sábado, 18 de septiembre de 2010

Cállese, Winston, que está borracho

CÁLLESE,   WINSTON,   QUE  ESTÁ  BORRACHO


            En la pasada centuria, y más a medida que fue avanzando, era corriente, ante la noticia de cualquier desaguisado, manifestar el asombro de que hubiera ocurrido en el siglo XX. ¿Por qué? ¿Narcisismo de quienes vivíamos en él? Pues la realidad histórica habría abonado precisamente la reacción contraria, el tomar nota de cómo una sombra más encajaba en una época de tinieblas. ¿Que en éstas se dejaron ver puntos luminosos, los alumbrados por los espíritus nobles disconformes? Sí. Pero ellos no eran un patrimonio coetáneo, sino de todos los tiempos.
            Tomemos un libro clave, La Montaña Mágica de Thomas Mann. Sus últimas páginas retratan un ambiente, extrañamente sobrevenido, de excitación y de ira. Era el precursor de la llamada Gran Guerra. Ésta duró cuatro años, de 1914 a 1918. A su salida se quiso respirar brisas amables. ¿La belle époque? Pero los nubarrones que pronto se agolparon hicieron mirar con benevolencia los más siniestros del pasado. Por eso los historiadores prefieren llamarla de entreguerras. De 1939 a 1945 duró la segunda mundial. Por lo tanto hubo gentes que hicieron las dos. Y sin solución de continuidad, la última fue sucedida por la guerra fría, casi a lo largo de la mitad del siglo, un aislamiento feroz entre dos mitades del mundo, paradójicamente en los días de las comunicaciones más aceleradas que se habrían podido soñar. Un profesor italiano de Derecho Internacional sostuvo la tesis de haber dejado de existir éste como tal, vigente sólo en el interior de cada uno de los dos mundos al acecho. Así las cosas, ¿cuántos años del novecientos fueron de paz? Y no nos olvidemos de que las nuevas técnicas habían hecho los desastres de la guerra tan mortíferos como tampoco las peores pesadillas habrían vislumbrado. 
            Estoy escribiendo desde mi rincón madrileño de la calle de Canillas. Está cayendo la tarde. Es abril pero el tiempo es bueno. Que, contra otro tópico, en este mes oficialmente de primavera abundan en esta tierra los días fríos. La mayoría de mis convecinos, y también de quienes no lo son, se quejan de la falta de tiempo, y de la incompatibilidad de la ciudad y el mundo en que vivimos con la puntualidad. Pero yo tengo tiempo. Por eso estoy escribiendo. Y no suelo llegar tarde. Ni lo quiero. Por eso escribo ahora, ya. En la minúscula terraza que prolonga mi tan pequeño como íntimo piso. Desde aquí puedo oír el teléfono. Y es positivo que ello me sea una circunstancia agradable, que aún lleguen a esperanzas algunas posibles llamadas.
            Pero a mi visión de esos cien años del mundo tiene que seguir una ojeada a mi país. Vaya por delante que, a estas alturas, no puedo tener por ventajoso y justo que no entráramos en ninguna de las dos guerras grandes. Nuestra realidad había sido una historia densa, de sombras espesas y luces multicolores, hasta que nos vino la guerra nuestra, que no fue pequeña. Y así se había pasado más de una tercera parte de la centuria. Bastante después, en una de sus comedias tan “típicas” en el sentido literal del adjetivo, Paco Martínez Soria cogía un periódico del día y empezaba comentando: “-Podría ser el de hace cuatro años”. Tenía razón. No había pasado nada, nada pasaba, nada iba a pasar. Y, sin embargo, nosotros nos habíamos creído que sí iban a haber pasado cosas.
            Me he referido a la neutralidad. Pero en la segunda guerra entramos psíquicamente. De lleno. Creíamos que tenía algo que ver con nosotros. Que a su terminación iba a pasar algo, que su resultado se notaría también aquí. Mas no fue así. De tan perfecta la nada que vivimos, pudimos pensar que no existíamos. Además, habíamos tenido una visión romántica de aquel conflicto. Tardamos en darnos cuenta de que, en la mente y el propósito de sus protagonistas, había sido un juego de intereses materiales en el que por eso no tuvimos ficha. 
            Alfred Rosenberg, el mitólogo báltico del nacionalsocialismo, escribió un libro titulado El mito del siglo XX. Curiosamente, el Vaticano se atrevió a incluirlo en su índice de libros prohibidos. Pero en esa centuria hubo otros mitos. Que la nuestra ha heredado. Hace poco he estado en Nueva Orleans. Ya era hora. ¡Qué maravilla! Allí he visto, casi una enfrente de otra, una estatua de santa Juana de Arco y otra del primer ministro británico en la segunda guerra, Churchill, Winston de nombre, para ser exactos Winston-Leonard-Spencer Churchill. También nuestro caudillo tenía varios nombres de pila, hasta uno más que su colega de Albión, Francisco-Paulino-Hermenegildo.Teódulo.
             Con que hasta una estatua en Nueva Orleans. ¿Winston pues un pequeño mito del siglo XX? ¿Defendió la libertad, ganó la guerra en la cual ésa estaba en juego, tuvo una participación decisiva en galvanizar para ello las energías de su país? Pues yo no lo creo así. Amigo Platón, pero más amiga la verdad. Y basta de preámbulos. Aunque aún debo reconocer que, sin embargo, accidentalmente, a mí el falso personaje me ha servido de leit-motiv para apartar de mi vida los peligros, las influencias malévolas, los demonios si queréis que nos entendamos en el lenguaje tradicional.

            Yo no había vuelto a vivir en Madrid desde los dos remotos años de preparación de las oposiciones. Por eso ahora, recién jubilado, la antigua Villa y Corte me sabe a golosina. Jubilado pero Decano del Colegio Notarial. Una innovación con sonido discordante al no tener ningún precedente, pero que se está ganando un reconocimiento unánime sencillamente por su eficacia.
            Sólo he tenido dos notarías en mi más de medio siglo de ejercicio. Unos meses en San Sebastián de la Gomera y el resto en Letamenia, mi pueblo, adonde llegué por permuta y de donde no quise moverme. De lo cual no me arrepiento, pese a los caudales perdidos. Me acuerdo también del paisaje de aquella isla, que tiene algún parecido con el tan singular de Letamenia. Ésta llovida en las peñas, una traducción del amerrizaje de aquélla en las olas. También estoy contento de haberme casado con Asunción, una paisana y vecina, tabique por medio la suya de la casa de mis padres, aunque de pared medianera bien protegida por el Código Civil, lo apunto para alejar cualquier veladura incestuosa. Y satisfecho también de haber tenido siempre desde entonces un perro pastor malinés. De Malinas, la sede de los primados de Bélgica. Siempre que voy al Escorial con él -y he hecho además un rito del llevar allí a cada nuevo animal, no sé por qué- me hago la ilusión de que esta fidelidad de uno de sus súbditos flamencos a este extremo del tiempo, habría llegado a poner un levísimo tinte de complacencia en la adustez de Felipe II. En fin,  ahora estoy a punto de tomar una decisión, quizás la última, de la que tampoco espero arrepentirme, mientras que de no decidirme a ella presiento sería contrario.

            Una pequeña vida la mía, claro que sin llegar siquiera a gota de agua en el océano, infinitesimal sencillamente en el contexto de la historia en torno. Por eso reconozco lo estridente de su relación en mi intimidad, en el ir y venir a y de mis soledades, con la de un hombre tan poderoso, protagonista de la historia misma, como el inglés de la estatua de Nueva Orleans. Pero de veras que no soy pedante. Sino que, veréis...
            En francés, misa del demonio quiere decir interrogatorio del juez. Y yo de cuando en vez se la digo, le digo esa misa, al fantasma de aquel prémier. Aparentemente con la pretensión de juzgarle a él. En verdad previniendo mi propio enjuiciamiento. Para quedarme en la tierra de la verdad, a la vista aleccionadora, como una vacuna, de su mito. Pido pues vuestra venia para este interludio “litúrgico”.


                                   1.-Una guerra que no era la nuestra

            Cuando yo no había llegado todavía a la adolescencia, en las tierras y los mares en torno a nuestro país, lo repito, estaban pasando muchas cosas. Había guerra. Pero nuestra paz, la de la tumba, era inconmovible.

             23 de julio de 1943. Winston invitó a comer, en su casa oficial de Downing Street 10, al Embajador de España. Era primo y buen amigo suyo, el Duque de Alba. El Caudillo nunca pudo soñar con un recadero de tanta alcurnia. No había señoras. Por eso sobraban cualesquiera pudores. El prémier manifestó su gratitud al Caudillo. Dijo haber estado de su lado en su guerra. Y que el Caudillo amaba a España. Winston nos echó incluso un piropo a los españoles, llamándonos fieros e indomables. (Gracias, míster Churchill. Pero...el caso es que su elogio nos llegaba justamente cuando estábamos dejando de merecérnoslo). El 23 de octubre, el Duque Jacobo Stuart Fitz-James le devolvió la invitación en su casa. Pero esa vez hubo señoras. ¿Acaso por ello el prémier se mostró un poco más parco en sus alabanzas al Caudillo?¿Le parecieron demasiado obscenas para esos tiempos? Pero estaba contento. La guerra le estaba yendo bien y las noticias de nuestro Madrid seguían satisfaciéndole. (Ustedes, Winston, estaban ganando la guerra, sí. Iban a conseguir sin estorbos la rendición del enemigo sin condiciones. Como la suya en su día el Caudillo. El cual se permitió el lujo de hacerla más larga, la guerra, para que su victoria fuese más total. Perdón por la poca elegancia de mi estilo. ¿Usted también la prolongó? No sé si pudo. Pero le puedo recordar un episodio que demuestra su alarma ante las posibilidades de acortarla. Había un obispo de su iglesia anglicana, Georges Bell, el de Chichester, que de vez en cuando iba a sus despachos de Londres pidiendo algún entendimiento con los hombres de iglesia alemanes que tenían voluntad de paz. Uno de ellos era el pastor Dietrich Bonhoeffer, al que decapitaron los suyos a la postre poco antes de que la guerra terminara. Pero su ministro, Eden, llamaba a ese obispo clérigo pestilente, como en tiempos lejanos lo había hecho su rey Enrique II al arzobispo Thomas Beckett. Claro. Terminar antes los bombardeos habría supuesto más fábricas competidoras supervivientes. ¿Ve cómo el Caudillo y usted se parecen?). Winston podía preguntarse porqué a veces algunos falangistas eran tan poco corteses con él. ¿Qué más querían? (Perdone a esos muchachos, Winston. Al fin y al cabo la historia de las relaciones entre nuestros imperios ha sido tan turbulenta... Con que en el momento justo en que nosotros nos estábamos atreviendo a hablar de imperio otra vez... ¿No se acuerda de su estancia en nuestra Cuba? Pero cálmese. ¿No ve que, esos chicos, de hablar no pasan?).

            Asunción y yo hicimos juntos el examen de ingreso en Aranda. Con los demás letamenienses de aquel curso. El Director del Instituto era un paisano viejo y bondadoso que había prometido tácitamente benevolencia a todos. Pero luego, a ella la llevaron a las Francesas de Valladolid, mientras yo tuve que contentarme con los dominicos de Santa María de Nieva. Su padre era militar retirado y forastero, extremeño fronterizo, de Olivenza. La letameniense era su madre, con alguna pretensión de hidalguía en la estirpe. Mi padre era procurador, con muy buena fama y clientela en el partido, o sea uno de los curiales, como se los llamaba en la Villa. Nuestros orígenes familiares se enraizaban en el modesto comercio local. Asunción estaba pues envuelta en una atmósfera más poética. Pero no tanto como lo que va de los suspiros de Bécquer al papel sellado. Pues mi padre leía mucho y yo lo aprendí de él, además de heredarlo. Los Episodios Nacionales los terminé antes que ella. Eso sí, encuadernados en pasta española, lo mismo que los trece tomos de Alcubilla. Y todavía otra coincidencia. En el Registro Civil, la inscripción de su nacimiento seguía a la mía, en el folio inmediato. Aunque ella el quince de agosto, el día grande, yo el trece, uno de tantos. Pero sigamos.
           
            24 de mayo de 1944. El prémier se seguía acercando irresistiblemente a la victoria. Por eso sentía ya la necesidad de destapar sus intenciones. Y ahora no se trataba de una mesa con pocos comensales. Sino de la Cámara de los Comunes. Que en tiempos había sido una abadía benedictina, Westminster, el Monasterio del Oeste. Por cierto que el mismo prémier había dado su visto bueno al bombardeo que destruyó el monasterio de Montecasino, la cuna de los monjes benedictinos precisamente. (Yo no voy a quitarle sus méritos de orador, Winston. Pero entre sus discursos y los himnos gregorianos de sus predecesores en el lugar, reconozco que medidos por el rasero de la poesía y la música se acusa la diferencia. ¿Acaso en su decisión destructora pudo contar alguna envidia a estas alturas del tiempo? Pero no quiero divagar demasiado. Estábamos en la hora de las palabras de verdad). Usted empezó piropeándonos otra vez. Fuimos el imperio más poderoso del mundo. Y seguíamos teniendo una identidad poderosa y fuerte y una cultura elevada. (Gracias, Winston. Se las doy sin retintín. ¿Sabe una cosa? Que la Armada Invencible no fue derrotada del todo.. Me lo hizo ver luminosamente un maestro de historiadores, don Antonio Domínguez Ortiz. No desembarcamos y nos volvimos a casa con bajas. Pero el espectáculo de tantos mástiles casi rozando sus tejados, uno tras otro y otro tras uno, fue una pesadilla que puso a sus antepasados la carne de gallina. ¿Quién sabía si no podíamos volver?Mas sigamos con su discurso).Usted desaprobó a los que, a guisa de instrumento de la política exterior de su país, hacían caricaturas cómicas y hasta groseras del Caudillo, y encontraban ingenioso y divertido atacar a las gentes de su cuadrilla. (Claro. Hay que ser educados con todos, pero con el Caudillo reverenciosos además, que dejarse contagiar de la idolatría no es malo. Era el amo de España.Y gracias a usted, “nuestro” país iba a ser muy tenido en cuenta después de su victoria, de la de ustedes. No éramos tan pobres ni pequeños, vamos nosotros sí, el Caudillo no. Tenía el hierro de Bilbao, que usted citó. ¿Por eso acaso él veraneaba en San Sebastián, bastante cerca? Y eran suyas las costas del Mediterráneo. Pero usted, Winston, también nos mencionó a nosotros, a los españoles, a sus siervos, no sólo a Él. Para decirnos, aunque con otras palabras, que no existíamos e íbamos a seguir así, sin existir sencillamente. Nuestros problemas eran asunto nuestro, que nosotros teníamos que resolver, sin que ustedes se mezclaran en ellos. Mas, sólo una observación, Winston. Nosotros no podíamos. Teníamos atadas las manos. Y también los pies. Es como si le aconsejaran a usted algo que le sería tan grato como dejar de pagar sus impuestos. ¿Verdad que ahora sí me entiende? El caso es que su discurso pasó a ser el texto clásico del franquismo internacional. Usted iba ya camino del premio Nóbel de literatura. Por cierto que cuando se lo dieron, un periódico de Estocolmo lamentó irónicamente que Alfredo Nóbel no hubiera instituido también un premio de pintura para haberle otorgado a usted igualmente el galardón. ¡Que poco corteses son los rojos, aunque sean suecos! Mas volvamos atrás. Su discurso chocó. Aunque a usted le conocían ya d antiguo, se habían esperado un poco menos de obscenidad. Como en las cenas cuando hay señoras. ¿No había ya diputadas en aquella Cámara? Uno de sus compatriotas, llamado Charles Duff, publicó inmediatamente en Glasgow un folleto crítico, Spain. The Moral Touchstone of Europe. A footnote on Mr.Churchill’s recent speech. Acertado el título, mi país la piedra de toque de la moral internacional. Y de la suya, Winston. Que usted ya iba siendo un mito. El propio señor Duff caía en él cuando se excusaba de tener que atacarle, por grande que sea nuestra deuda con usted, una deuda que no podremos pagarle nunca, “that can never be repaid”. Aunque, ¿no cree usted que no se la pagaron mal del todo? El monumento de Nueva Orleans no es el único, ni mucho menos. Y otras compensaciones fueron más sustanciosas. Aunque le hicieran perder las elecciones cuando todavía no había estrenado los laureles de la victoria. Acaso entonces pagó usted algunos intereses de aquel desahogo de mayo. Pues algunos carteles de la propaganda de sus competidores decían: Votar a Churchill es votar a Franco. Y ahora que  ha pasado ya mucho tiempo, sus nietos no viven mal que digamos).

            Asunción y yo también coincidíamos en ser unos estudiantes óptimos. Pero ella más libremente, permitiéndose el lujo de algunas excepciones. Yo de manera pesada, integral. Y aunque no era posible ningún acceso a ellos, se sabía que escribía versos. En cambio a mí lo que me divertía era imaginar casos prácticos de derecho. Iba ya formando una buena colección en los años de la carrera. Que conservo. Hasta quieren ahora, viruelas a la vejez, publicarme algunos.
             El quince de agosto era antes la fiesta de la patrona de Letamenia. Luego la retrasaron más de un mes, por mor de las labores de la cosecha. Pero ese día los ediles seguían yendo bajo mazas a la misa mayor. El año en que cumplíamos los trece yo coincidí con Asunción ese mismo día de su santo junto a la pila del agua bendita. Ella ya se había mojado los dedos y estaba ofreciéndosela a las amigas, como era entonces costumbre, evitándolas así que la tomara cada una de la pila misma. Yo la tendí los míos. Pero ella no se dignó mirame y se santiguó sin más. Me puse colorado, sintiéndolo como una afrenta.
            Que todavía no se me había olvidado cuando nos matriculamos en la Universidad Central, yo en Derecho, aún en el entrañable caserón de la calle de San Bernardo, ella Filosofía y Letras en la Ciudad Universitaria ya. En las primeras vacaciones de navidad, al salir un día de casa, me encontré un cuaderno en dieciseisavo forrado de hule negro, caído en el umbral de su casa. Lo cogí. Vi que nadie me había visto. Sólo tenía escrito, en latín, mediadas las páginas, lo que no cabía duda era un verso: Noctis imago in urbe pulcherrima. ¡Caramba con Asunción! Y eso que era guapa, guapísima...
            Yo ya estaba entonces decidido a hacerme notario. Sólo por ser la única oposición que me permitiría vivir inconmoviblemente en mi Letamenia. Claro está que el consabido coro de los consejeros arreciaba al ponderarme la locura implicada en esa falta de ambición. Siendo así que, precisamente, era lo contrario, yo estaba tentado de ir a confesarme por el pecado de ser excesivamente ambicioso al programar de esa manera mi vida. Mientras tanto, seguía flaco pero no esbelto, poco garbosos los andares y la mirada desorientada, mientras que ella dejaba adivinar con opulencia la calidez de sus pechos y se había hecho maestra en el arte de peinarse aparentando ir despeinada.

            (Pues sí, Winston. Con su pieza oratoria de aquel mes de mayo, el nuestro de las flores, no voy a decir que primaveral por mor de la temperatura y el viento, usted se convirtió en el clásico de ese citado gremio, poco conocido pero de veras potente, acaso más por insospechado, del caudillismo all over the world. Tanto que en su Cámara se hizo un tópico, el que siempre que usted entonaba un himno genérico a la democracia o se lamentaba específicamente de su eliminación en algún país por una dictadura no capitalista, de las filas de enfrente salera una voz interrumpiéndole: -¿Y España? Usted salía del paso pretendiendo alternar la cal y la arena, aunque sin conseguirlo, pues el principio de contradición no fue inventado por santo Tomás de Aquino ni tramontó con su Escolástica. Así, todavía en guerra, en la suya, en el invierno de ese mismo año, 8 de diciembre de 1944, que ustedes no festejan a la Purísima, este diálogo: -Yo saludo a la democracia. La adopto y deseo trabajar por ella. -¿En España? -[...] Es inútil que mi muy honorable amigo arrugue la cara como si estuviera tomando una poco gustosa dosis de medicina. Pues yo también me habría acordado del aceite de hígado de bacalao. Sí. Yo también, al oírle hablar a usted del Causillo, habría puesto la misma cara que cuando me lo hacían tragar de pequeño).         
             
            En el último curso conocí a Pepita Trigo. Rubia, llamativa, amiga por añadidura de los colores fuertes, alguna fama de libertad un ápice más allá de lo bien visto entonces. Con una finca en la provincia de Guadalajara, gustando de ponderar ser su capilla tan grande que tenía órgano. Me llevaron allí una tarde de domingo. Una excursión que en aquellos tiempos tenía sus complicaciones y requería alguna preparación. Recuerdo que el coche era de los Castroverde, una familia de comerciantes que veraneaban en Letamenia, cuyo hijo se hizo diplomático y sonó bastante en el futuro lejano de la transición. A mí me admiraban por hacer compatible, según ellos, la realidad y la fantasía. Pero yo no lo pasé del todo bien en aquella jornada. Flotaba en el ambiente un tufillo entre lo descarnado y lo ficticio. A los señores de Trigo les encontré demasiado obsequiosos. Y ni siquiera busqué la ocasión de perderme con mi anfitriona por las esquinas discretas.
            Yo vivía entonces en un piso vetusto del final de la calle de Claudio Coello. La dueña, María Rubio, era una viuda anciana de un dibujante de la belle époque que había hecho a la vez un ideal amable y un medio de vida del alquiler de sus habitaciones manteniendo el culto a las relaciones afectuosas con sus huéspedes incluso después de su partida. Me había llevado allí un compañero andaluz, de Cabra, compadecido de mis tribulaciones con una patrona de armas tomar que tuve en la misma calle de San Bernardo.
            Una vez, el egabrense se presentó con un chucho recogido en la calle. El pelo corto, la piel marrón clara, se diría que adelantada la mirada, con capacidad para la ironía, la melancolía y la observación, aunque al principio era crónicamente huidizo, denso el miedo incubado en sus tropiezos con los desalmados de la calle. Se había hecho popular en el barrio. Siguieron por mucho tiempo reconociéndole los vecinos de la otra condición gracias a los cuales había sobrevivido. Mi compañero, Félix Alcalá-Galiano se llamaba, propuso nos quedáramos con él. María Rubio, empezó rasgándose las vestiduras, pero no nos costó demasiado trabajo convencerla, estipuladas unas bases razonables para el cuidado y el sustento del animal. Quien según el veterinario podía presumir de pastor de Malinas. Por eso le llamamos Flamenco.Se parecía mucho al que pintó Velázquez en el retrato del cardenal-infante don Fernando.
            Una tarde también de domingo estábamos solos en la casa el perro y yo. Eran los días taurinos de San Isidro. Pepita me llamó pidiéndome repásaramos juntos unas lecciones de Procesal. Yo accedí en principio, ella me tomó la palabra sin respiro y me dijo que la esperara enseguida. No había venido nunca. Tampoco esas visitas eran del todo ortodoxas en la época.
            No hizo esperar la suya. Al sonar el timbre, Flamenco se puso a ladrar desaforadamente, lo cual no era corriente en él. Y sin yo poderlo evitar, por creerme no había motivo alguno para sospecharlo, apenas abierta la puerta, se abalanzó al vestido rojo de Pepita, quedándose entre los dientes con un pequeño rectángulo del que pendían generosos hilos. La escena que siguió rozó la histeria. De la que tampoco quise yo sacar partido erótico.
            Cuando llegó Félix se mostró profundamente preocupado por la conducta de Flamenco. Los perros no se mostraban agresivos gratuitamente, ni de obra ni de palabra. Yo me contagié de su aprensión, aunque él no pasó de las sugerencias veladas. Y entonces me sentí atraído por una fuerza irresistible- como la circunstancia eximente así enunciada en el Código Penal, de la que no he llegado a ver ningún caso práctico en la jurisprudencia ni siquiera la doctrina- que me hizo llamar a Asunción. Al fin y al cabo, si habíamos nacido juntos y juntos habíamos vivido, ¿por qué no dormir juntos también? Me citó a la salida de un examen de latín medieval. Con ese motivo la recité yo el verso de aquel cuaderno que tenía guardado como oro en paño.. Pero, sin sorprenderse demasiado, lo empalmó con el siguiente, supremum tempus in corde meo. Así fue como Ovidio nos hizo oblícuamente de casamentero. Y yo me quedé para siempre con mi pastor malinés. ¿Tuve alguna vez la tentación de postergarle a Pepita Trigo? Corramos un tupido velo.

            (El Caudillo ya sabía, Winston, que ustedes iban a ganar la guerra. Y estaba decidido a ganarla también él, esta vez sin molestias. Aunque nunca llegó a tener demasiado miedo de perderla. Ni cuando nos ganó la de él, que esa si fue nuestra, se molestó mucho.  El caso es que las palabas parlamentarias de usted en mayo, Winston, le abrieron el espacio y se le inundaron de luz. Todavía corría ese año 1944 cuando, a 18 de octubre, le escribió a usted. Su primo el Duque de Alba le hizo de cartero. Una más de las ocasiones que él nunca pudo soñar llegarían. En la carta le proponía a usted una alianza contra las fuerzas del mal que se iban a desencadenar apenas cesaran las hostilidades.
            Usted le contestó el 20 de diciembre. Tuvo la deferencia de mandarle una copia a Stalin. ¿Qué le decía? Otra de las veces en que, sus protestas democráticas en la Cámara eran interrumpidas por la voz permanente, ¿y España?, usted dijo que había rechazado la propuesta caudillil. Pero no era verdad. Usted la aceptó. Sólo que sin parafernalia, renunciando a la foto, con austeridad, suprimido todo festejo. ¿Me entiende, Winston? Le voy a poner un ejemplo. El de la unión de un hombre y una mujer, la cópula. A veces ésta se publica clamorosamente. Es el caso de las noches de bodas anunciadas derrochando montones de oro e invadiendo los aires con cuerdas y vientos. Pero otras parejas se unen a escondidas, en su secreto exclusivo, silenciosamente, a la sombra de un huevo que se decía en mi tierra, llevándose su verdadera historia a la tumba. Así fue su alianza con el Caudillo. Tanto que usted ni siquiera se atrevió a gozar la dulzura de nuestro clima. Prefirió pintar en Madeira y en Casablanca. Le daba algún pudor que le gritaran demasiado en la Cámara desde las filas de enfrente. Así quitaba los últimos escrúpulos a los escultores de sus estatuas).


                                               2.-¿No estaba perdido todo?                               

            Asunción fue algún tiempo profesora en Tarragona. Nos casamos al poco de tomar yo posesión de la notaría de Letamenia. No hemos tenido hijos.Ella pidió la excedencia y andando el tiempo dio algunas clases en el embrión de instituto que nos pusieron en el pueblo. Pero siente el carácter impreso por su licenciatura y no ha dejado nunca de leerme y traducirme a los clásicos. Lo que de veras me vino pintiparado para mi ejercicio profesional y ahora me está ayudando a envejecer.
            A medida que pasaba el tiempo, y éste ganaba para mí avances en el escalafón, vine siendo asaeteado por el coro de los consejeros de buena voluntad que me hacían ver lo irracional de mi permanencia en mi patria chica. ¿Cuántos ceros más estaba perdiendo por no pedir el traslado? Naturalmente llegó un momento en que casi todos se cansaron.
            Ahora bien, cuando tomé la decisión de hacerme inamovible ahí, tan pronto que no puedo precisar cuándo, Letamenia era tan distinta a lo que hoy es que a veces siento como si se tratara de dos pueblos que se hubiesen sucedido en el mismo emplazamiento. Y eso que a la fuerza ha permanecido el paisaje roquero y no hay muchos cambios en el casco que en él se asienta y moldea. Sin embargo, todo es tan diverso como ha cambisado la liturgia de sus iglesias. Ni más  ni menos que al revés. Así las cosas, yo he tenido que hacerme la pregunta que sin embargo a mis consejeros nunca se les ocurrió. ¿Por qué no me fui del pueblo a la vista de ello? Pero es que desde el principio tuve la respuesta nítida. Sencillamente, me había quedado con los muertos.Y éstos seguían siendo para siempre los mismos. Sí. De veras viví con ellos. Y con ellos sigo viviendo en esta etapa de la calle de Canillas. ¿La última? Creo que no del todo, mal que le pese al calendario.

            (Usted, Winston, había ganado la guerra y perdido las elecciones, una sorpresa tan ingrata que le pareció una alucinación y le provocó un tremendo dolor de espalda.  Pero no. Es que sus compatriotas no quisieron votar a Franco. Era demasiado pronto. Tiene usted pues generosas vacaciones. 18 de enero de 1946. Nada más llegar a Miami se apresura a lamentar los ataques al Caudillo, aunque por descontado no pasen de verbales. Adobó usted su contrariedad por ellos llamándonos a los españoles orgullosos y suponiendo que esa falta de respeto a nuestro amo nos iba a unir más a él contra cualesquiera conjuras forasteras. El 5 de marzo, en Missouri, presentado por el presidente Truman, definía usted la nueva cruzada contra los enemigos de la democracia. Ni que decir tiene que el Caudillo no se contaba entre ellos. Al contrario. Era el mejor centinela de ustedes y sus libertades, sobre todo las de su bolsillo.
            Con que pasaron los meses, los años luego, aunque aquí no se notaba en los periódicos, el de hoy copiado del de ayer. Y usted siguió con sus piropos. Dicen, Winston, que no era mal orador. Yo no lo sé, no le he oído nunca. Últimamente parece que se le notaba la debilidad de la vejez. Pero el vino medicinal, sin arredrarse ante el coñac, tiene acreditadas sus virtudes. Siempre en la ex-abadía de Westminster, 5 de junio de 1946: “¿Cómo tenemos embajador en Moscú y en Madrid no? ¿Acaso los españoles no son más libres y felices que los rusos, los polacos y los checos? “.No tiene usted más remedio que poner el grito en el cielo, aunque usted mismo reconoce que el gobierno que le ganó las elecciones no está siendo tan feroz con su Caudillo, sí, su Caudillo escribo, ¿por qué no? Que en buenas lides políticas se permite exagerar un poquito. 17 de noviembre de 1949. Su sonsonete repetido nos recuerda irrespetuosamente el Bolero de Ravel. En cuanto al contenido, no es cuestión de discutirlo con usted. ¿En su preferencia de Madrid sobre Praga y Varsovia cuenta también la suavidad del sol, a pesar de ese viento de la sierra madrileña que mata a un hombre aunque no apague un candil?).

            Y sí, aunque sin pasar nada se devanaron acá los lustros. Lo cual no implica que don Ramón-María del Valle-Inclán y Montenegro hubiera lamentado no haber dispuesto en su día de los mismos para argumento de sus esperpentos. Estoy seguro de ello aunque intentar explicarlo me llevaría muy lejos.

            El caso es que seguí vivendo en mi pueblo con sus muertos que eran también los míos. Como si el tiempo se hubiera detenido, continuaban los sacristanes cantándome las epístolas y las muchachas en flor los gozos de las novenas y hasta algunos latines de la misa- gratias agimus tibi-, como los bebedores sus canciones septentrionales interludiadas de jotas, de tarde en tarde dando entrada a unas gotas de flamenco, ahí tan exótico como el vino blanco anegado en nuestro clarete de la Ribera. Y los jugadores al billar, al mus y al dominó pasando por el tute arrastrado, pero también las viejas señoras de la brisca con los asomos viciosos de la canasta a peseta la postura mínima. Los dos boticarios seguían dándome prolijas explicaciones de sus fórmulas magistrales al pálpito de las auras juveniles de antaño en las facultades de Granada y Santiago. Y aunque tenga remordimientos no podía evitar que me contaran también sus proezas los cazadores con hurón y los pescadores con cartuchos de dinamita, eso sí, envidiándoles su conocimiento de todos los palmos de la comarca.

            Así la saga de sus trabajos y sus días, hortelanos, tejedores, sastres, sombrereros, cordeleros, barquilleras, carpinteros, albañiles, herreros-herradores, capadores, carteros, conductores y cobradores de los coches de línea, pastores, colmeneros, escribientes, rentistas, administradores, tertulianos, canteros, pintores, dependientes, pañeros, hojalateros, curtidores, encuadernadores del buen engrudo, mecánicos, impresores, figoneros, taberneros, fondistas, viajantes, veraneantes, taxistas, poetas de ocasión, guarnicioneros, peones camineros, jueces, registradores, secretarios, concejales, mecanógrafas, alguaciles, gaiteros, tamborileros, músicos de las bandas, electricistas, fotógrafos, incluso catedráticos y abogados del estado en vacaciones, guardias civiles, jefes de correos y de telégrafos, celadores, peatones, beatas, curas. cofrades, costureras, criadas, modistas, médicos,  practicantes, enfermeras, abogados, procuradores, componedores, cocheros, sotacocheros no pero sí enterradores, fontaneros, fumistas, camareros, pieleros, tintoreros, bataneros, pescaderos, fruteros, carniceros, los bastoneros del baile, arrieros todavía. Con todos he vivido mi medio siglo de notario de mi pueblo. ¿Acaso ahí estaban mi vocación y mi deber? ¿El dar fe y levantar acta de todos los que se habían ido? Sí, los borrachos en el cementerio juegan al mus.   
           
            (Usted tiene bastante diplomacia, Winston. Por eso, en sus loores al Caudillo, no se olvida nunca de poner alguna arena entre la cal. Pero a veces pierde la paciencia, se enfada, llega a irritarse, despotrica y le cogen los de enfrente en un renuncio. 10 de diciembre de 1948: vuelve usted a agradecerle a nuestro amo la ayuda indirecta que les prestó en la guerra. Y urge su pleno reconocimiento. Ya es hora. “Que ni británicos ni americanos han sido matados por los españoles”, por los caudilliles quiere usted decir. O sea, que a usted le importan los suyos, los de su país y los que al otro lado del océano hablan su lengua y le tranquilizan con su presupuesto militar. Por eso, por ser suyos y protectores, no por ser hombres. Los otros hombres, los españoles por ejemplo, no le interesan, no le interesamos. Pero es que, además, resulta que usted mintió. Pues yo le puedo citar algunos muertos suyos.
            El 29 de agosto de 1936, en tierras de Aragón bordeando las de Cataluña, una escultora londinense, Felicia Browne, cayó cuando retrocedía para recoger a un herido tras un ataque frustrado a un tren de municiones. Eso al Norte y en verano. Al Sur y en invierno, la noche del 28 al 29 de diciembre, entre los Santos Inocentes y Santo Tomás de Canterbury, cuando intentaban tomar un pueblo de la Alta Andalucía, Lopera, cayeron Ralph Fox y John Cornford, éste al cumplir los veintiun años. ¿Acaso habían perdido la nacionalidad, señor Churchill? ¿John por haberse casado con la hija de un minero de Gales? Pues le confieso que no lo sé, a pesar de mi condición de notario.Pero es que no me interesa. Sí sé que eran británicos, compatriotas de usted, Winston, por poco que tuvieran en común. Aunque Ralph era de Oxford, Magdalen College, historiador, y John de Cambridge, Trinity College, bisnieto de Darwin, hijo de Laurence, el historiador de la filosofía, poeta él mismo. Tenía predilección por las sagas de Islandia, las de los héroes que luchan sin esperanza. Lopera está cerca de Sierra Morena. Y en Sierra Morena era donde había cantado el poeta enamorado del Quijote, lamentándose de que la esperanza le habían matado precisamente. Como usted a nosotros, Winston, dicho sea de paso. Por cierto que Fox le recordaba a Cornford unos versos de Byron, yet freedom, yet thy banner, torn but flying, streams like the thunderstorm “against the wind”, sí, contra el viento. En cambio usted siempre se cuidó de tener el viento a su favor. Como el Caudillo. Otra semejanza).

            ¿Y por qué Asunción y yo no adoptamos hijos? Naturalmente que nos hemos hecho la pregunta muchas veces, los dos juntos y en voz alta o para adentro, también cada uno y a solas, a todas las horas del día pero sobre todo a las largas y silenciosas de la noche. Sin haber encontrado la respuesta. Sin alegrarnos de así haber obrado ni entristecernos tampoco. Pero ello tiene mucho que ver con nuestra decisión última, la que ya os conté se avecina, es su impulso decisivo. Pues hay redenciones que llegan a última hora. ¿Por ejemplo la de vivir con los todavía no nacidos luego de haber pasado la vida en la compañía de los muertos?
            Hasta aquí, no creo que se me llegue a acusar de críptico. Sencillamente de estólido. ¿Pues dónde la pretendida conexión del prémier mitificado que ganó la guerra y el pobre notario de un pueblo de Castilla? Máxime ahora, cuando basta un leve aleteo de los tiburones que rigen el mundo para que se vayan al abismo montañas de los protocolos notariales. Al menos en los tiempos de Winston y su Caudillo un notario podía escudar su rincón en la guarda de ciertas apariencias, el reconocimiento de algunos límites, la circulación de unos valores en la superficie. Pero ésa es otra historia.
            Volviendo a la nuestra, esa referencia de mi humilde biografía a los fastos de la historia contemporánea requiere que todavía cuente otros dos acaeceres de la biografía del prémier. Uno de los últimos años y otro de los juveniles.
            En su crepúsculo, el coñac le era ineludible para mantenerle a su propia altura oratoria. En una de esas situaciones, una diputada de la oposición, parece que de rostro poco agraciado, le interrumpió con esta imprecación:
            -Cállese, Winston, que está borracho.
            Dicen que su réplica tuvo algo de ingenioso, aunque no tanto como de malévolo. Pero eso no nos interesa.
            En su juventud, recién salido de la Academia, es sabido que el futuro prémier estuvo con nuestro ejército en la guerra de Cuba. Hay quien dice que fue a matar el hambre, escasos sus caudales para competir con la mayoría de sus compañeros de promoción en la mejor sociedad. También cuentan que de allí se llevó dos aficiones, la siesta y los puros. Además de la Medalla Militar de Primera Clase. ¡Lástima que no se hiciera la foto con el Caudillo, éste luciendo la Laureada! Ésta última cruz mucho más valiosa que aquélla, sí, pero en esa ocasión no le habría hecho sombra, pues estaba rebajada el detalle de habérsela concedido el condecorado a sí mismo, cuando además de Caudilo era Jefe del Estado, enseguida del Reino, y Generalísimo de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire.
            Winston salió pues de Cuba sano y salvo. Con arrestos para irse enseguida al Sudán, al Transvaal y a la India. En cambio mi tío Isidoro, un hermano mellizo de mi abuelo paterno -yo me llamo como éste, Salvador Baena-, murió allí de la fiebre amarilla, cuando sólo tenía veintiseis años y era teniente.
            Del tío Isidoro apenas sé algo. Guardo como una reliquia un libro de texto de Higiene Militar que él usó en la Academia de Toledo. Pero no conocí a mi abuelo y no me han llegado memorias de su hermano. Quizás por eso, paradójicamente, siempre me ha sido muy viviente su foto en sepia, angulosas las facciones adelgazadas, la mirada perdida, todavía más abotonado el fino esqueleto que el uniforme.
            Sí. De veras que el rostro del tío es serio, impávido, aparentemente egoísta si es que llega. Mas yo estoy seguro de tratarse de una impresión falsa, debida a la fotografía ya que no al fotógrafo, y entendiendo por fotografía también la previa del mismo modelo.


            Pero ya vamos del hilo al ovillo. Cuando preferí Flamenco a Pepita Trigo, cuando me casé con Asunción, cuando dejaba pasar los concursos de rpoviciónm de vacanntes para quedarme con los muertos en la notaría de Letamenia, los dos fantasmas, de veras, Winston y el tío Isidoro, se me aparecían para aconsejarme. Llevándose ellos siempre la contraria, y haciendo yo siempre caso al último.
            El espectro de Winston yo diría tiene dos caras. Hablando de la literalidad física nada más. Como que de ordinario resultaba tan liso como su calva. Pero a veces hacía ademán de sonreír y, aun sin conseguirlo, se animaba al arrugarse en un cinismo incluso socarrón. El fantasma del tío Isidoro, a mí si llega a sonreírme, desde luego levísimamente, imperceptible que pasaría para cualquier otro. Pero por eso de una eficacia admonitoria decisiva. Era como si le bañaran de vapor las facciones.
            De esa manera, seguro del respaldo de esta cara familiar, cuando en vísperas de tomar las decisiones que os dejo contadas y otras menores, se me presentaba primero la aparición inglesa, la exorcizaba con aquellas palabras parlamentarias:
            -Cállese, Winston, que está borracho.


            Y voy a despedirme. El último acto- ¿o sólo llegará a epílogo?- no lo escribiré yo. ¿Será escrito? Una respuesta afirmativa me sería esperanzadora en este trance, y no por vanidad. Me explico.
            He tomado la decisión. Volví a exorcizar al fantasma de Winston y a dejarme acariciar por el fantasma del tío Isidoro. Con que vamos a comprar una casa antigua en la calle del Teniente Coronel Seguí de Melilla. Es un edificio que tuvo en tiempos varias pensiones, de una densidad galdosiana bien simbolizada en su abundante madera desvencijada y el espesor de su polvo.
            A mí me ha sugestionado siempre la hostelería. Es una profesión de la que tengo nostalgias. Hospes hospiti sacer. El lema de la Asociación Internacional, I.A.H., del que Asunción no consigue encontrar la pista, no sabermos siquiera si es una cita clásica u obra de uno de los que todavía en el siglo XIX y la prtimera mitad del XX no habían renegado del latín. Pero  no me voy a hacer a estas alturas hostelero. Sin embargo,  en la casa de Melilla voy a abrir un hotel. Aunque muy singular. No va a ser un establecimiento mercantil, pero tampoco un refugio de caridad. Una ventana a la hospitalidad de la inmigración, por los valores del mestizaje sobre todo, que funcionará según las normas de la experiencia. ¿Que esta idea no tiene base ni estructura, dirían algunos, me lo van a decir? La cuestión estriba en la base y la estructura son necesarias. O siquiera convenientes. Cállese, Winston, que está borracho.
            Y a propósito de Winston y el tío. Alguna vez he fantaseado que sus destinos hubieran sido inversos. Que el inglés hubiera dejado en nuestra isla sus huesos y el castellano hubiera vuelto ascendido. ¿Qué habría sido el tío el 17 de julio de 1936? (Sí. El 17. Que estoy pensando en Melilla). ¿De algún peso para cruzarse en la estela irresistible del Caudillo? Y a falta de Winston, ¿el resultado de la segunda guerra habría sido otro? Por supuesto que esto último yo no me lo creo. Pero puestos a dar trabajo a la imaginación, podemos preguntarnos si entonces, de haber perdido la guerra los compatriotas de Winston, la habría a pesar de todo ganado también el impertérrito caudillo. Y ahora dejo escrito este título con “ce” minúscula, definitivamente
                       

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