viernes, 17 de septiembre de 2010

El Hotel de Campoamor

                                    EL  HOTEL  DE  CAMPOAMOR
  
                                   1.-La clausura de la urbanización

            El poco público que asistió a la conferencia del profesor Blanchet en la recoleta sala subterránea del Hotel Montepiedra fue otro dato confirmatorio de la tesis del conferenciante. La definición del hombre contemporáneo como un ente cableado, envuelto sí, en una red de cables que le comunicaban con los rincones más alejados pero a la vez le aislaban de los prójimos que tenía al lado. De ahí la lógica de su ausencia en contactos como ése. ¿Acaso cada uno no tenía su televisión, y muchos eran internautas incluso en las vacaciones playeras? De continuar siendo don Ramón de Campoamor su dueño, ¿habría tenido a quien recitar sus poemas?
           
Cuando Ginés de la Jara Funes hizo su primera visita al paraje, en los comienzos la urbanización de la finca, la policía, la Brigada Político-Social iba pisándole los talones. Pero además suscitó la curiosidad de las pocas gentes que había sobre el terreno. Ahora había muchas las noches de verano. Pero la principal diferencia no era ésa. Sencillamente se había pasado de la vida relacionada a la yuxtapuesta. La curiosidad no era por la carne y los huesos sino por sus representaciones lejanas.

            Entonces él estaba muy lejos de atisbar los avatares que su vida había de atravesar, hasta devolverle a la Dehesa de Campoamor como escenario del último acto. Pero aunque todavía no era demasiado viejo, lo que viniese no podía ser sino un apendice. Lo cual no le entristecía, al contrario.

            De niño todavía, entre los viejos libros de su padre había encontrado y leído una pieza teatral de Azorín, Old Spain. Magníficamente impresa, con generosidad de espacios, como los libros de la escena se hacían antes. Era un cuento rosa. El magnate americano que llega inopinadamente a un pueblo antiguo como tantos hay en la vieja España, se prenda de él, y sin esfuerzo para su economía deja allí la bastante cantidad para resolver todos sus problemas y colmar todas sus aspiraciones. Una liberación de las exigencias del dinero que de rara parecía irreal. Pero Ginés de la Jara, a punto de poner en marcha un plan de vida que de alguna manera descansaba en esa misma ilusión, se preguntaba si, a costa de dejarse abrumar por la tiranía contraria, los hombres no renunciaban a menudo al ejercicio de su libertad también en la medida en que la inexorabilidad de aquélla se lo permitía.

            A la vez que el profesor Blanchet hablaba en Campoamor, lo hacían Alain Tourain y Manuel Castells en la Residencia de Estudiantes de Madrid. El primero sostuvo la tesis de estarse viviendo en la no sociedad. El segundo la de una sociedad en la red.

            Mientras que Ginés de la Jara prefería dejar que los demás pensarab y él actuar en la parcela que felizmente había podido agenciarse. ¿Estimulante aquella reciente película del erotismo mar adentro y tierra costera? A esas alturas no hacía falta.

            Sin habérselo propuesto, le envolvía un aura de respeto a lo incógnito de su pasado. Y ello porque él mismo había conseguido relegarlo al rincón de los objetos olvidados e inservibles. Cuando bebía parsimoniosamehte con los más íntimos, le gustaba evocar, sin dar detalles, algunas estampas de mujeres que habían cruzado por su vida, efímeramente. “La irlandesa del viaje a Lourdes. La de Brujas. ¡Cuánto catolicismo! ¿La de Torrevieja también? ¿O ella habría preferido hacer compañía al índice de Gabriel Miró?”. Era evidente que lamentaba no haberse quedado con alguna de ellas. Pero eso bastaba. La historia de las otras o la otra, con las que se quedó pero no hasta el día, resultaba secundaria. Y ahí estaba lo bueno de esta hora suya en la urbanización de la Costa Blanca.

            En ésta, le parecía obligatorio traer a colación a menudo al poeta que había acabado dándola nombre, felizmente arrumbado el precedente de Matamoros, el que había figurado en su propia escritura de adquisición. Don Manuel Azaña dijo en el Ateneo, poco antes de la República, que Campoamor era escéptico y algo cazurro y tenía un ingenio de notario. ¿Qué pensar de ese retrato? Ginés de la Jara admitía alguna incompatibilidad entre el ingenio por un lado y por otro la catarata de casillas de los presupuestos de la fe pública y las garantías del derecho inmobiliario. Pero cuando el ingenio afloraba a pesar de ese lastre, era tanto más jugoso cuanto adquirido por derecho de conquista. Y aplicaba esa deducción a Don Ramón, aunque éste no hubiera pertenecido a ninguno de los dos cuerpos hermanos de notarios y registradores. “Don Quijote a caballo de Clavileño me parece menos ridículo que los filòsofos positivistas que pretenden galopar hacia lo ideal montados muy gravemente sobre el hecho o, lo que es igual, sobre el pollino de Sancho.  ¿No es verdad que paraliza el corazón y asfixia el cerebro este aire encalmado que apenas puede sostener los miasmas de la tierra por donde ha pasado?”.

            ¿Y no era esto tremendamente actual? Para Ginés de la Jara en la Dehesa de Campoamor, sí. Lo que no era incògnito era que él había decidido retirarse en busca de sus originalidades de siempre, luego de haber llevado una vida fecunda agavilladora de muchas y variopintas experiencias en el campo de la hostelería. Hospes hospiti sacer. Le daba rabia no saber quién era el autor de este lema de la IAH, la Asociación Intrnacional del gremio, ni siquiera si era moderno o estsba tomado de un clásico. Pero todo se andaría. Que a la vera del mar latino se podía aguzar el ingenio y ahondar en el estudio.

            Aquí, Ginés de la Jara había tomado por lema una canción que los tuaregs del desierto de Sahara dedican al rito hospitalario del té: Es el momento en que el tiempo cambia de valor y la vida se mide entre los instantes que separan el primero, el segundo y el tercer vaso. Un momento y una medida cuya recuperación estaba convencido sería la salvación del hombre moderno. Él se había propuesto alumbrar una gota de muestra inmerso en la Dehesa de Campoamor. Desde un hotel naturalmente.

            La geografía urbana de esa urbanización le parecía una genuina clausura monacal. Hasta salir a la carretera de Cartagena a Alicante se respiraba una atmósfera inefablemente cerrada en sí misma, definida exclusivamente por su propio aislamiento. Tanto que no necesitaba de murallas para tener la categoría esencial de intramuros. Y entre la carretera y ella no había solución de continuidad, ninguna frontera. Alejándose por la playa, a un lado se encontraba Mil Palmeras y al otro Aguas Marinas. Todavía dentro de la clausura, también como las aldeas de los alfoces medievales en torno a la villa. Más allá, para Ginés de la Jara se entraba convencionalmente en el territorio del automóvil. Fuera de la clausura pues, pero igualmente sin transición alguna. De ahí que la dimensión vertical fuera la más campoamoriana, los rascacielos por encima de los chalets y no sólo en el literal sentido geométrico.

            ¿Y la geografía humana? Los vecinos envidiosos de algunos territorios privilegiados decían a veces neciamente ser éstos vagones de primera con pasajeros de tercera. Pero eso era en los otros tiempos, los del estadio de la evolución humana que podía llamarse el de la sociedad. En la de hoy, Campoamor era su arquetipo, el de la falta de sociedad sin más. Dentro de su clausura había inquilinos y propietarios de espacios horizontales o cúbicos que se codeaban esporádicamente, y no demasiado, en sus espacios comunes, pero nada más. Así, en la toponimia urbana se repetía el nombre de Navia, el municipio del concejo de Coaña donde nació el poeta asturiano. Allí se estaba celebrando el centenario de su muerte. ¿Podía imaginarse cualquier conmemoración en la Dehesa que llevaba su nombre?

            A propósito de la clausura, Ginés de la Jara tenía presente uno de tantos ámbitos agridulces de la historia del siglo XX. Un estudiante alemán de música, Alban Schachleiter, nacido en Maguncia y escolar en Leipzig, de paso por Praga, entró en la iglesia de los benedictinos de Emaús. Y recibió tal impresión de la majestuosa belleza de sus oficios que tomó allí mismo la decisión irrevocable de hacerse monje suyo. Propósito que cumplió. Llegando a ser abad del monasterio. Del cual hizo un abra de belleza romántica. Pero el siglo estaba turbio. Al independizarse Checoeslovaquia, fue expulsado del nuevo país por presunto espía alemán, vuelto al suyo se hizo amigo de Hitler mientras creaba una escolanía gregoriana y poco antes de que squél entrara en su Praga de adopción murió fuera de la Iglesia. De toda esta historia, Ginés de la Jara retenía la fecundidad posible de una clausura monasterial. ¿Por qué no esa Dehesa de Campoamor tan enclausurada?

            Y hacía memoria a su propósito de su visita anterior. Y del presentimiento entonces, hecho intuitivamente voluntad, de que volvería. Claro estaba que, de haberlo hecho muerto, el designio no habría dejado de cumplirse aunque de otra manera y no se le habría podido acusar de infidelidad. Pero estando vivo su fidelidad tenía otras exigencias. Y a su servicio abnegado estaba. 

            Él todavía se sabía el proverbio de que el buen paño en el arca se vende. Ambivalente como todo el refranero. Lo cual no le menoscaba. En cambio el axioma contrario, que era el imperante en la actualidad, sólo admitía una lectura, la no existencia de lo que no sale en la foto.

            Enfrentado a la puesta en marcha de su empresa, Ginés de la Jara reconocía la necesidad de tener en cuenta las dos vertientes. El repudio de la identificación del espíritu con el escaparate llegaba a la propia esencia de su empeño. Pero si no hacía conocer éste no llegaría a darle a luz. Pues ahora ya sólo los anticuarios vendían arcones y no para guardar paños.

            Sin embargo, no era raro que uno se diera por vencido sin luchar ante el deslumbramiento óptico que era la receta de la época. Aunque alguna vez era posible escudriñar ciertos rincones no alumbrados por sus focos. Él se había dado cuenta de ello en el período aúreo de su carrera. Cuando dirigía el Savoy de Londres.

            ¿Y por qué buscar en Campoamor el reducto? ¿Solamente por el sentimentalismo ligado a aquella su remota visita cuando estaba tan densamente fichado por la policía franquista?

            Él estaba convencido de haber razones más objetivas, aunque sin negar lo decisivo de su impulso personal- Cierta vez conoció a un benedictino de Montserrat empeñado en hacer una fundación renovada en un paraje del todo virgen de historia. Le había entonces hablado del tremendo peso que para empresas tales la historia tenía, por más que los tiempos hubieran cambiado y entre la etapa de ayer y la de hoy mediara tanta solución de continuidad. Dándolo por bueno, Campoamor, con una historia que no llegaba al medio siglo y ya polarizada hacia la fase asocial que se estaba acabando por vivir plenamente allí, aún más nítidamente que en su entorno, resultaría pintiparado para su proyecto.

            Unamuno acuñó la frase seductora, tanto que luego fue atribuida a otros escritores, entre sí distintos pero con algo de común en su sensibilidad, de las felices ciudades que tienen obispado y no tienen gobierno civil.  Ginés de la Jara la hacía suya. Pero sin negar su inversa. El encanto de las ciudades que contaban con gobernador civil pero no tenían obispo. Donde uno se sentía alado por libre del lastre de la historia y sin la sombra de una catedral que podía llegar a amenazadora no tenía que recordar todos los pecados cometidos desde la confirmación hasta acá. Así La Coruña. Bilbao, San Sebastián, Castellón, Huelva, Logroño, hasta la provincia profunda de Ciudad Real, Soria y Guadalajara.  Y este Alicante sobre todo.

            En Alicante le contaron la historia de Iñaki Bereciartúa y Emil Kekofors, una de las pocas historias que se sabían en Campoamor, donde naturalmente había historias, como en todos los lugares donde hay hombres y animales, pero resultaban desconocidas, y de no serlo, casi nunca tenían quien las contara.

            Iñaki y Emil eran dos viejos, el primero un sacristán vasco y el segundo un pastor de la iglesia luterana de Finlandia. Los dos viudos, solos y de los pocos vecinos que la urbanización tenía todo el año, Iñaki en el edificio Rhin y Emil en el Ulla. Emil alto, ancho, pálido, rubio su escaso pelo, muy claros los ojos azules, pasaba todas las tardes un rato largo frente a un vaso grande de leche fría en el hall del Montepiedra. Iñaki, delgado, cenceño, calvo, nervioso y gruesa la voz, la cual prodigaba desde luego más que Emil, coincidía con él allí algunas veces, en su caso frente a una copa de jerez oloroso, concretamente BC200, una selecta y escasa marca de Osborne de la que sólo quedaban vestigios y a lo largo de toda su historia se había vendido casi exclusivamente en Boston. Una de aquellas ocasiones, ante lo insistente de la mirada de Emil al violeta de su vino, Iñaki le sonrió amablemente y consiguió que le entendiera una explicación rigurosa de la elaboración del sherry. Emil se interesó por los detalles, pero dijo que no bebía ni una gota de alcohol, hasta el extremo de haber encabezado en su país un movimiento para usar en la misa leche, arrostrando los consiguientes problemas bíblicos y teológicos. Iñaki se atrevió a preguntarle si Martín Lutero había bebido demasiado, como había oído incluso predicar a un cura en Vergara. Emil se rió ampliamente y le respondió que el asunto era complejo. Para hablar de él largo y tendido como debía ser.

            Así se hicieron amigos. A Emil le divertía oír contar a Iñaki de las devociones de su tierra, de procesiones, cofradías, difuntos, bendiciones y hasta exorcismos, vírgenes y santos. A Iñaki en cambio le interesaba la visión del mundo de aquellos cristianos tan secos.

            A Ginés de la Jara le gustó aquel encuentro. Una excepción al mundo incomunicado de esa urbanización y las demás, aunque lamentablemente había que reconocer que sin mucha diferencia con las viejas ciudades y hasta con las aldeas incluso si es que en ellas quedaba más de un habitante.

            Pero había otro estimulante a esa composición de lugar. Era el BC200. ¿Cómmo aquel vino tan caro y en peligro de extinción en aquel bar y al alcance de un cliente de tantos? La explicación que le dieron le puso definitivamente en su camino. El sacristán vasco no era un cliente de tantos. Y no por poder más. Se trataba de una escala de valores caprichosa y romántica del director. Ese vino se reservaba a quien más capacitado estuviera para paladearlo. La elección no era fácil. Como que sólo se hacía de tarde en tarde alguna. Resultando siempre más que polémica, extraña. Y ese había sido el caso del viejo servidor de la iglesia.

            Hasta que aquel director se fue muy contento a la isla de Samoa. Ginés de la Jara andaba en busca de sus señas. Y su propósito era hacer regla de su excepción.  O sea lo suyo a cada cual.

            Lo curioso era que del BC200 quedaba una botella mediada de la que no se preocupaba nadie. En el muro de tras de la barra, entre tantas. Sin que nadie la pidiera.

            La reserva se había casi agotado en una boda, la del propio Emil, con una hermana viuda de Iñaki que había sido cerora. Al pastor le pareció el menester tan interesante que, por muchos años que Dios le diese de vida, siempre estaría a tiempo de enterarse de alguna curiosidad más gracias a  su cónyuge. Y por añadidura se dio al aprendizaje del vascuence. Alguna vez, ella, Aránzazu, le instaba a hacerse católico. Pero él la decía que habiéndose protestantizado el catolicismo, dar ese paso. nada más que aparente, no tendría sentido. Apostillando que no se trataba de un juicio de valor, sino de la comprobación de un hecho.

                                   2.-A la busca y captura de hombres y de vidas

            Ginés de la Jara llegó a tiempo de comprar, para su peculiar empresa, el último rascacielos de la línea de la playa que cabía en la Dehesa. Lo adquirió estando todavía en obras, pero lo bastante avanzadas éstas como para necesitar ser modificadas a fin de adaptarlas a su caprichoso plan.

            A él le gustaban los rascacielos. Como la aviación. Y no le escandalizaba que se hubieran construido en la costa. ¿Había abominado ya Gabriel Miró de “la destrucción de Benidorm”? Acaso de vivir ahora no sería de los más protestantes.

            Su idea era dedicar el edificio a hotel. Pero éste sólo a medias sería un negocio. Más de la mitad iba a tener un destino altruísta. Que sencillamente consistiría en hacer de Campoamor el punto de arranque de la recuperación del comunicarse entre los hombres de carne y hueso.

            Las plantas de habitaciones no iban a ser apenas diferentes de las gemelas en los otros rascacielos de apartamentos que había en la urbanización, con nombre casi todos de río. Las destinadas a los servicios comunes requerirían desde luego una distribución muy distinta. Y las habría también mixtas. Una característica sería cierta propensión al laberinto. La dificultad de conocer el plano, la falta de simetría, la posibilidad de la sorpresa, eran valores esenciales en su concepción de aquella morada. Algo de eso había en su hotel favorito, el Velázquez de Madrid.

            Del suyo se haría una propaganda basada en la singularidad. Un terreno en que él se perdía. Habiéndolo entregado por eso a los especialistas en publicidad. La dificultad estaba en hacerse entender de ellos. Pero fue superada. Eso para la parte mercantil. Para la otra se bastaba él mismo. Únicamente para cabalgar por la internaútica recurría a colaboradores.

            La peculiaridad estaba en que al menos el cincuenta y uno por ciento de los cuartos de ese hotel serían ocupados gratuitamente por quienes demostraran tener más entusiasmo y estar dotados de la suficiente capacidad en pro de esa fe de erratas de esta vida moderna definida por la base asocial y la consecuencia de la incomunicación. Se complació en elaborar el reglamento detallado que la idea exigía.

            Para no romper con la joven tradición de la toponimia del lugar dio a la casa el nombre de Danubio. Por haberle llamado río divino Garcilaso de la Vega. También pues en consonancia con el callejero todo dedicado a escritores. Debajo del hidrínimo, en letra más pequeña, se leería el epíteto en cuestión.

            Los clientes de pago tendrían la misma libertad que en un hotel cualquiera. Pero siéndoles posible participar en las faenas de los otros e integrarse en ellas. Y Ginés de la Jaera no se arredraba ante la posibilidad de dar a la televisión las facilidades bastantes como para iniciar una tímida competencia al Gran Hermano.

            Su aspiración última era que se siguiera su ejemplo. Mostrándose muy ambicioso en cuanto a esta difusión. Pero con la renuncia anticipada a salir de ese rincón y ocuparse de ella. Después de haber viajado, en tren y entre naranjos, de Murcia a Orihuela, creía haber adquirido el derecho al descanso que también sería el eterno en la tierra prometida. Joan Maragall tenía también en Campoamor una calle, y a él le resonaba allí su Cántico espiritual. Otro poeta, Antonio Machado, había cantado las suaves noches y las finas torres de Valencia cuando ésta era la capital de la guerra. ¿No eran tambén finos los rascacielos de la urbanización? Desde luego sus noches sí suaves.

            Y cuando se pasaba de esas excelsitudes poéticas a la planificación de su gastronomía, no tenía la sensación de un descenso. Aunque en ello no ahondaba. El caso era que la piedra de toque de su ideal iba a ser el culinario. Estimularía la participación de todos en él, tanto activa como pasiva. Cual la mejor manera de comenzar la comunicación intensamente desde el principio. Y en esa aspiración, ¿por qué no llegar a elaborar variedades representativas del chocolate, teniendo tan de cerca el recuerdo del que había fabricado a su nombre el creador de la urbanización? Sí. Los chocolates Tárraga serían la base.

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            “Yo fui locutor en el Servicio Español de la BBC. Viví unos cuantos años en Londres atendiendo las exportaciones de tomates de uno de mis tíos. Somos murcianos. Me llamo Fulgencio Pagán.

            El inmenso edificio del Bush House era una cosmópolis. Tanto que la calidez de los viajes que la imaginación se podía permitir en su interior era una enmienda a la frialdad que lo definía. ¿Y eso de la hipocresía inglesa? Sólo apuntaré un detalle. Se emitía en chino cantonés, pero en irlandés no. Me dijeron que el irlandés no se hablaba en la parte de Irlanda servida por la BBC. Mas, ¿esa falta de atención entre vecinos?

            Las emisiones para España duraban un cuarto de hora a mediodía- noticias y revista de prensa- y tres cuartos desde las nueve de la noche. Hispanoamérica estaba mejor atendida, pero yo no tenía contactos con ellos. Nuestro grupo era el de los países mediterráneos e Israel.

            Una vez a la semana había unos minutos de programa regional. Recuerdo uno muy atractivo sobre las fiestas del pueblo leonés de Villalbino, el de Luis Mateo Díez. Cuando se dedicaban al País Vasco, Cataluña, Valencia, Baleares o Galicia, solían ser en sus lenguas. El último consistió en un paralelo entre Sorolla y Blasco Ibáñez. Se habló de su coincidencia en ocuparse de los trabajadores humildes.

            Esos minutos al mes en lengua no castellana irritaban a Franco, quien consiguió preocupar al embajador británico en Madrid. A su vez éste contagió de su preocupación al Foreign Office. El cual la trasladó a la BBC. Ésta canceló las emisiones anatematizadas. Allí decían que la emisora era independiente y que habrían podido no atender la recomendación. Curiosa manera de defenderse agravando la acusación.

            El incidente coincidió con algunos episodios sentimentales de mi vida, a uno y otro lado del Canal. Con que decidí dejar a los anglosajones en busca de las gentes de mi lengua. No agradecí nada el fervor caudillil que los liberales y democrátas británicos habían desplegado por ella.

            Encajé bien en Bolivia. De veras que el mundo andino tiene un un misterio que seduce. Allí me sentí en la plenitud de mis ilusiones pero también de sus realidades, siendo la voz amiga para unas gentes que tenían media vida en la radio, aunque no perdidos tan aislados entre sus altas cumbres que habían adquirido la bastante capacidad para ser mis interlocutores a distancia, de una manera tan vigorosa que de veras dialogábamos cuando yo sólo veía mi micrófono. Estoy escribiendo mis memorias de esos años. Una vez tuve una conversación con el General Vicente Rojo que enseñaba en la academia militar del país. ¿Este itinerario vale de recomendación para regar la semilla de la comunicación en la Dehesa de Campoamor?”.

            “Soy Beat Burckhardt, un suizo de lengua romanche o reto-románica. Tengo una farmacia en San Fridolín del Otero, ésta me han dicho que sería la mejor traducción castellana de mi topónimo. He dado algunos cursos de Historia de la Farmacia en Basilea. Estoy convencido de la vida del pasado en el presente. Y consecuentemente de su trascendencia para el futuro.

            Me sigo deleitando con la elaboración de las fórmulas magistrales, que no despacho, sino que dispenso. Fiat secundum artem. Tengo clientes de cantones lejanos y hasta de más allá de la frontera. En los viejos tiempos de nuestra vieja Europa, algunos boticarios tenían que saber latín. Por ejemplo, los de Montpellier. Donde por cierto me dijeron que había nacido un rey español.

            Reconozco las excelencias de la Química, pero no la concedo el derecho de devorar la Botánica y la Zoología, ni la Geología siquiera.

            Yo he aliviado y hasta curado a mucha gente con un remedio de la farmacopea romántica, el Liquen Islándico. A unos pocos, y muy caracterizados, con la Uña de la Gran Bestia.

            ¿Qué es el Liquen Islándico? No lo mire al Espasa. Debo explicárselo yo. Hay un último toque que no encontrará en la inmensidad de sus doctas páginas. En alguna farmacopea de antaño, sí. Pero sería difícil de encontrar y habría que saber leerla. Yo puedo enseñarle.

            De veras que mi remedio tendría buena aplicación en el Danubio, río divino.

             “Me llamo Bruno Manso de Irala. He sido monje cartujo en Jerez de la Frontera.

            Reconozco que soy poco animoso, nada emprendedor, necesitado de apoyo, enfermizo desde niño. No sé cómo me admitieron en la Orden. Una de las exigencias a los postulantes es la falta de propensión a la neurosis. Aunque no estoy descontento de mi permanencia en ella, ni me siento culpable frente a mis votos.

            Pero al cerrarse mi monasterio me sentí sin fuerzas para pasar a otro. Estuve tentado de aceptar la oferta de irme con los fundadores de uuo en Corea. Mas no pasó de una ilusión.

            Cierta vez, el Ministro de Sanidad del Reino Unido hizo una magna encuesta sobre todos los núcleos de población y comunidades del país. La única cartuja que hay en éste, Parkminster, arrojó el índice de mayor longevidad. El Ministro no nos conocía. Cuando preguntó por nuestro régimen de vida, desistió de recomendar su imitación a sus compatriotas de a pie. En España era creencia común que los cartujos no hablaban más palabras que las de esta forzada salutación al encontrarse entre sí: -Hermano, morir tenemos. -Ya lo sabemos.

            Lo cierto es que nuestra existencia es una mezcla perfecta de la soledad y la comunidad. Cada uno pasa el día en su celda, y cada una de éstas es una casita de dos pisos con un trozo de huerto. Pero hay a la semana una tarde de recreo y otra de paseo. Y vamos juntos al coro tres veces, la primera al interrumpir el sueño para cantar maitines y laudes.

            Ya fuera de la cartuja, yo confieso que tengo miedo tanto al silencio como a la conversación. Y creo haber encontrado la fórmula saludable: guardar silencio conversando y conversar en silencio. Lo que creo aplicable a las intenciones de usted a la vera de ese mar. Le pido me deje hacer el experimento.

            En la Universidad de Salzburgo hay otro antiguo cartujo inglés, James Hogg, que lleva ya editada una nutrida biblioteca de temas cartujos. Si usted quiere, la enriqueceremos con un nuevo título. Que no sería de los menos comerciales.

            PS- Unamuno escribió una vez de “la voz abismática y eterna de su casta cartujana”. Y uno de sus libros se titula Soliloquios y conversaciones”.

            Y lo más importante. Me han asegurado que el territorio de Campoamor fue de una cartuja que tenía por titular a San Pedro. Y parece no acabó cuajando por mor del miedo a los piratas berberiscos. Con que ¿ ha prescrito todo?

            “Le escribo desde Orense. Me llamo Ass Thiossane. Soy senegalés. Estoy encantado en esta mágica ciudad provinciana del interior. Me parece un milagro haber conseguido vivir aquí sin más que enseñar la música de mi país.

            Mi instrumento es la kora, de calabaza y tetracorde. Aunque estoy al tanto de las modificaciones con que la han enriquecido unos benedictinos franceses que tenemos cerca de Dakar. Y naturalmente tengo muchos de percusión, para lo que ya voy contando con concertistas discípulos.

            No voy a divagar en torno a las grandezas y miserias del fútbol. Las últimas no pueden estar más a la vista. En cuanto a las primeras, he oído contar que un campesino le dijo a otro al ver por primera vez su juego: -¿Cómo se pelearán tanto por una bola? Como no tenga algo dentro...Pero es que sí lo tiene. El intríngulis está en descubrirlo y disfrutarlo.

            Me ofrezco a traducir el fútbol a música. Ni más ni menos. Darle una expresión musical. Que puede ser tan variada como el juego mismo. Lo que quiere decir épica, lírica, dramática”.

            “Me llamo Epifanio Cortés Mogrovejo, y era conocido en el cuerpo por Epi el Astorgano. Aunque no soy de Astorga. Pero sí de la diócesis. Berciano de Bembibre. Me acuerdo todos los días de Don Álvaro y Doña Beatriz. Por cierto que desde ahora me ofrezco a sacar partido en el Danubio, río divino a El Señor de Bembibre. Del que, a propósito, falta la película.

            Mas, yendo al grano. Fantasías aparte, ¿qué méritos tengo? Sólo uno, haber sido a lo largo de treinta y seis años ambulante de correos en el nocturno Salamanca-Astorga. Con la solemnidad, el esmero y el orgullo de buena ley con que en mis buenos tiempos se prestaba ese servicio.

            Ya sé que de tantas cartas como he manejado, las de más trascendencia no tienen porqué haber sido las de procedencia lejana y franqueos exóticos. Pero también de esas matasellé.

            Y es el caso que ahora los hombres necesitan cartas más que nunca. Yo de las cartas de antes por dentro no puedo decir nada. Mi secreto profesional no tenía que envidiar al del penitenciario de mi catedral. Pero manipularlas, de veras que me hizo conocerlas. Me imprimió carácter. Y creo estar en conidiciones de comunicarlo a quienes comunicarse quieran en y desde la Dehesa de Campoamor”.

            “Yo soy hijo de un portero de la calle de Velázquez. De la casa donde tenía su torre-piso Ramón Gómez de la Serna. Mi padre fue miliciano y se exilió en Méjico. Y todos los días de su vida que estuvimos juntos, me contaba algo de aquella vivienda literaria. Recibió alguna carta del escritor desde Buenos Aires.Yo tengo las obras que le dedicó, bastantes. Aquí mismo estoy acariciando la encuadernación de El Secreto del Acueducto.

            ¿Quiere que le reconstruya en el Danubio, río divino, la torre de Ramón? ¿O que aprovechemos ese divinal cajón de sastre para montarnos otra distinta? Deme ocasión. Ya será la última. Que ha llovido mucho desde que André Malraux envidiaba las ocurrencias de los contertulios de aquellos cafés madrileños. Se nota que el hombre desciende del mono por la manera que tiene de mondar los cacahueses”.
                                              
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            ¡Y qué curioso! El mensaje de Epi el Astorgano era el único que había llegado por correo electrónico. Ginés de la Jara admitió todas esas solicitudes. Por su parte, él tomó también la iniciativa, haciendo algunas ofertas. A los Hermanos de la Cruz Blanca, para que le prestaran por un poco de tiempo a uno de los suyos. En esta época de cierre de monasterios y extinción de congregaciones por inanición, se había fundado esa nueva. En Ceuta. Ello era tan significativo que no hacía falta saber más. Una frontera esa ciudad, como ya cuando la citó Dante. Pero ahora sin aduana para las pateras. A Ricardo Gelmírez, un radiotelegrafista de El Ferrol que había navegado los cinco océanos del mundo, desde la Trastlántica hasta pequeñas compañías domésticas y hasta individuales desparramadas por el Caribe, el Sureste de Asia y Polinesia. Porque él sabía que cada mar tiene sus idiomas, aunque en todos hay algo común. A Rosendo Cabanillas, el campanero de la catedral de Mondoñedo, que había logrado hablar con sus toques mucho más en detalle y allá de las distinciones convencionales de duelo, júbilo y ritmo señalero de lo cotidiano, y se tenía aprendidas muchas historias inéditas oídas a Álvaro Cunqueiro y algunas desde la botica de su padre. A Wolfgang Stegmüller, un veterinario del zoo de Berlín, venturosamente enclavado en el centro de la ciudad, para que explicara cómo había logrado que los animales de su custodia transmitieran a sus convecinos humanos mensajes subliminales. A Pep el Rabudo, un artista fallero de Valencia, que entendía del doble significado de las cosas y los hombres, o sea en su estática y en la dinámica de su consunción. A Pancho del Carmen, un prestidigitador del norte mejicano, en la frontera del desierto de Nevada, que llegado a la Tierra del Fuego, siempre con el único equipaje de una maletas flexible de cuero donde le cabían incontables cosas, decidió recorrer todo el continente, con la única aspiración de ir siendo mantenido de pueblo en pueblo. Y ahora, llegado ya a Alaska, estaba un poco cansado. Campoamor le vendría bien para algún reposo, compatible con la docencia en el Danubio, río divino del otro doble lenguaje de las cosas. ¿De los seres también? A John-Bede Murray, un astrónomo a punto de jubilarse en el suroeste australiano, que había sido discípulo del jesuíta O’Connell, su compatriota director de la Specola, el Observatorio del Vaticano. Éste había estado a punto de recibir la sagrada púrpura. Entonces le habrían llamado el cardenal de las estrellas. John-Bede había aprendido de él una cierta manera de intercambiar el silencio y la locuacidad, cada uno con su valor a la busca del común a ambos, también a la manera cartujana, aunque lo había vaciado de contenido místico. Y a Katherine Baldwin, en Christchurch; a Jane Mansfield, en Chicago; y a Margaret Spencer, en la Samoa americana. Eran tres filólogas obsesionadas con la comparación de unas y otras lenguas, angustiadas por la expectativa de que desaparecierran antes de dejarse testimoniar por ellas. Y en Taiwan, la Formosa de antes, Chen-Shen-I, una maestra de baile y ópera antigua, había llegado a otro secreto, el de combinar el movimiento y la inmovilidad, que ambas cosas hacían a la vez sus danzarinas, sobre todo con los brazos pero también con el resto del cuerpo, con todo él, y por supuesto con el espíritu.

            Ginés de la Jara soñaba con las conversaciones que se iban a tener en el Danubio, río divino. Y con las historias que se iban a incubar en sus laberintos. ¿Acaso también llegarían los detalles de su arquitectura a un modelo a imitar por esa vía de la salvación de lo que estaba perdido? Y gracias a que también se soñaría, además de los recuerdos de esperanzas no faltarían las esperanzas de recuerdos.

            Claro que lo único seguro era que su libro estaba encuadernando en blanco. Si sus páginas iban a ser escritas y en qué letras aún se lo tenían reservado los hados. Y mucho más su traducción a otras.

            ¡Ah! Y la empresa no se concebía sin perros. Faltando éstos los hombres carecerían de toda una dimensión de su lenguaje. Ni más ni menos. A quienes desconocían esta verdad, no les faltaba sólo la sapiencia del veterinario Stegmüller, sino una sabiduría más profunda, la esencia.       

                                                           ANTONIO  LINAGE
                                                           Rhin, 9ºG

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