EN
LA INFANCIA Y
DESPUÉS. RECUERDOS DE
LOS TÍOS Y DE
LOS PRIMOS.
Mi recordado amigo Fernando
Collado escribió un libro titulado El
teatro bajo las bombas. Es un estudio exhaustivo de la actividad escénica
en el Madrid de la guerra civil. En el día 5 de marzo de 1939 consta una
representación. Pero debe tratarse de un programa que no se consumó. Pues la
resistencia a la sublevación del coronel Casado hacía entonces muy difícil el
tránsito por la ciudad.
Ese mismo día mi padre
estaba muerto en el piso interior del número cuatro de la calle de Arango,
donde nosotros hubimos de improvisar vivienda para los años de la
contienda al sorprendernos
inopinadamente allí su estallido. La funeraria no acudió precisamente con
puntualidad.
Veintitrés días después
Madrid cayó. La sierra dejó de ser una frontera entre la capital y nuestra
tierra. Enseguida vimos a algunos paisanos. Ramiro Rodríguez Vaquerizo, un
hermano militar de mi tío Eudosio, nos recogió y nos llevó a Cantalejo, donde
vivían mi abuela con mi tía Juanita, soltera, maestra, y mi tío Eudosio.
Hicimos el viaje por Segovia. En el restaurante donde comimos yo le pregunté al
camarero que a cuántos garbanzos tocaba. Me pareció que bromeaba cuanto me
contestó que todos los que quisiera. Mi
tío político Eudosio era farmacéutico y se había casado con mi tía Peñita
durante la guerra, en la que nació nació mi primo Jaime.
Enfermo ya de la
tuberculosis que acabó con él, mi padre presagiaba para él un futuro Aquejado
de la tuberculosis a la que sucumbió, mi padre se presagiaba un futuro enfermizo
y débil, y confiaba en que los ahorros hechos en los breves años de su
ejercicio profesional de procurador en Sepúlveda, nos permitieran subsistir,
aunque él tuviera que trabajar con menos intensidad. Pero el nuevo Estado
confiscó nuestro modestísimo patrimonio. Nuestro único recurso en la postguerra
iba a ser pues la caridad de la familia materna. Con esto no quiero decir que
la paterna se desentendiera. Pero naturalmente mi madre prefirió vivir con los
suyos y gracias a la buena acogida que encontró no fue necesario acudir a la
otra rama.
Llegamos a Cantalejo ya de
noche. Creo que dormimos en casa de mis tíos, que vivían en la Plaza, en la
misma casa de la botica. Despertaron a mi primo Jaime para que nos
conociéramos. Yo tengo el recuerdo de haber sentido entonces algo así como la
entrada en un mundo nuevo, de perspectivas insospechadas, y que la gran ciudad
y la vida anterior se quedaban en un panorama definitivamente ido y sin vínculo
ninguno con la realidad a la vista que acaparaba el futuro. No tener que contar
los garbanzos había sido un buen comienzo.
Días después, en casa de la
abuela descubrí una lata grande de azúcar. Había terrones gigantescos y muy
compactos, de una dureza deliciosa, incluso gratos a la vista, como si fueran
pequeñas obras de arte. El paraíso.
A pesar de lo relativamente
crecido de su vecindario, en Cantalejo era costumbre invitar en las bodas a un
piscolabis a todo el vecindario. Al poco de llegado, yo entré en un patio donde
se estaba rindiendo tributo a ese uso.
Los bollos de Cantalejo eran grandes, pesados, muy sólidos, harinosos, algo duros,
el extremo opuesto a los soplillos de Sepúlveda. Pero a mí me gustaban. No veía defectos en
esas cualidades. Y me atiborré tanto de ellos en esa ocasión que llegué a llamar la atención. Ahora bien, los
bizcochos borrachos que yo descubrí luego en una de las confiterías estaban en otro
ámbito. Su excelsitud me pareció milagrosa. No bocados de cardenal, sino de
Sumo Pontífice.
Una de las oportunidades
perdidas en Cantalejo de que me arrepiento es de no haber disfrutado más de la
seducción del pinar, no haberle aprovechado más como fuente de inspiración.
Tengo nostalgia de las turmas, unos tubérculos que se criaban bajo su arena.
Con ellas podían hacerse tortillas. Parece que ahora el pinar está más
descuidado, aparte de mermado, y se crían menos.
El día 14 de abril, el
párroco don Primitivo Galán Arribas me bautizó y dio la primera comunión en la
formidable iglesia de San Andrés. Me regaló una estampa en la que se veían la
Plaza de San Pedro y el papa Pío XI. Al reverso escribió a máquina “bautismo y
primera comunión”. En mi casa tacaron la primera palabra, para que no se viera
que el bautismo había sido tan tardío.
Enseguida aprendí el oficio
de monaguillo, entregándome a la seducción de la liturgia que me sigue
acompañando. El mayor atractivo por todos los acólitos compartido al ayudar a
misa era tocar la campanilla. Una vez en que mi compañero se adelantó y me la
quitó, yo le di unos golpe en la espalda con el apagavelas. Don Primitivo se
dio cuenta de que algo raro había pasado. Llegados a la sacristía nos hizo a
los dos algunas preguntas, pero antes de darnos tiempo a responder dio a mi
compañero una bofetada. Así terminó el episodio.
Mi primera borrachera fue,
con ese motivo, en la Virgen del Pinar. Ésta se venera en una ermita alejada, y
algunas de las veces raras en que allí se decía misa de encargo, los interesados
llevaban provisiones para dar lo suyo a la mesa terrena después de haber
rendido tributo a la celestial.
No sé cómo había en casa un
pasamontañas que tapaba completamente la cara, dejando sólo la abertura de los
ojos. Su abrigo era una delicia, sobre todo para ir a la escuela algo alejada.
Pero mi tía Peñita le estimó antiestético, incluso ridículo, y le hizo
desaparecer. Cuando fui a Murcia a servir mi primera notaría, quedé cautivado
por esa tierra ubérrima. Pero el clima fue mi única sorpresa desagradable. Yo
estaba convencido de que allí la primavera y el verano eran continuos. Y pasé
frío. La explicación está en que sus gentes se acostumbran al leve frío que
tienen. Nosotros no podemos acostumbrarnos a nuestro frío horripilante. Y de
ahí que paradójicamente tampoco podamos estarlo al menor frío suyo.
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Mi abuelo Matías había
muerto a los treinta y siete años en la gripe de 1918. Años después de la
guerra y la postguerra que tantos sufrimientos la depararon, mi madre decía
que, a pesar de ello, el horror de esos largos años no había llegado al de los
pocos días de la epidemia.
El abuelo era tratante en
granos. Sabía disfrutar amablemente de sus ratos de ocio, sobre todo en la
Confitería, que también hacía de bar y era sede de tertulias. ¡Aquellas
discusiones de buena pasta en la guerra europea entre los aliadólfilos como él
y los germanófilos! A mí no se me apaga el sentimiento de no haberle conocido.
Mi madre, la hija mayor,
tenía trece años al quedarse huérfana. La seguían las tías Fina, Juanita y
Peñita, ésta de tres años nada más. Mi abuela Felisa no continuó el negocio y
logró subsistir de la modesta renta heredada. Los años anteriores a la guerra
vivió en Segovia. Supo pues hacer frente a la difícil coyuntura.
Cuando mi abuelo murió
estaba algo distanciado de su única hermana María. A pesar de ello para sus
sobrinos era una fiesta encontrársele por su generosidad con ellos. Ella
naturalmente fue a verle en su última enfermedad. No consciente del todo, a él
le sorprendió la visita, como un aviso de la gravedad de su estado. “¿Qué pasa?
Qué pasa?, contó mi madre que decía. Su hermana al despedirse de mi abuela la
dijo: “Salva a tus hijas”. Y ella así lo hizo. Él era hermano de la Cofradía de
Plagas y el año de su muerte le había tocado el menester de llevador de
cadáveres.
Mi tía Peñita era guapa y
simpática y tuvo mucho éxito entre la mocedad de nuestra ciudad de provincia.
Su marido había tenido la farmacia en la misma Segovia, en el Azoguejo, pero
acabó echando en Cantalejo sus raíces profesionales y hogareñas. Él era del
vecino Fuenterrebollo. Me acuerdo de la simpatía que mi tía inspiró a mi
primera mujer en el corto trato que pudo tener con ella. La tía tenía un genio
vivo, y ello le hacía incompatible con cualquier asomo de rencor.
Mi tía Juanita había
comenzado su ejercicio de maestra antes de la contienda. En casa estaba la gran
estampa de Cristo que retiraron en la República de su escuela de Fuentes de
Cuéllar. Un compañero suyo de las escuelas graduadas de Cantalejo, Joaquín
Duque, acabó siendo su marido; por eso
esos primos se llaman Duque Conde. Era de La Granja, donde su padre trabajaba
en la administración del Palacio Real, y un tío fue canónigo de la colegiata.
Antes de la guerra él había sido por corto tiempo maestro en Sepúlveda. A su
terminación pudo continuar en el ejército, pero prefirió la docencia, librándose así de las previsibles
servidumbres de esos años duros, a costa
de renunciar a oportunidades económicas pero en aras de la ética.
Mi tía Fina se había
independizado antes. Se hizo enfermera en el Instituto Rubio de Madrid, y en la
guerra sirvió en la sanidad militar. La oí contar una vez de cómo se conseguía
mantener el trato debido a los prisioneros heridos y enfermos, a pesar de
ciertas intervenciones en contra.
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Yo había aprendido en
Madrid, naturalmente en casa, a leer, y también a escribir pero sólo en letras
mayúsculas de imprenta. Mi primer maestro fue mi tío Joaquín en Cantalejo. Él
enseñaba en un grado superior al que me correspondía, pero me pasaron a él.
De aquellas escuelas
recuerdo un pequeño museo etnográfico que acababan de hacer los maestros, con
la sola ayuda de sus discípulos. Había en él naturalmente miniaturas de
trillos, el medio de vida del lugar, juntamente con la trata de ganados. Ambos
menesteres nómadas, pues los trillos de fabricaban allí, pero los cantalejanos
recorrían casi toda la Península
vendiéndolos.
Mi tío me enseñó una vez el
Boletín Oficial del Estado en que figuraba su nombramiento. Quería que viera su
nombre en letras de imprenta. Todavía a estas alturas, yo sigo manteniendo la
misma ilusión por la impresión de mis textos.
Cuando me llegó la edad del
bachillerato, se decidió que estudiara libre el primer curso. Mi tío Eudosio me
daría las matemáticas y las ciencias naturales, y las demás asignaturas mi tío
Joaquín. Mi tío Eudosio se había preparado para la academia militar y dominaba
la materia. Pero además era un formidable pedagogo.
Enseguida mi abuela se
volvió a Sepúlveda a vivir, con mi madre y conmigo. El segundo curso le hice
interno en el colegio Corazón de María de los claretianos de Aranda de Duero. En
el primero me había sentido un privilegiado. Estudiando sin dejar la casa y
dando las clases literalmente en familia. Como un príncipe con sus peceptores.
De la tía Juanita, cuando
vivía con nosotros de soltera, tengo un recuerdo dulce y casi poético. Ahora se
me representa su estampa de entonces encarnando la doncellez, pero en el
espíritu con la maternidad en germen.
Toda la profundidad del eterno femenino.
Recuerdo que una vez entró
casi saltarina por el pasillo diciendo que se había comprado un reclinatorio,
pieza desde luego del ajuar en esos tiempos. Otra nos anunció alborozada una
visita del novio, que mi abuela vetó, lo que ella aceptó sin protesta. Un 28 de
diciembre fui temprano a pedirla un duro para un encargo de casa. Me le dio y
en medio de la escalera la grité que se lo pagarían los Santos Inocentes.
Entonces ya se había casado.
La nueva casa de mis tíos
estaba enfrente de la de mi abuela, hacia la salida del pueblo. Desde ella se
veía a algún trillero cuando trabajaba al aire libre, abriendo en la madera las
hendiduras con el escoplo para meter en ellas las pequeñas piedras a golpes de
martillo. Cuando eran varios, el conjunto tenía alguna musicalidad.
Abrieron también allí una
panadería nueva. Me sorprendió que el rótulo, “panadería mecánica”, se pusiera
pintando los moldes de las letras que había en un cartón perforado. En un
antiguo libro de texto de agricultura vi yo reproducida una de las máquinas del
establecimiento.
El primer parto de mi tía
Juanita fue una niña muerta. Llevaron a nuestro portal el pequeño ataúd blanco
para evitar a la joven madre la tristeza de los cantos latinos de las exequias,
por más que la Iglesia los celebre como jubilosos Pero a pesar de ello la
llegaron. Después nació Charito, mi única prima materna, seguida de Joaquín,
Quinito le llamábamos entonces, y Jesús Mari. Éste colaboró conmigo en los años
de mi notaría madrileña.
En el otro hogar vino al
mundo Adolfo, un día de diciembre, San Dámaso. Luego Javier y Antonio, éste
algo tardío. Yo le saqué de pila. Ya no están con nosotros Javier y Jesús.
Javier y Jaime fueron hombres de mar, cual otros de tierra adentro. Adolfo se
casó con la nieta de don Conrado, un amable médico de Cantalejo, y ejerce la
profesión paterna en Cartagena. De don Conrado recuerdo yo que fue como
facultativo de visita a nuestra casa
cuando yo estaba en el soleado patio haciendo una traducción del francés, a la
que me ayudó. “En una región lejana”, pero él me apostilló que en castellano el
adjetivo se ponía antes que el nombre y había que modificarlo, “en una lejana
región”
Mi tío Eudosio era sosegado,
silencioso, pero si uno se fijaba podía advertirle cierta sabiduría tácita y
una honda asunción de la condición humana, determinante de un adecuado saber
estar en el mundo y entre los hombres. Mi tía Peñita había encajado con
plenitud en la sociedad del lugar. Ellos se quedaron allí toda la vida. Mis
otros tíos se trasladaron a Madrid
cuando les fue posible, buscando para los hijos oportunidades más asequibles,
como efectivamente consiguieron.
Mi tío Joaquín murió todavía joven. Fue en los
años de mi primer matrimonio. Mi primo Joaquín estaba cursando la carrera de
ingeniero de minas. Mi primera mujer, Cata, se anticipó a sugerirme que si era
preciso debíamos ayudarle a completar sus estudios. Se lo dijo también a mi
madre. Creo que a nadie más. Pero no fue necesario. Ni siquiera se habló de
eso. Mi tía salió adelante como su madre en la generación anterior.
La vida de Cata fue tan
corta que no llegó a conocer a casi
nadie de la familia. Por casualidad, Joaquín visitó con nosotros, habiendo
coincidido en Madrid, el convento de las Dscalzas Reales.
Entonces se viajaba menos y
encontrarse algo lejos de la tierra nativa era un pequeño acontecimiento para
los paisanos. Esas escasas idas y venidas se aprovechaban para enviar recados,
o salutaciones sencillamente. Mi tía Fina vivía en Valencia ejerciendo su
enfermería y uno de esos contactos fue con un militar cantalejano, Claudio de
María. De ahí surgió su boda. Muy poco después de ella, mi tío tuvo que irse al
frente ruso. Yo recuerdo el halo algo misterioso de los sobres de su
correspondencia en que siempre nos decía que ni un momento nos olvidaba, Feldpost, correo de campaña. Tuvieron un
hijo único, como yo, José-Manuel. Mi tío era cariñoso, espontáneo, poseído de
los afectos familiares.
Para mí era un lujo contar
con su casa en Valencia. Allí descubrí las fallas. Me acuerdo de uno de los
imponentes desfiles, no de los más populares, diurno, de una oficialidad
municipal, pero que a mí me dio una formidable impresión urbana. Soy un hombre
de tierra adentro a quien siempre ha atraído el mar. Y la luminosidad
mediterránea.
José-Manuel y yo hacíamos a
veces curiosos y aberrantes experimentos culinarios cuando nos quedábamos solos. Una vez coincidí
con Javier, que hizo escala en ese puerto. José-Manuel se acuerda de que la
primera vez que vi con él el mar dije: “Mare Nostrum”. Una de mis tontas
pedanterías, por sentida que fuese.
Mi tía era maternalmente
cariñosa. A diferencia de otros coterráneos ella se adaptó bien a la vida
valenciana. En sus últimos años frecuentaba más el pueblo natal. Para mí ha
sido una de las grandes satisfacciones haber tenido ocasión de acogerla, lo que
por las circunstancias con otros tíos y primos no me resultó hacedero.
Me acuerdo de la
recomendación que mi madre me hizo a raíz de una operación suya de diagnóstico
muy pesimista que felizmente resultó fallido: “Si yo me muero, quiérelos que
ellos te quieren”. Estaba pensando en sus hermanas y sus sobrinos.
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Cantalejo ha tenido un
formidable historiador, el clérigo Francisco Fuentenebro. En su monumental
historia del lugar ha tenido la generosidad de citar un texto de mi padre,
elogioso de la laboriosidad y empuje de aquellas sus gentes, que podían ser un
ejemplo para nuestra Sepúlveda un tanto adormecida. Yo estoy complacido de
haber prologado su libro. Y de haber dado el pregón de unas fiestas del pueblo,
evocando aquellos años, lo que ahora hago con más ternura que nunca, a medida
que se acerca la despedida. Mi padre tenía despacho en Cantalejo y le atendía
los viernes que era su día de mercado.
Insospechadamente, un
recuerdo mio sirvió a Fuentenebro de fuente oral para su libro. Se trata del
enigmático bombardeo de Cantalejo en la guerra civil. Yo estaba con mi madre en
nuestro piso de Madrid, ya que mi padre estaba en el frente. Estaba dando la
radio las noticias. Recuerdo la voz sosegada de bajo del locutor: “H sido bombardeado
Cantalejo, pueblo de la provincia de Segovia”. No recuerdo el resto de la
información. Mi madre no pudo contenerse pensando en la suerte de los suyos.
Que la radio republicana diera la noticia de esa manera ha resultado
interesante para Fuentenebro y así lo menciona.
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Desde entonces hasta ahora
ha tramontado un mundo y ha emergido otro. Y se ha pasado mi vida. Muchas
páginas, muchos folios. In angulo cum
libro, con un libro en un rincón grato. Una estampa de felicidad. Accipite librum et devorate illum, coged
el libro y devoradlo, es una exhortación de la Sagrada Escritura. No hay nada mejor que un legajo, me dijo
un canónigo archivero. Es justo e inevitable que yo asocie ese paisaje a
aquellas primeras lecciones de mi tío Joaquín.
Una vez acompañé a éste en
Segovia a la entrega de un trabajo escolar que presentaba a un concurso cervantino. “Es sincero y tiene
su sello de originalidad”, recuerdo que le dijo el compañero que la recibió.
Siempre que yo recuerdo las realizaciones de entonces con tan escasos medios,
no puedo menos de cotejarlas con la decadencia de ahora en que tanto nos
sobran.
De mi tio Eudosio recuerdo
que alguna vez me daba unas pastillas de goma de su botica. Eran medicinales
pero valían para golosinas. La memoria de aquella farmacia, y de otra que unos
parientes paternos tenían en Buitrago, creó en mí una estimación respetuosa de
ese menester, un tanto aureolado de algún poder mítico. Es un lugar común decir
que los boticarios de hoy sólo despachan, y que para eso sobran los estudios
universitarios. Pero es incorrecto este uso del verbo despachar, la palabra
específica es dispensar. Y no ha tramontado del todo la fórmula latina de las
recetas que les encargaba el médico, fiat
secundum artem. Alguna vez voy a la Academia de Farmacia y me he interesado
por suhistoria. Uno de los académicos, Albino Sacristán, es de Cabezuela.
Y cuando ahora veo a algunos de mis
primos en nuestra Sepúlveda, con más juventud que yo, con menos vejez en todo
caso, tengo la sensación de que estoy disfrutando de mis últimas victorias
sobre el tiempo. Charo con su marido Miguel, hombre de curiosidades y méritos, sólido
conversador de mente bien ordenada, en algunas escapadas desde su fronterizo
Badajoz, y los hijos que continúan esa presencia, ocupan la casa donde yo nací
y tuvo mi padre su despacho. José-Manuel disfruta de cuantas escapadas puede con
Gloria desde su Levante luminoso. Ir desde Madrid a Sepúlveda en busca de mesa
y sobremesa es siempre un pequeña fiesta para Jaime.
Y Joaquín es edil de nuestro municipio.
Como lo fue el abuelo Matías. Sepúlveda se ha enriquecido cuando ha plantado en
ella su morada, con la prima canadiense que por su sensibilidad y su cultura es
un lujo para la familia, venida de la otra orilla septentrional, pero tan
nuestra como las compañeras de la vida de los otros. En ella se conjugan la
mujer fuerte de la Escritura y toda la dulzura de la femineidad. Cuando la
oímos cantar gregoriano en El Salvador, ¿no sentimos que donde lo universal
está es en lo local? A uno de sus hijos le han puesto Matías, como el abuelo.
Un regalo este injerto de la Nouvelle
France en nuestra vieja Castilla. Autora su madre de un libro sobre teatro,
la unión en el espíritu creador a las dos orillas del océano que ya no es
tenebroso.
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Se me viene a las mientes un canto a
los antepasados del poeta sueco Erik-Axel Karlfedt, premio nóbel el lejano año
de mi venida al mundo: Sus nombres no se
mencionan en los Anales, vivieron en
paz y humildad, pero yo vislumbro su procesión perdiéndose en la noche más
oscura del tiempo. ¡Mis antepasados! En el tiempo del dolor y de la tentación,
vuestra memoria fue mi fortaleza. En mis mejores momentos de intenso bregar he
pensado en vuestro dolor, en vuestro pan escaso y duro. Ahora paso el verano y
el otoño buscando ritmos y rimas. Pero si algún día retumbara en mi verso el
eco de la tormenta o del oleaje del mar, si se oyera en él un trino, si algún
sonido del bosque profundo se hiciera un susurro, seriais vosotros, después de
tantas generaciones, vosotros con el hacha en la mano, tirando del arado y del
carro.
Eso lo escribía el poeta en 1931. Eso
lo podemos aplicar nosotros a nuestros trasabuelos, los que vivieron en el
valle del Pas y los que vinieron a Sepúlveda. Con ciertas enmiendas y
salvedades, también a mis padres y mis tíos.
Yo hago mío el título de un
libro de Georges Simenon, Je suis resté
un enfant de choeur, yo sigo siendo un monaguillo. Todavía me deleita
recorrer las páginas tan olvidadas de los tratados ceremoniales. Y me ilusiona
que una frase del abuelo Matías podría haber facilitado la exposición de uno de
los ritos. Veamos.
En la llamada misa de tres
curas, casi siempre los dos ministros asistentes, el diácono y el subdiácono,
estaban uno a cada lado del oficiante. Pero alguna vez se ponían en fila, uno detrás de otro. Pues bien, el
abuelo Matías hablaba de las misas de
tres en ringle y dos con porra. Tres en ringle aludía a la colocación que acabo de decir. Los dos con porra eran un
añadido a las misas que en Sepúlveda se llamaban de cabildo, en recuerdo de las
de capas y cetros del antiguo Cabildo Eclesiástico. Dos clérigos con capa
pluvial se mantenían inmovilizados durante toda la misa a sendos lados del
altar.
Cuando el abuelo nos dejó,
las misas de cabildo eran ya un lujo raro. Yo no he conocido más que una. Pero
sí tuvo la suya de los tres en ringle. Y en esos días en que los muertos no
podían permanecer en la casa y se dejaban solos en el cementerio, enterrados
precipitadamente a veces, mi abuela se ocupó de que él tuviera dos veladores en
la noche anterior a su sepultura. Su esquela ocupó toda la primera plana de El Adelantado de Segovia. Acaso ese
dispendio fue la última página de la etapa precedente, inaugural de la
esforzada lucha por la viuda de la joven viuda.
Me acuerdo de una breve
estancia en San Francisco. En un escaparate vimos un libro sobre la gripe del
Diez y Ocho. Le compramos inmediatamente. Y en el pasillo del hotel nos
cruzamos con una vieja dama que le llevaba en la mano. Estoy convencido de que
la habría traído algún recuerdo parecido al mío.
Las noticias a la fuerza
escasas de los muertos jóvenes nos resultan más valiosas, máxime si no hemos
llegado a conocerlos. Por eso traigo a colación un episodio de la vida de mi
abuelo. Era amigo del ingeniero Luis Carretero Nieva, destinado en Segovia después
de haber recorrido ampliamente las Españas. Es autor del libro titulado Las nacionalidades españolas. Exiliado
en Méjico, su hijo Anselmo Carretero Jiménez continuó el cultivo de ese tema.
Una nieta, académica correspondiente de San Quirce, es máxima autoridad en
tapices, conservadora de los del
Patrimonio Nacional.
Carretero Nieva pasó ocho
días en casa de mis abuelos. Mi madre le recordaba paseando de un extremo a
otro de la casa, a pesar de no haber en ella mucho espacio para el
peripatetismo.
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Yo había ya dejado de ser joven cuando
pasé una noche en el piso madrileño de mi tía Juanita. Recuerdo el cariño con
que me puso una manta suplementaria sobre los pies. Ese detalle tiene para mí
valor de símbolo. A un médico humanista, Domingo García Sabel, le oí unas
conferencias sobre el momento de la muerte. De algunas de las posibles maneras
en que la parca nos podía llegar, él mismo decía que como médico le gustaría
tener alguna de ellas. Yo diría lo mismo de aquella escena junto a mi tía. Que
un sueño de esa memoria tan dulce como ahora me resulta fuese el último.
Las circunstancias de
nuestras vidas han determinado que mis contactos con los tíos y los primos
hayan tenido intermitencias. La que más lamento es la poca frecuencia de los
encuentros con mi ahijado Antonio. Acaso alguna vez yo haya podido dar la
impresión de haberse también debido esas relativas lejanías a mi inmersión en
el mundo de los libros. Mas os aseguro que no ha sido así. El abate Bremond lo
dijo a propósito de los valores humanos de los benedictinos mauristas: El polvo de las bibliotecas no seca el
corazón.
Yo fui un niño difícil de
nacimiento y la ausencia de mi padre no implicó precisamente un alivio, aunque
mis tías y mis tíos hicieron lo más posible por suplirla. Por eso no me mostré
tan cariñoso con los míos como hubiera
debido. En mi descargo lo único que puedo alegar es que nunca me ha faltado la
sensibilidad para lamentarlo. Cual otras cosas.
Recuerdo una polémica de los
años Cincuenta en París sobre el entierro de la escritora Colette. Ésta era una
divorciada casada civilmente después. El arzobispo Feltin la negó las exequias
religiosas. Era la disciplina canónica de entonces. El escritor católico inglés
Grahan Green escribió una carta disconforme al prelado. Él le contestó alegando
la obligatoriedad de esas formas en el fuero externo, pero apostillando que en
el interior de cada uno sólo Dios sabía donde terminaban las culpas y donde
empezaban los méritos. Sólo Dios y cada uno. Y yo al penar esto último no me
busco una absolución fácil.
Por otra parte las aventuras
intelectuales que yo he corrido, aun reconociendo su valor, quiero decir el de
ellas en sí mismas no el de mis capacidades, no son un valor supremo. Acaso mis
primos se hayan acercado más a éste.
Volviendo la vista atrás,
recuerdo algunas críticas que en ciertos momentos hice a aquellas gentes,
lugares y tiempos. Por supuesto que las lamento y retiro. Pero de veras pienso
que algunas eran una censura desviada que me hacía a mí mismo, una excusa
subconsciente para absolverme de no haber correspondido como era debido a lo
que en todo ello había de riqueza, escondida o a la vista.
Otras veces mis reparos
podían deberse precisamente a una valoración de las personas que eran su objeto
y un juicio superficial de haberse ésas quedado por bajo de ellas. Juicio
superficial digo. Sin llegar a lo altisonante, pienso en mi tío Eudosio. ¿Acaso
hay que lamentar que su farmacia estuviera en Cantalejo en vez de haberla
continuado en la Plaza del Azoguejo? El planteamiento no es de recibo. Me acuerdo
ahora de un amigo que enseñó en el Instituto y en la Universidad y confesaba
haberle dado mas satisfacciones aquél que ésta.
Un cultísimo boticario de
León me aseguró una vez que el colegio de Valladolid al que mi abuelo Matías
había ido, una institución seglar francesa,
era el mejor de Europa. Desde luego unas puertas abiertas a campos muy
vastos. Pero ¿los echaba el abuelo de menos en la placidez del pueblo y la
tierra de nacimiento?
De no haber sido
acogidos mi madre y yo por mis tíos a la
terminación de la guerra, mi vida habría cambiado forzosamente. Mi madre habría
tenido que buscar un trabajo que ni sus posibilidades ni las circunstancias
habrían hecho fácil. Eso no se entiende ahora, pero aquel mundo era muy
diferente. A mí me habría sido mucho más penoso y difícil estudiar.
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Otra vez diré de mi familia
paterna. En Sepúlveda las tabletas de chocolate de la tía Esparanza, la tía
soltera; los bollos de la tía María. El primo Angelito sucesor de su padre en
la industria paterna del aguardiente sin salir del pueblo natal.
¡Y aquellos veraneos
luminosos en Buitrago! Ahí vivían mi tía Dominga y mi tío José-Luis, cada uno en
su comercio. Con éste último, diez años más joven que mi padre, convivimos en
la guerra en Madrid.
El pleno de los estudiantes
de vacaciones fue una vez a ver al nuevo cura joven para preguntarle la
significación del lema del escudo ad
alenda pecora, “para alimentar a los animales”. Toda una estampa de época.
Y la brevísima aventura de mi primo el Chato, que así le llamábamos aunque le
habían puesto Ángel como al abuelo, parado por los maquis cuando volvía de una
de las compras que con mi tío político Bernardino hacía en Madrid para su
comercio, que luego él continuó, siempre una encarnación de la bondad, de la
buena pasta. Hace poco que nos ha dejado.
Dos hermanos suyos fueron
médicos, el Epi, Epifanio en Jaén; José-Luis conocido de todos los pediatras de
España por su cargo en el Hospital Ramón y Cajal de Madrid. Mi prima Nani se
quedó en el pueblo, en el llamado “Bar de Abajo”, donde paraban los coches de
línea de Sepúlveda a Madrid, los de La Ribereña. Espe recorrió España casada
con un funcionario.
Mi otro primo José-Luis,
hijo del único hermano varón de mi padre y del mismo nombre, ha terminado su
carrera de secretario judicial en Tortosa, la ciudad episcopal. Una hija suya,
Eva, es notaria. De esa manera se mantiene en el escalafón del cuerpo nuestro
raro apellido. Su hermana Angelines nació en la guerra, el día de mi
cumpleaños. Mi madre hizo de comadrona. Y yo me las arreglé en un Diccionario
que teníamos en casa, el de Alemany y Bolufer, para enterarme de la
nomenclatura del parto y su ayuda. Su hermana más pequeña lleva el nombre de mi
padre. Mucho menos he visto a Vicenta.
Eva autorizó un acta en el
monasterio de Montserrat. Allí la preguntaron que si eramos familia. La
sorprendió que en la cuna del catalanismo se interesaran por un sepulvedano, el
chico de la Petrita”.
Madrid-Sepúlveda,
octubre de 2013
JOSÉ-ANTONIO LINAGE
CONDE