sábado, 18 de septiembre de 2010

La penitencia y la gloria de Don Celestino

LA   PENITENCIA  Y  LA  GLORIA  DE   DON   CELESTINO


                                               1.-Un voluntario en la guerra

            En la Villa chocó que don Generoso se ofreciera como capellán castrense en el Cuartel General que en la Casa del Conde tenía montado García Escámez. Ya no era tan joven, andaría rozando la treintena, y sobre todo que ni a la primera impresión ni cuando se le conocía algo más a fondo dejaba traslucir arranques de esa índole. Pálido, casi esquelético, soterrada la unción de la voz, propicio a la fatiga, hasta jadeante, entregado al vicio común de algunos levitas de no mirar de frente, habría podido servir de modelo a una pintura de San Luis Gonzaga. En el clero tenía fama de retraído, y la única debilidad que se le conocía era la afición al vino dulce, pero en aquellas copitas que parecían dedales y sin llegar ninguna mañana o tarde a tres, y a dos muy rara vez. Decían que si en una ocasión, volviendo de decir misa en San Justo a dejar un recado en la casa rectoral de la Plaza, había aceptado la invitación, quizás maliciosa, de tomarse una en la confitería, anfitrión el propio dueño, el señor Rafael. Pues esa confitería no era sólo el obrador de los deliciosos petisús y las almibaradas capuchinas, sino que también servía de bar, y últimamente más frecuentado por los de la cáscara amarga, que en Castilla se llamaba de esa manera a los hijos descarriados de la Santa Madre Iglesia. Pero el episodio no estaba probado. Tanto que al llegar a oídos del cura mayor, éste no se creyó autorizado a reprender a su coadjutor por el mero rumor. Don Generoso era de Campaspero, el pueblo más observante de la diócesis de Segovia, al otro lado de la raya provincial de Valladolid, tanto que los carmelitas del Henar conocían en el confesonario a los penitentes de allí sin necesidad de ninguna pregunta.

            En fin, que no fue sólo la decisión lo que sorprendió, sino el convencimiento de haberle surgido repentinamente. De manera que, como a pesar de los tiempos que corrían, ni siquiera todos los de su bando estaban acordes en tener esa guerra por una cruzada lo bastante milagrosa para haberle supuesto una inspiración sobrenatural, se hicieron ciertas cábalas a su propósito, pero tan carentes de sustancia que pronto cayeron en el olvido. Ya por esos caminos, lo que no sorprendió es que quisiera alejarse, pues pidió y obtuvo irse al lejano frente de Andalucía.

            Al día siguiente de salir de la Villa con tal destino, se desplomó parte de la bóveda de la iglesia de Santiago, la auxiliar de parroquia a la cual él estaba adscrito. Claro está que uno y otro evento no podían tener ninguna relación entre sí. Pero hay tantas cosas ocultas y desconocidas en el mundo...Por mucho que esta consideración no sea aplicable al caso de autos, sólo una sugerencia para otros si llegaran.


                                   2.-La suave existencia de un ordenado “in sacris”

            Don Celestino se había ordenado a título de patrimonio. Ello implicaba el afianzado compromiso paterno de subvenir de por vida a las necesidades del clérigo, liberando de  tal carga a la Iglesia. Ésta en cambio renunciaba a exigir de aquél una disponibilidad plena. En el caso concreto de don Celestino quería decir que no saldría nunca de la villa natal.

            Su padre había hecho florecer un comercio de tejidos en la Plaza, invirtiendo en el la herencia de dos tíos solteros que habían hecho algún  dinero administrando fincas de los antiguos mayorazgos luego vecinos de Madrid. Pero su intención no fue hacer de su hijo un eclesiástico privilegiado por fuero orgulloso sino por los temores que su estado enfermizo le había inspirado desde que naciera. Pues a entonces remontaba su dificultad respiratoria y lo exageradamente bermejo de su rostro.

            Sin embargo, los años habían pasado, y don Celestino había llegado tranquilamente al umbral de la vejez, sin apenas faltar a la misa temprana que decía a diario a las Franciscanas de la Divina Pastora, antes de que las puertas de su colegio se abrieran a la chiquillería de ambos sexos. Y para la parroquia, sus dos iglesias auxiliares, el santuario de la Virgen y El Salvador sede de cofradías, era un alivio, siempre dispuesto a suplir la falta de algún levita, no tan abundosos como en los buenos tiempos del Cabildo Eclesiástico. Su confesonario estaba muy concurrido por la dulzura de su manga benévola. Que lo de ancha parecía un tanto áspero para aplicárselo de adjetivo.

            Vivía en la cuarta y última planta del edificio donde uno de sus hermanos continuaba con la tienda paterna. Pero él no se asomaba nunca a los balcones que daban a la Plaza, donde sólo se veía a sus sobrinos, su sirvienta e incluso algún amigo de visita. Los suyos eran los de la fachada trasera, desde donde se agolpaba el caserío, como si fuera a precipitarse sobre el espectador, a costa de trepar caprichosamente en una sucesión de encabalgamientos que volvían sobre sí mismos. A uno de los cuartos con esa vista se abría su alcoba, y en él guardaba sus libros del seminario, el Diccionario de Raimundo de Miguel y los textos latinos de moral y dogma, en una alacena de nogal adaptada muy holgadamente. En el llamado Gabinete, cuyas persianas casi no se subían nunca, además de un tresillo tapizado de rojo y un espejo de marco dorado cargado de molduras barrocas, había un armario oscuro, que había sido tallado en Berlín, regalo de una penitente que había estado casada con un diplomático allí destinado. En él dormían los ornamentos de su cantamisa, blancos bordados en oro, y se había dispuesto un espacio a propósito para su suntuoso misal miniado impreso en la casa Mame de Tours.

            Se habló en aquellos sus tiempos juveniles, que ya se iban haciendo pasado remoto, de haberle gustado una muchacha, Teresa, la hija de un militar de la familia de la Casa del Moro que pasaba los veranos en la Villa. Pero todo quedó en algunas conversaciones vacacionales y ninguna a solas. Siendo en lo sucesivo su conducta tan inmaculada como parecía haberlo sido su vocación. Hasta el extremo de poder decirse que a la vez que asmático había nacido levita.

            Su debilidad eran los perros, aunque no tenía ninguno. Pero en su trayecto cotidiano a la capilla de las monjas iba acompañado siempre por el de su hermano, Ron, un formidable mastín, y algún otro de la vecindad que se les unía. En su presencia nunca reñían ni ladraban. Aunque ese amor se le había despertado tardíamente, a raíz de una peregrinación a San Frutos, cuando el antecesor de Ron, Cancio, evitó que el viento arrastrara su breviario peñas abajo, mientras él iba intentando rezar el oficio confiado en la habilidad y maestría del macho que cabalgaba y desafiando la furia tempestuosa del día.

            Mientras tanto, Teresa Oñate ejercía de profesora de griego en el lejano Instituto de Cabra, algo no común para su condición y su tiempo. Seguía soltera y hacía muchos años que no venía a la Villa. La Casa del Moro ya no era de su familia más allegada. Alguna ocasión, en la tertulia de la rebotica de don Casimiro, se había hablado del encanto de aquella población andaluza, incluso de su centro de enseñanza, que alguna noticia de la medio paisana llegaba de vez en cuando.  Pero ya nadie recordaba en voz alta, y para dentro sólo muy vagorosamente,  aquella nada más que sospechada predilección de don Celestino cuando seminarista por la guapa helenista. Porque lo era, desmintiendo la aprensión que en aquellos tiempos se tenía del maridaje de la sapiencia con la fealdad.

            Lo que si se comentaba de tarde en tarde era la buena salud del clérigo, pese a sus ahogos en el latín de la misa, su imposibilidad de predicar y el susurro de su frase en la conversación, ésta por otra parte escasa. Una vez copió y tradujo a don Casimiro una invocación latina que el futuro papa León XIII escribió en el recordatorio de su primera misa, habiéndose adelantado ésta con dispensa pontificia por el temor de que no llegara a cumplir los veinticuatro años que era la edad canónica: Mortali vita quod superest, oblata piaculari hostia, artiuc adhaerere Deo, el ofrecimiento del eucarístico sacrificio para estar más unido a Dios en lo que quedara de vida mortal. Pero ese Romano Pontífice pasó de los noventa años.


                                               3.-Un escrúpulo difícil      

            Don Celestino se confesaba con don Senén. Éste era también de la Villa y de su edad. Pero esa circunstancia, en lugar de serle un reparo a las confidencias más íntimas, le quitaba cualquier inhibición. Y por añadidura revestía paradójicamente de más sobrenaturalidad la esencia sacramental del acto.

            Don Senén tenía un corpachón ancho, unos andares deslavazados, una voz ronca, la cara un enorme triángulo color de vino tinto en el que nunca acertaban a cerrarse los labios crónicamente abultados. Era el capellán de la Virgen. De cuyo ministerio se ausentaba considerablemente, pero teniendo las bastantes relaciones en el clero del contorno para hacerse suplir siempre con comodidad. Sus salidas eran sobre todo a las ferias, y no siempre las cercanas, si es que de Buitrago podía decirse tal entonces, pase que sí de Turégano. Alguna vez había llegado a Extremadura. Y por mor de esa dedicación había hecho amistades profundas nada menos que en el cabildo primado de Toleedo, desde un favor que en una ocasión hizo a un cardenal también ganadero a punto de ser timado en Zafra por unos gitanos ilustrados. Se decía que una vez le fue decisiva una recomendación certificada de allá al Palacio Episcopal de Segovia adonde había llegado una equívoca delación que tenía que ver con una dama de alcurnia de un castillo de las inmediaciones, la única fortaleza viviente en muchas leguas a la redonda, aunque no de dedicación castrense.

            Donde era incorregible era en la duración de la misa. Nunca llegaba a la media hora si era rezada, ni mucho menos. Él reconocía que esa prisa le diferenciaba de todos sus colegas, pero se defendía con las normas romanas en la mano, aunque interpretadas sofísticamente. Concluía que sólo el cuarto de hora era anticanónico, y en cuanto a la irreverencia negaba tuviese que ver con el reloj.

            A don Celestino le confesaba junto a la librería de éste. Las rejas que ésa tenía en la parte superior recordaban una celosía conventual y contribuían a densificar la atmósfera sacra toda de aquella estancia. En esas ocasiones, don Senén no tenía prisa. Siendo corriente que la charla que seguía a las acusciones del penitente evocara los viejos tiempos de su condiscipulado en el Seminario de Segovia.

            Hasta que la víspera de un domingo de septuagésima, don Celestino comenzó invirtiendo ese orden habitual y lógico, inmediatamente de oír el sin pecado concebida de don Senén:

            -¿Te acuerdas de don Restituto?
            -¿Cómo no? Jerónimo, el sabiondo de Turégano, decía que se sentía en la cárcel al explicar la teología de Santo Tomás. En cambio se explayaba leyendo a San Agustín e incluso citaba a Platón de vez en cuando.
            -Pero era un alma de Dios. Y había en él algo, y no sólo su talento, que movía a la envidia a sus compañeros menos en las alturas.
            -Quizás. Tú te fijabas más en esas cosas.
            -Desde luego no tanto como Jerónimo. Pero, ¿sabes que le estoy echando de menos ahora?  Sencillamente que en este momento, hoy nada más, me gustaría tenerle a él de confesor en vez de a ti.
            -¡Caramba, qué cosa más rara!
            -Y el caso es que no podría decirte porqué. Con que me acuso...Verás, ya sabes que yo tengo mucho cariño a los perros. Tú te acuerdas de Ron. No se me borra aquella mirada de sus ojos verdioscuros. A veces era muy expresiva. Pero me llegaba más al alma cuando no se proponía comunicar nada. Nunca me he sabido tan acompañado como a su lado entonces. Cuando se murió sentí un dolor agudo. Demasiado para durarme tan poco. Tanto que llegué a sentir remordimiento por ello. Y eso me ha pasado con todos los demás. Hasta que pensé que ellos no se morían del todo, que seguían viviendo en los demás seres de su especie. Y de ahí lo pronto del consuelo. Pero a pesar de ello, me dije, la memoria de cada uno permanece. Como la de las personas queridas en la nuestra. Por ahí empezó todo.
            -También me acuerdo de aquella historia de tu breviario.
            -¿De toda?
            -De todo lo que tú me contaste. Si hasta en Segovia pasó los muros de Palacio. ¿Acaso hay más?
            -Pues verás. Creo que de aquélla no, aunque quien sabe...Pero el último día de las Ánimas, en la tercera misa, a medias de la secuencia...
            - ¿Tú no omites la secuencia cuando lo permiten las rúbricas, como en ese caso?
            -No. Es una costumbre. Así no tengo que hacer distinciones. Y bien, al llegar al voca me cum benedictis, noté que se me pasaba el miedo que da ese texto, el mal regusto de los pecados y el temor de la condenación, y en cambio como si se me abriera un espacio, tal cuando camino de Madrid se pasa el puerto de Somosierra. Me sentí ya salvado, en la gloria del paraíso...Y entonces, de repente, me vi rodeado de perros, a mi lado derecho Ron, pero muchos más, incontables, por los cuatro lados, llenándolo todo, subidos incluso a los altares y el coro de las monjas, tapando hasta las imágenes. En la capilla no había más que perros. Lo único que dejaban visible era el cáliz, todavía cubierto, claro, y la Divina Pastora a la que rodeaban mezclándose con los corderos que tiene a los pies. Fue una verdadera aparición. Me paré unos minutos. Afortunadamente nadie se dio cuenta. Pero tuve que seguir la misa sumergido en ella. Sólo al lux aeterna de la comunión desapareció, se desvaneció tan silenciosamente como había venido. Hasta entonces se me venía muchas veces a las mientes el voca me, interrumpiéndome para mis adentros las demás lecturas y oraciones. El caso es que me sentía llamado al paraíso con los benditos, con los buenos. Y también allí estaban los perros con nosotros, con los que habíamos merecido la salvación.
            -¡Qué cosa ! Nada me habías dicho.
            -No creí fuera materia confesable.
            -Naturalmente.
            -Sí, pero es que, últimamente, he dado en pensar que mi visión manifestaba una realidad teológica.
            -¿Cómo?
            -Que también los perros tienen un alma inmortal y están llamados a la vida eterna.
            A don Senén, que dio un pequeño respingo, se le dibujó una sonrisa irónica:
            -¿Como nosotros?
            -Sí, claro. Y como todos los demás animales, juntas todas las criaturas de Dios.
            A eso el confesor se tomó un respiro antes de intervenir:
            -Fíjate en tu librería. Cada libro en su sitio. Desde los tiempos del seminario. Casi no tienes ninguno nuevo. Pero no te hacen falta. Lo único importante es que no cambien de lugar. De esa manera siguen siendo los mismos, pero distintos también, porque cada día te dan la respuesta que en cada caso vas necesitando. Si se alterara su orden serían el desastre y el caos. Y yo te pregunto, ¿en tu fuero interno sigues teniéndolos como siempre, según está mandado?
            Don Celstino bajó los ojos, suspiró, se miró las manos acordándose de cuando se las habían ungido en el sacramento del orden, y al levantar la vista contestó con aplomo:
            -Sí. ¿Qué decimos en el credo? La resurrección de la carne y la vida perdurable, la de los muertos. ¿Hay ahí sitio para cadáveres? ¿Son cristianos los cuerpos sin vida?
            -Así no nos lo enseñaron, no es eso.
            -¿No puede ser que porque no hacía falta que lo hicieran expresamente? ¿Al decir “los muertos” no quedaba dicho todo? ¿Y el Benedicite? Si en el cielo no hay animales, ¡cómo van a bendecir al Señor? ¿Y puede Dios des-crear, destruir su propia creación?
            ¿Acaso no creó el mundo ya de esta manera?
            -Perdóname Senén pero yo también lo he pensado así, mejor dicho lo he tratado de pensar. ¿Y sabes que entonces me ha horrorizado llegar a tener nada menos que un asomo de tentación contra la fe, irme por los despeñaderos de los descreídos? Pero se me vinieron afortunadamente a la memoria trozos de conversación con Jerónimo, en el último curso. Unas vueltas en torno a alguna sugerencia de un libro que sí está ahí, en su sitio, la Filosofía fundamental de Balmes. Él no las desarrolló. Pero yo ahora puedo recordar ciertas líneas sin haber tenido que volver a abrirla: “La idea de yo es aplicable a todo ser sensitivo, pues no se concibe la sensación sin un ser permanente que experimente lo transitorio. Es decir, sin ser uno, en medio de la multiplicidad”.
            Don Senén se quedó pensativo unos instantes alargados y, como si su reflexión le hubiese dado fuerza, habló con plena seguridad:
            -La teología tampoco es materia de confesión. ¿Tú crees lo que cree la Iglesia y acatas su magisterio?
            Lo extraño fue que también don Celestino tardara en contestar con el monosílabo esperado:
            -Sí.
            -Entonces vamos a pasar al resto, como de costumbre, y a la absolución.

            La confesión siguiente tuvo lugar la víspera del miércoles de ceniza. En ella don Celestino consultó con don Senén su propósito, -él reconocía que a sí mismo le resultaba algo extraño, cual si fuera producto de una inspiración exterior- de peregrinar a Segovia a pie. Como un intervalo de reflexión antes de hacerse categóricamente viejo. El confesor estuvo de acuerdo, luego de haberle asegurado el penitente que a pesar del viaje no iba a exponer su caso al canónigo penitenciario. Al fin y al cabo, la sumisión monda y lironda que era la obediencia del intelecto a la sapiencia de los Doctores, contenida en el Catecismo de Astete, y que no sólo era aplicable al pueblo sino también al clero, había sido ya la solución definitiva de aquel escrúpulo.
           
            El martes de pascua, los clérigos del arciprestazgo y alguno más del contorno, se reunían tradicionalmente en el llamado Balcón de los Curas, el cual no era más que una solapa de roca cascada que afloraba en el altozano de las eras y los pedregales de La Picota. Aunque de año en año menos jumentos, menos mulos y menos manteos y sombreros de teja. Don Celestino acudió como siempre hacía. Le notaron más locuaz que de costumbre, mucho más. Y al día siguiente se puso en camino antes de que amaneciera.



                                   4.-La peregrinación  a la ciudad episcopal


            Aun proponiéndose no pasar de un ritmo medio, de manera que no hubiera de disminuirlo a la fuerza, tomó desde el principio un buen paso. Respiraba bien. Le pareció que mejor de lo habitual, algo extraño. A los altos previstos había hecho llegar previamente mudas y sotanas por si fuera preciso cambiarse. El tiempo estaba bueno, sólo levemente fresco hasta dos horas después de salir el sol, lo cual no había que haber esperado en aquella tierra de los abriles heladores. Pero él quiso correr el riesgo con tal de llevar a cabo su obra pía en la semana pascual. El único extraordinario de su indumentaria eran las botas, que él utilizaba sólo las rarísimas ocasiones en que llegaba más alla de la huerta con casa que la familia tenía antes del Setenta, el quilómetro emblemático que ya presagiaba el empalme con la Carretera de Francia. Su único equipaje era el tomo correspondiente del Breviario, verna, primavera. 

            La primera parada fue en Aldealcorvo. Tuvo por buen augurio que al entrar en el pueblo estuviera sonando el ángelus de las doce. En la pequeña iglesia encontró al viejo sacristán a punto de salir después de cumplido ese menester de campanero. Hizo su visita al Santísimo y se fue a casa del cura.

            Don Rigoberto, tan anchas las espaldas como el rostro curtido, era nada más que tres cursos posterior. Pero no quería ascender. Su aspiración era sólo acabar sus días en aquel pueblecito. Por mor de las patatas de siembra que éste atesoraba. El pastor de almas se había convertido en su mejor cultivador.

             Se sintió feliz al esponjarse ponderando en la comida las capacidades culinarias de las mismas.  Tanto que estuvo seguro de que don Celestino no se canasaría de la repetición de la materia prima, tanta variación cabía en ella. Deliciosas las fritas, suaves sin una sola raspadura pero llegadas a un tostado tan grato al paladar como a la vista. Un platito para abrir boca. Luego las patatas a la importancia o sea después de levemente pasadas por la sartén, luego, cocidas y en salsa. El estofado, también con ellas, de segundo fuerte. E incluso de postre, unas patatas en dulce bien almibaradas rodeando la fuente del arroz con leche. Don Celestino cantó sinceramente las loas merecidas al hortelano, sin despreciar las habilidades del ama, fondona y de mirada un tanto vacuna, que por su parte puso por encima de todo las excelencias del vino de quina que para ocasiones como ésa guardaba en la despensa, medicinales aquéllas pero más allá.

            Y sin alargar la sobremesa siguió para Valdesimonte.
           
            Allí le esperaba el párroco midiendo ya nervioso la carretera a genuinas zancadas. Era un mocetón joven, rubio hasta la rareza entre aquellas gentes, rojas las abultadas mejillas, gruesa la voz que contribuía al atropellarse  de su palabra exuberante. Vivía con una hermana viuda, de luto naturalmente, que había hecho una tarta deliciosa de chocolate en la que con éste competía el mezclarse de las yemas y de las claras. Consiguiendo de pura golosina que a pesar de ello no resultara pesada tras el estofado del conejo.

            Don Francisco José estaba embargado por sus esperanzas de apostolado juvenil. Se preciaba de estar transformando el panorama espiritual de la mocedad en el poco tiempo que llevaba de sacro ministerio. Antes se reducía todo a las Hijas de María que comulgaban el día de la Purísima. Pero ahora ya sabían muy bien lo que empezaba a ser la Acción Católica.

            Acostó a don Celestino en la cama de matrimonio que su hermana se había traído para los huéspedes, le despertó todavía de noche, le ayudó edificantemente a la misa que dijo a solas en la iglesia gratamente penumbrosa y tapizada de pequeños retablos e imágenes rústicas, y le despidió entre protestas más y más subidas de disponibilidad y afecto.

            El peregrino no se sintó cansado en el trayecto hasta Veganzones, pero se paró más veces y dijo su breviario más lento. Se sentía un tanto rejuvenecido, como habitado por una fuerza rara. Se hubiera querido llevar a Cancio, pero no lo hizo por mor del ingrediente penitencial del viaje y sobre todo por aquello de la soga en casa del ahorcado. Aunque la compañía invisible de Ron no le abandonaba nunca. Ni más ni menos que la tentación, claro, tan indomable como las ya olvidadas casi de la carne, que por otra parte nunca le fueron de mucha quemazón.

            El párroco de aquel alto, don Tiburcio, era un escuálido viejo lleno de ojeras y hasta legañas, descuidado el porte de la sotana con manchas, la voz apenas perceptible, la mirada triste y la expresión ausente. En toda la diócesis se sabía que su existencia era un continuo escrúpulo de conciencia, habiéndose dado el caso de tener alguna vez que acudir uno de los clérigos de las inmediaciones para mandarle decir misa el domingo y así evitar que se quedaran sin ella los feligreses. Don Celestino y él se pasaron la mayor parte del tiempo en una mutua contemplación silenciosa, aunque gracias a las previsiones de la matanza bien untada en el aceite de las orzas que la mantenían no pasaron hambre, suplida la inexperiencia del ama improvisada de turno, que ellas paraban poco en aquella casa lúgubre.

            Ello contribuyó a que saliera el viajero holgadamente temprano para Turégano, el antiguo señorío de los obispos precisamente, donde llegó ya muy caída la tarde. A su párroco, don Florentino, le llevaba más tiempo. De porte ascético y mirada dura, era conocido en la diócesis por su nocedalismo. Tenía la colección completa de El Siglo Futuro, habiendo llegado a estampa intermitente la suya en Segovia cargado con su paquete de uno o dos meses camino de la encuadernación del señor Canuto en la calle Real. En sus rumiares, Aparisi y Guijarro y Vázquez de Mella se habían antepuesto a los viejos textos latinos. Le obsesionaba la tibieza de Castilla en el mantenimiento del fuego sagrado y llegaba a sentirse humillado ante las noticias que le llegaban de los ardores de las tierras vascas, catalanas y sobre todo navarras. Su conversación consistió en una cadena de murmuraciones en torno a los hombres de Palacio, sin excluir al propio obispo, no de mucho fiar aunque era vizcaíno. Obsequió a su huésped con una cena más selecta, exquisita la salsa del congrio y bocado de cardenal la leche frita. Y le dejó dormir tempranamente como estaba puesto en razón.

            De allí a Segovia era su propósito ir en una sola jornada. Y, sintiéndose todavía con más fuerzas que en el resto del viaje, llegó a comer a buena hora con el cura de Escobar de Polendos. Era éste misacantano reciente y había sido siempre el número uno del seminario. Leía continuamente, se había ya convertido en un pozo de ciencia, y se deleitaba con el griego y el hebreo. Bajo de estatura, muy pálido, continua la expresión melancólica de sus ojos azules, estaba enfermo del pecho y le confesó a don Celestino su presentimiento de vivir poco. Su interlocutor le contó su propio caso y el del Santo Padre León XIII. Pero don Pedro-Pablo no se animó por eso, si bien a causa de no estar previamente desanimado.

            Y, habiendo estado en la ciudad episcopal el día anterior, era portador de una noticia que al peregrino le sonó a mensaje personal del arcángel san Gabriel. El obispo le invitaba a pasar la noche en Palacio y a celebrar el día siguiente en su capilla particular. Al despedirse, don Pedro-Pablo le contó una costumbre de su parroquia. El día de la Virgen de Septiembre, después de la romería que duraba la entera jornada, bajaban la imagen de la ermita que tenía en el monte al pueblo, haciéndose ya de noche. Pero a lo largo de la cuesta había de trecho en trecho montones de hojarasca y ramas secas que se iban encendiendo a medida que la procesión avanzaba por los mismos participantes.Así unas generaciones a otras, le terminó comentando sentenciosamente. Y se arrodilló para recibir su bendición.

            Por primera vez en el itinerario, al poco de reanudado el camino, se nubló el sol, aunque sin nubarrones en el horizonte ni aparente peligro de lluvia. Y don Celestino le siguió a buen paso, de manera que sólo empezaba a caer la tarde cuando tuvo ante los ojos Segovia, su población mitrada de. La catedral, el mástil de un barco navegando la llanura. El paisaje convecinal llegaba a la plenitud bajo aquel tono mate, cual si se poseyera la naturaleza y recibiera un ósculo del cielo.


                                               5.-Nunc dimittis...

            Don Celestino se sentó en un ribazo de la cuneta, se secó unas gotas de sudor, sacó el breviario y se dispuso a rezar vísperas. Previamente a abrirlo por la cinta correspondiente al día, había empezado a decir de memoria el primer salmo, Dixit Dominus Domino meo. Y antes de terminarlo, sin llegar aún al versículo que le recordaba era sacerdote eternamente según el orden de Melquisidech, tropezó con la estampa que Teresa le había dado cuando cantó misa. Era la Virgen de la Peña, pero generosamente orlada de encaje, una pequeña y escondida joya. En la margen superior izquierda estaban desprendidos unos hilillos y había una mancha amarillenta. Era de los dientes de Ron. Después de salvar éste en aquella memorable ocasión el libro sacro, se dio cuenta de que esa estampa había volado y estaba resguardada a duras penas por una mata de salvia, ya junto al precipicio del cañón del río, manteniéndose contra los embates del huracán sólo a tiritones. Y llegó a tiempo de rescatarla.

            A ese recuerdo, el piadoso peregrino fue acometido por un escrúpulo tan agudo como repentino, que nunca se le había presentado. Su gratitud a Ron y su enamoramiento de los seres de su especie datado de entonces, ¿tendrían su origen en aquel detalle? Se sintió sudoroso y suspendió el rezo. Saliendo del embarazo cuando se acordó precisamente de don Restituto, quien más de una vez les había dicho que, incluso si no era precepto de las rúbricas, los textos litúrgicos debían leerse, aunque se supiesen de memoria. Y se dispuso a hacerlo así con las vísperas y muy despacio.

            Se le vinieron a las mientes las invocaciones contra la flecha que vuela de día, la pesadilla que ronda de noche, el demonio del mediodía. ¿Cuántas veces las había recitado desde que antes de ordenarse las cantaba todos los días en las completas de la octava del corpus que la cofradía del Señor celebraba en El Salvador? Vamos, las cantaba cuando la fiesta caía tarde y ya eran vacaciones, y otro curso en que por esas fechas estuvo enfermo, se acordaba bien. Pero, ¿venían ahora a cuento? ¿Aquel escrúpulo era tal? ¿O más bien un buen pensamiento providencialmente dirigido a ponerle en guardia contra rincones oscuros que sin tener conciencia  plena llevaba muy dentro? Si uno no se daba cuenta no había culpa. Aunque, ¿la del darse cuenta era una linde clara?

            Fijando los ojos en la torre de oro cobrizo recuperó la tranquilidad del espíritu. Nunca como en ese momento había sentido la catedral tan suya. También Teresa podía entrar en ella a rezar. Como él a decir misa.

            Notó la voluptuosidad de respirar a plenos pulmones. Y enseguida la de hacérsele caliente el aire, nada más grato para el fresco que se avecinaba cuando estaba cerca la noche y el sol llevaba oculto varias horas.

            De esa manera, como un avecilla del Señor que da su último canto a solas en el campo, se murió don Celestino. Su última visión fue convertírsele Segovia en almohada.


                                                           6.-Dos misas de negro

            Al enterarse en Cabra la lejana profesora, le mandó celebrar una misa de requiem a toda orquesta en la iglesia de Santo Domingo. Se hizo acompañar por unas pocas compañeras y amigas, diciéndolas que el difunto era un símbolo de su tierra y estirpe. Pero acordaron que la presidencia reservada a los familiares estuviera vacía. Ella había considerado la otra alternativa, una misa silenciosamente rezada en una capilla recoleta. Pero a la postre pensó que los cantos, el incienso, el órgano y las ceremonias complicadas, hacían un contraste seductor con aquella soledad incógnita. Sólo a su amiga más íntima la dijo algo más. Era la viuda perenne de un teniente muerto en la guerra de Cuba.

            Cuando la noticia llegó a la Villa, el coadjutor de Santiago, don Segis, un hombrachón congestionado de la sierra de Pradales, sintió una preocupación añadida a su sentimiento natural por el difunto. Hacía una temporada que, al alzar la sagrada forma, en la cruz marcada en el centro de la oblea, concretamente donde se juntaban sus dos brazos, veía la estampa provocativa de Piedad la del Condado, una moza exuberante, tan tosca como apetecible de primera intención, que venía bastantes jueves al mercado y tenía sus amistades, se decía que algunas un tanto libres y atrevidas, entre la  masculinidad local. Él no se había propuesto tal aparición, ni pensaba en ella mientras se revestía y a lo largo de la misa. ¿No tenía pues la culpa? ¿Era una tentación del demonio nada más? Pero, ¿por qué buscaba tantos pretextos para pasarse esos días por la ferretería del señor Ángel donde Piedad dejaba las alforjas? ¿Y por qué alguna vez se subió de paseo por las Cuatro Carreteras a la hora en que las campesinas se volvían montadas en sus borriquillos a sus respectivos pueblos? Además, en la misa del mismo día del fatal evento, se le presentó un síntoma alarmante. Se había acordado de la moza ya al descubrir el cáliz y con más dudas en torno al posible consentimiento, hasta la complacencia incluso. Y llegada la elevación la vio desnuda.

            Él también tenía de confesor a don Senén, pero para aquel caso tuvo la intención de buscar la absolución de don Celestino. Desaparecido éste, se sintió impotente, preso de una tremenda desidia de plantear la duda.

            Pero tenía buena voz. En su funeral se encargó de cantar la secuencia entera él solo. Dies irae, dies illa. Se celebró en Santiago porque allí estaba bautizado el muerto.

                                   7.-Los hilos del ovillo
           
            A don Carlos Gómez de Sálaba, catedrático de Farmacia Práctica en la Universidad Central, le sorprendió el 18 de Julio en la Villa, cuando pasaba unos días en casa de don Casimiro, compañero de estudios en aquellos días ya lejanos. Le dieron una ocupación en el hospital de sangre que allí se montó enseguida, y él, hombre curioso si los había, se sentía como pez en el agua buceando en la vida y milagros de los nacionales y los extranjeros que por su vera pasaban, los moros sobre todo.

            Si bien, con ser su curiosidad desorbitadamente sorprendente, su cualidad más notable era una capacidad de zahorí para establecer relaciones entre los detalles más aparentemente carentes de ella de los hombres, el mundo y la vida, de brujo casi.

            Un ejemplo nada más. El cura mayor, don Ladislao, había insistido varias veces al sacristán y al coadjutor de Santiago que no entraran nunca de noche en esa su iglesia. ¿Por qué en ésa y no en las otras? Incluso de presentarse últimos sacramentos de urgencia. Para ese caso tenía dispuesto le despertasen a él en persona. A Dios gracias, teniendo en cuenta la situación de las casas donde vivían los demás curas,  estaba seguro de que no por ello se retrasarían tales extremos auxilios.

            Así las cosas, cuando sin segundas intenciones, y como una de tantas briznas convecinales de conversación, salió a relucir ese detalle en la tertulia de la rebotica, inmediatamente don Carlos se acordó y lo dijo, de un libro de viaje a la Villa  del mago Mario Roso de Luna que sugería exoterismos insospechados y por supuesto paganos en los constructores románicos de Santiago, por mor del triángulo que encuadraba la imagen de San Juan sobre el rectángulo de la puerta de entrada. ¿Con que heterodoxo don Ladislao? Claro que no, nada de eso. Pero sí acaso demasiado miedoso de los espíritus malignos.


            Don Generoso estuvo dos veces a las puertas de la muerte. Una durante la guerra todavía, en el hospital militar de Sevilla, por un balazo en el vientre. Otra, unos cuanos años después, en el desierto del norte mejicano, no lejos de Hermosillo, donde había ido a dar con sus huesos, una decisión que, tras de la sorpresa de la anterior, ya no le resultó inesperada ni chocante. Le dieron unas fiebres prolongadas e intermitentes,a las que llegó a acostumbrarse, hasta pasar una vez de la raya acompañadas de temblores y vómitos.

            Y en las dos ocasiones él se acusó al confesor que le oyó antes de viaticarle, de haber desobedecido al cura mayor de la Villa, entrando una noche de noviembre en la iglesia de Santiago. Le habían entretenido en casa del médico, donde festejaban Santa Inés, el santo de su esposa, y ésta tenía fama de saber escoger los vinos dulces, con lo que él no había tenido tiempo de rezar vísperas y completas y se había dejado el breviario en la sacristía. ¿Había hecho bien en posponer la prohibición del superior a la sacrosanta obligación de las horas canónicas de todos los días?

            Naturalmente que las dos veces, los sendos confesores se extrañaron de que, en tales trances y a esas alturas,  su colega de sacerdocio tuviera presente aquel detalle.

            La tercera y última, reproducidas esas mismas fiebres pero galopantes, no tuvo tiempo de confesarse. El cura más próximo estaba lejos y tardó en encontrársele. Mientras tanto, una vieja india que no hablaba castellano, le dio a beber un extracto de raíces de cactus disueltas en un jarabe que sólo ella tenía. Y desde entonces hasta exalar el último suspiro, estuvo transido en una muy leve sonrisa plácida, bisbiseando alguna vez pero sin dejar percibir ninguna palabra. La vieja estuvo a su lado hasta el final.

            El cura que ofició el entierro era del otro lado de la frontera. Su castellano no era fluido y a los feligreses no les agradó que la despedida a su pastor de almas la hiciera un gringo. Pero con la vieja se entendió bien. Sorprendentemente conocía su lengua.

            Y llovieron los años. Había llovido de veras mucho cuando un buen mediodía de noviembre, consecuentemente no bueno por la temperatura, se recibió en el Palacio Episcopal de Segovia un abultado y consistente sobre marrón con remite de la iglesia de Santa Ana de Dallas, de donde llevaron en su día  la extremaunción al presidente Kennedy. Su párroco comunicaba al obispo que había recibido de un vicario difunto el encargo de hacerle llegar el otro sobre lacrado que adjuntaba. La sede segoviana estaba vacante y le abrió el vicario capitular.

            El vicario tejano creía un deber de conciencia transmitir la visión que había recogido en un ministerio ocasional entre las viejas tribus de lo que otrora fue la Nueva España. Incluso los nombres de sus protagonistas diocesanos de Segovia le habían dado. Habiendo sido este tan extraño detalle lo que más le impulsó a tomarla en serio, hasta escribirla y comunicarla si bien póstumamente a la circunscripción de origen. Hela aquí:

            Cuando don Senén y don Segis salieron del purgatorio, todavía san Pedro tenía para ellos una noticia. en alguna manera suplementaria. Indefinidamente, habían de pasarse todas las noches del mes de noviembre, el mes de las Ánimas Benditas, en la iglesia de Santiago de la Villa. Don Segis ayudaría a don Celestino las tres misas seguidas del día dos, el de la Conmemoración de los Fieles Difuntos, y una cada día del resto de la treintena. Don Senén celebraría solo en el altar de San Roque, pero tan despacio que comenzaría nada más ponerse el sol del día uno y no terminaría hasta el amanecer del día treinta. Y toda la iglesia estaría llena, colmada, repleta, henchida de perros.

No hay comentarios:

Publicar un comentario