes de origen hindú. Le dijo que pensaba disertar en torno al flamenco y los contenidos musicales del Libro de una manera igualmente desenfadada para la que le pedía la benevolencia de la organización. ¿Sería tolerante Francisco Rico?
            A Juan-Pedro se le vino a la memoria el tópico de sus viejos tiempos de ir hermanadas en la mujer el estudio y la fealdad. Ahora no era posible, dado el número elevado de estudiosas. Pero nunca había llegado a ser real. Lo cierto era que Kathleen resultaba estudiosa e inteligente. El Arcipreste lo habría reconocido así a pesar de lo apartadillo de sus dientes.

            Consiguió que Genaro aceptara su invitación a un viaje, el de la ruta del incienso. Se lo ofreció para compensarle de los oídos sordos a su propuesta sobre el legajo primacial. Hizo esa elección por la tentación implicada en la densa reminiscencia litúrgica. El itinerario empezaba en el sultanato de Omán. La resina de incienso de su provincia más occidental, Dhoffar, era la mejor del mundo y seguía vendiéndose en aquellos zocos. Desde allí se seguía el mismo camino que otrora las caravanas del incienso mismo. Terminando en Palmira, donde ésas se habían encontrado con las de la seda que llegaban de China. Por añadidura, el cura catedrático se encontraría también con piedras que hablaban latín, tal en Petra y en Bosra. Antes de su partida, el registrador le hizo decir una misa de difuntos en sufragio de Sáez y Trenchs. La única vez que le pedía ese favor fuera de la conmemoración patronal del seis de mayo. 
            En esos sus últimos tiempos, Juan-Pedro se había hecho adicto a los congresos. Un pequeño mostrador o sencillamente una mesa a ser posible rectangular, detrás de la cual una azafata o una becaria va preguntando sus nombres a quienes llegan para darles una cartera y el imperdible de su acreditación, tenían para él la impronta de todo un paisaje, tanto vital como erudito. Congresistas que pueden ser clasificados según distintos criterios, dependiendo de la característica elegida. Las profesoras que cruzan las piernas y las que las separan demasiado.  Las que sacan partido de una indumentaria aparentemente casera y las que tienden al traje de noche. En las sesiones, los que se dominan a sí mismos y los que se dejan dominar vacunamente por sus papeles. Los que toman el aire de estar llevando a cabo algo trascendental y los que sólo teraslucen la naturalidad de charlar o leer. Quienes vocalizan generosamente y quienes hablan para sí mismos.  Sin olvidar el dato esencial de tener o no en cuenta el reloj y hacer o no caso de la falta de elasticidad del movimiento del sol en torno a la tierra. En cuanto a los refrigerios, es raro que quienes no tienen hambre ni sed dejen de perturbar con conversaciones inagotables a los agradecidos a las vituallas y su riego, a veces interceptados despiadadamente en sus últimos pasos hasta las mesas y las bandejas. Y esas discordancias, la discordancia es el hilo desconductor de los congresos todos. Porque cada congresista tiene sus espacios libres y sus espacios ocupados que sólo casual y esporádicamente coinciden con los correlativos de los demás. De manera que más bien resultan aquéllos citas para encuentros futuros que encuentros en sí mismos. Sin perjuicio, había que reconocerlo, de que no fuera demasiado raro disponer del tiempo necesario para conocerse durante los mismos en los dos sentidos, el social y el bíblico.
            Juan-Pedro había redactado un resumen, corto pero muy incisivo, de los explosivos documentos arciprestales. Añadiendo una coletilla a guisa de vacuna, para salir al paso de quienes pretendieran encasillarle sin más en la visión histórica de Américo Castro. Que él había tenido de siempre una debilidad sentimental por don Claudio. Le llamó a Rico para asegurarle, una vez más desenfadadamente, que Juan Ruiz era de Alcalá la Real, pero sin aludir a ninguna prueba nueva. Rico le contestó abundando igualmente en su escepticismo despectivo. Ninguna definición del personaje y su Libro podían a su juicio pasar de la incógnita.
             Mientras tanto, el Registrador tenía preparada una sorpresa que sólo conocía el alcalde. Habiendo conseguido que se la financiera nada menos que su prima Irene, al señuelo de unas ventajas fiscales bien atornilladas. El grato teatro de la Linterna Mágica de Praga iba a actuar aparatosamente de noche en La Mota. El argumento, naturalmente, no podía ser otro que el Buen Amor del Arcipreste. Se iba a llegar a la apoteosis del blanco y el negro, para él investido de un simbolismo literalmente inagotable.

                        9.-¿De los sueños que no se interpretan?

            La antevíspera del Congreso, tomó en su Renault la carretera de Andalucía avanzada ya la mañana. Una de las pocas de veras primaverales que en su mes patronal de mayo disfruta Madid. A la altura de Valdepeñas se sintió pesadamente soñoliento. Entró en el pueblo, aparcó frente a un bar amplio que conservaba los veladores y algunos espejos antiguos, pidió le hicieran un par de huevos fritos con patatas y preguntó por un hotel. Le encaminaron a uno tradicional que se mantenía en una calle ancha, el único edificio de cuatro plantas en ella, como si las demás casas a sus dos lados fueran anejos de su volumen opulento. Pidió una habitación con poco ruido, le dieron una interior y se acostó enseguida para una indefinida siesta.
            Soñó que estaba en el fondo de Despeñaperros, también acostado en una habitación de hotel. Estaba próximo el amanecer. Y sonaron unas músicas marciales. Se asomó en pijama al balcón, desde el que se veía la carretera. Y vio ésta cortada por unas filas de tanques atravesados que llevaban los colores americanos. De uno de ellos asomaba la cabeza cadavérica del presidente Eisenhower, quien luego sacó su brazo izquierdo intentando levantarle hasta hacer el saludo fascista pero sin conseguirlo, la mano curvada hacia abajo irritantemente. Las torretas de los dos tanques que tenía a los lados se volvieron hacia el hotel. Juan-Pedro se sintió apuntado por ellas. Pero le quitó el miedo una figura que se fue perfilando a lo lejos, en el firmamento, hecha al condensarse las nubes que a la vez iban dejando paso al alba. La cara de un viejo bondadoso que le sonreía anchurosamente. De pronto, su cabeza se vio cubierta por una mitra. Era el abad nullius de Alcalá la Real. Juan-Pedro le preguntó por Kathleen, dicièndole que en tiempos había estudiado en el colegio del Sagrado Corazón de Manhattan. Y que ahora ayudaba al sostenimiento de un ermitaño en las inmediaciones de Pearl Harbor. Pero entonces el prelado se esfumó, y el presidente mortecino se puso en la misma posición de los otros dos tanques inmmediatos, riéndose de una manera que a Juan-Pedro le pareció siniestra y apuntando a su balcón como podía con su mano tan desvencijada. El Registrador se acordó entonces del profesor de literatura del colegio que le había dejado más huella, el padre Valverde, que escribía versos latinos. Una vez les había contado el episodio en que Rabelais describe a Gargantúa inundando París con su vejiga desde la torre de Notre-Dame. Juan-Pedro intentó emular su hazaña pero fue en vano. Tampoco podía gritar, ni hablar siquiera. “Si el presidente necesita un riego para cambiarle el color. Sólo quiero hacerle una obra de misericordia”. Mas ni siquiera conseguía abrir la boca. Entonces tuvo ante sí uno de los libros inmobliarios del Registro, tremendamente agigantado, y le gritó al General vestido de paisano, estentóreamente recuperada la voz, que la Casa Blanca no estaba inscrita. Pero entonces sintió que Kathleen estaba desnuda a su lado, y no se veía la cara del presidente por haber quedado tapada con unas bragas que debían ser las de ella, agitando él sin ningún éxito furiosamente la cabeza para quitárselas de encima. Los dos cayeron a carcajadas en la cama y él trató de morder sus dientes apartadillos. Naturalmente, al poco se despertó.
            Al mediodía siguiente llegó a Alcalá, guardó su coche en el garaje habitual, y se encerró en su piso a pesar de tener ya reservada en el Nullius esa noche como la anterior.

                                   11.- ¿Mejor que la separación de los dientes?

            Allí no tenía teléfono, pero a media tarde sonó su móvil. Con la única llamada posible, la habitual, pero sin embargo le pareció como si brincara. Tanto que le puso en guardia.
            -Soy Kathleen. Llegué al hotel esta mañana. Me he pasado todo el día llamando a su habitación. En recepción no sabían nada. Estoy deseando de verle. Sin hablar con usted por extenso me sentiría sin alientos para intervenir.
            -¿De veras? Esas cosas gusta oírlas aunque uno no se las crea. Déjeme un poco de tiempo. Yo también quiero que hablemos. La llamaré sin tardar mucho.
            -¿Me dedicará un rato para mí sola?
            Y gastó Juan-Pedro mucho tiempo en pasear a zancadas el piso, asomándose tímidamente alguna vez a los cristales del balcón. De repente, cual si obedeciera a una fuerza irresistible, llamó a Cultura Municipal. Sabía que allí contaban con poca gente y medios, pero también que Paco Toro carecía de la capacidad que hace falta para dejar insoluble un problema.
            -Por favor enviénme alguien que me lleve unos papeles al Nullius. Yo no puedo ir ahora. Ya les explicaré. De veras que éste va a ser un congreso de los que dejan huella. A la altura de La Mota.
            Al poco tiempo se presentó un adolescente, quizás hijo de un funcionario o voluntario, que en Cultura  además de a destajo se trabajaba domésticamente. Juan-Pedro le dio dos sobres dirigidos a Kathleen, prohibiéndole que dijese dónde se los había entregado. Y la llamó al cabo de un rato.
            -Escúcheme, Kathleen. Uno de los sobres que ha recibido es el texto de mi comunicación. El otro consiste en la suya. Sí, no me diga que no. Puede añadir alguna alusión a lo que iba a decir del flamenco. Pero es de usted. Que así se carga con la responsabilidad de desarrollarla en el futuro. La pido perdón, pero la va a seguir como la sombra al cuerpo. No, no me interrumpa. Ya la quedará tiempo de hablarme. No tenga miedo de don Francisco Rico. Seguro que la va a valorar. La ruego también que lea la comunicación mía. No. Yo no voy a estar. Y otro favor, ya sabe que los verdaderos congresistas son los que vienen a los congresos por amor al arte. Los espectadores, que por eso no se pierden nada. Quienes no son ni ponentes, ni comunicantes, ni siquiera estudiosos de la materia. Aquí hay algunos, ya se lo dirán en Cultura y los conocerá enseguida. Más ellas que ellos. Por ejemplo, las tres hermanas Cañizares. solteras, huérfanas de un militar de la última guerra de Ifni, viajeras, antes devotas ahora no sé qué, charlatanas, tan amables como difíciles. Por favor, atiéndalas un poco y discúlpeme. Yo tengo que irme. Ya sabe algo de las condiciones de mi mujer.Quiero llevarla a su isla de La Palma antes...El viaje en su estado es complicado y me ha surgido una oportunidad que no puedo aplazar. Voy a irme enseguida a Madrid. Pero antes la prometo un segundo congreso. Que será mitad mitad erudito y creativo. Entonces me desquitaré. Por cierto, ¿usted estudió en el Sacred Heart de Manhattan?
            -No. Sólo he estado en Nueva York de paso. Pero mi madre sí. Ella es del pueblo donde está la casa de Washington Irving. 
            -¿Y usted me disculpa también, Kathleen, usted sobre todo? De veras que el próximo será pronto. No se pierda los bollos de las Dominicas. Son de esos bocados de  cardenal que ya no se hacen. Y anime a los de Cultura para que sigan con su programa de títeres. De eso ya hablaremos con calma. ¿Me disculpa? ¿Lo entiende del todo? ¿De veras?
            Pero tuvo que espaciar los últimos interrogantes, al fin y al cabo fingiendo un diálogo que se había cortado, ya que el silencio de ella fue lo bastante largo, y sobre todo dejada percibir su densidad, tanto como para hacerle embarazoso.
            -Pues, de veras, apenas le entiendo- casi susurró al fin, pudiendo adivinarse que se la estaban saltando las lágrimas-. ¿De qué podría disculparle, mi querido maestro? Ni aunque me atreviese a llamarle mi amigo. Haré lo que usted me ha dicho, no faltaría más. Perdón por esta expresión. Se me ha quedado para siempre de mi primera profesora de español, que andaba siempre a vueltas con ella. ¿Cómo no voy a hacerme cargo? Otra cosa es que me vaya a sentir tan sola, en Alcalá la Real precisamente, aquí, donde he venido con tanta ilusión de oírle, de verle también. Pero eso es otra cosa distinta.
            Y entonces fué el quien tardó en seguir, sorprendiéndose inmediatamente de haberlo hecho en francés, tanto que fue ese el detalle que le volvió a poner en guardia, otra vez contra sí mismo:
            -¿Dans le Congrés? ¿Parmi les oliviers? ¿De la solitude dans votre chambre du nullius?
            En cambio ella no hizo alusión al cambio de idioma.
            -Claro, en mi cuarto, pero también en el Palacio Abacial.
            Teniendo lugar otra pausa, pero esta vez porque él sencillamente se distrajo, apartándole del diálogo una visión, un viento suave y cálido que se abría paso entre los intersticios de los dientes de ella, cuando le dejaba la lengua, que también se asomaba, un ápice sólo de su punta, por eso justamente más llamativa.
            -Perdoneme, Kathleen, se me ha ido el santo al cine. ¿La parece adecuado el Buen Amor para una película?
            -Ah, claro que sí, desde luego. Además la espero, la vengo esperando.
            -Yo me siento desanimado al no llegar a tiempo de que la protagonice Brigitte Bardot.
            -No le conocía esa preferencia, maestro.
            -¿Y la choca?
            -Me le hace más cercano. Pero no entiendo que la nostalgia de Brigitte llegue a desanimarle.
            -Claro, como que mi preferencia se debe al parecido de sus dientes, de los de usted, Kathleen,  con los de ella. O sea los preferidos del Arcipreste. Sentì aquélla después de fijarme en los suyos.
            Juan-Pedro se había puesto de pie y medía el pasillo alternando las zancadas con los pasos menudos. Se irritó al tropezarse con su cara en el espejo. Pero ello antes de hacerse alguna consideración sobre la realidad y el significado de su aspecto. Y se acordó súbitamente de su madre. Con lo que su tono pasó a hacerse más grave, sólo eso, pero por su misma solemnidad resultando más distante que de haber buscado la sequedad:
            -Querida Kathleen, todo va a salir muy bien. Créame, deme confianza. No se va a sentir sola, la va a acompañar el Arcipreste. ¿Me entiende ahora?
            -En todo caso no será culpa suya, mi caro maestro.
            -A propósito, ¿por qué no va al cine si tiene tiempo? Yo en Alcalá la Real no lo he hecho nunca. Hágalo por mí, en mi nombre sí,  y recuérdeme allí. Con tal de no dejar por ello otras cosas.
            -¿O personas?
            -Naturalmente. Pero ya sé que para usted las cosas tenen ánima. Y que ahora se queda contenta. Coja el Buen amor cuando cuelgue. Hágame caso.
            -Puedo llamarle en Madrid.
            -Kathleen, mi teléfono no es privado. Y está en la Guía. Aunque no quiero imaginar que la va a ser necesario recurrir a ésta.
            -Me quedo don esto último, Maestro     
            -Y yo con este nombre que me da, a un Registrador de la Propiedad una mujer de letras.
            -Una mujer. Adios.
            Con lo cual, a las once de la noche, Juan-Pedro se encontraba en el mismo cuarto del mismo hotel de Valdepeñas que la víspera. Estaba cansado y se quedó pronto dormido.
            Soñó con su tío Pedro-Pablo, el Ministro de la República. Quien le sonreía y le daba una estilográfica de oro y un libro blanco encuadernado en rojo con el escudo de España y la corona mural. “-Es para el Registro de la Propiedad Intelectual. Tiene también que quedar a cargo de nuestro cuerpo. Ya tengo el decreto para la firma del Presidente”. Entonces llegaba Kathleen, con un librito verde de encuadernación romántica. Le pedía su inscripción registral. Él se quedaba impávido. Entonces ella se señalaba provocativamente sus dientes apartadillos. Pero el Registrador siguió durmiendo.

            Cuando llegó a la Villa y Corte, se había dado cuenta de que haría un buen papel como ayudante del nuevo profesor del Aula de Música. Era un joven investigador de la sacra del barroco. ¡La catedral de Toledo! ¡En Madrid la Encarnación y las Descalzas Reales! ¡La escolanía de Montserrat! ¡Los jesuítas del Paraguay! ¡Y el romanticismo de los Comillenses! ¡Las misas mayores de su amigo Genaro! La sala entrañable se volvería a transfigurar por mor de la acústica de lo divino y lo humano.
            Y para un registrador de la propiedad jubilado que tenía la mujer enferma, ser el coordinador entre los olivos de Alcalá la Real del mundo de los arciprestistas, y auxiliar de Música en el rincón más alado de la capital, no eran ocupaciones pobres.

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