domingo, 20 de octubre de 2013

EN LA INFANCIA Y DESPUÉS. RECUERDOS DE LOS TÍOS Y DE LOS PRIMOS.

EN  LA  INFANCIA  Y  DESPUÉS.   RECUERDOS  DE  LOS  TÍOS  Y  DE LOS PRIMOS.


Mi recordado amigo Fernando Collado escribió un libro titulado El teatro bajo las bombas. Es un estudio exhaustivo de la actividad escénica en el Madrid de la guerra civil. En el día 5 de marzo de 1939 consta una representación. Pero debe tratarse de un programa que no se consumó. Pues la resistencia a la sublevación del coronel Casado hacía entonces muy difícil el tránsito por la ciudad.

Ese mismo día mi padre estaba muerto en el piso interior del número cuatro de la calle de Arango, donde nosotros hubimos de improvisar vivienda para los años de la contienda  al sorprendernos inopinadamente allí su estallido. La funeraria no acudió precisamente con puntualidad.

Veintitrés días después Madrid cayó. La sierra dejó de ser una frontera entre la capital y nuestra tierra. Enseguida vimos a algunos paisanos. Ramiro Rodríguez Vaquerizo, un hermano militar de mi tío Eudosio, nos recogió y nos llevó a Cantalejo, donde vivían mi abuela con mi tía Juanita, soltera, maestra, y mi tío Eudosio. Hicimos el viaje por Segovia. En el restaurante donde comimos yo le pregunté al camarero que a cuántos garbanzos tocaba. Me pareció que bromeaba cuanto me contestó que  todos los que quisiera. Mi tío político Eudosio era farmacéutico y se había casado con mi tía Peñita durante la guerra, en la que nació nació mi primo Jaime.

Enfermo ya de la tuberculosis que acabó con él, mi padre presagiaba para él un futuro Aquejado de la tuberculosis a la que sucumbió, mi padre se presagiaba un futuro enfermizo y débil, y confiaba en que los ahorros hechos en los breves años de su ejercicio profesional de procurador en Sepúlveda, nos permitieran subsistir, aunque él tuviera que trabajar con menos intensidad. Pero el nuevo Estado confiscó nuestro modestísimo patrimonio. Nuestro único recurso en la postguerra iba a ser pues la caridad de la familia materna. Con esto no quiero decir que la paterna se desentendiera. Pero naturalmente mi madre prefirió vivir con los suyos y gracias a la buena acogida que encontró no fue necesario acudir a la otra rama.

Llegamos a Cantalejo ya de noche. Creo que dormimos en casa de mis tíos, que vivían en la Plaza, en la misma casa de la botica. Despertaron a mi primo Jaime para que nos conociéramos. Yo tengo el recuerdo de haber sentido entonces algo así como la entrada en un mundo nuevo, de perspectivas insospechadas, y que la gran ciudad y la vida anterior se quedaban en un panorama definitivamente ido y sin vínculo ninguno con la realidad a la vista que acaparaba el futuro. No tener que contar los garbanzos había sido un buen comienzo. 

Días después, en casa de la abuela descubrí una lata grande de azúcar. Había terrones gigantescos y muy compactos, de una dureza deliciosa, incluso gratos a la vista, como si fueran pequeñas obras de arte. El paraíso.

A pesar de lo relativamente crecido de su vecindario, en Cantalejo era costumbre invitar en las bodas a un piscolabis a todo el vecindario. Al poco de llegado, yo entré en un patio donde se estaba rindiendo tributo a  ese uso. Los bollos de Cantalejo eran grandes, pesados, muy sólidos, harinosos, algo duros, el extremo opuesto a los soplillos de Sepúlveda.  Pero a mí me gustaban. No veía defectos en esas cualidades. Y me atiborré tanto de ellos en esa ocasión que llegué  a llamar la atención. Ahora bien, los bizcochos borrachos que yo descubrí luego en una de las confiterías estaban en otro ámbito. Su excelsitud me pareció milagrosa. No bocados de cardenal, sino de Sumo Pontífice.

Una de las oportunidades perdidas en Cantalejo de que me arrepiento es de no haber disfrutado más de la seducción del pinar, no haberle aprovechado más como fuente de inspiración. Tengo nostalgia de las turmas, unos tubérculos que se criaban bajo su arena. Con ellas podían hacerse tortillas. Parece que ahora el pinar está más descuidado, aparte de mermado, y se crían menos.

El día 14 de abril, el párroco don Primitivo Galán Arribas me bautizó y dio la primera comunión en la formidable iglesia de San Andrés. Me regaló una estampa en la que se veían la Plaza de San Pedro y el papa Pío XI. Al reverso escribió a máquina “bautismo y primera comunión”. En mi casa tacaron la primera palabra, para que no se viera que el bautismo había sido tan tardío.

Enseguida aprendí el oficio de monaguillo, entregándome a la seducción de la liturgia que me sigue acompañando. El mayor atractivo por todos los acólitos compartido al ayudar a misa era tocar la campanilla. Una vez en que mi compañero se adelantó y me la quitó, yo le di unos golpe en la espalda con el apagavelas. Don Primitivo se dio cuenta de que algo raro había pasado. Llegados a la sacristía nos hizo a los dos algunas preguntas, pero antes de darnos tiempo a responder dio a mi compañero una bofetada. Así terminó el episodio.

Mi primera borrachera fue, con ese motivo, en la Virgen del Pinar. Ésta se venera en una ermita alejada, y algunas de las veces raras en que allí se decía misa de encargo, los interesados llevaban provisiones para dar lo suyo a la mesa terrena después de haber rendido tributo a la celestial.

No sé cómo había en casa un pasamontañas que tapaba completamente la cara, dejando sólo la abertura de los ojos. Su abrigo era una delicia, sobre todo para ir a la escuela algo alejada. Pero mi tía Peñita le estimó antiestético, incluso ridículo, y le hizo desaparecer. Cuando fui a Murcia a servir mi primera notaría, quedé cautivado por esa tierra ubérrima. Pero el clima fue mi única sorpresa desagradable. Yo estaba convencido de que allí la primavera y el verano eran continuos. Y pasé frío. La explicación está en que sus gentes se acostumbran al leve frío que tienen. Nosotros no podemos acostumbrarnos a nuestro frío horripilante. Y de ahí que paradójicamente tampoco podamos estarlo al menor frío suyo.

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Mi abuelo Matías había muerto a los treinta y siete años en la gripe de 1918. Años después de la guerra y la postguerra que tantos sufrimientos la depararon, mi madre decía que, a pesar de ello, el horror de esos largos años no había llegado al de los pocos días de la epidemia.

El abuelo era tratante en granos. Sabía disfrutar amablemente de sus ratos de ocio, sobre todo en la Confitería, que también hacía de bar y era sede de tertulias. ¡Aquellas discusiones de buena pasta en la guerra europea entre los aliadólfilos como él y los germanófilos! A mí no se me apaga el sentimiento de no haberle conocido.

Mi madre, la hija mayor, tenía trece años al quedarse huérfana. La seguían las tías Fina, Juanita y Peñita, ésta de tres años nada más. Mi abuela Felisa no continuó el negocio y logró subsistir de la modesta renta heredada. Los años anteriores a la guerra vivió en Segovia. Supo pues hacer frente a la difícil coyuntura.

Cuando mi abuelo murió estaba algo distanciado de su única hermana María. A pesar de ello para sus sobrinos era una fiesta encontrársele por su generosidad con ellos. Ella naturalmente fue a verle en su última enfermedad. No consciente del todo, a él le sorprendió la visita, como un aviso de la gravedad de su estado. “¿Qué pasa? Qué pasa?, contó mi madre que decía. Su hermana al despedirse de mi abuela la dijo: “Salva a tus hijas”. Y ella así lo hizo. Él era hermano de la Cofradía de Plagas y el año de su muerte le había tocado el menester de llevador de cadáveres.

Mi tía Peñita era guapa y simpática y tuvo mucho éxito entre la mocedad de nuestra ciudad de provincia. Su marido había tenido la farmacia en la misma Segovia, en el Azoguejo, pero acabó echando en Cantalejo sus raíces profesionales y hogareñas. Él era del vecino Fuenterrebollo. Me acuerdo de la simpatía que mi tía inspiró a mi primera mujer en el corto trato que pudo tener con ella. La tía tenía un genio vivo, y ello le hacía incompatible con cualquier asomo de rencor.

Mi tía Juanita había comenzado su ejercicio de maestra antes de la contienda. En casa estaba la gran estampa de Cristo que retiraron en la República de su escuela de Fuentes de Cuéllar. Un compañero suyo de las escuelas graduadas de Cantalejo, Joaquín Duque,  acabó siendo su marido; por eso esos primos se llaman Duque Conde. Era de La Granja, donde su padre trabajaba en la administración del Palacio Real, y un tío fue canónigo de la colegiata. Antes de la guerra él había sido por corto tiempo maestro en Sepúlveda. A su terminación pudo continuar en el ejército, pero prefirió la docencia,  librándose así de las previsibles servidumbres de esos años duros, a  costa de renunciar a oportunidades económicas pero en aras de la ética.

Mi tía Fina se había independizado antes. Se hizo enfermera en el Instituto Rubio de Madrid, y en la guerra sirvió en la sanidad militar. La oí contar una vez de cómo se conseguía mantener el trato debido a los prisioneros heridos y enfermos, a pesar de ciertas intervenciones en contra.

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Yo había aprendido en Madrid, naturalmente en casa, a leer, y también a escribir pero sólo en letras mayúsculas de imprenta. Mi primer maestro fue mi tío Joaquín en Cantalejo. Él enseñaba en un grado superior al que me correspondía, pero me pasaron a él.

De aquellas escuelas recuerdo un pequeño museo etnográfico que acababan de hacer los maestros, con la sola ayuda de sus discípulos. Había en él naturalmente miniaturas de trillos, el medio de vida del lugar, juntamente con la trata de ganados. Ambos menesteres nómadas, pues los trillos de fabricaban allí, pero los cantalejanos recorrían casi toda la Península  vendiéndolos.

Mi tío me enseñó una vez el Boletín Oficial del Estado en que figuraba su nombramiento. Quería que viera su nombre en letras de imprenta. Todavía a estas alturas, yo sigo manteniendo la misma ilusión por la impresión de mis textos.

Cuando me llegó la edad del bachillerato, se decidió que estudiara libre el primer curso. Mi tío Eudosio me daría las matemáticas y las ciencias naturales, y las demás asignaturas mi tío Joaquín. Mi tío Eudosio se había preparado para la academia militar y dominaba la materia. Pero además era un formidable pedagogo.

Enseguida mi abuela se volvió a Sepúlveda a vivir, con mi madre y conmigo. El segundo curso le hice interno en el colegio Corazón de María de los claretianos de Aranda de Duero. En el primero me había sentido un privilegiado. Estudiando sin dejar la casa y dando las clases literalmente en familia. Como un príncipe con sus peceptores.

De la tía Juanita, cuando vivía con nosotros de soltera, tengo un recuerdo dulce y casi poético. Ahora se me representa su estampa de entonces encarnando la doncellez, pero en el espíritu  con la maternidad en germen. Toda la profundidad del eterno femenino.

Recuerdo que una vez entró casi saltarina por el pasillo diciendo que se había comprado un reclinatorio, pieza desde luego del ajuar en esos tiempos. Otra nos anunció alborozada una visita del novio, que mi abuela vetó, lo que ella aceptó sin protesta. Un 28 de diciembre fui temprano a pedirla un duro para un encargo de casa. Me le dio y en medio de la escalera la grité que se lo pagarían los Santos Inocentes. Entonces ya se había casado.

La nueva casa de mis tíos estaba enfrente de la de mi abuela, hacia la salida del pueblo. Desde ella se veía a algún trillero cuando trabajaba al aire libre, abriendo en la madera las hendiduras con el escoplo para meter en ellas las pequeñas piedras a golpes de martillo. Cuando eran varios, el conjunto tenía alguna musicalidad.

Abrieron también allí una panadería nueva. Me sorprendió que el rótulo, “panadería mecánica”, se pusiera pintando los moldes de las letras que había en un cartón perforado. En un antiguo libro de texto de agricultura vi yo reproducida una de las máquinas del establecimiento.

El primer parto de mi tía Juanita fue una niña muerta. Llevaron a nuestro portal el pequeño ataúd blanco para evitar a la joven madre la tristeza de los cantos latinos de las exequias, por más que la Iglesia los celebre como jubilosos Pero a pesar de ello la llegaron. Después nació Charito, mi única prima materna, seguida de Joaquín, Quinito le llamábamos entonces, y Jesús Mari. Éste colaboró conmigo en los años de mi notaría madrileña.

En el otro hogar vino al mundo Adolfo, un día de diciembre, San Dámaso. Luego Javier y Antonio, éste algo tardío. Yo le saqué de pila. Ya no están con nosotros Javier y Jesús. Javier y Jaime fueron hombres de mar, cual otros de tierra adentro. Adolfo se casó con la nieta de don Conrado, un amable médico de Cantalejo, y ejerce la profesión paterna en Cartagena. De don Conrado recuerdo yo que fue como facultativo de  visita a nuestra casa cuando yo estaba en el soleado patio haciendo una traducción del francés, a la que me ayudó. “En una región lejana”, pero él me apostilló que en castellano el adjetivo se ponía antes que el nombre y había que modificarlo, “en una lejana región”

Mi tío Eudosio era sosegado, silencioso, pero si uno se fijaba podía advertirle cierta sabiduría tácita y una honda asunción de la condición humana, determinante de un adecuado saber estar en el mundo y entre los hombres. Mi tía Peñita había encajado con plenitud en la sociedad del lugar. Ellos se quedaron allí toda la vida. Mis otros tíos se  trasladaron a Madrid cuando les fue posible, buscando para los hijos oportunidades más asequibles, como efectivamente consiguieron.

 Mi tío Joaquín murió todavía joven. Fue en los años de mi primer matrimonio. Mi primo Joaquín estaba cursando la carrera de ingeniero de minas. Mi primera mujer, Cata, se anticipó a sugerirme que si era preciso debíamos ayudarle a completar sus estudios. Se lo dijo también a mi madre. Creo que a nadie más. Pero no fue necesario. Ni siquiera se habló de eso. Mi tía salió adelante como su madre en la generación anterior.

La vida de Cata fue tan corta que no llegó a  conocer a casi nadie de la familia. Por casualidad, Joaquín visitó con nosotros, habiendo coincidido en Madrid, el convento de las Dscalzas Reales.

Entonces se viajaba menos y encontrarse algo lejos de la tierra nativa era un pequeño acontecimiento para los paisanos. Esas escasas idas y venidas se aprovechaban para enviar recados, o salutaciones sencillamente. Mi tía Fina vivía en Valencia ejerciendo su enfermería y uno de esos contactos fue con un militar cantalejano, Claudio de María. De ahí surgió su boda. Muy poco después de ella, mi tío tuvo que irse al frente ruso. Yo recuerdo el halo algo misterioso de los sobres de su correspondencia en que siempre nos decía que ni un momento nos olvidaba, Feldpost, correo de campaña. Tuvieron un hijo único, como yo, José-Manuel. Mi tío era cariñoso, espontáneo, poseído de los afectos familiares.

Para mí era un lujo contar con su casa en Valencia. Allí descubrí las fallas. Me acuerdo de uno de los imponentes desfiles, no de los más populares, diurno, de una oficialidad municipal, pero que a mí me dio una formidable impresión urbana. Soy un hombre de tierra adentro a quien siempre ha atraído el mar. Y la luminosidad mediterránea.

José-Manuel y yo hacíamos a veces curiosos y aberrantes experimentos culinarios  cuando nos quedábamos solos. Una vez coincidí con Javier, que hizo escala en ese puerto. José-Manuel se acuerda de que la primera vez que vi con él el mar dije: “Mare Nostrum”. Una de mis tontas pedanterías, por sentida que fuese.

Mi tía era maternalmente cariñosa. A diferencia de otros coterráneos ella se adaptó bien a la vida valenciana. En sus últimos años frecuentaba más el pueblo natal. Para mí ha sido una de las grandes satisfacciones haber tenido ocasión de acogerla, lo que por las circunstancias con otros tíos y primos no me resultó hacedero.

Me acuerdo de la recomendación que mi madre me hizo a raíz de una operación suya de diagnóstico muy pesimista que felizmente resultó fallido: “Si yo me muero, quiérelos que ellos te quieren”. Estaba pensando en sus hermanas y sus sobrinos.

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Cantalejo ha tenido un formidable historiador, el clérigo Francisco Fuentenebro. En su monumental historia del lugar ha tenido la generosidad de citar un texto de mi padre, elogioso de la laboriosidad y empuje de aquellas sus gentes, que podían ser un ejemplo para nuestra Sepúlveda un tanto adormecida. Yo estoy complacido de haber prologado su libro. Y de haber dado el pregón de unas fiestas del pueblo, evocando aquellos años, lo que ahora hago con más ternura que nunca, a medida que se acerca la despedida. Mi padre tenía despacho en Cantalejo y le atendía los viernes que era su día de mercado.

Insospechadamente, un recuerdo mio sirvió a Fuentenebro de fuente oral para su libro. Se trata del enigmático bombardeo de Cantalejo en la guerra civil. Yo estaba con mi madre en nuestro piso de Madrid, ya que mi padre estaba en el frente. Estaba dando la radio las noticias. Recuerdo la voz sosegada de bajo del locutor: “H sido bombardeado Cantalejo, pueblo de la provincia de Segovia”. No recuerdo el resto de la información. Mi madre no pudo contenerse pensando en la suerte de los suyos. Que la radio republicana diera la noticia de esa manera ha resultado interesante para Fuentenebro y así lo menciona.

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Desde entonces hasta ahora ha tramontado un mundo y ha emergido otro. Y se ha pasado mi vida. Muchas páginas, muchos folios. In angulo cum libro, con un libro en un rincón grato. Una estampa de felicidad. Accipite librum et devorate illum, coged el libro y devoradlo, es una exhortación de la Sagrada Escritura. No hay nada mejor que un legajo, me dijo un canónigo archivero. Es justo e inevitable que yo asocie ese paisaje a aquellas primeras lecciones de mi tío Joaquín.

Una vez acompañé a éste en Segovia a la entrega de un trabajo escolar que presentaba a  un concurso cervantino. “Es sincero y tiene su sello de originalidad”, recuerdo que le dijo el compañero que la recibió. Siempre que yo recuerdo las realizaciones de entonces con tan escasos medios, no puedo menos de cotejarlas con la decadencia de ahora en que tanto nos sobran.

De mi tio Eudosio recuerdo que alguna vez me daba unas pastillas de goma de su botica. Eran medicinales pero valían para golosinas. La memoria de aquella farmacia, y de otra que unos parientes paternos tenían en Buitrago, creó en mí una estimación respetuosa de ese menester, un tanto aureolado de algún poder mítico. Es un lugar común decir que los boticarios de hoy sólo despachan, y que para eso sobran los estudios universitarios. Pero es incorrecto este uso del verbo despachar, la palabra específica es dispensar. Y no ha tramontado del todo la fórmula latina de las recetas que les encargaba el médico, fiat secundum artem. Alguna vez voy a la Academia de Farmacia y me he interesado por suhistoria. Uno de los académicos, Albino Sacristán, es de Cabezuela.

Y cuando ahora veo a algunos de mis primos en nuestra Sepúlveda, con más juventud que yo, con menos vejez en todo caso, tengo la sensación de que estoy disfrutando de mis últimas victorias sobre el tiempo. Charo con su marido Miguel, hombre de curiosidades y méritos, sólido conversador de mente bien ordenada, en algunas escapadas desde su fronterizo Badajoz, y los hijos que continúan esa presencia, ocupan la casa donde yo nací y tuvo mi padre su despacho. José-Manuel disfruta de cuantas escapadas puede con Gloria desde su Levante luminoso. Ir desde Madrid a Sepúlveda en busca de mesa y sobremesa es siempre un pequeña fiesta para Jaime.

Y Joaquín es edil de nuestro municipio. Como lo fue el abuelo Matías. Sepúlveda se ha enriquecido cuando ha plantado en ella su morada, con la prima canadiense que por su sensibilidad y su cultura es un lujo para la familia, venida de la otra orilla septentrional, pero tan nuestra como las compañeras de la vida de los otros. En ella se conjugan la mujer fuerte de la Escritura y toda la dulzura de la femineidad. Cuando la oímos cantar gregoriano en El Salvador, ¿no sentimos que donde lo universal está es en lo local? A uno de sus hijos le han puesto Matías, como el abuelo. Un regalo este injerto de la Nouvelle France en nuestra vieja Castilla. Autora su madre de un libro sobre teatro, la unión en el espíritu creador a las dos orillas del océano que ya no es tenebroso.

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Se me viene a las mientes un canto a los antepasados del poeta sueco Erik-Axel Karlfedt, premio nóbel el lejano año de mi venida al mundo: Sus nombres no se mencionan en los Anales, vivieron en paz y humildad, pero yo vislumbro su procesión perdiéndose en la noche más oscura del tiempo. ¡Mis antepasados! En el tiempo del dolor y de la tentación, vuestra memoria fue mi fortaleza. En mis mejores momentos de intenso bregar he pensado en vuestro dolor, en vuestro pan escaso y duro. Ahora paso el verano y el otoño buscando ritmos y rimas. Pero si algún día retumbara en mi verso el eco de la tormenta o del oleaje del mar, si se oyera en él un trino, si algún sonido del bosque profundo se hiciera un susurro, seriais vosotros, después de tantas generaciones, vosotros con el hacha en la mano, tirando del arado y del carro.

Eso lo escribía el poeta en 1931. Eso lo podemos aplicar nosotros a nuestros trasabuelos, los que vivieron en el valle del Pas y los que vinieron a Sepúlveda. Con ciertas enmiendas y salvedades, también a mis padres y mis tíos.

Yo hago mío el título de un libro de Georges Simenon, Je suis resté un enfant de choeur, yo sigo siendo un monaguillo. Todavía me deleita recorrer las páginas tan olvidadas de los tratados ceremoniales. Y me ilusiona que una frase del abuelo Matías podría haber facilitado la exposición de uno de los ritos. Veamos.

En la llamada misa de tres curas, casi siempre los dos ministros asistentes, el diácono y el subdiácono, estaban uno a cada lado del oficiante. Pero alguna vez se ponían en  fila, uno detrás de otro. Pues bien, el abuelo Matías hablaba de las misas de tres en ringle y dos con porra. Tres en ringle aludía a la colocación  que acabo de decir. Los dos con porra eran un añadido a las misas que en Sepúlveda se llamaban de cabildo, en recuerdo de las de capas y cetros del antiguo Cabildo Eclesiástico. Dos clérigos con capa pluvial se mantenían inmovilizados durante toda la misa a sendos lados del altar.

Cuando el abuelo nos dejó, las misas de cabildo eran ya un lujo raro. Yo no he conocido más que una. Pero sí tuvo la suya de los tres en ringle. Y en esos días en que los muertos no podían permanecer en la casa y se dejaban solos en el cementerio, enterrados precipitadamente a veces, mi abuela se ocupó de que él tuviera dos veladores en la noche anterior a su sepultura. Su esquela ocupó toda la primera plana de El Adelantado de Segovia. Acaso ese dispendio fue la última página de la etapa precedente, inaugural de la esforzada lucha por la viuda de la joven viuda.

Me acuerdo de una breve estancia en San Francisco. En un escaparate vimos un libro sobre la gripe del Diez y Ocho. Le compramos inmediatamente. Y en el pasillo del hotel nos cruzamos con una vieja dama que le llevaba en la mano. Estoy convencido de que la habría traído algún recuerdo parecido al mío.

Las noticias a la fuerza escasas de los muertos jóvenes nos resultan más valiosas, máxime si no hemos llegado a conocerlos. Por eso traigo a colación un episodio de la vida de mi abuelo. Era amigo del ingeniero Luis Carretero Nieva, destinado en Segovia después de haber recorrido ampliamente las Españas. Es autor del libro titulado Las nacionalidades españolas. Exiliado en Méjico, su hijo Anselmo Carretero Jiménez continuó el cultivo de ese tema. Una nieta, académica correspondiente de San Quirce, es máxima autoridad en tapices,  conservadora de los del Patrimonio Nacional.

Carretero Nieva pasó ocho días en casa de mis abuelos. Mi madre le recordaba paseando de un extremo a otro de la casa, a pesar de no haber en ella mucho espacio para el peripatetismo.

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Yo había ya dejado de ser joven cuando pasé una noche en el piso madrileño de mi tía Juanita. Recuerdo el cariño con que me puso una manta suplementaria sobre los pies. Ese detalle tiene para mí valor de símbolo. A un médico humanista, Domingo García Sabel, le oí unas conferencias sobre el momento de la muerte. De algunas de las posibles maneras en que la parca nos podía llegar, él mismo decía que como médico le gustaría tener alguna de ellas. Yo diría lo mismo de aquella escena junto a mi tía. Que un sueño de esa memoria tan dulce como ahora me resulta fuese el último.

Las circunstancias de nuestras vidas han determinado que mis contactos con los tíos y los primos hayan tenido intermitencias. La que más lamento es la poca frecuencia de los encuentros con mi ahijado Antonio. Acaso alguna vez yo haya podido dar la impresión de haberse también debido esas relativas lejanías a mi inmersión en el mundo de los libros. Mas os aseguro que no ha sido así. El abate Bremond lo dijo a propósito de los valores humanos de los benedictinos mauristas: El polvo de las bibliotecas no seca el corazón.

Yo fui un niño difícil de nacimiento y la ausencia de mi padre no implicó precisamente un alivio, aunque mis tías y mis tíos hicieron lo más posible por suplirla. Por eso no me mostré tan cariñoso con los míos  como hubiera debido. En mi descargo lo único que puedo alegar es que nunca me ha faltado la sensibilidad para lamentarlo. Cual otras cosas.

Recuerdo una polémica de los años Cincuenta en París sobre el entierro de la escritora Colette. Ésta era una divorciada casada civilmente después. El arzobispo Feltin la negó las exequias religiosas. Era la disciplina canónica de entonces. El escritor católico inglés Grahan Green escribió una carta disconforme al prelado. Él le contestó alegando la obligatoriedad de esas formas en el fuero externo, pero apostillando que en el interior de cada uno sólo Dios sabía donde terminaban las culpas y donde empezaban los méritos. Sólo Dios y cada uno. Y yo al penar esto último no me busco una absolución fácil.

Por otra parte las aventuras intelectuales que yo he corrido, aun reconociendo su valor, quiero decir el de ellas en sí mismas no el de mis capacidades, no son un valor supremo. Acaso mis primos se hayan acercado más a  éste.

Volviendo la vista atrás, recuerdo algunas críticas que en ciertos momentos hice a aquellas gentes, lugares y tiempos. Por supuesto que las lamento y retiro. Pero de veras pienso que algunas eran una censura desviada que me hacía a mí mismo, una excusa subconsciente para absolverme de no haber correspondido como era debido a lo que en todo ello había de riqueza, escondida o a la vista.

Otras veces mis reparos podían deberse precisamente a una valoración de las personas que eran su objeto y un juicio superficial de haberse ésas quedado por bajo de ellas. Juicio superficial digo. Sin llegar a lo altisonante, pienso en mi tío Eudosio. ¿Acaso hay que lamentar que su farmacia estuviera en Cantalejo en vez de haberla continuado en la Plaza del Azoguejo? El planteamiento no es de recibo. Me acuerdo ahora de un amigo que enseñó en el Instituto y en la Universidad y confesaba haberle dado mas satisfacciones aquél que ésta.

Un cultísimo boticario de León me aseguró una vez que el colegio de Valladolid al que mi abuelo Matías había ido, una institución seglar francesa,  era el mejor de Europa. Desde luego unas puertas abiertas a campos muy vastos. Pero ¿los echaba el abuelo de menos en la placidez del pueblo y la tierra de nacimiento?

De no haber sido acogidos  mi madre y yo por mis tíos a la terminación de la guerra, mi vida habría cambiado forzosamente. Mi madre habría tenido que buscar un trabajo que ni sus posibilidades ni las circunstancias habrían hecho fácil. Eso no se entiende ahora, pero aquel mundo era muy diferente. A mí me habría sido mucho más penoso y difícil estudiar. 

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Otra vez diré de mi familia paterna. En Sepúlveda las tabletas de chocolate de la tía Esparanza, la tía soltera; los bollos de la tía María. El primo Angelito sucesor de su padre en la industria paterna del aguardiente sin salir del pueblo natal.

¡Y aquellos veraneos luminosos en Buitrago! Ahí vivían mi tía Dominga y mi tío José-Luis, cada uno en su comercio. Con éste último, diez años más joven que mi padre, convivimos en la guerra en Madrid.

El pleno de los estudiantes de vacaciones fue una vez a ver al nuevo cura joven para preguntarle la significación del lema del escudo ad alenda pecora, “para alimentar a los animales”. Toda una estampa de época. Y la brevísima aventura de mi primo el Chato, que así le llamábamos aunque le habían puesto Ángel como al abuelo, parado por los maquis cuando volvía de una de las compras que con mi tío político Bernardino hacía en Madrid para su comercio, que luego él continuó, siempre una encarnación de la bondad, de la buena pasta. Hace poco que nos ha dejado.

Dos hermanos suyos fueron médicos, el Epi, Epifanio en Jaén; José-Luis conocido de todos los pediatras de España por su cargo en el Hospital Ramón y Cajal de Madrid. Mi prima Nani se quedó en el pueblo, en el llamado “Bar de Abajo”, donde paraban los coches de línea de Sepúlveda a Madrid, los de La Ribereña. Espe recorrió España casada con un funcionario.

Mi otro primo José-Luis, hijo del único hermano varón de mi padre y del mismo nombre, ha terminado su carrera de secretario judicial en Tortosa, la ciudad episcopal. Una hija suya, Eva, es notaria. De esa manera se mantiene en el escalafón del cuerpo nuestro raro apellido. Su hermana Angelines nació en la guerra, el día de mi cumpleaños. Mi madre hizo de comadrona. Y yo me las arreglé en un Diccionario que teníamos en casa, el de Alemany y Bolufer, para enterarme de la nomenclatura del parto y su ayuda. Su hermana más pequeña lleva el nombre de mi padre. Mucho menos he visto a Vicenta.

Eva autorizó un acta en el monasterio de Montserrat. Allí la preguntaron que si eramos familia. La sorprendió que en la cuna del catalanismo se interesaran por un sepulvedano, el chico de la Petrita”.



                                   Madrid-Sepúlveda, octubre de 2013
                                   JOSÉ-ANTONIO  LINAGE  CONDE

  

Viaje a Polonia. Una Crónica Parroquial.

VIAJE  A  POLONIA.  UNA  CRÓNICA  PARROQUIAL

Cuando llegamos Carmen y yo, en torno a la ventanilla correspondiente del aeropuerto de Barajas alternan enseguida las caras felizmente vistas todos los días con las todavía no conocidas físicamente o dejadas de ver hace muchos años. Pero no es extraño nadie. Estamos en la doble familia de la feligresía y el paisanaje. Tres parroquias de la diócesis de Segovia, la Villa de Sepúlveda, Duratón y Urueñas. Un solo párroco, Slawomir Harasimowiz, “Suave” para nosotros, una simplificación antroponímica de motivación pastoral, para evitar a sus ovejas las consabidas dificultades fonéticas. Rumbo a su tierra de Polonia, que por eso ya sentimos un tanto nuestra también.

Sabido es que la vida de los monjes es retirada, claustral. Los benedictinos tienen además un voto de estabilidad que hace excepcionales sus cambios de monasterio. Sin embargo, dom Gerard Van Caloen, uno de los personajes formidables de su restauración decimonónica, escribió que el monje cuando viaja se beneficia incluso para su vida consagrada de la mayor libertad del espíritu De lo que a nosotros no nos cabe duda es de la plenitud parroquial de este itinerario nuestro.

María, la de mi quinta, siempre bien escoltada por Beli, ilusionada aunque crea insuperable su emoción en La Coruña,  al ver por vez primera el mar en un viaje también de la feligresía. Bienaventurada ella. Que uno de los factores determinantes de que se haga cola en los consultorios psiquiátricos de nuestro tiempo, es la perdida de la capacidad para el asombro del hombre moderno. La vitalidad arrolladora de Petra, una constante. Junto a Juan, y dos de sus hijos, que nos hacen echar tanto más de menos a los otros dos, Rober y Aurora, y si se me permite, yo particularmente a los hijos de Rober y Carmen, de quienes evoco con nostalgia la curiosidad fecunda y segura, sobre todo esto, que a cada paso habrían sentido y manifestado y con la que nos habrían acompañado. (Estas notas son para los compañeros de viaje y algún otro coterráneo o amigo muy de cerca. Pero no me arredra que entre sus escasísimos lectores los haya que no conozcan a las personas mencionadas. Sin vanidad creo posible, si acierto a comunicar un ápice de la atmósfera respirada, hacerlos tan partícipes de sus menciones y noticias cual si se los hubiera presentado. Me acuerdo ahora, por contraste, de un homenaje póstumo a un cronista de Madrid tan erudito como amable. Fue invitado un político hijo suyo. El cual, ni contó nada ni tuvo en cuenta siquiera la tal dimensión filial. Prefirió hacer unas consideraciones abstractas que parecían muy mal traducidas del alemán. Mi ideal sería aquí conseguir exactamente lo inverso).

Personalmente, a mí este viaje me parece una página de cuento de hadas. Por implicar los desposorios de dos constantes en mi vida, el entusiasmo hasta el fanatismo por la tierra nativa y la curiosidad devoradora y desbordante hacia todas las demás. Por eso la valoro tan esperanzadoramente en los nietos de Petra. Un itinerario abrigado por el calor de los paisanos. Pero a Polonia y guiados por nuestro párroco polaco.

Domingo, 30 de abril. Varsovia.-El comisario Wallender, protagonista de la espléndida y profunda serie policíaca de Henning Mankell, al poco de reflexionar que la vida en Suecia cambió desde que las suecas dejaron de remendar calcetines, vio a una señora remendando  un calecetín en un vuelo interior. Me acordaba yo de esto mientras nos comíamos, antes de subir al avión o en él, los bocadillos traídos de casa. Como en los tiempos de aquellos otros coches de línea. Tanto que me parecían un anacronismo las musas de ágiles rodillas, como las poetizó Jaime Gil de Biedma, las azafatas que, a pesar de todo, pasaron con su carrito, pero “de pago”. Mas cambié de opinión cuando, a punto de aterrizar, nos dieron gratis un caramelo.

Fui leyendo en la prensa los detalles de la victoria del Celta sobre el Coruña- en mis tiempos no se decía Deportivo-, el ahora llamado derby que siempre me trae a la memoria un pequeño episodio anécdotico del internado claretiano de Aranda, cuando los resultados de la jornada liguera nos llegaban durante la cena del domingo, aportados por el fraile radioescucha de ello encargado, un silencio sepulcral mientras nos los leía el padre director que nos presidía siempre. Seguido del torrente de las emociones contenidas, a los partidos de los equipos con muchos partidarios- se decía así, no “seguidores”; tampoco estaba en curso la palabra “selección”-. Mas un silencio sepulcral ante el “Coruña 1-Celta 1”. Griterío cuando el padre Morrás nos amonestó: “¿A los pobres gallegos no los decíis nada”. Y el caso es que el Celta tenía entre nosotros un “partidario”. Pero ésta es otra historia.

Suave rezando el breviario. Una continuidad en la impronta característica de la tipografía sacra. (A propósito. Luego mencionaré a san Pedro Damiano. Comenta éste que los monjes reclusos, los pocos que en la camáldula hacían una vida solitaria del todo, al rezar el breviario decían dominus vobiscum, teniendo que contestarse a sí mismos et cum spiritu tuo. ¿Contradicón? ¿Frivolidad? No. Porque con ellos estaba espiritualmente toda la iglesia. Se lo comenté yo a Suave una vez. Y me dijo que el mismo caso es el del cura de Sepúlveda).

Nos recibe una lluvia bienhechora. A Paul Claudel siempre le recordaba el agua del bautismo. Yo confieso que nuestros últimos veranos tórridos me han reconciliado con el fresco. Hasta estos mis años postreros no conocía otro enemigo climático que el frío. En todo caso, la temperatura que en Polonia encontramos es grata, alejada del sufrimiento de los extremos.

La primera visión al ir descendiendo ha sido de tierras, prados con algún trozo de bosque, casitas. Ningún rascacielos hasta salir del aeropuerto. Camino del hotel, los bloques de hormigón del régimen anterior. Alicia, la eficaz y amable guía que nos acompañará hasta tomar el avión de vuelta, nos dice que un edificio muy alto terminado en flecha a lo lejos fue el regalo a la ciudad de José Stalin.

El hotel se llama Chopin. En el vestíbulo, el rostro romántico del compositor, muy agrandado, nos evoca los viajes largos y sosegados de su tiempo, sosegados nada más que en tiempo quiero decir. Por algo, por eso mismo entre otras cosas, era corriente otorgar testamento antes de emprenderlos. ¿Os acordáis de Un invierno en Mallorca de Jorge Sand, la amiga del músico?

Enciendo la televisión. Billar en la cadena de Eurosport. Ahora mi evocación es de otros días sepulvedanos, aunque ciertos bares sean los mismos, tampoco los precios. Y alguno queda, ¿no? ¿Con jugadores?


Primera vuelta a la ciudad. Merece la pena mojarse para contemplar el monumento a Chopin. Lograda la conjunción del arpa, las manos del ejecutante, éste bajo aquélla. Todo en un conjunto de líneas que se evaden como el mejor Bernini,

La terrible memoria de los desastres del siglo XX. A su vista aquí, el profundo dolor de su vigencia ahora en otras latitudes. El gheto, Katyn. Pero en la iglesia de la Santa Cruz, mejor dicho en las dos, pues se compone de la alta y la baja, leemos sursum corda.

Sentimos que toda Europa pasó por un interludio fallido en las entreguerras, la etapa que nos recuerdan los monumentos a Pilsudsky y Paderevsky el pianista presidente. De ese tiempo el inmenso edificio del Parlamento, con forma de tienda turca. El correspondiente chiste, a propósito de su analogía con los circos, sobre las ocupaciones y mentalidades de los diputados. (Aquellos, literariamente, fueron los del que yo he llamado generoso diluvio de las novelas cortas. Una de sus colaboradoras habituales fue Sofía Casanova, una hispanopolaca, muy viajera también. Estando yo ya en un curso de doctorado, en la década de los cincuenta, en el que había un alumno polaco, el coronel Páramo, auxiliar de don Joaquín Garrigues, le comentó haber leído la noticia de la muerte de aquélla en Polonia. Pero tanto ésta como España se parecían entonces muy poco a las de aquel antes).

¿Y qué decir de la postguerra? Monumento al primado Wyzinsky. Y a De Gaulle, como domiciliado que estuvo en la ciudad, profesor en su Escuela Militar, para un ejército naturalmente de nueva planta. Nos resistimos a comentar éste último, evocador de nuestro vecino de país . No es de este lugar ceder a cuestiones personales.

Por su impenetrabilidad amable, seduce el Jardín de Sajonia, con el verde pálido de su fondo a estas horas de la tarde y esta leve luz. En su anchurosidad mansa, el Vístula es tanto una lección de geografía como una invitación excursionista. En el despliegue de la iglesia de San Lorenzo, junto al zoo, el encanto de la vida urbana que nos hemos empeñado en dejar de sentir, es más, que nos hemos propuesto perder.

Otras iglesias esplendentes, que luego volveremos a encontrar. El estallido neogótico de la catedral del barrio de Praga, la apoteosis de cúpulas de la ortodoxa, la generosidad acumulativa de Santa Ana donde los estilos se desposan. A cada momento nos salen al paso estampas de Roma. La fachada barroca del Ministerio de Cultura y Tradición Antigua, antes Palacio de los Primados, es la definitiva victoria sobre la línea recta. Como en la Ciudad Eterna, el Palacio Massimo alle Colonne.

La de la Biblioteca nacional nos hace fantasear sobre la relación entre el continente y el contenido, cual el símbolo de una encuadernación gigantesca. Con el trasfondo de algunas instalaciones esplendorosas de ciertas bibliotecas monásticas germánicas, no tan lejos de acá. ¿Como no recordar al encuadernador Galván, en su santuario luminoso de Cádiz? He dicho encuadernador. Porque el fundador de la dinastía sigue estando con nosotros, y confiere una definitiva unidad a todos sus sucesores.

A propósito de la impronta romana nos acordamos de que el autor de Quo vadis era polaco. Esa consagración literaria de la novela piadosa paleocristiana, la ascensión definitiva de la Fabiola del cardenal Wiseman, nos trae a la memoria algunas páginas de nuestro canónigo Horcajo pertenecientes al género, tal su relato de los orígenes del cristianismo en la Villa: los dos discìpulos de San Segundo o de San Jeroteo que vivieron donde ahora está la iglesia de Santiago, el neófito que los advertió de la decisión pagana de darles martirio, su refugio en una cueva del Cañón donde dejaron una cruz y una imagen de María, llegada la paz de religiosa la edificación de la iglesia del Apóstol y otra de la Virgen...Dispensemos a don Eulogio de la cita de las fuentes. Soñemos con él.

Nuestro párroco se complace de que la iglesia de los Camaldulenses nos salga al paso dos veces en nuestro itinerario. Sugerentes memorias de esa familia religiosa, a la vez de las alas de la anacoresis y el cenobitismo. De la dignidad parsimoniosa de san Romualdo a la exuberancia literaria y doctrinal de san Pedro Damiano. Fuera de la ciudad, sus hábitos blancos han dado nombre al pueblo de Bielany. Como en el centro de Pomerania, el topónimo de Cartuja, la orden monástica gemela de aquélla, las dos únicas en Occidente. Por cierto camáldula y cartuja nombres geográficos ellas mismas, ahora hechos tan comunes que por eso los escribimos con la minúscula de la familiaridad. Suave me invita a que cuente algunas curiosidades monásticas. Hago ver que la unión europea no es una novedad que hayamos de agradecer a los mercaderes de la política de ahora. El mismo san Bruno era un canónigo de Colonia que fundó su orden en Francia. Como san Norberto, el arzobispo de Magdeburgo, la suya de canónigos regulares en Premontré.

Tres monumentos, entre otros más que nos van saliendo al paso: Adán Mickiewicz, Copérnico, Segismundo III. Esta escultura polaca al aire libre está en posesión de un logro de proporciones y acoplamiento al entorno que no se da siempre por doquier. La ingeniería de los tubos de la calefacción, llegando a modificar el paisaje urbano, no vamos a decir que sea bella. Pero al parar mientes en su finalidad nos reconciliamos con su pobreza estética, y hasta con lo inoportuno del emplazamiento si es que se da.

El trozo de paisaje anodino que se ve desde la ventana del hotel aloja entre construcciones impersonales la cúpula de una iglesia. Es la hora de los perros. ¿Quién se ha inventado eso de que éstos sean animales de campo? Tan urbanos como el hombre por lo menos. Por cierto que vemos más abundancia de canes que hace catorce años. Buen síntoma.

El grupo frecuenta el bar. Y se hace costumbre dar un paseo después de la cena, naturalmente temprana para nuestro extravagante horario nacional. Paseos fructíferos y evocadores por la situación lo bastante céntrica de nuestro hotel. Otro de los logros de esta excursión.

La otra generación de Duratón, allí la vivaz Micaela, me habla de la de mis tiempos. Yo les aporto algún dato ya olvidado, como haber estado el pariente de alguno de ellos, siendo casi un niño, al servicio del Presidente del Gobierno, don Alejandro Lerroux, en su chalet de la sierra. Por cierto que él me aportó en su día un dato interesante para la historia contemporánea, el de recibir entonces el premier del bienio, otrora revolucionario feroz. abundantes visitas de curas y frailes.


Lunes, 1 de mayo. A Gdansk.- Camino del mar Báltico. Los árboles que encuadran el Vístula son poco frondosos, pero bastan para la composición de lugar campestre de que ayer decíamos. Al cabo de bastante recorrido, los trozos de bosque van sucediendo a las tierras y los prados. De los lagos, a miles se cuentan en Mazuria nos dicen, sólo vemos algunos botones de muestra. Son glaciares, como las pequeñas colinas con que alternan. Algún nido de cigueñas. ¿Cómo no evocar ese genuino rascacielos de cigüeñas que es la torre de Duratón? Difícil encontrar un tan formidable canto a la vida, de veras digno de Beethoven. Seguimos, en los árboles muchos y espesos nidos de grajinas. Esta vez los recuerdos son de la Villa y sus riberas.

Impera el poblamiento disperso. Hornacinas con imágenes de la Virgen a  la entrada de los caseríos, bastantes cruces a la vera de los caminos, donde también están los cementerios. Éstos aquí se visitan en la navidad, asociados así los que fueron a la reunión de los que quedamos. Y el día de los Santos también se llevan velas para que ardan en las tumbas abandonadas, porque ya no tienen a nadie. Como en Sepúlveda la de don Pablo Santos Isabel, el Registrador de la Propiedad, con cuyo recordatorio de inauguró la imprenta. Como notario, yo me creí obligado a que Juan-Emilio restaurara su lápida. En el día de hoy, las imágenes están rodeadas de cintas y flores por haber empezado el mes de María. Una pareja de bisontes. Pero les habrán traído del Este para alguna exhibición. Hasta aquí no llega su territorio.

La omnipresencia de la huella católica y su entroncamiento en la nacionalidad me recuerda una de mis últimas lecturas historiográficas, la documentación del tira y afloja entre el Papa y el Zar, de 1880 a 1882. Tengo, por ejemplo, una nota sobre una de las reuniones, el 25 de septiembre de 1881, entre el cardenal Seretario de Estado, Nina, y el enviado ruso Mossolow: “El Eminentísimo Cardenal responde que la acogida festiva que los fieles hacen al obispo en su visita a sus pueblos y ciudades, no tiene desde luego un significado patriótico, sino que es una manifestación pública del respetuoso afecto que les liga a su pastor, al cual no ven a menudo y que viene a administrarles el sacramento de la confirmación, una manifestación de sentimientos que está vigente en la costumbre de las gentes, como el mismo cardenal vio y tocó con la mano en su viaje a Galitzia y la Polonia austríaca el año 1877...”.

En el autobús, nos conforta el tentenpié con que Alicia nos obsequia, pierniki¸ un pan con clavo, nuez moscada y canela, con o sin mermelada y chocolate. Tiene varios nombres. Pero nos quedamos con el de “catalino”, que viene de la hermana monja de Copérnico así llamada, dedicada en Torun a su elaboración. Esas especies nos recuerdan que Indonesia se llamó antes Indias Neerlandesas, la presencia flamenca con que nos vamos a encontrar al llegar a nuestra meta de hoy, los lazos con la Liga Hanséatica, la Lübeck de Thomas Mann. El pierniki se nos antoja a medio camino entre el plum-cake y los picatostes. Es bocado de invierno e interior. Hasta le atribuiríamos alguna virtud de cordial farmacológico, aunque nada más que por añadidura. Sin embargo, no viene mal a esta nuestra mediada mañana y campo traviesa.

Ellbag, pequeña ciudad episcopal. El ladrillo de la catedral de San Nicolás. Algún atisbo del casco antiguo, también reconstruido. (En este país todo está reconstruido mientras no se demuestre lo contrario. Y no lo notaríamos si no se nos dijese ¡Que lección!).

Comida en el restaurante Jsba Staropolska=“Hogar interior de la vieja Polonia”. Una fachada lisa y adocenada. Pero traspasado el umbral, se nos despliega un espacio de dimensiones insospechadas, lleno de rincones que atesoran esmeradamente la tradición viviente de la casa- tal una cucharilla enmarcada-, profusa la decoración pictórica, entrega plena al horror vacui. Como ese secreto del barroco, de ofrecer la sorpresa de los esplendores detrás de la vulgaridad del plano y la recta. Tal por ejemplo en la sacristía de la Cartuja de Granada. También cuidado aquí el arte de la mesa.

Campo de concentración de Stutthof. El primero de todos. Se puso en funcionamiento preliminar quince días antes de empezar la guerra. Confieso que no logro recordar a qué corresponde la cifra de 7.000 que en mis apuntes sobre el terreno he tomado. ¿El número inicial de reclusos, los de las oleadas de autobuses que se trajeron a los polacos de la región que el partido nazi tenía desde mucho antes en sus listas negras?. El olvido me da pie para reflexionar en torno a la trascendencia o no de las cifras del horror. Se ha dicho que las de esta historia del crimen no interesan. No estoy de acuerdo del todo. Son realidades que no hay que preterir. Pero eso sí, no las esenciales.  

Curiosamente otra cifra, aquélla misma dividida por mil, 7, es la de los españoles que aquí estuvieron. En Europa, sólo Irlanda y Portugal no hicieron ninguna aportación. Aunque hubo también chinos y marineros americanos. La cifra de los registrados llegó a ciento diez mil. Pero no lo eran todos. Se calculan unos veinte mil más.

El quilo de pelo de mujer valía cuatro marcos. Vemos un montón de muestra de los zapatos que a su entrada se quitaban a los presos, y eran enviados a Alemania para aprovechar su escaso valor. El capítulo del asesinato no nos debe hacer olvidar el del robo en ese libro negro de nuestro siglo XX. ¿Y si pensamos en la Unión Soviética y en España? Pero no es éste el lugar. Los niños nacidos en el recinto eran asesinados inmediatamente. La página nos entronca con las de la infancia abandonada que guardan nuestros archivos sepulvedanos, los de la Casa de Expósitos de San Cristóbal. Algún parentesco aunque remoto. Pero no conviene pensar que el salto de una a otra abominación es infranqueable. Otra asociación: aquí los hombres perdían su nombre. Éste era sustituido por un número que tenían que saberse en alemán. Cotejemos su parecido con los cálculos economicistas del siglo en que vivimos. Cada hombre es también sustituido por una cifra. Tal a propósito de comparar el coste de la prevención de los accidentes con el gasto causado por éstos si tienen lugar.

No voy a describir detalles. No se nos ahorra una pequeña cámara de gas, aunque aquí no hubo muchas. Parece que la asfixiante agonía era larga y muy penosa. Pero la visita nos ha sido una catarsis bienhechora. Y cuando Suave reza un padrenuestro por aquellos muertos sentimos como si la atmósfera se purificara. (Entre paréntesis. Desde marzo de 1945, los soldados soviéticos estaban a siete quilómetros del campo y conocían su existencia. Pero hasta la capitulación alemana en mayo no se les ocurrió franquear esa distancia).

A la entrada de Gdansk hay un cementerio símbolico, cual un anónimo cenotafio estilizado. El de tantos polacos cuyas tumbas o son desconocidas o hubieron de ser abandonadas a la fuerza en tierra que quedó fuera de la patria. En la ciudad, un monolito recuerda a algunos de Ucrania. Con una cita de Mickiewicz, la imploración de éste al cielo de ser olvidado si él se olvida de sus difuntos.

Al volver al antes llamado Dantzig, los pináculos de la estación neogótica de ladrillo. Mi perenne nostalgia de la tremenda solemnidad ferroviaria. El hotel se llama Evelius. Juan Evelius fue un astrónomo del seiscientos, descubridor de estrellas, y cuyo mapa de la luna estuvo vigente hasta muy adentrada la investigación contemporánea. Tiene cerca su monumento. Y su tumba en la iglesia de Santa Catalina. En el vestíbulo del hotel, bien dibujado e iluminado, integrado en el revestimento de cristal polícromo, el fragmento de una carta latina suya al rey Juan III Sobieski, acompañatoria de su regalo al soberano de un atlas celeste: Sideris hujus novi Gaedam nuper detecti utrumque numerum reliquorum astrorum [...] qualem hanc declinationem in sempiternam gloriam Sacratisimae Regiae Majestatis. Pedro de Frutos y yo nos hacemos fotografiar encuadrando la epístola hecha epigráfica. Juan Emilio por su parte lo hace en el monumento dicho. (Por cierto que, el asombroso círculo de cultivadores de la latinidad creadora que hubo en Alcañiz en la Edad Moderna, contó entre sus conexiones alguna polaca. Trataré de hacerme con más datos de ella. Pero aprovecho para subrayar de paso que el latín no terminó con Cicerón, Horacio y Virgilio. Por más que algunos excelentes profesores ya tuvieran a Séneca por un tardío provinciano relegado a una nota a pie de página).

La descripción que el matrimonio De Frutos nos hace de la pantagruélica cena que en su casa le dieron unos amigos del país, los parientes de Suave conocedores de Sepúlveda, completa diríamos, sin que faltara la ensaladilla polaca y no os diré cuál es, desbordados los condimentos, los adornos y los rellenos, nos hace una vez más reflexionar en torno a la simplicidad de nuestro cordero. ¿Será pecado de lesa sepulvedanía no estimar esa cualidad un mérito, sin detrimento de su suprema coronación por el paladar?

En nuestro paseo nocturno vemos trabajar a dos panaderos elaborando pequeños hornazos de hamburguesas, del todo a flor de calle, generosamente iluminados, con humor para sonreirnos abiertamente. Los de las Vidas sombrías de nuestro Baroja estaban de peor genio en su faena.

Martes, 2 de mayo. Gdansk- El breve recorrido bajo la lluvia por el casco viejo de ayer después de cenar, le repetimos por la mañana con Eva, la estupenda guía local, de un castellano impecable, ávida de aprender, pródiga en cortesía, adivinándosela la curiosidad placentera hermanada con la superación en el oficio, sin bajar nunca la guardia.

Terminada la guerra, hubo la propuesta mantener las ruinas, tal y como habían quedado, o sustituirlas por una arquitectura nueva. Se optó por la reconstrucción. Tan lograda que no es posible distinguir lo remplazado de lo auténtico. De paso, ¿por qué ese otro dogma de los bárbaros “restauradores” que padecemos en nuestro país y nuestro tiempo, de la distinción ineludible en estos casos, despiadada para la serenidad de la contemplación y la fecundidad de las evocaciones, cuando no el veto liso y llano a la reconstrucción, tal la que en Sepúlveda echamos de menos del Arco de la Villa? Obedece a la misma exclusividad en la estimación de las obras del pasado, no viviente sino museística, cadavérica nos atrevemos a decir, que ese otro dogma destructor de la unidad de estilo. Nada más reñido con la imaginación y el ensueño.

Por cierto que nuestro grupo es disciplinado, y muestra interés por ver y aprender, lo que en estos tiempos, por exceso de facilidad viajera, no se da siempre. En otros con más profusión de titulaciones, a veces asoman pedanterías delatoras de la carencia de sensibilidad estética sin más, tal la condena sin paliativos de un estilo o la confesión de sólo ser estimado otro. No vienen a cuento los ejemplos.

Competencia de los patricios en la decoración de sus fachadas. Profusión de terrazas algo elevadas sobre la calle, de esa manera holgado el sótano donde se almacenaban las mercancías que venían por mar. Aquí se rodaron Los Budenbrooks. La abundosa presencia holandesa de que dijimos, en los tejados. Donde por cierto se ven las tejas colocadas a la muy poco frecuente manera invertida de Sepúlveda, si bien Iñaqui nos hace ver que tienen un entrante. Dori dice que esta ciudad no tiene nada que envidiar a Praga.

El monumento de las Tres Cruces a los muertos en la rebelión de los astilleros. La altura alcanza un valor autónomo, saliéndose de la aritmética. Nada mejor que las anclas en el remate. A lo largo del canal, visión de los mismos astilleros, en la menguada actividad que los queda. Y otro monumento tan sobrio como poderoso, conmemorativo de la acción militar con que convecionalmente se dice comenzó la segunda guerra mundial, los disparos del acorazado alemán Schlesvig-Holstein a la minúscula guarnición del polvorín de la Westerplatte, el día 1 de octubre de 1939, resistiendo siete días sus ciento ochenta y dos defensores. (Hemos dicho convencionalmente, y no sólo porque la ofensiva en masa a lo largo de toda la frontera empezó con simultaneidad. Pues los alemanes llevaban varios días provocando a diario continuos incidentes fronterizos irregulares.¿Es uno mal pensado si esto le suena un poquito actual? Parece que en una de esas ocasiones se trató de un ataque disciplinado del ejército, el cual había interpretado mal una orden y creyó ya rotas las hostilidades). 

La actual catedral de Oliwa, otrora iglesia del monasterio cisterciense. Tenemos la sensación del paraíso a la vista de sus naves. Las columnas de la parte inferior del retablo mayor son negras, recias y lisas. En la decoración que impera sobre las mismas, desde el arranque de la bóveda, se despliega la exuberancia de toda la gloria barroca. Veo no sólo el contraste, sino también el ya calendado efecto de la sorpresa.

La vista se pierde en la hilera de altares de las dos naves laterales. Tanto que tenemos otra vez la sensación de escaparse de la medida. Cediendo lo cuantitativo accidental a la esencia de la ilimitación. El viacrucis pintado decimonónico enlaza dos épocas. Recordatorio frente al trauma de la intolerante discontinuidad prodigada.

No voy a describir el órgano. Subrayaré sólo la preferencia de su acoplamiento a la arquitectura. Mientras suena, también le disfrutamos visual y hasta teatralmente. Pero no vemos avanzar a los ángeles hasta el centro de la nave, como nos los mostraron en mi otro viaje polaco, invitado por el Consejo de Europa, en su primer acto de presencia en el país, el itinerario de sus monasterios cistercienses. Eva nos dice que nunca lo ha visto.

En la basílica de la Virgen María, en la ciudad, depauperada en la etapa protestante, hay una excepción que llega a barroquizarla, en contra de la mentalidad y voluntad de los imperantes entonces. Son los epitafios murales. Nos recuerdan la catedral anglicana de Bombay. Un botón de muestra de la prodigiosa capacidad del estilo para adueñarse de otros previos y configurarlos a su albedrío desenfrenado. Las pinturas que fueron blanqueadas se van descubriendo lentamente.

Nos asomamos a la región de Kastzube, la Pomeramia septentrional. Historias sobre el ámbar, el oro de Polonia que aflora en las playas. Cura el tiroides, por ejemplo, y atrae el amor. Cada uno de los doscientos cuarenta tonos que es capaz de manifestar, tiene su propio nombre. En cuanto a su aroma, Eva recordaba su cita por don Quijote a Sancho. Mientras que los colores de los bordados típicos de esta región son siete nada más, tres de ellos azules, por el cielo, los lagos y el mar. Dialecto, folklore, hayedos y a su vera carpinteros esmerados 

Junto a Gdansk, Sopot y Gdynia. Sopot, la ciudad-balneario, obra de un médico del ejército napoleónico, Haffner, que aquí se enamoró y casó. Gdynia, la sede escolar de las dos marinas, mucho más moderna, construida de 1922 a 1936. Recuerdo aquellos congresos de historia de las nuevas poblaciones de nuestro Carlos III. En Sopot, profusión de miradores, los portales de las casas cubiertos- esto frecuente en el país-, rejería, torretas en las esquinas de las viviendas. Densidad de cisnes. La inmensa fachada blanca del Grand Hotel, de 1927, un diluvio de balcones curvilíneos, nos reproduce en su neobarroco lo que ya hicimos constar a propósito de algunos planos, palatinos u otros, en Varsovia.

La comida polaca me sigue resultando lo bastante familiar para apenas echar de menos la propia, pero con la justa diferencia para disfrutar de alguna novedad. Por cierto un capítulo en el que yo he sido tremendamente de campanario. Las primeras veces que pasé la frontera francesa abominaba de la mantequilla y suspiraba por el aceite de oliva.

Miércoles, 3 de mayo.- Volvemos a salir al campo sin puertas. Esfuerzo por interiorizar el paisaje continuamente ondulado de las pequeñas colinas.

Mañana en el Parque Etnográfico regional. Casas, cuadras, talleres. Comprobamos la unidad de la civilización tradicional. Juan-Emilio me señala la identidad del aserradero con el que tenía nuestro Mariano Morata. Un molino altanero es idéntico a los de la Mancha.

La iglesia resulta deliciosa. Toda de arte popular. Muy pequeña, pero completa: púlpito, coro, órgano, retablos, imágenes. En el altar mayor el misal impreso por Pustet, en Ratisbona, el año 1904. Pedro de Frutos curiosea en él, pero sólo inicia un cántico sacro cuando casi se ha quedado sólo.

Comida, también de la tierra. Los sabores de la sopa de patatas me seducen tanto que me hacen reflexionar una vez más en la influencia de la búsqueda de las especias en los descubrimientos geográficos. Sólo a un paso, como estimulante cordial, de la frontera que da paso al vino. Aunque el secreto de esa sopa consiste en un poco de harina que dos o tres días antes se deja fermentar en agua. Con el codillo, una pasta hecha de patatas y harina con un barniz de leche, patatas a simple vista aunque un tanto empalidceidas. Mientras tanto Isidro el Diablillo nos cuenta como en sus tiempos del esquileo los pastores competían por ofrecer a sus amos e invitados el mejor cordero del rebaño para el ágape final. Empezando por darle de beber de varias madres. Por cierto que la frecuencia del cordero en los menús polacos debemos sentirla como una fraternidad añadida los sepulvedanos.

En Gydnia, el Bleyskawila, Relámpago, barco que sirvió en la segunda guerra mundial, ahora museo. El antiguo buque escuela, Regalo de Pomeramia, Dat Pomorza. A su lado, el actual, Dat Mlodziezy, Regalo de la juventud. A la entrada del puerto un monumento muy sugestivo de Joseph Conrad. El escritor, un polaco de tardía lengua inglesa que da nombre a la escuela naval, de medio cuerpo. emerge de la piedra como en algunas obras de Brancusi y nuestro Barral. A la vista de esta seducción de la novela marítima, entre mis paisanos, me acuerdo de Stevenson, y de la otra Samoa, nuestro bar. Yo siempre que me sumerjo en su deliciosa penumbra me dejo llevar de las alas de la fantasía y el ensueño. mecido por las palmeras y los corales de su arrebatadora decoración. Ningún lugar mejor para esa evasión polícroma y sin fronteras  que nuestra villa de tierra adentro. No pudieron tener mejor idea Luisi y Juan-Antonio que enriqucernos con ella.

Ninguno escribimos tarjetas. Petra dice que tiene una buena colección de las que otrora la mandaban. Otro síntoma del cambio de los tiempos. Yo voy a hacer una excepción. Para Juan-José Rojo. Un entrañable amigo que os voy a presentar. Ya sabéis que yo sé algunas cosas de nuestro pueblo que no están en los libros, porque llegué a tiempo de preguntárselas a los viejos. Pero está a la vista que ya apenas me quedan algunos más entrados en años que yo a quien someter a interrogatorio. Juan-José, general farmacéutico de aviación retirado es una excepción. Él se dice “en lista de espera” pero todos lo estamos, y yo no precisamente lejos. Después de una grata etapa en Melilla, se instaló y casó en Murcia para toda la vida. Yo le he conocido en la Dehesa de Campoamor, uno de la tertulia del medievalista Juan Torres Fontes, hombre a cual más de su ciudad. Pero Juan-José es un paisano, de la ribera arandina, donde su padre fue médico rural, lo bastante ilustrado para que sus resúmenes de la prensa científica extranjera con destino a su colegio profesional contribuyeran a redondear los ingresos con que sacar adelante a la familia. Una pequeña prueba de que aquella España no estaba tan atrasada. Le gusta poner en verso sus recuerdos de aquella vida tradicional definitivamente ida, tal de sus años en San Juan del Monte: “Vidalillo me invitaba- a eso del atardecer- a que montara en el macho- hasta el pilón de beber”. Juan-José me lleva unos cuantos años, los bastantes para que todavía me pueda contar cosas. Pero hay otro motivo, más específico, para que le mande una tarjeta desde aquí. Y es la un tanto novelesca etapa polaca de su vida. Teniendo veinte años y estando en el Madrid sitiado y revolucionario se refugió en la Embajada de Polonia con bastantes compatriotas más. Se gestionó su salida para Polonia misma. Allí le hospedaron en la mansión de campo de una condesa rusa donde pasó nueve meses. (Precisar más detalles iría en detrimento de la atmósfera novelesca de la situaicón). Los campesinos acudían con los pies desnudos a la misa del domingo y sólo para entrar en la iglesia se calzaban. La maestra entraba en esa casa por la puerta de servicio. Todavía se acuerda Juan-José de la primera estrofa de su himno nacional. Al cabo los embarcaron en Dantzig para Lisboa. Y de ahí a la guerra. Habían prometido no participar en la misma, pero su cumplimiento resultaba imposible, pues habría llevado consigo la declaración de prófugos en su patria. Todo es historia ya. 


Jueves, 4 de mayo.- Estábamos desayunando con el matrimonio De Frutos. Le acababa yo de hacer a él una pregunta sobre sus tiempos en el monasterio de la Santa Cruz, y la dimisión del abad Pérez de Urbel. El teléfono no le dio tiempo a responderme. Era de Sepúlveda. El mazazo de la muerte del padre de Margarita. La eficacia de Suave para solucionar su vuelta inmediata sin perturbar el viaje previsto fue admirable. Camino de Malbork, en el autobús, me permití exhortar a mis paisanos a disfrutar de la solidaridad manifestada, aunque pareciese paradójico. Pedro iba a cantar esta tarde en la misa. De alguna otra manera oiremos su voz.

Malbork.-Marienburg el nombre alemán. Nuestro hotel es el antiguo Hospital para los servidores de los Caballeros y las gentes del pueblo. De baja altura, Seductoras estancias abuhardilladas.

La imponente fortaleza, el triple castillo de ladrillo de esos los Teutónicos, antes mucho más grande, tanto que tras de algunas torres-testigo lo que hay son bloques de las viviendas de ahora. Pero se le continúa definiendo como el conjunto feudal más vasto de Europa. Por cierto que algunos bloques de hormigón fueron de ladrillo, pero hubo que sacrificar este material para contribuir al “regalo” de Stalin a Varsovia de que ya hemos dicho. Al acercarnos, no podemos ver la imagen de la Virgen, de ocho metros de altura, que empotrada en el ábside se divisaba otrora a las dos leguas. La iglesia es la única pieza por restaurar, mantenida como la dejaron los bombardeos. Sobrevive del retablo una sola columna salomónica. Las gentes del lugar anhelan que llegue la hora de dar en ella conciertos de órgano.

Variopinto museo a lo largo de sus salas. Algunas bóvedas tienen la decoración pictórica bismarckiana, floreal y polícroma, pero de tonos suaves. Nos recuerdan los de los bordados de que dijimos. Colosalismo en la cocina. Profusión de vanos en el refectorio de invierno, mas extraña sensación de seguridad, pese a la claridad opaca de los cristales, a los que el tiempo ha despojado de sus vidrieras. Sala capitular. Estancias del Gran Maestre, Cloacas.

Una custodia de Königsberg, con ciento nueve piedras preciosas distintas, y el cubrecaliz de litúrgico color pajizo, nos recuerdan los entusiasmos que ahora está viviendo en Sepúlveda la Cofradía del Corpus.

¿Deformación literaria? Me es inevitable, y me atrevo a postular se trata de algo generacional, ver este castillo con los ojos del lector de las novelas históricas del romanticismo. El señor de Bembibre, El castellano de Cuéllar, Sir Walter Scott siempre en el trasfondo. De aquellos tiempos idos, sí, pero también una permanencia.

En las tiendas, un libro de mi amigo y corresponsal de otros tiempos, el historiador Karol Gorski. Otros sobre el Cuartel General de Hitler, y el atentado del 20 de julio de 1944. Omnipresente el ámbar.

A fines de julio, casi coincidiendo con la nuestra de los Fueros, una fiesta medieval recrea aquí la batalla de Grunwald, el año 1410. El máximo campeón es llamado pichichi, como el mítico goleador en la preguerra del Athlétic de Bilbao.

Pero para nosotros, Malbork es ante todo el pueblo de nuestro párroco. Suave Nos enseña la iglesia en que le bautizaron, donde bastantes mujeres están rezando sin prisa y en voz muy alta el rosario. En su fachada alternan la madera y el ladrillo, una manera prusiana, también en la cubierta, aunque al interior no resulte visible, algo difícil pero parece que muy ventajoso. Este templo fue protestante hasta el último cambio de esta tierra y la historia. Pero profusa su decoración de escenas bíblicas. Por eso tienen el coro extendido a los dos laterales de las naves. Posee un aire un tanto basilical. Su advocación ahora es el Perpetuo Socorro. De gran tamaño las estaciones del viacrucis, como venimos observando ser corriente por acá y ya hemos apuntado. Púlpito airoso de madera labrada. Sobre la entrada al presbiterio un calvario, que igualmente hemos observado ser una costumbre extendida. El párroco es un viejo monseñor que nos recibe con un cariño de abuelo y recuerda la fecundidad de su feligresía en vocaciones levíticas. La hierba crece sobre un campo inmediato. Allí estuvo el cementerio alemán. Su inevitable abandono se salvó recogiendo sus restos y dándoles una conjunta sepultura digna.

Camino del barrio del nacimiento y la familia de Suave, otrora habríamos franqueado la frontera entre Alemania y la ciudad libre. Dos pequeños cementerios juntos, el de los soldados rusos y el de los pilotos ingleses.

Inmediata a su casa natal, una minúscula capilla donde cantó su primera misa. Pero ahora hay una iglesia nueva construida al lado. Largos cánticos del mes de las flores a María. Recuerdo con pena nuestra prisa, determinante de que los gozos a la Virgen de la Peña se canten después de las funciones, sólo por una parte de la asistencia, mientras el resto se precipita indiferente a la puerta, desterrados del puesto sosegado y solemne antes de la salve que tuvieron hasta hace unos treinta años.

Suave concelebra con otros dos sacerdotes. Llevan roquete los monaguillos, ambos colocados al mismo lado de los oficiantes, pues también los hay, acólitos digo, como el que hace de sacristán, y al alzar se toca la campanilla. El párroco alude a nuestra presencia y la concurrencia local nos aplaude calurosamente. Suave aplica la misa por nuestro paisano difunto, alude a cómo Pedro de Frutos iba a cantar el avemaría, y reitera que a él y Margarita los llevamos en nuestro corazón.

La parroquia de Urueñas nos ha deparado una estupenda lectora de la epístola. Y a cada una de las tres, la regala ésta de aquí una casulla. Después, Juan-Emilio inspecciona el presbitero con vistas a poner en él una nueva mesa de altar en piedra de Sepúlveda. Estaría puesto en razón que fuese un regalo, por suscripción abierta a todos, de todas nuestras parroquias también.  Mientras todos nos honramos con saludar a los padres de nuestro párroco con todo el corazón. Piedra rosada de Sepúlveda, piedra de los hermanos Barral, piedra de Juan-Emilio que sí sería una digna página de crónica de este viaje, tanto que sólo san Frutos mismo la pasaría, como hace todos los años el día de su fiesta con una más del libro que tiene en la mano sobre la entrada a su catedral de Segovia. (Por cierto. Apenas he citado a Juan-Emilio, si es que lo había hecho alguna vez antes de ésta. Pero es que de hacerlo cada vez que merecería la pena tendría que escribir otra crónica por lo menos de la misma extensión que la que va corriendo).

Después, nos adentramos en el bosque profundo. Un mundo que nos falta allá, aunque a mí me recuerda algo una etapa de la vida por el pinar de Cantalejo. Paseo en calesa. Los hay que se atreven a hacerlo a caballo. Como Isidro que vuelve a recordar sus tiempos de esquilador, pero ahora los castrenses, en su mili madrileña, soldado del regimiento de infantería de León 38, dotado de ganados para portear sus ametralladoras y morteros. Sus paseos ecuestres desde el cuartel de María Cristina a las Ventas, con el sargento picador, son una de esas estampas recientes que en la gran ciudad apenas se creen a esta hora de su desarrollo. En este pedazo de campo de Polonia, yo me acuerdo de Los campesinos, de Wladislaw Reymont. Alicia me señala La tierra prometida que también he leído. Pero la grandeza épica de aquélla, cimentada exclusivamente sobre la vida corriente de la aldea de Liepce, es prodigiosa. Yo la viví, leyéndola en la Villa y con el pensamiento puesto en las aldeas, entonces pobladas. Cuando nadie se habría imaginado al párroco de Duratón recordando el día de San Isidro que aún algún labrador por quien aplicar particularmente la misa queda en el pueblo.

En la cena sopa de remolacha, abundantes carnes rellenas, ensaladas y bizcochos. Lanzo la idea de un hermanamiento del pueblo de nuestro párroco con el de su parroquia. Tenemos en el plano de la objetividad la coincidencia de nuestras fiestas medievales. En el contexto, pensemos en esa dicha gastronomía del cordero, que acá hace competencia a la caza. Yo me acuerdo también de la estrecha relación que  tuvo Martín Barral con el magnate y esteta polaco Zamoisky.

Silencio y soledad nocturnos en torno al hotel, aunque desde él se llega a ver un ángulo de la fortaleza diurnamente tan concurrida por las muchedumbres turísticas.De pronto oigo un rumor que se va acercando, como de oleaje o lluvia copiosa. Pero es el tren. Tras un espacio verde y antes de que las filas de los edificios a la medida del hombre se hagan compactas, la sucesión tan evocadora de los vagones iluminados.


Viernes, 5 de mayo.- A Varsovia, por Torun. Cuando Suave nos dice que podemos mirar tanto a la derecha como a la izquierda, sabemos que nos hemos encontrado de nuevo con el ya Vístula amigo. Nos anuncia, a los que no lo sabían ya, que Pedro y Margarita están en Sepúlveda. Eficaz y rápido todo, también en la segunda parte desde que los dejamos.

Por el camino, a cada día de marcha, seis leguas, un castillo teutónico. Gniew, a lo lejos Chelmo. Alicia reconoce que, dejado aparte el enfrentamiento bélico con la población, los Caballeros fueron buenos colonizadores y urbanizadores.

Y en la ciudad de Copérnico. Torun se define así. Contaba con muchos graneros, como Gdansk. Alguno fue de la familia del astrónomo, por cierto ésa sin descendencia, con dos hijas monjas, ya dijimos de Catalina, y dos clérigos. La grada circular que rodea su monumento es lugar predilecto de encuentro para los enamorados. Formidable su latín: terrae motor, por una parte, y por otra solis caelique stator.

Visitamos su casa gótica. Otra frase latina, pero ésta suya, en la pared: In medio vero omnium residet sol. Botones de muestra de las capacidades y ocupaciones de este hombre integral, tal escenificada en una vitrina su teoría económica de los precios y su inflación.

Los edificios emblemáticos. Efigie de la fortuna sobre el Banco, de granito, coronado por los pináculos consabidos. (¿Sabéis que una de las inscripciones romanas de nuestra Villa se dedicó a la diosa Fortuna? Pero este dato no es una invitación a aproximaciones frívolas).

La lonja llega a románica. Frente al Ayuntamiento, el violinista que atrajo a las ranas y a los ratones, amenaza invencible para la ciudad entonces. ¿Eutanasia de estos animales? ¿Lección para los cazadores? ¿O no llegamos, o no queremos llegar, a eso? Otra vez el sello romano en la iglesia jesuita del Espíritu Santo. Una inscripción en el suelo nos recuerda el paso por una de las calles peatonalizadas del último tranvía, en 1970.

Copérnico también está presente en la catedral. Es gótica. Se adosan tantos retablos barrocos a sus columnas que, pese a la imposibilidad del acoplamiento espacial entre los dos elementos constructivos, se ha logrado el efecto de la naturalidad, llegándose a una visión de conjunto dominada por lo salomónico. Los grandes lienzos en algunas capillas profundas, tienen de por sí posibilidades paralelas de llegar a capillas ellos mismos. Así en el de san Ignacio de Loyola.

Su torre tiene la campana más grande de Polonia. Cuentan que al sonar por vez primera se despertó Dios, y agradecido envió a sus ángeles para que protegieran a la ciudad. Lo cierto es que en la primera guerra sólo murió en ella una vaca, y en la segunda no cayó más que una bomba.

Junto al monumento copernicano, Suave me confía sus esperanzas de hacer otro viaje para que completen el suyo Pedro y Margarita, o facilitarles uno individual. Por la noche nos dice que el matrimonio saldrá a la Plaza en Sepúlveda a esperar el autobús de vuelta. 

Se anima la gente a comprar pierniki. La forma del catalino se ha hecho muy popular en la ciudad. Es por ejemplo la de las placas que llevan los guías de turismo. Las cajas metálicas en que se sigue envasando nos llevan a un mundo de idas policromías, antes de todos y de todas las cosas y en renovación habitual, ahora de los coleccionistas y preservado.

Vueltos a Varsovia, en el hotel nos encontramos el Warsawa Business Journal. Un apartado de las páginas inmobiliarias se titula Spanish Invasion, sobre las inversiones del sector.

Sábado, 6 de mayo.- De nuevo ante el monumento a Chopin. Sauces llorones y tilos, los dos árboles de Polonia. Cerca el de Pilsudsky, de pie. Aspecto de hombre poderoso y preocupado. Recuerdo la frase de aquel arqueólogo, amigo de Emilio Sáez, tan mimado por el poder comunista. “Cuando teníamos la dictadura de Pilsudsky o casi”. Testimonio de lo que entonces se pensaba en ciertos ambientes.

Aquí los caminos que se cruzan se llaman cruces. Tres Cruces es en Varsovia- ya sabemos su tan distinto significado en Gdansk- una encrucijada con la que nos topamos enseguida. La iglesia de San Alejandro, y por eso a veces se toma por ortodoxa, es redonda. Pero se trata de una imitación del Panteon de Roma.

El monumento, evocador de episodios y a la vez representativo de la población participante, a los insurrectos de 1944, tiene tremenda fuerza dramática. A sus espaldas, las muchas pilastras del nuevo Tribunal Supremo, cada una con un texto latino alusivo a la justicia, tal el del jurisconsulto Ulpiano, que otrora nos aprendíamos en la primera clase de Derecho Romano: vivir honestamente, no hacer daño a nadie, dar a cada uno lo suyo.

Entramos en Santa Ana. Las bóvedas policromadas en el setecientos, y después un siglo más tarde. Parecen de estuco, pero son de madera. Los retablos de columnas doradas han conseguido dominar toda la arquitectura, hasta el extremo de convertir el interior en un anfiteatro. Ello porque en su colocación no se ha atendido a cada capilla, sino a la misma visión de conjunto. El órgano avanza levemente sobre la barandilla del coro, pero sin más entrantes que su continua fachada ondulada. Nada que envidiar a la apoteosis curvilínea de otros. 

San Martín fue hospital de los insurrectos de 1944. Destruido en un bombardeo. Reconstruida la iglesia sin la decoración interior. Una de las hermanas franciscanas que en ella tienen su sede fue la arquitecta. La torre barroca sobre el basamento gótico. Notable el viacrucis, pero en este caso estilizado, pintado en negro en la pared. En un armazón de alambre que le completa, un pedazo de crucifijo que se salvó. (Por cierto que al entrar en las iglesias polacas es posible tomar agua bendita).

Gótica es la catedral, antes colegiata de San Juan Bautista. Muchas vidrieras altas y estrechas, regaladas por los polacos de los Estados Unidos, llegan a sustituir a los retablos que fueron dignamente. La tumba del cardenal Wizinsky, una lápida nada más en el suelo de su capilla.

El Castillo Real. Bombardeado en el asalto a Varsovia de septiembre de 1939. En 1944, ya sofocada la rebelión de la ciudad, dinamitado expresamente por los alemanes. El número de agujeros que para ello hubieron de hacer es una cifra que marea. Fue reformado neoclásicamente por el último rey, Estanislao.Augusto Poniatovsky, y es obra italiana con algún aporte francés. Recuerdos de su paso, entre lo público y lo íntimo, hasta irse destronado a San Petersburgo, cual prisionero particular de su amante Catalina la Grande. Para la reconstrucción se adquirieron cincuenta quilos de oro. El poco que queda original en los techos y paredes es más oscuro.

El a la vez salón de baile y teatro real nos recuerda el similar multiuso del Teatro Bretón de Sepúlveda en otros tiempos. Saloncito de las conferencias o de los monarcas europeos, por los retratos que de éstos guarda. En sus paredes trece tipos de madera. De tejo es el dormitorio. La cama es más bien una chaise longue. No era necesaria más longitud. La abundancia de almohadones permitía dormir casi sentado. Bueno para la digestión, y una distinción más de la plebe que lo hacía en la postura natural. El vestuario, donde el rey pasaba dos horas a diario para ser ataviado. La capilla, que estuvo cerrada por católica en la fase zarista, ha de conformarse por eso con un mobiliario de fortuna. Muchos Canalettos, alguno de los cuales sirvió para reconstruir la ciudad. Salita de los oficiales de la guardia. El pequeño comedor de los almuerzos regios de los jueves a los intelectuales. Redonda la mesa, como la de los caballeros del rey Arturo. Ellos tenían derecho a una copa de vino. No así el monarca, quien había prometido a su madre en el lecho de muerte hacerse abstemio. Quique sacerdotes casti dum vita manebant, uno de los textos del salón del trono alusivos a la población estamental del país.  Las pequeñas y abundantes águilas de plata que tapizaban el fondo del salón del trono, tras este mismo, fueron robadas por el gobernador general nazi. Sólo se recuperó una que envió un coleccionista canadiense. De aquel personaje recuerdo su condena en Nurenberg, y la propuesta al fin rechazada de que el lugar de su ejecución fuera Polonia. Tener muchos años lleva consigo la carga de almacenar también recuerdos que pesan.

Animada la Plaza del Mercado. El monumento a la Sirenita y su pescador, que se casó con ella, los fundadores de Varsovia, así llamada por los nombres del uno y la otra. Ya hemos visto otros ejemplos de la fecundidad del legendario urbano en las ciudades polacas. ¿Explicada ésta capitalina por la nostalgia del mar?

A unas once leguas, Zelanowa Wola. La casa donde el 22 de febrero de febrero de 1810 nació Federico Chopin, su padre preceptor de los terratenientes dueños. En medio del parque Kampinos, merecidamente, en aras del músico mimado por los demás jardines botánicos del mundo. Cuando tenía él un año, se trasladó la familia a Varsovia, donde el padre dio clases, pero volvió de cuando en vez y se dice que allí descbrió la música popular del país. A los acordes del piano- pero no del “piano jirafa” que vemos- por las modestas habitaciones en penumbra nos damos cuenta de la permanencia del romanticismo, pese a estos últimos cambios de los tiempos que apenas si han dejado algo en su sitio.  Como en los tiempos de mi despertar a las sepulvedanas en flor, del baile de la Plaza al del Teatro...Tanto que los detalles nos resultan secundarios: la copia del retrato de Delacroix, las partituras, los muebles, algún apunte autógrafo... (En este viaje parroquial viene bien recordar que el movimiento lento del Segundo Concierto para Piano de nuestro compositor se cuenta entre los ejemplos de música instrumental que, pese a no ser litúrgica ni sacra, se tiene por religiosa)

Vueltos a Varsovia, Suave celebra para nosotros en la Catedral. Nos parece un privilegio insólito esta concesión. Acaso no tanto si hubiese sido en la primacial de Gniezno, de tanta grandeza histórica como sosiego actual amasado de olvidos. Pero estamos en la capital...

Deambulando luego en un breve tiempo libre, entramos en una iglesia donde unos pocos dominicos están cantando en su coro del presbiterio. Luego nos encontramos con la de Santa Casimira, de benedictinas, fundación de Juan III. Está cerrada, pero el cristal deja ver el interior, y fuera hay un reclinatorio amplio para rezar arrodillados.

Algunas placas modestas y nada relucientes nos indican pequeños reductos donde sopla el espíritu. Tales el Museo de Historia de la Farmacia y el de Madame Curie. Al ser ésta enterrada se la echó un pedazo de tierra polaca.


Domingo, 7 de mayo.- Vamos a ver el Palacio Wilanow, el de Juan III Sobiesky, el rey polaco de Ucrania que defendió Viena del asedio turco. Muy cerca encontramos la parroquia de Santa Ana, del ochocientos, construida por los condes Potovsky, los propietarios que sucedieron a los Czartorosky, de paso breve en la mansión, que cedieron a una de su linaje para que a un Potovsky la aportase en dote. Hablo con Alicia de Alberto, el salesiano de aquella estirpe, pariente del Rey de España, beatificado hace poco, del que yo escribí ha dos años en el Programa de las Fiestas de San Miguel. Santa Ana es renacentista. En el campo inmediato, un cenotafio neogótico evocador de todos los difuntos de la familia. En torno un viacrucis monumental. Preciosos magnolios de grandes flores blancas.

Al fin en la fachada del palacio, el amarillo alternando con el blanco, hace parte esencial del estilo, el que permitió al marqués de Lozoya hablar de aquella otra internacional artística, a la que Sepúlveda aportó la piedra para la fachada del Palacio de La Granja. Ángeles con trompetas triunfales encuadrando una ventana, y relieves de la gran gesta vienesa.

Y ahora pido a mis compañeros de viaje que me lean la venia para evadirme a algunos detalles nada más, liberado de la disciplina del plano y el alzado, de  la geometría de estas paredes donde en el ochocientos el estuco sustituyó al terciopelo que, además de ser más bello, coadyuvaba a la calefación, ¿como la madera del suelo?. Cual si fueran pormenores de ilustraciones de poemas de Rubén Darío o el conde de Foxá. De una a otra geografía estética y creadora: la sala etrusca, los vasos holandeses de estilo chino o japonés, la pareja de espejos de Bohemia que se dirían venecianos, la caprichosa decoración de fragmentos de arqueología recordatoria de viajes a Roma...La galería de Cupido, el bargueño de esmalte con un efecto de profundidad que pretende llegar a lo inacabable, el oratorio barroco del siglo XIX, los fruteros de bronce dorado, la estufa de porcelana cuyo destino nos sorprende pero encontramos puesto en razón, ahí es nada en nuestros climas.

Nuestra última visión es el Palacio sobre el Agua, la otra residencia real. De ahí al aeropuerto. Entramos los primeros en el avión. Me siento inquieto a medida que van llegando pasajeros sin que ninguno más de nuestro grupo aparezca. Pienso si ha habido un mal entendido y nos están esperando peligrosamente. Hablo con el comandante, Javier del Pino, quien me promete no irse sin ellos. Me enseña la hoja de vuelo. Los pasajeros registrados somos ciento ochenta y uno. Al fín vamos viendo sus caras.

Hace buen tiempo. Nubes y sol. A punto de llegar a Nurenberg y pasada Praga, el comamdante nos lo dice, anunciándonos que pasaremos junto a Stuttgart, Ginebra, Lyon, Tarbes y por los Pirineos a Zaragoza. En Barajas con algún adelanto. 

Llegado a casa, mientras otros caminan hacia nuestra Sepúlveda, llamo en mi auxilio a la literatura para entretener mi nostalgia. Releo el comienzo de La muñeca, esa formidable novela realista, de la buena época del género, de Boleslao Prus, desarrollada en la Varsovia todavía zarista: “Al empezar el año 1878, cuando el mundo político se ocupaba de la paz de San Stefano, de la elección del nuevo papa, o de las probabilidades de una nueva guerra europea. los negociantes de Varsovia y los burgueses de la calle Krakowskie-Przedmiescie, se ocupaban con no menor interés del estado del negocio de quincallería que funcionaba bajo el nombre de la firma J.Mincel y S.Wokolski. En el afamado bar donde se reunían para la cita vespertina los propietarios de tiendas de ropa blanca y de vinos, los fabricantes de cervezas y de sombreros, los respetables padres de familia que vivían de las rentas y los propietarios de inmuebles sin ninguna ocupación, se hablaba con igual animación de los armamentos de Inglaterra y de la firma J.Mincel y S.Wokolski”. ¡Siempre unidas la literatura y la vida y el milagro de la novela perenne!

Además he de ocuparme de atar algunos cabos que se quedaron sueltos. Había mucho barullo y poco tiempo en la tienda del palacio Wilanov. Se me escapó un libro en inglés de buen aspecto sobre los rebeldes polacos del romanticismo. Y un disco con ofertorios y comuniones de Nicolás Zelenko en la vieja Silesia. En la menguada cubierta de estos compactos, despertadora de penosas nostalgias del vinilo, sólo el título en letras cuadradas de la partitura. Pero nos dice tanto ahora...En fin, un pretexto para entretenerme en la búsqueda. ¿O de volver? En cambio si me traigo una novelita en polaco de Simenon para la colección de Diego Conte senior, pues bien lo merecen el hombre y su acopio.

Tremenda la falsedad de la opinión de que el dinero gastado en los viajes no queda, a diferencia del invertido en cosas materiales. ¿Nosotros no tenemos ya para siempre las memorias de este nuestro, no somos gracias a ellas más ricos? A la vez estímulo para los que vendrán. Algunos también parroquiales. Parece que la Francia de Lourdes, la Salette, Ars, Lisieux, Paray le Monial, la hija mayor de la iglesia, y la Alemania que tiene en Colonia la catedral de los Reyes Magos, San Bonifacio en Fulda y la iglesia de los Catorce Santos, nos resultan demasiado cercanas. Y nos acordamos de que otrora Polonia y Lituania estuvieron unidas en una nación inmensa. Ir a ésta es complemento de nuestro habernos asomado a aquélla. Yo conocí a un profesor polaco cuyo segundo apellido era lituano y decías que mater semper sancta est. Y no nos olvidemos de que la musulmana Turquía contó en la cuna del cristianismo, y ahí está el itinerario de San Pablo. El polaco Juan Sobieski libró de los turcos a Viena. Pero Suave recuerda la caballerosidad del Sultán, preguntando por el embajador de Polonia en la recepción diplomática de todos los años, cuando el país estaba privado de la existencia, para hacerse contestar: “No ha llegado todavía”. (La historia política del siglo XX no abunda en gestos de este desinterés). Estos días se ha representado en el real de Madrid El rapto en el serrallo, de Mozart, otro turco clemente y misericordioso...


Esperemos pues. Y recordemos. No bajemos la guardia. Y que la decoración de Samoa nos sea mágica.