sábado, 18 de septiembre de 2010

La felicitación del capitán

LA   FELICITACIÓN   DEL   CAPITÁN


            ¿Habia sido el ingeniero Ventura un niño prodigio? No estaba claro. A pesar de su leyenda que, desde luego, empezaba por ahí, y era ése el extremo en que estaban más acordes sus varias versiones, antes de ramificarse por los vericuetos de las muchas singularidades variopintas de su pensar,sentir y vivir.
            Una vez, todavía joven, contando a una paisana de su edad un viaje a Estambul, aludió a su desconocimiento del idioma de la ciudad. A lo cual ella se quedó atónita: “-¿Cómo? ¿De  veras que tú no sabes turco?”. Entonces la interlocutora estaba soltera. Llegando a viuda sin tardar mucho. Pero en ninguna de las tales fases de su estado civil, el ingeniero Ventutra se acostó con ella. Todo un síntoma en la encrucijada de fantasía y realidad de él, de la visión que tenía de sí mismo, y de las entre divergentes y concordantes visiones que de él tenían los demás, acordes sobre todo, eso sí, en su discordancia con la primera realidad, con el ingeniero Ventura de carne, hueso y alma.
            ¿Y falla alguna vez la continuidad entre la sepultura y la cuna del genio y la figura? Parece que no. En cambio su prolongación más allá del mismo sepulcro sigue siendo común. Así tuvo que serlo en el caso de nuestro ingeniero de la Villa. Hasta la sepultura pues, después e, incluso dicen que en ella misma. A su borde quiero decir. Pero abramos sin más este díptico suyo de la vida y la muerte.
           


                                   1.-Confesión  en  Manhattan

            -¿Es usted pariente de los Ledochowski?- la voz del enfermo sonaba nítida, pero muy despaciosa y más apagada que baja.
            -¡Oh, vaya pareja: el cardenal primado de Gniezno y Prefecto de la Propaganda en Roma, y el sucesor de san Ignacio de Loyola? No tengo ese honor, ni siquiera soy aristócrata como ellos- contestó el sacerdote con un esbozo de aspaviento humorístico, a pesar de tener ya en la mano la estola dispuesta para ser cruzada sobre su clergyman impecable.
            El enfermo miró inquieto a la mesilla, que era muy amplia, y volvió los ojos tranquilizado al clérigo:
            -Creía que todavía estaba ahí el décimo tomo de Balzac. Ya ni recuerdo cuántos años hace que empecé a leer su Comedia Humana. Y si Dios quiere no la terminaré. Ha sido como un leit-motiv en mi vida. Y no por excesiva admiración. No sé. Acaso sencillamente un síntoma de pereza.
            -He visto el libro en la mesita de la entrada. Yo también he leído precisamente ese volumen.
            -En él están Adieu y El Verdugo, este así, con el título en castellano. Pero me parecía frívolo tenerlo al lado mientras me confieso.
            El padre Stanislas trató de hacer como que se sonreía para suS adentros:
            -Vaya, vaya, la historia eclesiástica de mi país, la literatura francesa ¿me va a decir acaso que son síntomas de agonía?
            Hubo una pausa demasiado larga, aunque no en absoluto, antes de la respuesta, que fue muy serena y en voz casi susurrante:
            -Quizás sì, aunque parezca extraño. Que el hombre es un ser muy complejo, y por eso sobre todo el mundo es tan complicado. Pues, ¿por qué me he fijado en esos dos títulos, en el segundo más que nada? Hablando de otra cosa, ya sé que está aquí su cardenal de Cracovia.
            -¡De cuántas cosas ha estado enterado siempre nuestro ingeniero de la Villa!
            -Pero si hasta el New York Times ha dado la noticia. ¿Va verle sor Faustina?
            -Acaso no tenga tiempo. ¡Ah, el tiempo y nuestro tiempo! Pero yo no tengo prisa esta tarde. ¿Quiere que recemos el rosario, aunque puede que usted no lo haya hecho desde hace más de medio siglo? Se lo propongo por estar seguro de que me adivina la intención. Le va a servir de sosiego. Un preludio. Hasta musical.
            Y lo hicieron, bisbiseando suave y parsimoniosamente. Mientras tanto venía algún rumor a la sordina del interior de aquel último piso de ese rascacielos de Manhattan. ¿Llegaban a cinco mil las oficinas? Estilo barroco, de veras. 1931.
            Salió el cura del cuarto, dejando sobre la mesilla la estola todavía plegada. Cuando al cabo de un momento volvió, se oyó canto gregoriano:
            -He puesto un disco de los benedictinos de Beuron. Sor Faustina me había dicho dónde los tenía.
            Eran los oficios del jueves santo. Ubi caritas et amor, ibi Deus est. Oyeron un fragmento en silencio. El cura salió otra vez para apagar el aparato. Y al volver se puso ya la estola.
            -Usted es ingeniero de caminos. Ha tenido que hacer puentes. Éste es otro. Pero no quiero decir del acá al allá. De ése no sabemos nunca la hora, por lo menos el momento, sino de la confesión a la absolución, tanto como de ésa al pecado. Y cuando no hay confesión, del puente al río. Así tranquilizó a la viuda de un suicida el santo cura de Ars.
            -Sí. Algunos puentes he hecho. Pero me he salido del camino de Santiago.
            -¿Cómo? A Santiago llevan todos los caminos.
            -¡Ah, sí! Otra vez la literatura. En el Instituto de Segovia, don Ángel nos contó el viaje que cierto canónigo hizo de Sevilla a Tetuán, pero...por tierra. Según las Escenas andaluzas de El Solitario. En mis tiempos, en la Villa a la de Madrid a Irún la llamábamos la carretera de Francia. Entonces el país vecino disfrutaba el prestigio de la lejanía. Ahora ya tiene adquirido el doméstico. Pero yo aquí me siento cerca de todos los rincones del planeta. Y en estos instantes de las infinitudes de los mundos. Sin embargo, le insisto padre, fuera del camino de Santiago.
            -Esté seguro de que eso no es posible- le replicó brusco el confesor- ¿O sigue con el corazón seco?
            -Eso no lo sé, padre. No he podido saberlo nunca.
            -¿Qué le está viniendo a la memoria ahora?
            -No sé si es materia del sacramento. Pero desde luego que no una frivolidad.Todavía tenía entonces la casa de la villa, La Ínsula.
            -Me acuerdo bien del piano de mesa.
            -Fue una navidad. No conocía al capitán de la Guardia Civil. Pero llamó para felicitarme. Yo no había llegado y cogió mi hijo el teléfono. ¿Por qué no le devolví la cortesía?
            Hubo un silencio largo. ¿Raro también? A ninguno de los dos se lo pareció. Y no hizo sino continuarlo el enfermo al volver a tomar la palabra:
            -Dejé sin hacer muchas cosas, se me quedaron muchas palabras en la boca y muchas monedas en la mano. Con la agravante de haber intentado dar a quienes no querían recibir. Era el refinamiento de mi egoísmo. Sí. Para que me absuelva usted tengo primero que condenarme yo. En una larga ocasión confundí a la mujer fuerte de la Biblia con una muñeca mal fabricada. Al fin, una vez que ella llamó peguntando por Ventura no se puso el pelele. Pero hasta esa salida del túnel tuve cegada la fuente. Y otra vez la literatura francesa, ¡caramba con la hermana latina! Una novela de un católico, François Mauriac, se titula El Desierto del Amor.
            -¿El desierto es la patria de los monjes? Al menos su tierra predilecta.
            -También de los demonios.
            -Pero por eso mismo.
            Y hubo otra pausa, cada vez más densas. Ello a medida que se iban haciendo más escasos y leves los rumores de fuera. La deshizo inquisitivamente el confesor, aunque la apariencia de la pregunta era anodina:
            -¿Sigue su hija en mi país?
            -No estoy seguro. Sí en cambio de que ella tiene medios de localizarme, hasta este rincón tan aéreo. Que por cierto también me recuerda de cerca a la Villa. Me dijo una vez Pedro Barral, a la vista del cañón del Duratón, desde la carretera del Villar, estar convencido de que sus almenas naturales habían inspirado toda la arquitectura de los castillos medievales. El remate de este rascacielos es muy parecido. Como un abarrocamiento de aquellas peñas.
            -¿Y usted cree ser bastante eso, la posibilidad de que su hija encuentre sus señas?
            -No lo sé. Quizás no. Al fin y al cabo por eso siento más la necesidad de confesarme, antes que por el diagnóstico del hospital.
            El padre Stanislas se quedó un momento con la mirada perdida, más allá de las paredes, dibujándosele una levísima sonrisa:
            -¿Sabe que mi paraje preferido cuando estaba allí era la Fuente de las Canalejas? La gracia suprema, la de aquellos chorros en la ladera, al caer musicalmente. Magna opera Domini, pero también las pequeñas.
            -A Claudel la lluvia le recordaba el agua del bautismo. Un agua que lo limpia todo. Como que en la historia del cristianismo ha habido quienes por eso retrasaban el sacramento hasta la última hora, a esta mía.
            -¡Siente usted no ser uno de ellos?
            -Pues sí. Reconociendo mi cobardía. ¿Le digo una cosa? Yo he ido, como congresista en defensa de los derechos de los animales, a Wellington, a Sydney, a Singapur, a Manila, a Glasgow y a Valladolid. Ya sabe usted que los congresos más variopintos han sido una de mis pródigas manías. Y sin embargo, en la Villa, mandé despeñar a los cachorros de una de mis perras. Me duele todavía el tacto de las costillitas bien hechas de uno. Ya sabe, padre, que la epistolar ha sido otra de mis filias. Pero he dejado cartas sin contestar, y no he escrito algunas que me lo estaban pidiendo, sí, ser dadas a luz. ¿Otro puente entre el matar y el dejar nacer? ¿O no hace siquiera falta?
            -Recuerdo que en la Villa usted me habló de nuestra visita al monasterio de Tyniec.
            -Sí. Cuando entré en la iglesia, el coro estaba cantando ese salmo que repite tantas veces quia in aeternum misericordia eius.
            -También ese detalle me lo contó entonces, y se me había quedado en la memoria. Yo me sé el salmo entero. No le choque, así, de corrido, sólo ese y el miserere de todo el salterio. Se lo voy a recitar. El miserere será la penitencia.
            Y lo hizo muy despacio, y no sólo por el tiempo requerido para irlo traduciendo al castellano. Cuando terminó hicieron otra pausa larga, que rompió el enfermo:
            -Antes le hablé del desierto del amor. Haberlo buscado fue mi pecado. Ya le dije de aquella muñeca mal hecha. En cambio, Dios se complació en hacer a las mujeres de mi pueblo y yo no las vi. Y otra memoria que persiste. En una de mis etapas de provincias, me llamó varias veces una desconocida desde Madrid. Era cariñosa y amable, pero aplazaba desvelar su anonimato. Una de las veces, la dije algo subido de color. Se mostró muy dolida, yo adopté desde entonces un papel de pasividad rígida, y llegado el momento no quise conocerla. ¿Quién puede saber ahora las consecuencias? Incluso a la luz de este último tribunal. ¿Y cuándo cerré la puerta a aquel pobre? Él estaba fatigado de haber subido la escalera. Tengo su rostro abermejado todavía presente. “Estoy pidiendo limosna”, me confesó entre la naturalidad y el rubor. Yo me cerré entonces la puerta del palacio. ¿Por qué? Pero, a pesar de las apariencias, en torno a la libertad y la predestinación no me parece la hora de discutir. Otra vez, iba con mi perra por mi barrio madrileño. Nos encontranmos con una señora que la acarició, y ponderó con pena lo que se echaba de menos a los animales cuando se los perdía. Me dijo que vivía con su marido en la residencia de ancianos de la vecindad. Yo tomé nota del nombre de él y me acuerdo de él todavía, José Romo. Pero nunca llegué a invitarles ni a visitarles.
            -¿Y del dinero?
            -Mi vieja entrañable, en la Villa, siendo yo adolescente, y al oírme ciertas ambiciones, tanto más peligrosas cuanto más fantásticas, me dijo que era la carrera del infierno. Yo no lo tomé en cuenta. Aunque he llevado la penitencia en el pecado. ¿Cómo en los otros? No soy competente para pesarlo. Mi vieja...No la volví a ver cuando me fui de allí. ¿Sabe que esta misma noche cumplo los setenta? Paul Claudel era de una aldea del Tardenois, Villeneuve-sur-Fère. En la página equivalente de su Diario escribió: “¡Ah. Villeneuve, Villeneuve! Desde aquel día de hace setenta años, ya no eres el pueblo más pequeño de Francia”. Yo hace tiempo que no llevo diario. Pero si me da tiempo y tengo fuerzas escribiré mañana: “¡Ah, mi Villa, mi Villa! A pesar de aquel día, sigues siendo el pueblo más grande del mundo”.
            -En la segunda parte le doy la razón. Haber sido coadjutor allí me resulta el orgullo de mi vida sacerdotal. ¡Las Canalejas!
            -Por cierto una señal de que cualquier tiempo pasado no fue mejor. Antes no habríamos podido soñar con un clérigo polaco en nuestra parroquia. ¿Y los coterráneos que tuvimos? En Valladolid se ha publicado un libro de historia contemporánea titulado Amaneceres ensangrentados. Con los protagonistas de ellos ellos tuvieron que ver, llegaron a ser sus cómplices, algunos de esos clérigos nuestros.
            -No acuse a los demás. Es usted el que se está confesando, ingeniero- le cortó seco el padre Stanislas.
            -Me acuerdo de otro animal que me quiso mucho. Una perra que nos mataron en la Villa. Yo me siento también culpable del crimen. Los abogados distinguen entre lo doloso y lo culposo. Ustedes y Dios también. Pero el puente difícil es el que va de la culpa a la inocencia. ¿Por qué no volví a la Villa a ver a mi vieja entrañable?
            Entonces la voz del cura sonó aparentemente hasta con una cierta frialdad administrariva, pero a Ventura le supo a agua fresca de manantial, sí, como los chorros de las Canalejas otra vez:
            -Rece el miserere o lo que se acuerde de él. Voy a darle la absolución.
            Terminada la fórmula, el confesor se quitó con rapidez la estola y el penitente cerró los ojos. Se golpeó el pecho, como antes era costumbre, decía para sí el acto de contrición, el señor mío Jesucristo en el lenguaje más doméstico. Su tono al tomar la palabra resultó más animado:
            -Ya se han ido todos los oficinistas. Como usted sabe, yo soy el único vecino del rascacielos. Y bien que me place esta altura. Levanté los ojos a lo montes, de donde me vino el socorro. De veras que le agradezco a míster Dulles este favor tan curioso. Pero no estoy solo. Quedan los vigilantes, claro. Y uno, Europo, me hace un poco de acompañante. Se llama así por la Virgen de Europa, la del santuario de Gibraltar. Es llanito, pero andalucista. Algo bastante raro. Es muy simpático y me ha tomado afecto. Con este timbre que usted ve, disimulado detrás de la cabecera, a la izquieda, le puedo localizar a cualquier hora de la noche. Por eso no es necesario que hoy se quede sor Faustina. Dando algún rodeo la puede usted dejar en su convento, cerca de la iglesia de San Vicente Ferrer. Así podrá ver a su arzobispo. Ya sé que mañana las dice la misa de alba. De eso hablábamos antes. De veras. Nada preocupante. Ella se resistirá, pero acabará por dejarse convencer.
            El padre Stanislas asintió con una mirada entre inquieta y serena. De manera que, al cabo de poco tiempo, el ingeniero de la Villa estaba solo, tranquilo y con la luz apagada, aunque por un resquicio dejado a la persiana entraba bastante.
            Se le vino a las mientes un interrogante de Antonio Machado en su poema a la muerte de Rubén Darío: ¿Te han herido buscando la soñada Florida, la fuente de la eterna juventud, capitán?. Pero desechó los versos por parecerle de un sabor pagano impropio de aquel trance. Se acordó entonces de la tia Morucha, una pobre mujer de su pueblo que vivió sus últimos años en un ostugo a duras penas abierto bajo una escalera de una viejísima casa de Tetuán de las Victorias. Siempre había sido así de pobre, pero también siempre había estado igual de contenta, como de disponible para todos. Acompañado por su estampa, se durmió. Sintiéndose acariciado incluso.
            Su penúltima visión había sido la de su ordenador. Se acordó de cuando se decidió a manejarlo, venciendo una tremenda resistencia. Al conseguirlo, aunque sin pasar de lo elemental, sintió como si le salieran alas. Lo mismo que ahora.
            Pero no podría teclear el nombre de aquel capitán que le felicitó, para reparar su falta de correspondencia. No había llegado a saberlo. Aunque alguna vez se le pasó por la cabeza investigarlo.¡Cosas del ingeniero Ventura!
            ¿Y la última? En una ráfaga, llegó a un escrúpulo, casi un remordimiento. ¿Por qué al padre Stanislas no le había dicho nada de sus buitres, de los buitres del cañón del Duratón?


                                   2.-¿Misterio   en   el   entierro?

            Antes del zafarrancho eclesiástico que tiró todo patas arriba, hay que reconocer que la liturgia de los difuntos tenía lo suyo de terrorífica. Baste recordar el Dies irae. Nada menos que Mauriac se atrevió a llamarlo siniestro.
            Pues bien, en el Libera me Domine se evocaba el día en que Dios vendrá a juzgar el mundo por el fuego, dum veneris iudicare saeculum per ignem. Y, sin embargo, la misma Santa Madre Iglesia tenía prohibida, bajo sus más severas penas espirituales, la cremación de los cadáveres.
            Eso hasta no hace mucho tiempo. Pero desde entonces es tanto lo que ha llovido, y el mundo ha girado tan deprisa, y las idas y venidas de los hombres y las mujeres han sido tan vertiginosas, que aquello nos suena a agua muy pasada. Tanto como para resultar sorprendente que don José Oriol, el joven clérigo de la archidiócesis tarraconense prestado a la Villa como vicario, hubiera hecho del tema una obsesión. De la cual, por supuesto, apenas si se atrevía a hablar con nadie, siendo el silencio la más punzante de las torturas a que sus cavilaciones estaban llegando.
            Antes de nacer él, en los tiempos de Pío XI...Y esa memoria histórica se le devanaba en la composición de lugar del tío Fructuoso, el canónigo de la catedral de Tarragona, que no faltaba a coro sino cuando su fiebre pasaba de los treinta y nueve, y prolongaba la llamada estridente del despertador que le levantaba de la siesta a tiempo de llegar puntual a vísperas salmodiando cuanto su voz ronca le dejaba aquello de cantemos del Señor las alabanzas para llenar nuestras panzas, y a guisa de estribillo el abad de lo que canta yanta. Los tiempos de Pío XI y el tío Fructuoso se definían sencillamente como los de la colocación defnitiva e infalible de cada cosa en su sitio, primero desde la cuna a la sepultura, luego igualmente fuera del tiempo mismo. Mientras que ahora se habían rebelado los muebles, y la campanilla, por la que tanto antes se habían peleado los monaguillos, tocaba a su albedrío.
            Pues bien, antes de nacer él, en esos tiempos de Pío XI, cuando la Santa Madre anatematizaba de esa manera la purificación de los cuerpos sin vida por el fuego, permitó sin embargo que un antiguo delegado apostólico en la India muerto en Italia fuera llevado allá para ser quemado. En un viaje a Benarés, él había visto los rescoldos de las piras funerarias recorridos por perros a la busca de algún trozo de carne escapado de la combustión. ¿A que de ello no se habría escandalizado san Francisco de Asís? ¿Y esa esperanza que había proclamado Juan Pablo II, echando anclas en San Pablo, de la vuelta a la vida de todas las criaturas de Dios, y no sólo de la que los paleontólogos habían dado en llamar la especie elegida? Alguien le había contado de un escritor anglicano que dejó de ir a la iglesia al negarle su pastor la esperanza de compartir el paraíso con su perro, mientras que en cambio, en el entierro presbiteriano del ingeniero Stevenson, el padre de Robert-Louis, el oficiante la sugirió por propia iniciativa a la vista de los perros del difunto asistentes a la ceremonia. Y además, si ahora ni siquiera los muebles tenían su sitio fijo. Aunque ello no quería decir que no siguieran cortándose alas. Por eso él se permitía, a pesar de todo, de cuando en vez, nostalgias de los tiempos de su muy ilustre tío. Si bien le daba horror mirar a la que oyó llamar generación homicida a uno de los que la habían pertenecido.
            Pero a propósito de difuntos y sepulcros y funerales. Decían que el párroco de la Villa se opuso a que los cinco fusilados en el Monte de la Comunidad por los navarros de Mola fueran trasladados al cementerio, ya que “no habían tenido una muerte cristiana”. A la vista de esta decisión, podía caerse en la tentación vulgar de acusar de despiadado al Derecho Canónico. Pero, ¿era de las Decretales la culpa? ¿Estaba tan seguro ese cura de los detalles de aquel crimen como para asegurar que los asesinados no habían muerto cristianamente? Porque aquellas páginas de la historia estaban cubiertas tanto de sangre como de niebla. Aunque hubiera unanimidad, en el caso concreto, en la acusación precisamente a ese mismo párroco de tener sobre su conciencia aquella sangre. Por otra parte, esas muertes no habían sido voluntarias. Como tampoco la falta de confesión. Pues constaba que a ésos no se les había dado la oportunidad de hacerlo, a diferencias de otros muchos casos de esa misma oleada homicida, en los cuales tal oferta era una parte del ritual macabro. Por ejemplo, en Burgos, lo habían sabido demasiado bien los cartujos de Miraflores.  ¿De veras pues que se había molestado el señor cura mayor en la exégesis de los cánones correspondientes? ¿O sencillamente se había sentido inspirado por el espíritu de sí mismo? ¿Hasta el extremo de estar seguro de que aquellos muertos no habían merecido la salvación eterna? Al negar las exequias religiosas a la escritora Colette, por mor de dos matrimonios civiles y los sendos divorcios, el cardenal de París, Feltin, respondiendo a Graham Greene en el Figaro littéraire, había reconocido que se trataba sólo de una cuestión de disciplina externa, ya que en la otra dimensión, dentro de la ortodoxia más estricta, únicamente Dios sabía donde terminaba la culpa y empezaban los méritos. Por eso seguía también siendo desconocido el destino de ultratumba del almirante Carrero Blanco, pese a tener reciente la comunión cuando su coche explotó en el aire.
            Pero don José Oriol se dio cuenta de lo mucho que se había desviado de su preocupación actual con las viejas historias tangenciales salidas al paso. O buscadas para aliviarse de la misma. De quienes tenía que acordarse era de los parsis. Que sí, otra vez, una más, estaba más cerca de la India.
            Tenía que acordarse y se acordaba. Incluso había llegado a soñar en torno a ellos. Uno de los recuerdos que tenía del tío Fructuoso era una tarjeta postal que representaba a Pío XI escribiendo sobre su mesa de trabajo. Todo de blanco naturalmente. Con el solideo. De perfil y bastante ladeado.
            Y el Papa se volvió un poco más hacia José Oriol, no lo bastante para darle alguna confianza, pero sí para que resultara bien visible la serenidad impávida de su mirada. A lo cual el joven levita se sorprendió a sí mismo de la falta de reverencia con que reaccionó, clavando a su vez en el Santo Padre sus ojos se diría que hasta un ápice de desafiantes. ¿Cómo era eso? Pues él se sentía como arrastrado por una fuerza irresistible en ese momento. En el siguiente, la figura del Papa se esfumó en una nube espesa, que se fue adelgazando y se hizo translúcida hasta volatilizarse. Y entonces José Oriol se encontró vestido con una túnica blanca que se arrastraba y una estola también muy larga. O sea con los ornamentos de un dastur, de un sacerdote parsi. Dándole miedo no saber encender el fuego sagrado, el cual tenía que estar compuesto de varios fuegos distintos, uno de ellos el del rayo.. Y le entró el escrúpulo agudo de haber robado la tela de su indumentaria a Su Santidad.
            Se despertó sobresaltado. Pero, precisamente para volver del todo en sí, siguió pensando en los parsis. Éstos dejaban a sus muertos en lugares altos. A veces eran las llamadas torres del silencio, dakhumas. Allí serían alimento de las rapaces. ¡Ah, si sus feligreses de la Villa fueran parsis, si lo hubieran sido san Frutos y sus hermanos san Valentín y santa Engracia! ¡Qué dakhumas mejores que las que remataban el cañón del Duratón! Mas, al proceder así los parsis ¿tenían alguna intención benévola hacia los buitres? En todo caso, su repudio de la contaminación de la tierra por la descomposición de los cadáveres, ¿no estaba acorde a la imprecación de la vuelta del polvo al polvo que la Santa Madre Iglesia recordaba al imponer la ceniza en su miércoles? Los parsis estaban también obligados a hacer pozos. Viendo el agua como purificadora. Pero, ¿qué pozo podía competir con el Duratón encañonado? 
            Volviendo a la doctrina de su Iglesia, enterrar a los muertos era una obra de misericordia. ¿Ahora incinerarlos también? No cabía duda. Pero, ¿la libertad concedida a los hijos de Dios por su madre pía y clemente se detenía ahí? Esos buitres que, al sobrevolar el casco de la Villa ofrecían el espectáculo más hermoso de la creación, ¿iban a ser una muralla? En Rusia, la iglesia ortodoxa estaba escandalizada de que no se diera tierra a Lenin. ¿Qué habría pensado de dejarle en una dakhuma?
            José Oriol había llevado a cabo una verdadera encuesta sobre el tema, en la que había logrado hacer participar a eclesiásticos de talla. Pero el resultado fue desalentador. Él se quejaba de que los consultados, o no se tomaban sus inquietudes del todo en serio, cual si no mereciese la pena entrar de lleno en el asunto, o envolvían su tratamiento en vaguedades que nada aportaban dando por conclusión ineludible el mantenimiento del statu quo. Pero sin darse cuenta de su propia responsabilidad en el estancamiento. Pues él empezaba por no entrar al trapo, sin proponerse coger el toro por los cuernos preguntando ni más ni menos a boca de jarro si era cristiano poder legar el cuerpo a los buitres. Y sí, habían sido descafeinadas las cartas recibidas de un benedictino de Montserrat, de un franciscano historiador del Derecho Canónico en Salamanca, de un canonista de Comillas, de un moralista de la Fordham University y de otro teólogo de Munich, pero no había que cargar el muerto sólo a los corresponsales.
            Su segundo sueño fue más breve. Le tuvo después de una noche pasada en duermevela y vela, en la que le hizo de leit-motiv con una insistencia de pesadilla el problema de la libertad en la Iglesia. No se durmió hasta las seis, ya a punto de amanecer, una hora a la que casi siempre estaba levantado. Se vio otra vez vestido de dastur. Estaba sentado en el viejo sillón de la sacristía de San Bartolomé que antes se utilizaba para confesar a los sordos y que él no había llegado a usar nunca. Tenía en el regazo un buitre que le miraba fijamente. Sintió miedo.
            Le despertaron las campanas que tocaban a muerto por el ingeniero Ventura. Había llovido y hacía mucha niebla. No tardó en sonar el teléfono. Era el párroco que le encargaba oficiar el entierro. El difunto lo había querido así, ya lo sabían ambos hacía tiempo. Pero él no podía acompañarle, pues tenía que irse a Valencia. En Benaguacil agonizaba una tía suya trapense. Le dejaba con plenos poderes.


            Comentaba una guía de turismo en Cuzco que el catalán es una lengua del todo distinta del castellano. Así se escribe la historia. Sin embargo, confundirlo en Castilla con el polaco parece demasiada inadvertencia. Y no es que se confundieran, pero unos decían que habían sido polacos y otros catalanes los ocupantes de una furgoneta todoterreno que comieron en Samoa el día del entierro del ingeniero y hablaron en su lengua naturalmente. Esos sí, todos estaban de acuerdo en que al entierro no habían ido. Aunque algunos aseguraban que la furgoneta había estado aparcada desde antes de ponerse el sol en la explanada del cementerio.
            Al entierro, a decir verdad fue muy poca gente. El difunto había dispuesto que no se diera más aviso que el toque de clamor. Además, por una parte la Villa ya no era la de antes. La gente estaba muy ocupada con la televisión, y hay que reconocer que un entierro tiene lo suyo de cotilleo. Algo pues de los otros tiempos, cuando los unos se sabían las vidas y milagros de los otros en los pueblos, y hasta en los barrios y en las casas de Madrid, las vidas y las muertes. De otro lado, al ingeniero se le admiraba en la Villa, pero de lejos. De su leyenda hacía parte la distancia.
            Desde Nueva York, el padre Stanislas trató de localizar en Polonia a la hija del muerto. Con esas mismas miras, llamó a don José Oriol para darle algunas pistas a intentar desde España. Pero ni las unas ni las otras dieron resultado.
            Con lo cual, además de los no muchos convecinos, sólo llegaron tres coches desafiando la niebla, uno de Segovia con viejos compañeros del instituto, y dos de Madrid con colegas que se habían enterado a última hora. Les acompañaba doña Fredesvinda. Ésta era una octogenaria viuda zamorana con más ingresos que gastos, a la que se había muerto el único hijo recién acabada la carrera, y se consolaba pagando becas en la Escuela y disfrutando de la consideración de los ingenieros que no tuvieron tiempo de llegar a compañeros de su vástago.
            Estando el crepúsculo ya a las puertas, llegó el coche fúnebre entre ráfagas de viento alocado. Don José Oriol se dio prisa en la misa. En cambio, si bien la homilía también duró poco, alardeó en ella de sosiego, reduciéndola a una glosa de la necesidad de distinguir entre las apariencias de la superficie y las realidades profundas a la hora de juzgar a los vivos y a los muertos. Para concluir que sólo Dios conoce los secretos de los corazones.
            Al día siguiente, el oficiante se fue súbitamente de la Villa. Sin despedirse ni dejar señas. Por explicaciones de la fuga, se sacaron a relucir ciertas rencillas clericales, y también algún peligro al acecho de sus relaciones con la juventud. Por las señas preguntaron a Romero, el administrador de correos, ya que don José Oriol tenía mucha correspondencia, pero él esgrimió el secreto profesional para no dar siquiera el dato de si se le podía reexpedir o era devuelta.
            Y en su caso, de veras que la respuesta no era una salida de tono. Porque Romero, aunque joven, era un superviviente de los viejos y buenos tiempos. Los de las estafetas y los vagones sagrados, las noches solemnes de sus ambulantes y sus desvelos sobre los folios densos de la geografía postal. Si acaso, podía reprocharse a aquellos aristócratas de la correspondencia que se llegaran a salir de su menester haciendo de detectives para localizar a un destinatario.
            Él, Romero sí que tenía las señas de don José Oriol. Por lo menos una dirección adonde la correspondencia le llegaría. Y le reexpidió bastante.
            Una vez, estando a solas en la oficina, apartó de ella un sobre aéreo franqueado con sellos de los Estados Unidos, esos sellos tan característicos como poco atrayentes, para los filatélicos inconfundibles con cualesquiera otros. Le puso en una cartera de mesa donde guardaba los papeles de su despacho personal. Pasada la jornada laboral, a solas de nuevo, le examinó una y otra vez sin que  le quedara un solo pormenor sin grabar en la memoria. Al reverso, en letras rojas muy menudas, por único remite estaba impreso el nombre de Zebi Metha. Al fin, el funcionario escribió en el anverso, luego de tachada la anterior, la dirección que sólo él conocía del clérigo, metió el sobre en la correspondiente saca y se fue a dormir seguro de tener curiosas cavilaciones antes de conciliar el sueño.


            Y pasó bastante tiempo. A la manera gris como ahora pasa el tiempo en cada lugar, escasos los colores para teñir los desapercibidos eventos.
            Los dos antiguos alumnos del colegio claretiano de Aranda que quedaban en la Villa se reunían a comer de tarde en tarde en Samoa. Eran dos solitarios. El uno, Carlos, soltero, se había jubilado de intendente general del ejército  y era enigmático y silencioso. El otro, Juan Antonio, estaba separado, tenía los hijos lejos, había sido funcionario de la lotería y estuvo siempre dominado por la curiosidad. Desde los ámbitos más elevados a los rincones más a ras de tierra. Cuando se le reprochaba llegar a extremos de cocinilla, replicaba que esa faceta femenina era una de las superioridades de la mujer sobre el hombre.    
            Acabadas de servirles las frambuesas del postre, luego de una conversación anodina y parsimoniosa, le dijo a Carlos:
            -Mediados los cuarenta, a poco de salir de la cárcel, en el primer verano después de la guerra que pasó en la Villa, Pedro Barral me dijo que no había renunciado a dar una vuelta al mundo, aunque mientras el régimen durase no sería posible. Ya sabes que se murió sin hacerlo. Yo he pensado alguna vez que también nosotros dos tenemos esa asignatura pendiente.
            -Acaso tú. Yo no soy viajero.
            -Por eso mismo te sería más gratificante en este trance. Déjate llevar.
            -Explícate.
            -Veamos. ¿Te acuerdas de la tumba del ingeniero Ventura   
            -Claro. Es la anterior a la de mis padres en la fila y está justamente detrás.
            -Pues no. Así lo dice la inscripción labrada por Juan Emilio. Pero está vacía, sólo guarda un ataúd abierto.
             -¿Cómo?
            -Así, literalmente, tal y como te lo digo y nada más.
            -¿Pero no le trajeron desde Nueva York?
            -Sí. Pero no está.
            -Sigue explicándote.
            -No es el momento. Por hoy me basta con darme cuenta de que no me crees.
            -¿Cómo quieres que te crea?
            -Y bien, adelantemos entonces los acontecimientos, ¿por qué no nos apostamos una vuelta al mundo? Te veo muy seguro de ganarla. Y yo también lo estoy. Con que ahí está la salsa.
            -¿Una vuelta para el ganador?
            -Para los dos juntos a cargo del perdedor.
            Carlos estaba tan estupefacto que eso mismo le inhibió de rechazar la propuesta sin más. Tanto que dio pie a Juan Antonio para suponerla aceptada al preguntar ingenuamente:
            - ¿Y la prueba?
            -En último extremo la inspección de la sepultura. Aunque no sería preciso si aparecieran otras indirectas que te convenzan A propósito, ¿se volvió a saber de don José Oriol?
            -No he oído nada. Ya casi no se habla de él.
            -Pues yo acabo de verle en Ceuta.
            -¿Qué hace allá?
            -Según dice, apostolado ecuménico.
            -¿Con los moros?
            -También con los hindúes. ¿Y no te acuerdas de los parsis?
            -Sinceramente no.
            -Pues acaso te convendría.
            -Cada vez te entiendo menos.
            -Ya me entenderás del todo.
            -¿Se sintió violento el cura?
            -No. Yo le inspiro confianza. Y no me pidió que guardara secreto su paradero. ¿Tú te acuerdas de lo que pasó con los huesos desenterrados al restaurar la iglesia de Santiago?
            -Por lo menos algún tiempo estuvieron en las lastras de la Picota. Un vecino se quejó de lo macabro que resultaba verlos asomar.
            -¿Acabaron llevándolos al cementerio?
            -Lo dudo. Y también lo dudaba don José Oriol.
            -¿De eso te habló ahora?
            -Sí, Y con bastante insistencia. Tomando pie en la desidia de su predecesor nada menos que para reprochar a los cristianos no tener la debida piedad hacia sus muertos. Por lo menos dando por inmotivada su pretensión de superar a las demás religiones en ella.
            -¡Qué cosa más rara que te sacara esa historia a relucir!
            -Acaso no lo sea tanto.
            -Sigo sin entender.
            -Por ahora. A propósito, ¿te acuerdas de que el día del entierro del ingeniero vino una furgoneta llena de polacos o de catalanes, ahí no hay acuerdo, que comieron aquí en Samoa precisamente?
            -¿Cómo voy yo a retener esos detalles, si ni me fijé en eso?
            -Pues es lástima. Porque no fueron al entierro, pero su venida a la Villa parece que tuvo que ver con éste y muy a sabiendas de don José Oriol. Pero estoy siendo demasiado honrado. Ya ni debo ni puedo decir más. Aunque ha quedado aceptada mi propuesta, ¿no?
            Habían servido a Carlos café y una copa de coñac y té a Juan Antonio, quien puso fin a la conversación advirtiendo muy gravemente:
            -Por cierto que todo esto debe quedar por ahora entre nosotros.
            Sólo entonces empezó a preocuparse Carlos. O sea a sospechar que su condíscipulo no tenía intención de invitarle al periplo lisa y llanamente aunque mediante un rodeo tan extravagante.


            Seis meses después, los dos estaban en ese mismo sitio con un tercer comensal, don José Oriol, que había llegado la víspera para ver a sus antiguos feligreses, sin aludir al interludio ni a la desaparición que lo había  iniciado. Incluso aludió a la posibilidad de volver a ejercer su ministerio en la Villa, aunque en cualquier caso sería después de mucho tiempo. En la comida empezó muy locuaz, con ganas de monopolizador:
            -¿Han oído alguna vez dirigir a Zebi Metha? No hay otro como él. Es un milagro y nada más. ¿Y saben que es parsi? He tenido la suerte de conocerle y hablar con él casi media hora. ¿Pero a que no adivinan qué propuesta le hice? Hacer en el cañón del Duratón su dakhuma, el paraje donde se dejará su cadáver al cuidado de las rapaces. ¿No es el más bonito del mundo? ¿Y su mejor visión la de los buitres sobre la Villa? ¿No parece creado para el Maestro?
            Al cabo de un poco, Juan Antonio le hizo observar sin desarrollar la ironía:
            -¿Y no ha pensado usted en convertirle?
            -Sería demasiado presuntuoso.
            -Démoslo por bueno. Pero, ¿ y si algún santo de nuestro tiempo hiciera el milagro? ¿Entonces? ¿Habría que renunciar a la maravillosa ilusión de la dakhuma? ¿O la Santa Madre Iglesia sería benévola con los buitres?
            -Con los buitres y con el difunto.
            -Eso he querido decir.
            -¡Quién sabe!
            Y desde entonces hablaron en voz muy baja y teniendo cuidado de quienes se acercaban a la mesa, incluyendo el servicio.


            Al año siguiente, entre julio y septiembre, los tres dieron la vuelta al mundo. Juan Antonio invitó al cura. Carlos reconoció haber perdido la apuesta y se hizo cargo de su parte y la de su condíscipulo.
           

            Con que, ¿qué había sido de los huesos humillados del ingeniero Ventura? ¿Tuvieron algo qué ver con su destino final los hombres de aquella furgoneta? ¿Y don José Oriol?
            

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