sábado, 18 de septiembre de 2010

Alcalá la Real

ALCALÁ   LA   REAL


                                   1.-De cómo hay nietos fieles

            Cuando, al fin, el abuelo Selma me dijo que era de España, yo me sentí importante. Fue el día en que cumplí siete años, y pensé que seguía siendo un niño, pero no pequeño.

            El abuelo evitaba en cuanto podía que le preguntaran por su origen. Y cuando a pesar de ello se veía precisado a responder, decía ser del Extremo Occidente. Al preguntar yo a mi padre dónde estaba éste, me dijo que ya lo aprendería a medida que me fueran enseñando más geografía en la escuela.

            Y precisamente por valorar como era debido la confidencia, al llegar ésta yo no pedí al abuelo más detalles. De haberlo hecho, aunque claro está que me quedé con muchas ganas, me habría dejado de sentir mayor.

            Tanto que a la postre, de algunos datos decisivos de su vida yo me enteré investigando en los archivos. Así fue como supe que había llegado a sargento en el ejército americano, ascendido y citado en un orden del día de la batalla de Okinawa y propuesto para no sé qué condecoración pensionada. Pero cuando, al poco de terminar la guerra, en la conferencia de Postdam, los Grandes no mandaron a las tropas aliadas pasar los Pirineos para derribar a Franco, escribió a su general renunciando a la tramitación de ese expediente y devolviéndole los galones de suboficial. No esperó al guirigay que para disimular su inacción y su complicidad montaron luego en la ONU. Yo leí la carta. Al general le decía dirigírsela a él no por mor de la disciplina del cauce reglamentario, sino porque hacerlo al Presidente de los Estados Unidos o siquiera a Mac Arthur habría sido ingenuo y presuntuoso objetivamente y para él más desagradable todavía..

            Eso fue bastante después de que yo oyera hablar por primera vez de Franco. Lo que ocurrió en la clase de literatura castellana. Por cierto que al abuelo no le oí hablar nunca en esta lengua. En aquella ocasión, estábamos traduciendo de una novela de Sender, Los cinco libros de Ariadna. Un párrafo describía así a un hombre: “Pequeño, panzón, de color aceitunado, cara de garbanzo y pies de paloma”. La profesora nos dijo que era Franco. Pero entonces un condíscipulo la preguntó quién era éste. Ella le dijo que un dictador español amigo de nuestro Tojo que aparentó enfadarse con éste cuando tenía ya la guerra perdida. Otro preguntó entonces si Franco y los españoles eran cobardes, a lo que ella se encogió de hombros. Y pasó al árrafo siguiente.

            A mí se me ocurrió hacer un muñeco de trapo según los rasgos de la cita literaria. Y creo que me salió bien. Pero le puse la cabeza levemente inclinada hacia el suelo. Cabeza asentada en un cuello negro, de marrón el resto del cuerpo, menos los pies rojos. Cuando vi una foto de Franco, me di cuenta de que mi muñeco se le parecía salvo en esa postura. Pues Franco tenía la cabeza tan erguida como si llevara una plancha de acero que se la levantara inmovilizándole la mamola. Andando el tiempo, conseguí poner al muñeco un resorte en la tripa que permitía bajársela y subírsela. Pero yo se la mantenía siempre subida, salvo cuando el abuelo pasaba. Entonces se la bajaba. Y a él nunca le dije nada, ni siquiera a quién representaba la figura. Tampoco él hizo ningún comentario. Fue mi padre el que encontró el parecido, cuando Franco salió en el periódico al lado del presidente Eisenhower que había ido a España. Algún tiempo después, Eisenhower iba a venir a Tokyo, pero nos echamos todos a la calle impidiendo la circulación, y a última hora renunció a visitarnos. Yo no estaba muy enterado de los motivos que teníamos para no querer recibirlo, pero me animé a contribuir a ello con mi grano de arena pensando en las buenas migas que había hecho con mi muñeco en Madrid. Y claro, el abuelo no me dijo nunca que Franco no le era simpático. De lo que no tengo memoria clara es de cómo lo adiviné.

            Y ahí van quedando estas confesiones. Cuando todavía no he estado en Alcalá la Real ni he llegado a España. Y no mal escritas. Que a mí me hace a veces gracia oír hablar una lengua a medias, con dificultad, mal en una palabra. Porque a veces la espontaneidad es un valor añadido. Pero escribirla de esa manera nunca. Por eso me las corrige María Antigua, mi compañera de Valladolid. Es leísta y laísta, pero en ese extremo yo la doy la razón sin ningún respeto para la Academia. Sí, “la doy la razón”, que no me corrijan el caso del pronombre.

            De algunas cosas me enteré pues en los archivos de los Estados Unidos. Pero de otras desde el propio pueblo del abuelo. ¡Quién me lo iba a haber dicho entonces!

            Sin embargo, yo estoy seguro de que es el abuelo quien me las ha contado, y me las va a contar, ahora sobre todo y ya definitivamente. Lo cual tiene el aliciente de que así, mientras yo viva, puedo esperar que me cuenta más detalles, siempre alguno más. Incluso cuando ya estén muertos todos los que le conocieron. ¿Por qué lo creo así? ¿Por mis partes japonesas o por la andaluza? ¿Por lo de católico o por lo otro, los otros si queréis? Pero eso es lo de menos.

            En vísperas del Mundial japonés, no me acuerdo del abuelo más que de ordinario. Porque tampoco él se habría sentido demasiado jubiloso ante el evento. ¿Por orgulloso? No. Sencillamente por haber estado convencido desde que llegó aquí de que ése caería con la naturalidad con que lo hace la fruta madura y se recoge la cosecha. ¿Y su propia aportación? Quizás alguien haga una tesis doctoral sobre ello. Claro está que yo le ayudaría. Pero le cedo el argumento. En este caso sí, quizás por orgullo. Ya que estoy convencido de que la obra del abuelo está misteriosamente por encima de las cifras.

            ¿Y por qué la tía Keiko se enteró de más cosas de él que la abuela Omi? La tía me dijo una vez que el abuelo pensaba que todo lo anterior a su llegada acá era una deuda que tenía con la abuela. De no pagársela se sentiría infiel. Pero, ¿en qué moneda podía hacerlo? ¿Sólo en la del silencio? Aunque yo estoy convencido de que a ella se lo contaba cuando dormían juntos cuando tenían sueños los dos. Claro, de la misma manera que ahora lo hace a mí.

            Y aunque tampoco me lo dijo, sé que estaba satisfecho de no haber ganado un solo yen fuera de su oficio improvisado de animador del fútbol europeo en Tokyo. Así como de no haberle a pesar de ello faltado un yen nunca.

            También me enteré al cabo de que, los primeros años, rehuía ir a los centros donde había españoles. Hasta que por toda la ciudad, sí, en Tokyo entero, vamos, es una manera de hablar, se supo que no había que hacerle preguntas. Desde entonces acudía a aquéllos con la misma distensión que a los ingleses o franceses. Incluso a la embajada, aunque a ésta tardó bastante más. ¿Y eso que quiere decir? ¿Se sentiría complacido de haber ganado esa batalla? No me atrevo a contestarme. ¿Acaso al revés? ¿Y hablaba español con la tía Keiko?  Esto es lo único que todavía no me atrevo a preguntarle a ella. Lo cierto es que el español la ayudó mucho a ascender en la casa de las geishas.

            Yo le oí al abuelo su última conferencia. Daba muy pocas. Era de historia. Mencionó la Olimpiada de Amberes de 1928. Dijo que un monje benedictino de Castilla había escrito entonces una poesía dedicada al buen lugar conquistado por España. Yo estuve seguro de que daba esos datos con la misma objetividad que cuando se refería al balance de los encuentros internacionales entre Inglaterra y Escocia. Pero ni yo mismo sé si lo lamenté o me alegré. Todavía ahora, cuando tantas cosas he aprendido sobre él, cuando tantas voy a aprender sobre todo y, en ello insisto, contadas por él mismo desde el otro lado, el abuelo Selma se me aparece saliendo de un telón impenetrablemente oscuro, detrás del cual sólo hay un enigma. ¿De veras? Y ya está bien de esto. Que no quiero buscar disculpas a mi torpeza en seguir contando.

            En cuanto a presumir de sobrino de una geisha, creo podré hacerlo en España más y mejor que aquí. Ahora, cuando me han dicho que allí han cambiado algunas cosas.

            ¿Y qué pensarán de mi cara? ¿De veras que se me puede tomar por un occidental puro? No me lo creo. Pero me consta que entre los que me lo han dicho los hay sinceros. ¿Acaso han querido halagarme? A eso no quiero responderme, que a mí mismo me debo neutralidad, por el abuelo español sobre todo. Romperla en su beneficio sería faltarle el respeto.

            ¿Y de veras que ya entiendo a Lorca? Verde, que te quiero verde, verde viento, verdes ramas. Eso me sabe al Extremo Occidente, sí. Pero lo que sigue, el barco sobre la mar y el caballo en la montaña, ¿no convierte los cuatro versos en una estampa japonesa? Desde mi mestizaje, ¿qué quiere decir esta exégesis? ¿Y por qué mi hermano Muramatsu se ha ido a los Estados Unidos? ¿Un suicidio por mor de la neutralidad heredada? A la postre, de lo que estoy seguro es de que la tía Keiko supo escoger la mejor parte? ¿Mejor que mi madre? Pero ésta ya cumplió al darme a luz. ¿Será verdad como alguna vez la tía Keiko me dijo que ella, su hermana, ha pasado temporadas en la Alhambra de Granada? Sin salir de su Tokyo, claro está.

            Por cierto, la tía me dijo también en una ocasión que el abuelo Selma era el japonés que mejor y más pronto había entendido al padre Arrupe, ese vasco al que cayó la bomba en Hiroshima y luego llegó a mandar en los jesuítas de todo el mundo. El detalle bastaría para darse cuenta de hasta dónde a su vez la tía conocía a su padre. En cambio, ¿qué sabía de esas cosas el tío Ryô? ¿No tenía bastante con seguir respirando entre las cuatro montañas de ordenadores que se le caían encima, una por cada punto cardinal? Claro que, al fin y al cabo, el quince de agosto se metía pacientemente en la caravana de autos que marchaban hacia el sur a venerar sobre el terreno los cementerios de los antepasados, hasta llegar al remoto de los de la abuela Omi. ¿Pero algo más? ¿Y no se acordará Maramatsu del quince de agosto desde Chicago? Un día por cierto que también es fiesta allá. De María, la Virgen. Les pregunté a los benedictinos de Nagano  y me dijeron era la fecha en que subió a los cielos.



            Falta un buen rato para Londres. Me informaron que acaso allí pueda coger otro avión directo a Granada. ¿Qué trayecto habría preferido el abuelo para este mi primer viaje a su pueblo? Es curioso cómo ahora, cuando tenemos unas posibilidades antes insospechadas de variar nuestros itinerarios, no lo concedemos trascendencia.

            ¿Quién estará en Granada esperándome? Me dijo la tía Keiko que sería quizás una sorpresa. ¿Y por qué ella no quiere venir? Pues que de allí nadie haya hecho el camino inverso sí me lo explico.


                                               2.-La hora de una monja intrépida

            Claro. La tía Keiko sabe cosas de este presente. Ella es la que ha atado los cabos de mi viaje y no quiero privarla de apurar su gusto por las sorperesas. Además, tampoco tengo mucha curiosidad por ello. En cambio por el pasado, sí. ¿No será de alguna manera mi futuro? Que ahora ya estoyt volando a Alcalá la Real. Y yo sé que ella tiene del pasado de su padre muchas más noticias. Sí, noticias aunque sean pretéritas. Que desde luego no quiere reservarse. Lo que no sé es si me las guarda para otra ocasión o prefiere que algunas me las den en su lugar de origen.

            Porque yo, concretos, con pelos y señales, tengo muy pocos datos más. Lo curioso es que a pesar de ello me invade la sensación avasalladora de haber descubierto ya la entrada al misterio, de haber empezado a penetrar en el silencio del abuelo. ¿De haberlo vencido? No. De ser el instrumento de su propia victoria sobre sí mismo. ¿Habrá tenido algo que ver la revelación del nombre? Pues es lo único nuevo que la tía Keiko me ha dicho. Que el abuelo se llamaba Anselmo, siendo Selma la japonesización que se le ocurrió.

            Lo demás se reduce al último acto. El que todos conocemos. Su despedida en el hospital de nuestro barrio de Akasaka-Mitsuke. Llegó una señora blanca, muy negro el pelo, vestida de oscuro y con la falda muy larga. Dijo que era de uno de los colegios donde el abuelo animaba el fútbol, aunque ellos dos no se conocían. Recuerdo cuál. El de las Mercedarias de Bérriz. Éste es un nombre vasco. La abuela y la tía se sintieron tremendamente embarazadas. La visita las pareció de una impertinencia peligrosa. Llegaron a tener miedo de que le quitara al abuelo la paz de esa hora postrera.Vieron algo en ella de violación. La señora tenía un aire de generosidad noble, de entrega impetuosa y valiente. Se acercó a la cama del abuelo, le puso la mano en la frente y le dijo:

            -Yo me llamó Mercedes Castillo. Soy de Alcalá la Real. De la familia del Teniente.

            Entonces él la cogió la otra mano con las dos suyas y estuvo un largo rayo en silencio, sin sonreir pero beatífica la cara, seguro que así, beatífica, para él y para los demás. Al cabo, ella se desasió, sacó de una bolsita una pequeña medalla, y la puso en la mano izquierda del abuelo:
            -Es nuestra patrona, la Virgen de las Mercedes.

            Él asintió con la cabeza. Volvió a su ensimismamiento pero a la vez para todos, con la voluntad de ensimismarlos a todos en él mismo, y mirando a la abuela y la tía pero dirigiéndose a la visitante, las dijo:

            -Hay que repoblar la Mota. Que me entierren.

             Y así se hizo. El permiso gubernativo se ocuparon de conseguirlo las religiosas. Fue concedido a condición de que le lleváramos al cementerio europeo de Yokohama. La medalla la puso la abuela en el altar doméstico de los antepasados. ¿Quién habría podido imaginarse que el abuelo iba a pretender una excepción a la incineración obligatoria del país que había querido ser el único suyo? ¿Qué  estaría viendo cuando de aquella manera estuvo a punto de sonreír? Yo sé que la tia Keiko se lo está preguntando constantemente. Todos los días ya que no a todas las horas. Pero yo pienso enterarme en Alcalá la Real.



                                               3.-El equipaje invisible

            Cuando fui a despedirme de mi antigua profesora de literatura, ésta me entretuvo leyéndome un cuento de un escritor de Villafranca del Bierzo- yo naturalmente sé dónde está este pueblo aunque soy japonés, que algo de hispanista tengo-. El toque de obispo, de Antonio Pereira. Un silbido largo y dos cortos “con gravedad casi solemne”, de las locomotoras cuando entran en una ciudad de las que tienen obispo y no tienen gobernador civil. Particularmente seductor en la de Mondoñedo. “Luego supe que en Mondoñedo no hay tren, pero eso importa poco cuando la historia es bonita”. Y me aseguró ella, la profesora Setsuko Kubo, que había estado en Madrid en la presentación del libro que ese cuento encabezaba. Recordando alguien entonces que un cardenal gallego había estado a punto de conseguir para esa ciudad mitrada el tren en los tiempos del catolicismo de las marchas militares. Concluyendo Pereira con la confesión de su fe en que le tendría en el futuro.

            Y claro, tiene razón el Villafranquino, lo que importa es lo bonito de la historia. Sólo que, en ciertas historias, es muy difícil no tener también en cuenta la importancia de la carne y el hueso. Lo que sobre todo pienso yo cuando tengo delante a la prima Mercedes, a propósito de la historia del abuelo Selma y de esta otra historia que es la de la investigación de la misma, la cual de por sí ha resultado, está y estará resultando, de denso argumento.

            Empezó cuando a Sor Mercedes, para entretener en Barajas la espera del avión que iba a llevarla a Londres y allí transbordar a Tokyo, la dio por sintonizar El Club de la Vida, un programa bisemanal y tempranero de Radio Nacional para los entrados en años. En sus Cartas Entre Amigos, oyó la petición que hacía un ex combatiente republicano desde Barcelona de noticias de un compañero de la batalla del Ebro llamado Anselmo, que se pasaba la vida hablando de fútbol y era de la provincia de Jaén. El comunicante sólo había sabido después que se fue de España antes de acabar la guerra, y muy lejos, fuera de las rutas comunes del exilio.

            Sor Mercedes no volvió a acordarse del mensaje hasta tener noticias en Tokyo del apostolado futbolístico del abuelo. Pero tampoco entonces intuyó una conexión entre éste y aquél, sino que sencillamente volvió a acordarse. Por eso, sabedor del empecinamiento suyo en el silencio sobre su procedencia, no se imaginó que al respetarle podía perder la oportunidad curiosa de enterarse de algo poco corriente.De manera que ahí se habría quedado todo, de no haber sido porque una concertista de shamisen y cantante, Junko Ueda, fue a hacer a Sor Mercedes unas preguntas sobre su pueblo, donde ella iba a participar en el festival Etnosur de músicas del mundo, cantando fragmentos de la epopeya de los Heike, cuando en la Edad Media lucharon con los Geiji, al sur de Tokyo. Durante mucho tiempo, sólo la habían cantado monjes ciegos. Y Junko lo quería hacer a la manera de ellos. Por eso había aprendido el canto budista japonés llamado shômyô.

            La entrevista fue larga. Sor Mercedes aprovechó para dar a su interlocutora unas cuantas cartas a buzonear, con unos pequeños paquetes de juguetes para unos sobrinos y golosinas para una abuela. Se puso muy contenta al conseguir entender la sustancia de unos versos que Junko la recitó a su petición: En recuerdo de una flor muerta, las nubes blancas descansan sobre la montaña lejana. Las hojas verdes dan los adioses de la primavera en la cima de los árboles. Entonces, sin dejar de tener ante y para sí la estampa de su Alcalá la Real naturalmente, se acordó otra vez de la petición radiofónica del viejo soldado. Junko terminó con un verso estimulante: Hacia el mes duodécimo de Uzuki, que es el cuarto de la luna, por doquier brota profusamente la hierba del verano. Y Sor Mercedes, sin pensarlo más, la enteró del mensaje, sugiriéndola que aquel lugar de la provincia de Jaén podía ser su pueblo, y ella hacer de detective del primer capítulo de la continuación.

            Al volver al Japón se llevaba consigo los retazos de una evocación evanescente. Una figura alcalaína muy dinámica de los días republicanos había sido José Antonio Marañón, un joven profesor de literatura destinado en un instituto de Canarias, que pasaba las largas vacaciones en ese su pueblo, donde continuaba la constante peregrinación de taberna en taberna que había sido su vida de siempre, pero manteniendo la sobriedad, a la busca de la creatividad de las gentes sencillas. Había dejado el recuerdo de un genio oculto, entregado a la oralidad, que para excusar su pereza de escribir decía sólo le sería posible plagiando a sus compañeros vinales qe en cambio desconocían la gramática. Pasó la guerra en Valencia y de allì se fue a los Estados Unidos, donde se hizo amigo de Ramón J.Sender y murió prematuramente.

            Y se sabía que junto a él estuvo algún tiempo en Chicago un miliciano de la familia Romero, su amigo más próximo de aquellas felices correrías, por coincidir ambos en el entusiasmo balompédico. Marañón consiguió gestionarle el visado, y decían que también allí se ocuparon ambos algo del deporte rey. Todo puede estar en el fútbol, era una frase compartida por los dos amigos de la que todavía se acordaba algún viejo.

            Pero nada más. Las tentativas de Junko de localizar a los Romero alcalaínos habían fracasado. Cuando intentó verlos se la dio a entender que no les iba a complacer tratar de una materia que por otra parte también a ellos mismos les resultaba incógnita.

            Con que desde ahí hasta hoy, yo desde luego prefiriendo que la historia haya sido verdad. Además, he de tener muy en cuenta que en el otro caso no habría quedado bonita, en cuanto la pluma de Pereira no es mía. No sólo pues por no haber podido tener a la vista, ya que no al tacto, las curvas de la prima Mercedes. Que siendo prima segunda no he de retraerme de su contemplación.

            Y el deshilarse de la historia de la historia que yo ya me he aprendido aquí, sobre su terreno, sin saber qué capítulos de ella ya se sabían allá antes de mi partida. Los que sabía Sor Mercedes Castillo a mí no me lo quiso decir. Como tampoco la tía Keiko. Ni siquiera sé si una y otra compartían sus saberes, o cada una se guardaba los suyos o lo hacían a medias.


                                               4.-Desde antes del Atlético Aviación

            Antes de la guerra, el fútbol se iba abriendo paso lentamente en el favor popular. Estaba dejando de ser un sport meramente elitista.

                                   Mamá, futbolista quiero ser
                                   del equipo de Linares.
                                   Linares, Jaén.

            ¿Por qué habían cantado esta coplilla hasta las muchachas en flor de latitudes y longitudes peninsulares muy alejadas de Linares? Y en Alcalá todavía quedaba alguno que se acordaba de aquella ponderación, desde luego no del todo ripiosa: Cuando saca el balón Romero, lo lanza fuertemente hacia el portero.

            Pero los Romero habían sido dos. Y ambos jugadores. No siendo a estas alturas fácil a los pocos supervivientes deslindar los recuerdos deportivos del uno y el otro. Aunque se convenía en que Anselmo era un tanto teórico, mientras Genaro resultaba el más contundente del equipo. Éste sin embargo derrotado por uno a tres en un partido contra las aldeas del término que tuvo el aliciente de que Anselmo, eso sí, fue él, exhibiera una foto de Samitier dedicada con palabras de estímulo. Ello ya en tiempos de calentura, 1936 y junio. Por cierto, ¿se llegó a jugar el partido por entonces pendiente con Checoeslovaquia? Anselmo, que se había hecho celador de telégrafos, consiguió publicar a propósito de la competición local una crónica bastante literaria en La Voz Granadina, que Marañón le elogió calurosamente. Y Genaro se fue inmediatamente a Burgos, incorporado al destino que le había cabido al aprobar unas oposiciones a la banca. Los dos Romero salieron despejados, eso no lo negaba nadie, bien anclado en la realidad el orgullo de su padre que era el alguacil municipal.

            Y en adelante, el tío Genaro guardó acerca de su hermano un silencio tan rígido como el de éste por todo el pasado anterior a su llegada a América. Sólo a la monjita que le fue a ver cuando ya no salía de casa y respiraba con mucha dificultad, aquélla comisionada por Sor Mercedes desde Tokyo, la dijo no haber vuelto a tener noticias suyas desde que, estando a punto de embarcarse en Burdeos, le confesó a otro paisano exiliado haberse pasado toda la guerra esperando que él, Genaro, se pasara a su bando, y que nunca le perdonaría no haberlo hecho.

            De lo que yo no tuve duda es de que, cuando el abuelo adoptó el nombre de Selma hizo una concesión que contradecía toda su conducta. Y ése es el misterio de su legado. Que yo no intentaría desvelar aunque me fuera posible. Pues al topar con él comparto el respeto que él consiguió infundir a la postre a todos. ¿Y esa asociación Selma-Anselmo acabaría por alertar definitivamente a Sor Mercedes? No es imposible. Aunque ella me aseguró que, sin haber conocido al abuelo, la descripción que la hicieron de su manera peculiarmente sincopada de hablar el japonés, la convenció sin más, a la vista de los otros hilos ya desmadejados, de que era de su pueblo. Y entonces se decidió a enviar a esa hermana en religión para aquella comprobación a boca de jarro. Poco después de la entrevista murió silenciosamente el tío Genaro.

            Sólo unas horas antes confió a la prima Mercedes, su nieta mayor, un cuadernillo en dieciseisavo de hojas cuadriculadas y pastas de hule negro, firmado por su hermano Anselmo, también de su puño y letra claro, titulado Hacia la repoblación de La Mota. En él sostenía el abuelo que el descenso en altitud del vecindario, el abandono de la cumbre, había sido una decadencia. Y que su generación, la de los tiempos nuevos, el amanecer del mundo, tenía que reconquistarla. Copiaba una carta del profesor Marañón en la que éste se mostraba de acuerdo y valoraba el proyecto a la vez como realidad y como símbolo.


                                               5.-La música también tiene recovecos

            Y mientras tanto, yo doy mañana en Etnosur mi concierto de biwa. Muy contento, hasta inspirado espero, porque la prima Mercedes, que naturalmente me ha oído tocar el instrumento a solas, me ha confesado que lo prefiere al shamisen. Se acuerda de la intervención de Junko el año pasado. Y me ha dicho que la biwa crea otra atmósfera. Interponiéndose entre ella y el aire, de manera que sólo a medias se respira éste. De esa manera, la música llega a envolver la vida y el destino. No es una muralla que aisla, pero sí una compañía que da alguna seguridad. Por eso no le hacen falta ni el argumento ni siquiera el canto. En cuanto los lleva consigo, y para todos y cada uno, concertista u oyente. En cambio el shamisen la parece más de acompañamiento. Lo que no resulta compensado por el protagonismo más individualista de su ejecutante.

            Sí, todo esto siente la prima Mercedes antes, durante y después de que yo pase el plectro por mis cinco cuerdas. Primero, siempre en mi cuartito de la pensión Abadía, en la plenitud de la calle Real, luego también en la salita de ésa donde, ¡qué milagro!, han pedido alguna vez apagar la televisión para oírme.

            Ella se licenció en letras en Granada y de momento se ocupa aquí del aceite, de su promoción, esta es la palabra que me han enseñado. Desde que me estaba esperando en el aeropuerto, que tal imponente morena era la sorpresa que me dejó entrever la tía Keiko, yo creo que alimentó la ilusión de que el primo Kenjiro la llegase a enseñar japonés. A muy largo plazo se propone doctorarse. Y está librando una batalla académica para que se la admita por tesis la aportación de Joaquín Sabinas a la historia contemporánea. Sabinas es un cantautor inconformista. Nació en una ciudad no lejana de ésta, en la frontera andaluza con Castilla, Úbeda, adonde ella ha hecho unos cuantos viajes de los que se ha traído sabrosas noticias. El padre del cantante fue allí comisario de policía.

            Mercedes es también del equipo de hockey sobre hierba, una gloria local. Ahora se queja de que su abuelo Genaro no le hablase de su pasión futbolística juvenil. ¿Por qué yo no me quejo del terrible silencio de mi abuelo Selma? ¿O Anselmo? Aquí se celebra todos los años un congreso de historia, alternándose el argumento entre la frontera, pues lo fue de los moros de Granada, los del último suspiro, y la abadía. Esta era una potestad religiosa independiente que imperaba en la comarca. Y ahora Mercedes se ha empeñado en que se haga una liguilla de fútbol, a su vez integrada por una división fronteriza y otra abacial, relacionada con esas asambleas estudiosas. Pero se querja de que la gente se interesaría más por los partidos televisados del Barça y el Madrid.

            Esta tarde, después de mi último ensayo, hemos paseado largo y despacio. Por el Paseo de los Álamos naturalmente. Es la maravilla cotidiana de este lugar. Ella me ha preguntado por la reencarnación. Yo he esquivado lo estrictamente religioso del tema. Hablar de mi fe me resultaba embarazoso, y disertar de los credos de mis compatriotas pesado y aburrido. El caso es que curiosamente, los dos, como si nos arrastrase un viento inesperado, hemos caído en un laberinto de sugerencias hasta el equívoco, relacionando reencarnación y encarnaciones, o sea aquélla con la reproducción buscada de propósito para dar vida a alguien desaparecido que se tiene en la mente y el corazón. ¿Desaparecido nada más? ¿O también frustrado?

            Entonces se me ocurrió regalarla Cara de Franco. Por cierto que también en ese momento me vino la idea de designar así ese el muñequito de mi autoría. Y a fe que la denominación es exacta. Aunque yo no traté de retratar a Franco sino al personaje de Sender que la profesora Setsuko me dijo se parecía a ése. Pero lo que son las cosas. Cuando fui a despedirme de ella, se lo quise dar, como recuerdo de su magisterio. Pero se negó a tomarlo, pensando que en España resultaría más gracioso. La prima Mercedes lo ha aceptado sin ningún comentario, hasta extrañamente seria. Yo diría que todo cuanto de algunsa manera se relaciona con el abuelo Selma, es decir su tío Anselmo, la pone melancólica. Una vez la cité la opinión de un poeta francés, Claudel, que vivió en nuestros países, de que “el chino quiere tener siempre sobre sus muertos el rumor de una hoja emocionada y del viento que pasa”. Y entonces ella me elogió la humanidad del abuelo al empeñarse en ser enterrado. Humanidad para con los supervivientes, claro. ¿También con ella? ¿Está pensando hacerle una visita en el cementerio de Yokohama?

            Hemos quedado en que mañana estará en el escenario. Dirá unas palabras de presentación. Hará valer lo que de alcalaíno tengo en la sangre. Por lo tanto un paisano a medias, pero que no sólo viene de lejos sino que también es más que a medias muy lejano. Dejará entrever horizontes novelescos en el exilio y la segunda vida del abuelo. Y de vez en cuando, entre unas y otras partes, según lo que vaya captando de la temperatura del auditorio, tratará de adecuar a ella las vibraciones prolongadas de mis cuerdas. Confía en comunicarles esa la interpretación que ella ha sentido del instrumento. Las aguas que van al Este llevan peces de las aguas del Oeste.
                 
           

            Con la pandilla de la prima he pasado una tarde deliciosa. Alcalá la Real entre los capullos y las flores. Los olivos haciendo música de la geometría, y el aceite erotizando la poesía. Fuimos al campo, hasta una legua como aquí se dice, a un olivar. La paella estaba suculenta. ¿Que no es un plato de esta tierra? Ya sí, por derecho de conquista.

            Mientras encendían las brasas, ella me dijo que no funcionaba el resorte de Cara de Franco. De manera que, para no padecer sin remedio su mamola inconmoviblemente erguida, habría que quemar el muñeco cual un alimento más de la paellera. Yo accedí. Después, un estudiante de francés en Granada, me hizo ver una contradicción entre Sender y un escritor católico del país vecino, François Mauriac. En un terrible párrafo que una vez habían comentado en su clase, ése decía que Franco no tenía cara. Pero estas son viejas historias.

            Yo me empeñé en que la prima comiera con palillos. Pero era tremenda su obstinación en mover los dos a la vez. No conseguía convencerla de que uno ha de estarse quieto mientras el otro trabaja. Habrá que darla más lecciones.

            En un aparte hablamos del abuelo Selma. Yo cité a su propósito la frase de un monje poeta del siglo XV, Ikkyu, según la cual las flores del cerezo, a pesar de todo, cuando se caen dejan su rastro perfumado. Me sorprendió ella cuando me dijo le había contado la trayectoria de nuestro antepasado a un viejo médico de aquí, del todo retirado, lejos de unos y otros políticos, pero meditando siempre en la última historia. Se quedó perplejo ante la obstinada japonesización de su paisano. Y al fin la interpretó opinando que habría preferido, a la vista de lo que después ocurrió, otro resultado de la guerra mundial. Que hubiesen ganado los enemigos contra los que él había luchado ingenuamente. Eso habría provocado una reacción, a la postre más beneficiosa. De la otra manera...En fin, no volvamos sobre lo que pasó. Por eso el abuelo se quiso quedar con los perdedores. Al fin y al cabo éstos expiaron de alguna manera sus culpas. En tanto los otros se cargaron con culpas nuevas. Algo a ser muy valorado, desde luego. Ya conoceré a este doctor.

            Otra chica me preguntó por Pearl S.Buck. Me dijo había leído Mujeres sin cielo, y la interesaba mi punto de vista sobre Viento del Este, viento del Oeste.La contesté que también era una vieja historia, pero éstas son muy a tener en cuenta siempre.

            Y a medida que se vaciaban para volver a llenarse los vasos de vino, la prima sacó el tema de la repoblación de La Mota. Se la ocurrió comenzarla por una casa de geishas. ¿No podría venirse la tía Keiko a ponerse a su frente? ¿No sería algo tan original como insospechado y quizás eficaz en la aproximación de las culturas? Que las geishas no tenían porqué ir ligadas al arcaísmo de una cierta condición superada de la mujer. Y nada mejor para su trasplante que una frontera como ésta, la alcalaína. Entre las fuentes de Granada, las rejas de Córdoba y el castillo de Jaén. Y en lo alto. Además una vuelta al pasado pero para el futuro.  ¿Quién podría dar más? Sin contar con la recuperación acá de una rama de la tierra y la sangre alejadas por mor de los desastres de la postguerra, ésta fue una guerra también, perdidas que habrían sido de no haberse conjurado benéficamente unas azarosas circunstancias de última hora.

            En cuanto a mí, ni que decir tiene que estoy irremediablemente contagiado. ¡Ahí es nada, geishas en La Mota de Andalucía! Shamisen, fuel y tsutsumi. Laúd, flauta y tambor. ¿Y acaso el aire que crea mi biwa no sabe a aceite?


                                               5.-Otra vez lo inagotable de un hotel

            Estoy en Madrid. En el cuartito de un pequeño hotel acabado de inaugurar en una calle deliciosamente corta y estrecha del bario de Chamberí.

            Esta tarde voy a dar un concierto en el salón de baile de un palacio hecho museo, el Cerralbo. Es de un neobarroco que deslumbra. Pero por la manera que yo tengo de ver la música de mi biwa, no me va a entorpecer. Al contrario. Esa otra atmósfera será un buen marco para el otro aire mío y de mi instrumento. De acuerdo sorprendentemente con la interpretación espontánea de la prima Mercedes.

            Ésta ha venido aquí. Cierto que también tenía que hacer una gestión de las suyas olivareras.   Se hospeda muy lejos, en uno de esos hoteles falsamente campestres que ahora proliferan.

            Pero yo espero acostarme con ella después del concierto. Creo que así rindo mi tributo definitivo al abuelo Selma. Al fin y al cabo, toda la vida de éste, desde licenciarse, fue una continua lucha contra sus tantos deseos de volver a su pueblo. Y ahora está en él. Y se va a quedar. Pero sin volver a ser derrotado, sin tener que perder también la otra guerra, el trago por el que de ninguna manera quiso pasar. 

            Lo de su sobrina nieta y yo será esa otra manera de reencarnación que un día ya entreveíamos los dos premonitoriamente. Y también creo en las geishas de La Mota. Ya no sé si pájaros de hogaño en los nidos de antaño. Esa responsabilidad no es nuestra. Pero yo me sentiría feliz de salirme un nieto como en mí tiene el irreductible abuelo Selma.  

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