martes, 31 de agosto de 2010

Fecundidad en la otra orilla

                                   La acedía, neurosis claustral

En el relato titulado Pensión Lucerna[1], Luis Mateo Díez nos presenta a un hermano novicio del Convento de la Santa Espina, Ubaldo Cieza, tipificado entre otros por estos rasgos: “Lo primero que sintió fue el desánimo que reconvierte las jornadas del Convento, y sus correspondientes horas canónicas, en un tedio doloroso, como si la disipación soltara el lastre de la abulia que no sólo pesa en el cuerpo, también en el alma. Cuando rezaba no había coincidencias entre las palabras y la mente[2], el rezo se convirtió en una monodia vacua [...] El novicio dejó de existir, era como si hubiese huido del Convento antes de hacerlo”.

Para prevenir estas vivencias se había escrito muchos siglos antes un texto como éste[3]: “Acuérdate de tus promesas en todo momento, para que no te venga el tedio. Considera cuál es tu modo de vida, para que no seas uno que bate aire”. El fragmento pertenece a un corpus de tratados ascéticos escrito en siríaco en el siglo VI. Naturalmente que nada tiene de original. Su trascendencia estriba, al contrario, en ser un representante todavía temprano de una tradición rica ya entonces y que se ha venido incretamentando continuamente en los círculos parejos hasta nuestros días. El autor, Abrahán de Natpar, dirigió la escuela de Nisibis, de una influencia profunda en el monacato del Este de Siria durante la dominación persa, hasta el extremo de ser llamado “el maestro de todos los monjes de Oriente”.

Lo que nos interesa es su concordancia casi literal con el texto del novelista leonés de nuestros días. Pues la descripción de éste equivale a la expresión de aquél, batir el aire: “Cuando estaba recogido, no ya en el silencio que en la capilla compartía con los demás sino en la pequeña celda, en las horas que le alejaban de todos y de todo, sentía su corazón como un yermo y, en realidad, no sentía nada más: ninguna elevación”.  
           
Volviendo a los monjes reales, citar casos de todos sus tiempos y lugares es a cual más fácil. De un abad de Melrose (1148-59), Waldefo[4], su biógrafo Jocelin dice que las cinco visiones de ultratumba que nos ha dejado le fueron concedidas para prepararse él a su propia muerte entre una y otra fiesta de san Juan Bautista. La que citamos no describe el cielo ni el infierno como las otras, guiado el autor por un ángel o un santo, sino que es el sueño despierto de un lego que recibe el aviso de que no se salvará de continuar así. Y es que a lo largo de sus muchos años de vida monástica, había sido observante, trabajador y obediente, pero llevaba una doble existencia, puesto que su conducta aceptable era nada más que exterior, pero sin ningún asentimiento interior, siendo eso lo más grave y no las faltas a escondidas. Por ejemplo, la castidad, la guardó por falta de ocasiones de llevar a cabo sus malas fantasías y deseos[5].

Antes, a mediados del siglo X, Goscelino de Saint-Bertin, escribiendo[6] a la reclusa inglesa Eva, para ayudarla a soportar la soledad, hizo un apartado titulado Contra los tedios, donde elogia en una exaltación polícroma y sensorial el tabérnaculo y la tienta de Moisés, para hacerla ver que sólo valorándolo así y llegando a amarlo en consecuencia estará libre del fastidio morboso engendrado por una falta de complacencia donde está el peligro[7].

Y Hugo, un monje cisterciense de Barzelle, monasterio fundado por Cîteaux en 1138, de quien sólo se sabe haber escrito un tratado consistente en la exégesis del texto Ecce quam bonum, “qué bueno y qué alegre vivir los hermanos juntos, en uno”[8], empieza sentando que no todos los que viven juntos lo encuentran grato, y así introduce sus consideraciones sobre los malos hermanos. Luego sigue con los buenos, siendo de notar que se sale menos de la realidad la pintura de los primeros que los tópicos exagerados y a pesar de ello desvaídos de los últimos. Comienza definiendo a los primeros como habiendo renunciado al mundo sólo de palabra y de hábito. Y son peores que las gentes de fuera del monasterio, pues al menos éstas reverencian a los que hay dentro de él[9].

Y si se nos permite, una evocación, aparentenmente ajena a nuestro tema, pero de posible significación desde una cierta óptica aunque lo desborde. Unamuno se refirió más de una vez a su condición un tanto de monje seglar, y reconoció la que llamó “voz abismática y eterna de su casta cartujana”. Durante los años de la República, la tribuna de prensa española desde la que se expresaba fue primero El Sol y después Ahora. Precisamente la extremosidad de un artículo, que El Sol rechazó por agorero, le hizo cambiar de periódico. Y lo traemos a colación porque un leit-motiv nada difícil de detectar en ese conjunto de colaboraciones era el presentimiento de la guerra civil, de las bella plus quam civilia en expresión por él citada del hispano Lucano. Pues bien, a la acedia se refería de vez en cuando. Era una de sus peocupaciones, más vivas en él por supuesto que las determinadas por las que en una ocasión al menos llamó lujuria mística y lujuria litúrgica. Así las cosas, extrapolado ese morbo claustral a la sociedad sin más, sería interesante cotejar su impacto en un país abocado al mutuo aniquilarse colectivo, como era la España de entonces, y en nuestros días en todo el planeta, el habitado por toda la humanidad globalizada, definida por la encrucijada del derrumbamiento de los valores, deshumanizada, entregada a una soledad carente del ideal que propició la soledad monástica, y desde luego proclive, a pesar de ello, al afloramiento de una patología pareja a la de aquella enfermedad propia paradójicamente de los claustros.

Pero entrando en materia, comencemos por definir la acedía desde fuera, como síntoma en la existencia monacal. Habiendo de convenir en que consiste en un malestar de ese propio género de vida. Algo por lo tanto objetivamente negativo, malo por expresarnos en la terminología del ambiente. De ahí que su consideración o no como pecado dependerá de la culpabilidad o su carencia en el sujeto que la padece, de un factor estrictamente subjetivo. Y por eso la cuestión primaria es el deslinde entre pecado y enfermedad sin más.

En cuanto a la maldad de esa sintomatología en sí, hay que tener en cuenta que, si bien en el monacato, dada su extensión en el tiempo y en el espacio, han estado vigentes concepciones bastante diversas, hasta en la profundidad, sin embargo ha sido una constante la necesidad de hallarse el monje satisfecho con su estado de vida, al fin y al cabo éste, según la mentalidad ineludiblemente inspiradora del mismo un privilegio. Incluso en los ambientes en los cuales el ascetismo era exagerado, y hasta se contemplaba la muerte en la juventud como un deseo que no había que alejar en manera alguna mediante cualquier conducta profiláctica, aun entonces, la permanencia en esa condición tenía que verse como algo deseado, en definitiva objeto de una complacencia.

Volviendo a la dicotomía de enfermedad y pecado, se trata de una cuestión que según Laín Entralgo[10]es decisiva nada menos que para tipificar la concepción que se tenga de la Patología. En cuanto, así como toda Medicina es siempre psicosomática, de toda Patología no cabe decir lo mismo. Y para él, en los casos en que la respuesta sea negativa, nos encontramos ante una limitación provocada por el predominio del punto de vista sobre la realidad, o sea de la situación intelectual del patólogo sobre la objetividad de la condición del enfermo[11].

El mismo pensador e investigador resume así la doctrina ortodoxa en la materia: “La teología cristiana ha distinguido del modo más nítido y riguroso el pecado y la enfermedad. El pecado es por su misma esencia un acto puramente espiritual. No quiere decir esto que en la comisión de un pecado no hayan de intervenir movimientos corporales. Al contrario: la esencial constitución psicofísica del ser humano exige que en todos su actos, hasta los más espirituales- un pensamiento inexpreso, un deseo íntimo- participe el cuerpo de algún modo. Pero un movimiento psicofísico sólo es pecaminoso cuando quebranta la ley de Dios y ha sido determinado por la voluntad libre y consciente del hombre que lo ejecuta”. 

Ahora bien, por este camino habrá que convenir en que cada caso será distinto, como dependiente de la intencionalidad y la libertad del sujeto que lo protagoniza. Así las cosas, ¿habría que concluir en que la materia se nos escapa, haciéndosenos evanescente? ¿O sea que no habría acedía sino monjes en una determinada situación, pero esencialmente propia de cada uno, aunque su sintomotalogía tenga puntos de coincidencia? Creemos que la respuesta no puede ser positiva y que el argumento en cambio tiene la bastante solidez intelectual para su aprehensión. En definitiva se reconduciría a la cuestión de no haber enfermedades sino enfermos, que nadie ha pretendido sea negadora de la seriedad científica de la Patología.  

Los testimonios literarios y doctrinales con nuestro argumento específico en los textos monásticos comienzan cuando la acepción genérica de la acedía se ha concretado específicamente en claustral[12].De esta manera, hay que reconocer la prioridad a Evagrio, en su libro titulado Un tratado práctico o El Monje.


En lo sucesivo, el tema acabaría convirtiéndose en un tópico. Por citar nada más que un testimonio entre tantos, hacia el año 1174, Pedro de Blois, en una carta al abad benedictino de Evesham[13], a propósito de la cuestión del acortamiento o alargamiento del oficio divino, pone el peligro de la aparición de la acedía como criterio determinante de la solución a ser adoptada. Si el exceso oracional lo lleva consigo, habría que dar un corte al horario, y en ese caso el trabajo podría ser una terapia.

En cuanto a Evagrio, se ocupa de nuestra materia como uno de los puntos clave de la vida monacal. Y personifica la acedía en un demonio, el cual identifica con el demonio del mediodía. Curiosamente el que da título a la recopilación novelesca del escritor leonés de que empezabamos hablando. Nombre que proviene de uno de los salmos que más se utilizaban en la liturgia, llegando a la cotidianidad coral, donde se implora la liberación de ese diablo, juntamente con la de la preocupación- ¿obsesión?- que da vueltas por la noche y la de la flecha voladora que amenaza de día. “El demonio de la acedía se llama también el demonio del mediodía”, dice Evagrio. Y el caso es que la denominación tiene una motivación literal, ya que el mal ataca al monje concretamente entre las horas cuarta y octava. Siendo el primer síntoma que le parezca estar el sol inmóvil, como si el día tuviera cincuenta horas, de manera que permanece con los ojos clavados en las ventanas, sin poder parar en su celda, espiando al astro por ver si al fin llega la hora novena. Pero la consecuencia se hace mucho más permanente y grave, “inspirándole una aversión por el lugar en que se está y donde debe estarse y por todo su estado de vida”, siendo aplicaciones de la misma la desgana por el trabajo y la desconfianza de la caridad de los hermanos. Consecuentemente le viene el pensamiento de desear vivir en otros parajes, disfrazado con el señuelo del mejor aprovechamiento espiritual caso de tal hacer. Un pensamiento que a veces pasa a la realidad, colgando el monje los hábitos.


Casiano consagra a la acedía todo un capítulo de la primera obra. Lo mismo que Evagrio, aunque con menos nitidez, la identifica con un demonio, “el adversario”. También tiene según él ese diablo su hora, apareciendo alrededor de la sexta, y volviéndose a presentar a otras horas fijas, “como una fiebre que retorna periódicamente encendiendo en el alma enferma ardores violentos”. En cuanto al resto, coincide también con Evagrio:”un horror por el lugar en que el monje está, de aversión por su celda, de desprecio por los hermanos, [...], mirando a cada momento al sol como si tardara mucho en ponerse, saliendo y entrando a menudo, estando hasta dos o tres días sin comer, lo cual le torna flojo y sin valor para cualquier tarea, impidiendole estar de veras donde está y aplicarse a la lectura”, con la misma consecuencia final de “considerarse inútil en el paraje de su residencia” hasta acabar abandonándolo.           

Gregorio Magno en sus Morales, que son un comentario al Libro de Job, da una lista de ocho pecados capitales, coincidiendo en el número[14]con Casiano, pero no en la nomenclatura, sí en cambio en el contenido, aunque no todos opinen lo mismo, y en todo caso ahí está el quid de la cuestión. Precisamente porque Gregorio excluye la acedía[15]. Pero en cambio los dos incluyen la tristeza.

Así las cosas, lo que hemos de preguntarnos es la razón, si la había, de la duplicidad de Casiano. ¿Por qué distinguir entre tristeza y acedía? Claro que hay una tristeza buena, nada menos que la virtud del arrepentimiento y así lo dice él mismo. En cambio no puede haber una acedía buena. En todo caso puede no ser culpable, pero indeseable lo es siempre. Ahora bien, ¿no nos denota este planteamiento que estamos ante todo frente a una cuestión de terminología? Se ha reconocido ello sin dudarlo en Gregorio, atribuyendo a su desconocimiento del griego la exclusión de la acedía. ¿Pero acaso en Casiano no fue una timidez suya ante la palabra tristeza lo que le indujo a no englobarla con la acedía misma? Pues, ¿dónde a fin de cuentas la distinción de fondo? Prescindiendo nosotros, y no por comodidad, sino por no ayudarnos nada a resolver el problema, de las concomitancias de la tristeza con la pereza, a las cuales se refieren los dichos autores en su texto- ya lo hemos visto implícitamente en su sintomatología-, pero que como pecado no enumeran aparte.

En definitiva, Casiano se habría dejado llevar de un exceso de escrupulosidad al hacer una distinción que tuvo que quedarse en la mera palabra, porque el concepto no la admitía. Y así, Gregorio le habría perfeccionado, uniendo lo que no debió separarse.
           
Pero podemos ir más allá, hasta llegar a un aprovechamiento fructífero, fecundo a cual más, de esa imperfección casianita. Tanto que nos induce a traer otra vez a colación esa constante de no haber mal que por bien no venga. Y es que el tal desdoblamiento en la forma, fue eliminado acertadamente por Gregorio, pero manteniendo éste otro en el fondo que, a su vez, aunque de una manera remota, acaso podamos encontrarlo en Casiano también. Pues Gregorio distingue luego en su texto entre el pecado de la tristeza y la enfermedad de la melancolía. O sea entre una acedía culpable y la enfermedad de la acedía, si preferimos expresarnos así. Casiano no lo hace. Desde luego es menos perfecto en su expresión. Y acaso también en su concepción, ya que por lo menos expresamente no habla de la hipotética enfermedad estricta en que el fenómeno puede consistir. Si bien por el camino de la tristeza buena podría buscarse alguna convergencia con su sucesor en la literatura espiritual.

De esa manera Gregorio habría acabado por distinguir perfectamente entre la enfermedad inculpable y el pecado culpable. Por la vía de la acedía como  materia de confesión y la acedía cual patología de consulta médica. Una distinción que en pleno siglo XX no todos han asumido, no voy a decir que en el ámbito médico pero sí en la sociedad. Que la culpabilización de los enfermos mentales o al menos de algunos de ellos todavía circula.


                                  
                                   Las sombras vistas desde fuera

El Diccionario de los Institutos de Perfección tiene un artículo dedicado al tema Caricatura y religiosos[16]. Y efectivamente, en Occidente se conocen caricaturas de monjes desde el siglo XII, sobre todo en los capiteles de las iglesias y en las tallas de las sillerías de coro. En la iglesia del pueblo de Provenza donde se desarrolla la novela de Zola El pecado del abate Mouret,está esculpida la fornicación de un monje con una cabra. Y no es exageración del novelista ajena a la realidad. En esos los últimos siglos de la Edad Media, los monjes o frailes caricaturizados, aparecían ora en forma de animal ora presa de los demonios. En 1150 se difundió la fábula del lobo Isengrimus, llevando consigo una sátira de los monasterios y sus habitantes. El tal lobo tenía puesto el hábito y estaba leyendo la Regla de Benito. También se representaba a los religiosos en forma de zorro, y a veces predicando de esa manera- como Reinecke, el monje astuto- a las ocas, los patos y las inocentes monjas- así se puede ver en las catedrales de Estrasburgo, Worcester y Brausnchweig y en la iglesia del colegio de Winchester. De burro aparecen siguiendo el Speculum stultorum de Nigel Wireker. Para los frailes franciscanos y dominicos se prefería el gato, siempre bien cebado y con las orejas tensas. Cuando se elige al oso se quiere denotar la imbecilidad, y para la sensualidad vulgar se recurre a la cerda.

En cuanto a los monjes en las fauces de los demonios son unos de los personajes del juicio final, tal en las catedrales de Autun y Orvieto. Ello entre los siglos XII y XIV, coincidiendo con una pródiga literatura de cartas del infierno. Pero en cuanto a las letras hay que tener en cuenta sobre todo, para encuadrar este argumento, la fecundidad de las universidades de Francia e Italia, aunque con difusión más allá de sus fronteras, de una poesía satírica alimentada de los modelos latinos vueltos a la vida, de Horacio a Marcial pasando por Juvenal y Persio.

Ya dijimos al principio de las distintas posturas hacia el monacato de las gentes de fuera. De las positivas baste decir que, si los monjes han podido subsistir materialmente, sucediéndose establemente unas generaciones a otras y en la permanencia de sus casas y haciendas, ha sido gracias a los medios que les facilitaron los seglares con nostalgias del claustro, quienes de esa manera, coadyuvando a la existencia de los monasterios de los demás, se compensaban de la frustración de no habitarlos ellos mismos de pleno derecho.

Pero la postura contraria ha tenido también siempre su fuerza. Ya sabemos de la condena de la vida contemplativa por el utilitarismo de la Ilustración, en cuyo programa la religión misma sólo tenía cabida como un órgano benefactor tipificado por alguna misión de higiene espiritual. El liberalismo de la burguesía, revolucionaria primero y conservadora después, hizo suya esta ideología para justificar su apropiación de los bienes de los monasterios, pasando por encima de la libertad individual para escoger la vida monástica, un respeto que consecuentemente consigo mismo debería haber estado en su programa. Después los totalitarismos, exigentes de la convergencia de todas las energías de los súbditos en la realización de la única idea o configuración del futuro en torno a la cual había cristalizado su ideología, no concedieron espacio tampoco a la singularidad de esos hombres apartados y movidos por ideales ajenos. Naturalmente que para quienes de esa manera pensaban y actuaban, los monjes eran antipáticos, literalmente indeseables, con la única posibilidad de ser tolerados como cuerpos extraños y parasitarios en sus sociedades pretenciosamente ideales. De entrada pues una predisposición a retratar con rasgos ingratos a las personas de los monjes de carne y hueso. De la triste visita de Heinrich Himmler a la España totalitaria de la primera postguerra se dice haber confesado en Montserrat su incapacidad para entender como un conjunto semejante de hombres podía mantenerse sin hacer vida sexual. Desde una óptica negativa, la vida retirada y con arreglo a un plan puede parecer un disfraz del egoísmo estéril, propicio además a las satisfacciones viciosas por el alejamiento precisamente de los impulsos naturales y la consecución de un estado seguro y estabilizado. Pero también es posible la estima personal de ciertas cualidades de sus mantenedores, aunque socialmente se vean como una desviación a extirpar. Unos y otros puntos de vista se han venido manteniendo a lo largo de los tiempos. Mas a nosotros sólo nos interesan aquí las críticas concretas a los monjes y su manera de vivir, inspiradas en supuestos tangibles de hecho, en la materialidad más a ras de tierra y al margen de las opiniones abstractas o generalizadoras en torno a  su ideal, vocación e incluso regla. Después del Renacimiento, los textos y testimonios de estas actitudes mentales son muy numerosos. Pero en la Edad Media este género de literatura fue más escaso, por lo menos en el dominio escrito. La frecuencia en cambio según hemos visto de su representación plástica, y muchas alusiones en las obras no dedicadas al género, nos hacen presumir que en cambio debió tener mucha fecundidad en la esfera oral.

Por dar un ejemplo oriental, en el Monte Athos palpamos muchas sombras en la encuesta imperial ordenada por Constantino IX el año 1045 a instancias del higumeno Cosmas. Los monjes compraban y vendían tierras ante testigos sin mantener después sus compromisos, los grandes monasterios impedían cortar leña del bosque a los pequeños y además les invadían sus terrenos propios, en la laura de Karyies, convertida en un genuino mercado, se vendían hasta eunucos, siendo así que la presencia de éstos y de los imberbes estaba absolutamente prohibida en la Santa Montaña, en las asambleas federales los numerosos criados de que se hacían acompañar los higumenos provocaban continuamente reyertas. El emperador mandó se observaran las prohibiciones en vigor. Prohibió los grandes barcos, con alguna excepción como el monasterio latino de Amalfi,  que habían convertido a algunos monjes en mercaderes ilícitos, aunque una flotilla les fuera necesaria para vender y comprar en Constantinopla los productos necesarios para su mantenimiento. Sólo les permitió tener pequeñas embarcaciones para vender el vino y otros frutos suyos en Tesalónica y Ainos. También estaban prohibidos los animales de labor. En este orden de cosas, se reiteraba el veto a los corderos, cabras y bueyes, y se toleraban las vacas, por la necesidad de la leche, el queso y la mantequilla, pero a doce millas de los monasterios. También se prohibía sacar de la montaña madera y resina. El número de servidores acompañantes a las asambleas se limitaba de uno a cuatro.

Un escándalo estalló en tiempo de Alejo Comneno (1081-1118), por haber obtenido permiso para establecerse en la península athonita trescientos pastores valacos con sus familias y rebaños, y haberse hecho frecuentes las relaciones sexuales de los monjes con sus mujeres. El año 1104 se fueron,. pero a la solución sólo se llegó después de enconados conflictos de competencias.

A fines del siglo XII, el arzobispo reformador de Tesalónica, Eustatio (1175-1194), denunció la admisión a la profesión monástica de mendigos y ladrones, el espíritu de lucro y el servilismo de los monjes hacia los ricos, la caza a caballo con el halcón al puño, el desprecio de las bibliotecas llegándose a la venta a bajo precio de los libros más preciosos.

Hay que tener en cuenta que una de las manifestaciones de la relajación era la introducción en la península de los animales hembras. Un typicon el año 1406 del emperador Miguel Paleólogo, reiteraba la prohibición de los eunucos y los imberbes, aunque fuesen parientes de los monjes, y el comer y beber con ellos, y al cabo de tres años de permanencia en la montaña había que hacerse monje si no se quería abandonarla. Estaban prohibidos los animales de los seglares que en ella pretendían pacer, y la cría de todos los animales de sexo femenino se volvía igualmente a vetar, pues “los ojos de los monjes no se debían de manchar a la vista de la hembra”. Uno de los motivos que expresamente se aducían para la prohibción de los imberbes, es la posibilidad de que fuesen mujeres disfrazadas. Pero, aun reconociendo que ello conducía a la destrucción de la vida cenobítica y el monacato sin más, admitía que los monjes que entonces tenían una propiedad productiva la conservaran hasta su muerte.      

Volviendo a Occidente, a guisa de ejemplos, vamos a citar tres testimonios literarios ingleses del siglo XII, obra de Guillermo de Barri, Walter Map y el ya aludido Nigel Wireker. Los dos primeros fueron arcedianos- Walter el de Oxford-, formados en París y originarios de Gales, tanto que al primero se le conoce por Guillermo de Gales también. Igualmente coinciden en haber estado bien relacionados con la corte. Guillermo sobresale por su vitalidad en la que podríamos llamar meseta de la grave literatura de la época, y tiene rasgos que le hacen moderno, muy adelantado de esa manera en su tiempo a ciertos gustos vigentes en el nuestro.

De su examen de conjunto se advierte sin esfuerzo que, pese a la envoltura formal que emparenta su prosa y poesía latinas al género goliardesco, con el cual desde luego Map tuvo mucho que ver, las acusaciones genéricas que hacen no son estridentes. Pues cuando no se recrean en aberraciones, como el último libro de Guillermo, escrito en la también última y atrabiliaria etapa de su propia biografía, sus críticas panorámicas están corroboradas por las fuentes históricas. La salvedad con que hay que leerlos es la de haberse fijado únicamente en ese aspecto. Pudiéndose pues reconocerles que dicen la verdad pero no toda ella. Fijémonos, desde este punto de vista, en la expresión con que en los anales cartujanos se define la existencia de los monjes más virtuosos, nada más que laudabiliter vixit. Los anatemas de cualquier visitador  a quienes se salían de la observancia forzosamente hacían gastar mucha más tinta. Sin embargo, tampoco sería justo preterir otra apostilla correctora a los textos que nos están ocupando. Y es que, cuando unos dejan a salvo de sus reproches a ciertas familias religiosas, en cuanto nos consta también la veracidad de las que a ésas mismas les hacen otros, hay que pensar se dejaron llevar de una simpatía particular o de otras consideraciones personales. Éste fue el caso de Guillermo, quien luego cambió del tono hacia el Císter, por haberle salido al paso de sus aspiraciones episcopales- que Map también tuvo- y tenido con él otros enfrentamientos meramente personales, los abades de Bittlesden, Whitland, Dore, St.Dogmael y Strata Florida.

En su Itinerarium Cambriae, escrito en 1188, Guillermo nos describe a los benedictinos negros como ricos que viven lujosamente y por añadidura enriquecen a sus administradores. Aunque vean llamando a sus puertas una caterva de pobres hambrientos, no se privarán para aliviar su necesidad de uno solo de sus catorce platos. En cambio, según él los cistercienses se quitarían de la boca en beneficio de dichos mendigos uno de sus dos únicos platos. Si se hace una donación a los negros, la malgastarán enseguida. Mientras que si en cambio se da a los blancos un trozo de bosque, al cabo de no mucho tiempo habrán hecho en medio de él ya roturado una abadía. Pero ahí estaba su vicio. Austeros y viviendo dignamente de su trabajo, pero ávidos hasta la obsesión por aumentar sus dominios. Los que se salvan del todo son los canónigos regulares, blancos y negros, de caridad ejemplar, largiflua in pauperes et peregrinos infatiganter exercent.

En cambio su última obra, el Speculum Ecclesiae, es un florilegio al revés, el breviario de la corrupción, la depravación y la maldad monásticas. Su prdilección por los argumentos sexuales es evidente. Sus retratos más descarnados son los de los benedictinos negros que viven solos o en grupos muy pequeños, en prioratos o células, aislados y ajenos a cualquier disciplina. Pero de la entrega a la gula no se libra ninguno, aunque más desmesuradamente los cluniacenses. En cuanto a la dicha fornicación, sus acusaciones son también generales, pero en sus pruebas concretas no puede ir muy allá, aunque las fechorías que atribuye a los abades de Evesham, Bardney y Westminster, fueron sancionadas con su destitución decretada por el legado pontificio, Nicolás de Tusculum. De su visión de conjunto hace parte cierto supuesto sentimiento corriente en aquel ambiente del que ahora llamaríamos orgullo gay, absit autem ut Sodoma vitio congregationem sacram contaminari posse credere quis praesumat. En cuanto a los cistercienses, sus ataques siguen estando a pesar de todo condicionados, comenzando por reconocerles exentos del desmadre de esos monjes aislados, en cuanto ellos no tenían prioratos y sí en cambio la disciplina común para todos de los visitadores y los capítulos generales. De todas maneras, su hábito blanco se había vuelto tan negro que ninguna lejía ni jabón podía limpiarlo. Dom Knowles[17] afirmó que bucear en las páginas de Guillermo en pos de la historia monástica es como abrirse paso en una pesadilla o tratar de asir a fantasmas. Para Guillermo los cistercienses continentales eran más observantes que los ingleses, pero en los benedictinos negros le parecía al revés, y elogiaba a los cartujos y a los grandmontanos. A propòsito de los citados abades destituidos, silencia entre otras cosas las reacciones de las comunidades de Evesham y Christ Church en Canterbury. Y en cuanto a los episodios de Camacho y Pantagruel que describe en este mismo Canterbury, Winchester y Hereford, escribiendo después de 1215 para unos hechos ocurridos en 1180, sigue la Sátira Cuarta de Juvenal.    

A la inversa de Guillermo, Walter Map, dicho quede de paso de una enorme influencia en la opinión pública y el poder político en los días de su amigo Enrique II, en De nugis curialium, ataca casi exclusivamente a los cistercienses. Cierto que también con ellos, los de Flaxley en concreto, había tenido su pleito particular. El cielo, la tierra, el mar, todo cuanto hay en el mundo, y sin posiiblidad alguna de hacerlos frente, son la presa de los cistercienses y de una peste de los animales llamada entonces shuta. Para ampliar sus tierras eran capaces de todo. Necesitando un desierto para vivir, no titubeaban en hacérselo  echando a la gente de sus pueblos, empujándoles a la miseria y el crimen, destruyendo sus iglesias incluso. Falsificar documentos era su ocupación habitual., En cuanto a la hospitalidad que Guillermo les reconoce, según Map sólo la tenían para los poderosos y algunos bobos, no para los hijos de Egipto. En cuanto a su caridad, decía daban menos a los pobres de Pablo que lo que habían robado a Pedro. Y al lector que quiera colorear este retrato sin fronteras a la obsesión, le bastará con la lectura del capítulo cuarenta y dos del libro. En el cual se alaba sin reservas a los gilbertinos. Su fundador vivía todavía y tenía inflñuencia con el rey.

Acercándose ya el fin de siglo, después del asesinato de Tomás Becket, un benedictino de Christ Church, Nigel Wireker, escribió un poema autocrítico más moderado, Speculum stultorum, aunque se le conoce también por otro título, El burro Brunel, aludido por Chaucer como una de sus lecturas. El protagonista es un monje descontento que describe la vida de las distintas órdenes, encontrando en todas ellas los bastantes motivos para no hacerse de ninguna. Su blanco favorito son los cluniacenses, vistiendo lujuriosamente y comiendo carne los viernes: multotiens carnes et pinguia saepe vorare / in feria sexta saepe licebit eis. /Pellicias portant. Sólo reconoce su celo, aunque también motivador de queja, por el oficio nocturno que les interrumpía el sueño. A los cistercienses los tiene por trabajadores y sobrios, si bien en sus dos únicos platos admitían la carne de ave. Pero coincide con los otros dos escritores en describirlos poseídos y perdidos por la avaricia, justificando para ellos todos los medios el fin de librarse de los cultivadores o propietarios colindantes. Ridiculiza que les preocupen mucho y hagan perder cuantioso tiempo las ventajas y desventajas de no llevar calzoncillos, aunque ahí sí podían apelar a la literalidad de la regla benedictina que trata de la materia y ellos se proponían restaurar en toda su pureza. También a él los recientes gilbertinos merecen unos elogios sencillos, acordes a la misma sencilles que les pondera: Simplingham dictus de simplicitate vocatus.    

Por cierto que la interpretación de algunas de las palabras que aparecen en este latín, las más coloquiales y hasta subidas de tono en aquel mundo para el que no era una lengua muerta cual ya hicimos ver, no siempre es fácil, sin que puedan venirnos en ayuda los más doctos en los clásicos pretéritos. De algunos textos reglares se deduce aludían, en cuanto al régimen alimenticio permitido, al pringue, más o menos la pringá todavía popular en Andalucía. Vista con más indulgencia que el comer sin más carne, mucho más si ésta era de cuadrúpedos. Pero por los dibujos que anteceden de la realidad nos hemos dado una vez más cuenta de no bastarnos con el ideal y la teoría para conocer su concordancia o no con él y la práctica.  Mas también debemos ocuparnos de la visión que desde el interior de los claustros se tenía de las gentes de fuera.


                                   El mundo desde la clausura

Tremendo desde luego el problema del enfoque de la sexualidad de los demás por unos hombres que no la usaban. Un discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia, hace unos pocos años, el de su actual secretario perpetuo, Eloy Benito Ruano, trató de la alteridad en la historia. La conciencia del otro, el grupo humano con el que como tal se está emparentado, pero que al mismo tiempo se percibe como distinto. Hasta la acuñación de la correspondiente imagen del mismo, por cierto no concordante con la realidad en mayor o menor distancia. Así también de dentro y de fuera de esa clausura que encierra el retiro monástico. Quizás la crisis de identidad de los monjes de las últimas décadas les haya  llevado a abordar más libremente la historia de esas sus propias mentalidades. Ahí están los tres libros de dom Jean Leclercq, El amor,  y el matrimonio,  vistos por los monjes en el siglo XII, además de La mujer y las mujeres en la obra de san Bernardo[18]. Y no estamos pensando tanto en los monjes descontentos de su estado y envidiosos de la condición de los seglares. Pues su caso entraría más bien en la acedía, propicia siempre a llegar endémicamente a lo neurótico la insatisfacción por la propia situación en la abismática soledad de los claustros. Pero es de los mantenedores de su vocación y cultores de su ideal de quienes queremos ocuparnos. ¿Cuál era su imagen del otro?.

“La mujer está ligada a su marido por la fidelidad, el afecto y el amor”, sentó ya en el siglo IX un arzobispo de Colonia, Gonthiero. Y en el siglo XII, los canonistas tenían acuñada la doctrina que podríamos llamar del consentimiento amoroso para la validez del matrimonio. Tanto que Graciano admitía que la raptada se casara con su raptor si así quería librarse de las presiones familiares contarrias a su libertad. Y es esta concepción del matrimonio[19] la que nos interesa cual objeto de su visión por los monjes.

En efecto, la unión conyugal considerada meamente como una institución sacramental y jurídica al servicio de la procreación y el mantenimiento de cada familia en concreto, tiene mucha menos significación desde este nuestro punto de vista. Lo revelador será el eco de fórmulas como una que nos encontramos en el cartulario de San Vicente de Oviedo, a ti mi dulcísima y amantísima esposa. Hay que recordar también que entre los siglos XI y XIII la Iglesia tuvo que defender el matrimonio contra los cátaros y otros herejes aledaños que negaban que fuese un bien. Frente a ellos, Bernardo escribió comentando un versículo de la Epístola de Pablo a los Hebreos, que el matrimonio es signo de honor y el lecho nupcial es inmaculado.

Partimos pues, para el atisbo de su repercusión en las celdas de los monjes, de la fundamentación del mismo en un consentimiento que no consistía sólo en un contrato en sentido juridico sino en la libre aceptación de los esposos el uno por el otro.  ¿En la cristiandad de la Edad Media es posible encontrar un eco de esta sustancia siempre? ¿Y hoy en día en todos los matrimonios que tienen lugar en civilizaciones ajenas a la nuestra? ¿Y en la nuestra misma? Quizás la mayoría de quienes de ella hacemos parte se aprestaría a dar una respuesta incondicionadamente afirmativa. Pero conviene reflexionar. Con motivo del temor a unas posibles nupcias, ¿no hemos visto en la España del siglo XXI una triste avalancha de posturas contrarias a esa doctrina de la iglesia medieval, al contrario reivindicativas de la mera inmolación de la libertad y el amor de las personas en aras del prestigio institucional y las conveniencias colectivas? En vísperas del siglo que acaba de tramontar, el joven Jacinto Benavente empezó la carrera de su fama con una comedia titulada La comida de las fieras. Volviendo los ojos al medievo,”el análisis de los teólogos y los canonistas había establecido el papel esencial del consentimiento de la pareja y negado la necesidad del consentimiento de la familia y del señor[20]”.

Así las cosas, nos podríamos esperar de entrada dos visiones diferentes, que desde luego estuvieron de consuno representadas a lo largo de los tiempos en la literatura espiritual. Para el obispo cartujo Hugo de Lincoln (1186-1200), los casados, incluso si no hacían nada que sobrepasara la medida de lo corriente, no debían ser mirados como desprovistos de la virtud de la castidad. De manera que serían admitidos a compartir la gloria del reino celeste con las vírgenes y los célibes. En cambio, el cisterciense Helinando de Froidmont, comentando precisamente el Cantar de los Cantares, escribió: “Dicen los lujuriosos: Vosotros los teólogos sois demasiado duros. Pero Jerónimo ha dicho: En este dominio la crueldad es la forma suprema de la bondad”. Y conste que Helinando había sido trovador en la corte de Felipe Augusto. Como otro trovador, Folquet, autor de catorce canciones de amor, fue abad cisterciense de Thoronet, hasta ser nombrado, en 1203, obispo de Marsella[21]. Pero por aquel camino no nos podríamos encontrar con Dante y su colocación de la amada en el paraíso.

Otro camino es el de la sublimación, tan evidente en el orden incluso de los presupuestos y las suposiciones, que apenas habría que insistir en él. Tanto que fue una cantera de metáforas para los escritores monásticos, incluso cuando ellas procedían de la literatura profana del amor cortés, a pesar de la predilección de éste por lo extramatrimonial, por lo que antimatrimonial ha llegado a llamársele, si bien simplificando al polarizarlo así[22]. Un estudioso a la vez de los trovadores y de Bernardo[23], a propósito de la que podemos llamar alegoría erótica o nupcial de éste, dice que, luego de andar juntos por el mismo camino, cuando los trovadores se paran, Bernardo sigue elevándose a unas alturas que no están al alcance de ellos, y en cuanto a la apertura a las imàgenes en cuestión, de uno de los sermones de aquél sobre el Cantar de los Cantares, el Catorce, observa ser tan descarnado que los antes llamados oídos castos sólo lo podían tolerar en latín.

Ahora bien, el hecho de que el tal amor conyugal sirva de imagen para el amor místico, ya implica una estima del mismo, el reconocimiento de un valor que desde luego se intensificó en el siglo XII- ha llegado a hablarse en este sentido de una liberación sexual de éste[24]-, con la participación de mujeres como Hildegarda de Bingen, emanando de ese fondo de “ambigüedades y oscuridades” anteriores, sí, pero tambièn constantes, hijas en una buena medida, no hay más remedio que reconocerlo, de la represión sexual de sus cultores célibes. Siendo necesario subrayar de éstos, como lo hace Leclercq al dejanr sencillamente cantar a los textos, que los escritores monásticos no elaboraron nunca una literatura antifeminista, pues es imaginario por ejemplolo que en ese sentido se ha atribuido a Bernardo, sino que en la práctica se limitaron a aconsejar a los hombres que habían escogido el celibato ser reservados con las mujeres, ello frente a la misoginia de escritores seglares coetáneos como Juan de Salisbury y Andrés el Capellán. 

Recordemos de paso al sorprendente Roberto de Arbrissel, divisor al principio de su singular monasterio de Fontevrault en cuatro edificios, el de Nuestra Señora para las vírgenes y las viudas, el de San Benito para las enfermas, el de San Lázaro para las leprosas, y el de Santa María Magdalena para las prostitutas arrepentidas, a las cuales por cierto otro fundador monástico, Vital de Savigny, ante su falta de perseverancia se preocupó de facilitarlas un matrimonio legítimo. Siendo también significativa la fecundidad, en esa duodécima centuria, de la literatura espiritual en torno a esa Magdalena, en la cual se exaltaban el arrepentimiento y la vuelta a Dios, actitud y virtud que al fin y al cabo servían de pintiparado modelo a la misma vocación monástica. Por eso Abelardo pudo aludir a ella en su Himono a Eloísa. Un amor, el de Abelardo y Eloísa que habría que analizar exhaustivamente, en su relación con el contexto de las mentalidades imperantes en la época, para hacerse una idea más exacta de la urdimbre de éstas, sin preterir la ayuda espiritual a Eloísa de gentes como el papa Inocencio II, el cisterciense Bernardo y el cluniacense Pedro el Venerable. Una convergencia en este caso entre Cluny y el Císter que sin embargo no debe hacernos olvidar cómo entonces las órdenes nuevas, al contrario que los benedictinos negros, preferían el reclutamiento de vocaciones de adultos a las de oblatos niños, un detalle desde luego íntimamente relacionado con el contexto que nos está ocupando, pues para esos últimos el amor profano no era un misterio. Tanto que a las profundas huellas del pasado en esa profunda dimensión aludía el libro titulado Espejo de novicios de Esteban de Salley. Otra diferencia consistía en que los tales adultos ingresaban en los monasterios con la fomación intelectual ya hecha, salvo que fuesen iletrados en cuyo caso emgrosaban la categoría de los hermanos legos[25].

Ni que decir tiene que en este orden de cosas tiene significaicón honda la aludida interpretación simbólica del Cantar de los Cantares, del erotismo a la mística, pero concretamente muy insistente en el tema del amor de Cristo a la Iglesia, a su vez simbolizada en los desposorios de aquél con ésta. Una interpretación por cierto coincidente con la de la mística judía. Ésta, por ejemplo, estuvo muy representada en oa colonia hebrea de Troyes, habiendo influido esa su búsqueda alegórica en escritores cristianos como los Victorinos[26]. Y que llegó a penetrar abundantemente en la liturgia medieval, sobre todo en la de la Virgen, desde la fiesta de la Asunción, ya aceptada en Occidente a mediados del siglo VII. Bernardo revisó profundamente el oficio de la misma- como por otra parte sus hermanos cistercienses hicieron con todos los libros litúrgicos-, pero para introducir, además de las lecturas de Pascasio Radberto, unas antífonas líricas inspiradas en el mismo libro de Salomón, de un tono tan ardiente que su primer nocturno fue comparado a las canciones trovadorescas, como el sermón en la materia de un discípulo de Bernardo, Guerrico de Igny: Hijas de Jerusalén, decid a mi bien amado que languidezco de amor. [...]Eres toda hermosa, amiga mía. Ven y serás coronada. Ven. Y este simbolismo no sólo obedecía a una expansión corsial, sino que existió incluso todo un método intelectual a su servicio, por ejemplo el enseñado en el Diálogo sobre los autores, escrito por un benedictino de Hirsau, Conrado, en 1124 o 1125. Juan de Fécamp, en su Lamentación sobre la quietud y la soledad, escribió dirigiéndose al estado de la contemplación perdida: “¿Quién te me ha quitado? Antes me abandonaba del todo cuando me estrechaba entre tus brazos y de todo corazón me unía con alegría a tu beso muy puro. ¿Quién me ha arrebatado a tus abrazos, amiga mía?”

Leclercq concluye su tratamiento del tema con un retorno a esa noción de la mujer en la espiritualidad cristiana medieval que desde el principio le hubo de salir al paso en esta urdimbre: “Que se trate de Beatriz, de la esposa o de la Virgen María, es una mujer la que, por medio de hombres como Bernardo y Dante, simboliza la mejor parte de ellos y del género humano. La misteriosa conclusión del Fausto de Goethe, que tan abiertamente recuerda la Divina Comedia, se aclara un momento para revelar el papel jugado por otra mujer, Margarita. Goethe lleva a Fausto hasta Margarita, la que a su vez le conduce a la esfera de lo divino. Mientras que en el Paraíso dantesco cada coro tiene su canto particular: la última palabra la tiene el Doctor mariano que canta el esplendor de María y la suplica que convierta y atraiga a ella lo que hay de mejor en todo hombre. El himno final de este chorus mysticus, el coro místico, opone lo impermanente, como dirían los budistas, a lo eterno”.

¿Y se nos objetará que estamos dando demasiado predicamento a la literatura y las especulaciones del espíritu en la vida diaria? Podríamos replicar que los monjes eran unas gentes con el ideal hecho obligación de vivir lo más polarizado de su jornada en el oficio divino, o sea una  parte hecha música, y todo él literatura, además dotada de una dimensión más profunda a través de la liturgia. Pero no nos resulta imposible ir más allá. ¿Acaso una penetración de la literatura escrita en el imaginario colectivo hasta llegar a la cotidianidad no ha sido moneda de curso corriente en muchas épocas de las civilizaciones alfabetizadas, y no para grupos reducidos, sino para la mayoría sencillamente del cuerpo social? Pensemos en la novela por entregas del siglo XIX y en la novela corta, con un cierto predominio erotizante, de la primera mitad del XX, como en la novela social de ambas épocas, la anarquista incluso. ¿No sería a cual más fácil entroncar su hilatura con la maraña  de nuestra comunicación de hoy día audeovisual y en la red? Podríamos traer a colación otros géneros, tal el teatro, con tantas posibilidades de difusión popular, más amplio su público que el de los conocedores de la escritura. Incluso la poesía, que hasta principios del siglo XX no era patrimonio lector cuasi exclusivo de los propios poetas y sus críticos o estudiosos. Pero la novela es un tanto el género integral, en el que cabe todo, hasta el extremo de que géneros distintos pueden pasar de alguna manera a capítulos suyos. Por eso nos la habíamos de topar también en este argumento de nuestro argumento monástico y medieval.


                                   De las alas del contar historias

Cesáreo de Heisterbach nos cuenta que, mientras predicaba en la sala capitular un día de fiesta grande, el abad cisterciense Gervardo se dio cuenta de que varios monjes se le habían quedado dormidos, habiendo incluso algunos legos que roncaban. Entonces levantó la voz y dijo: “Había un rey que se llamaba Arturo”. A lo cual aguzaron el oído, todos bien despiertos. Hay que recordar que en el mismo Claraval de Bernardo había varios profesos que habían sido personalmente caballeros. Pero, ¿cuántos de los demás serían del todo indiferentes a las gestas de la caballería?

Ya hemos citado antes la ciudad episcopal de Troyes. Su escuela clerical era prestigiosa. Y no lejos de ella enseñaban Bernardo y Abelardo. A la vez que su sinagoga alcanzaba parejo nivel, con una tradición de exégesis iniciada por Rabi Shelomo Izhaqui (+1105), conocido por Rashi[27], un tanto iniciador de una interpretación mística de la Biblia en la órbita del mismo Bernardo, a la vez insertando unos relatos parecidos a los del judío converso español Pedro Alfonso en su Disciplina clericales, que parece bernardo conoció.

Pero aquí nos interesa sobre todo la puesta en circulación del ciclo novelesco de Arturo y los Caballeros de la Mesa[28] Redonda por Chrétien de Troyes en la corte de Champaña, de 1160 a 1180. Un mundo de ficción del cual es un leit-motiv el recurso a la literatura mística para cultivar el enamoramiento por los protagonistas de la mujer elegida y la reconciliación de su amor a ella con el amor de Dios. En definitiva una cierta unidad de la religión del amor sin mas. Ello aunque una cierta distancia o incluso separación estén presentes en uno de los ideales del conjunto, que es la armonización de ese amor a la mujer con los deberes excelsos de la misma caballería. Lo cual es nítido en la primera obra de Chrétien, Erec y Enido. Abundando también los episodios de combates caballerescos por la amada misma. Así en El Caballero del León  y La novela del carro, ésta última no otra que la de Lancelote del Lago y Mabinogion.

Chrétien no pudo terminar el Perceval o Parsifal, si bien otros lo continuaron hasta llegar a los sesenta y tres mil versos. Ésta obra entró ya plenamente en el mundo interior de los monjes medievales, en cuanto exigía un esfuerzo de trasposición mucho más benigno que las otras para compatibilizarla con la renuncia erótica implicada en sus votos monacales. Allí aparecen dos muchachas llevando una lanza de cuya punta salen tres ríos de sangre, y dos doncellas aportando una bandeja en la que hay una cabeza ensangrentada. Es el emblema del Santo Graal, la palabra de dudosa etimología y presuntos significados originariamente diversos, pero que acabó por designar el cáliz que sivió para la institución de la eucaristía y donde luego fue recogida la sangre de Cristo por José de Arimatea, según los evangelios apócrifos y ciertos escritos que los desarrollaron en Francia y en Inglaterra desde el siglo IX. Todo ello ya recopilado en La busca del Graal de Roberto de Boron en los veinte primeros años del siglo XIII. Dicho cáliz y el cuerpo del mismo José creyeron tenerlos en tiempos de Carlomagno los monjes de Moyenmoutier, pero fueron robados por los de Glastonbury, quienes en la ocasión se inventaron una supuesta predicación de Guillermo en Inglaterra.

Parsifal era digno de ser el custodio del Graal por la pureza de su amor precisamente. Aunque algunos no le creyeron lo bastante, y se lo atribuyeron a Galahad, un caballero virgen, hijo del adúltero Lancelote desde un principio descartado. Pero la palabra Graal es uno de los nombres místicos de Cristo. En cinco novelas sucesivas que se atribuyeron sin fundamento a Walter Map, la busca del mismo se identifica ya sin más con la búsqueda mística del propio Cristo. Así culminaba esta la llamada materia de Bretaña expresaándose en la lengua d’oil: lors entra laienz li Sainz Graal covers d’un blanc samit, mes il n’i ot onques nul qui poist veoir qui le portoit.  Y su adecuación para entrar en las clausuras de los monjes, donde así éstos podía deleitarse con evasiones amorosas y caballerescas en torno a él sin la contaminación de las carnalidades y los goces vedados, resultó fluida. Los caballeros del rey Arturo sentados en su mesa redonda, ahora en nuestro idioma la bárbara traducción de Tabla resulta paradójicamente más misteriosa,  habían venido siempre dejando en ella un lugar vacante para el Santo Graal. Y Merlín, una especie de anticristo obra del infierno, acabó sirviendo a la religión que se había propuesto derrocar. Un capítulo inagotable del que hay que seguir diciendo por otros caminos.


                                               De uno a otro sexo  

Pues las relaciones de las monjas y sus monasterios con los hombres de iglesia, y entre ellos los monjes, han sido ineludibles, pese a la clausura que podemos considerar la institución básica y típica de ellas. Baste tener en cuenta que el sacerdocio ha sido siempre masculino, y que los hombres han detentado la jerarquía de la iglesia territorial, al menos la de todo el territorio de la iglesia universal personficada en el papa, si es que se piensa que a causa de la exención de los regulares de la autoridad diocesana la geografía de la misma afectó a las familias monásticas apenas.Por eso al tratar de las monjas antes ya tuvimos que referirnos a ese aspecto. En cuanto a su vez ha sido preciso su abordaje a cuantos han organizado o contribuido al desarrollo del monacato femenino. Pero las ramificaciones de esta materia y su adaptación a las distintas circunstancias históricas han sido tan variadamente densas, que nos es preciso tratar de ello cual una categoría autónoma, la de las relaciones sin más, en sí consideradas, del uno con el otro sexo, en cuanto concretamente se derivan de la condición monástica de las mujeres.

Desde luego uno de los campos más conflictivos de esta saga, como que habría que presumirlo si la realidad no lo demostrara abundosamente. De ahí que cuando su solución se enfocó, no con los ojos puestos a ras de tierra en busca de posibilidades prácticas, sino desde la excelsa altura de un propósito ambiciosamente desbordado, o sea con la pretensión de configurar las circunstancias al molde de un ideal a su vez complacido en hacerse más difícil, entonces no podemos extrañarnos de que la evolución consistiera en dar vueltas distintas al mismo problema endémico. Ese fue el caso de la orden brigitina de que ya hemos dicho. Claro está que, convencida su fundadora de haber obedecido al darla vidaa la voluntad divina manifestada en una clara revekación del Salvador, mal podía enmendar a éste la plana.

Sin embargo, esa visión tuvo lugar en el castillo real de Vadstena, a la orilla oriental del lago Vättern, en el extremo oeste de la provincia de Ostrogotia, y allí mismo surgió luego la orden. Y curiosamente se ha pensado que acaso el plano del edificio ejerció alguna influencia en ciertos detalles de su establecimiento. No dejando de haber pues alguna paradoja entre la inspiración sobrenatural ya concretada  y la determinación por mínima que fuese derivada de algo tan natural comoe sa arquitectura preexistente.

La decisión de Brígida era crear un monasterio que imitase a la Virgen, pero cuando estuvo rodeada del colegio de los apóstoles, como tuvo lugar en Jerusalén, cuando el Espíritu Santo descendió sobre ella y ellos. Los representantes y sucesores de esos apóstoles serían los clérigos de la familia brigitina, sujetos a la regla de la misma igual que las monjas, con la misión de ser sus confesores y capellanes y también la de predicar al pueblo. No se trataba de un monasterio doble sino de uno de monjas, con unos clérigos que vivirían, no en el monasterio, sino en la llamada curia, casa de campo en el latín medieval, adaptándose a ello efectivamente tanto aquel castillo en sentido estricto como el edificio anexo al serle dado ese nuevo destino a partir de 1369. Entre uno y otro se construyó la iglesia, con espacios separados para la liturgia de las monjas, al Este, en el altar de la Virgen, y la de los clérigos, en el altar mayor, dedicado a San Pedro, al Oeste, enfrente pues. Dos residencias materiales por lo tanto, el monasterio femenino, y la mencionada curia para los hombres. A las que correspondían sendas comunidades, pero sin que éstas fueran designadas respectivamente por las palabras que en aquellos textos aparecen de conventus y congregatio, ya que el primero era exclusivo de las monjas y la segunda de todo el conjunto. La tal congregatio votaba el nombramiento de los confesores comunes a monjas y clérigos y la admisión de nuevos miembros de una u otra comunidad. Pero sólo el conventus elegía la abadesa.

Está pues a la vista que no se trataba de una vuelta a la institución de la duplicidad. Y de entrada, el destino un tanto apartado de unos clérigos de la misma familia religiosa destinados al servicio espiritual de las monjas y el pastoral de los fieles y peregrinos, no era tan novedoso, como que se atribuyó su adopción por Brígida al asesoramiento de su confesor cisterciense, Pedro Olavi, el cual no habría tenido más que fijarse en su orden para hacerla tal sugerencia. Sin embargo, la sumisión de los hombres a las mujeres también en lo temporal era la seguida en Fontevrault, pero no en el Císter, por lo cual sería una explicación razonable que Brígida hubiera conocido ese monasterio francés o al menos oído hablar de él cuando peregrinó a Santiago. Lo evidente es que ese rasgo hace salirse de los cauces comunes a la familia brigitina, dejándose iluminar por el protagonismo e incluso la superioridad de las mujeres.

Así las cosas, el citado Pedro Olavi consiguió que Urbano VI modificara en 1378 el sistema de la elección de la abadesa y del superior de los clérigos, siendo ambas competencia de todo el conjunto, masculino y femenino. Un paso que en una cierta manera equivalía a algún retorno a la concepción de los monasterios dobles, y que Martín V derogó en 1422. No mucho después, en 1435, Eugenio IV siguiendo el dictamen canónico del abad Panormitano, descafeinó a los brigitinos en cuanto les negó la condición de comunidad sui iuris. Siendo la solución posterior una separación de las dos ramas de la orden, la cual de esa manera quedó tan desnaturalizada como para poderse pensar que usurpaba el nombre de Santa Brígida. Mientras tanto los problemas fueron cotidianos. A los clérigos podía molestarles la sujeción al mismo rigor de la clsuaura que tenían las monjas, mientras que las monjas se quejaban de las pretensiones a veces de ellos de que les hicieran de cocineras y lavanderas[29].

Los hombres en relación más estrecha con los monasterios de monjas. irresistiblemente con algún aspecto en ella de poder, aunque ésta pueda ser mediatizada por las destinatarias, han sido de ordinario los de su misma familia religiosa. Pero a veces las monjas han estado sometidas a los obispos del territorio de su emplazamiento, en cuyo caso tuvieron trascendencia para las mismas no solamente los obispos sino los clérigos por ellos delegados como capellanes y confesores. La situación implicaba en principio mayor libetrtad para ellas, sin perjuicio de las circunstancias de cada caso concreto.
           
Ello por ejemplo fue la norma en Polonia, donde sólo una sexta parte de los monasterios femeninos medievales dependía de los monjes, éstos muy alejados geográficamente. Desde el punto de vista monástico tenía el inconveniente del aislamiento de esos monasterios entre sí, aunque no debemos olvidar que ésa había sido la tradición benedictina originaria, y la de todo el monacato anterior sin más. Caso que también se dejó sentir con bastante excepcionalidad en este mismo ejemplo polaco. En efecto, en cada uno de sus monasterios había un clérigo, llamado prepósito, que podía ser regular o diocesano, investido de tanta autoridad que hay documentos notariales que le mencionan a él en vez de a la abadesa. Este estado de cosas, en la Baja Edad Media se intensificó para las órdenes recién llegadas al país, como las agustinas y las carmelitas descalzas, mientras que se atenuó en las benedictinas de antes. Margarita Borkovska[30]compara en este sentido la vivacidad andariega de Teresa de Ávila con una monja anónima, tan ejemplar según la Crónica del Carmelo de Wilno, que habiéndose caído en la nieve durante un viaje, no se levantó hasta que la fue ordenado. Allí solía haber en cada monasterio tres clérigos, el capellán, el confesor y el predicador, aunque era corriente que los menesteres se acumularan por motivos de ahorro económico. Menesteres que iban más allá de su definición específica, pues ellos eran los representantes y procuradores de la abadesa en el exterior, y a veces escribían, libros de devoción para sus dirigidas y la crónica de la casa. Pero ni que decir tiene que los conflictos no eran raros. Así, un obispo tuvo que reñir a una abadesa por haber sentado a los clérigos a la mesa de los lacayos. En todo caso, era siempre más fácil a una abadesa cambiar de confesor que a éste lograr la deposición de ésa. Lo imposible era precindir de los clérigos, por la exclusividad sacramental de éstos. No era el caso de otras tareas, como el mantenimiento de las estufas que había dentro de la clausura, por ejemplo a cargo de los cinco hombres rustici que tenían a su servicio las benedictinas de Torun, pero que sus hermanas de Grodno sustituyeron por una campesina hombruna.

En cuanto al otro caso, de la dependencia de las monjas de los fraternos monasterios de hombres, una evolución característica entre uno y otro sistema se ha estudiado en los de la diócesis de Constanza[31]: Engelberg, Fahr, Hermetschwil, Rüesgau, St.Agnès de Schaffhouse. En una etapa originaria, que duró de cincuenta años a varios siglos a lo largo del alto medievo, fueron monasterios dobles[32]. Al fundarse Fahr el año 1130 se había encomendado en la escritura en cuestión a los monjes de Einsiedeln , praesse et prodesse, o sea gobernar y servir, en todo lo conveniente a la buena marcha y necesidades de las almas y los cuerpos de las monjas. Para ello la abadía masculina había de delegar ciertos monjes destinados a cumplir esa misión doble, como se ve material y espiritual. Y materialmente, Fahr[33] fue construido en una cella de Einsiedeln. Los monjes y las monjas formarían con el abad, como miembros unos y otras, un gran cuerpo, del cuasl ése era la única cabeza. Los documentos mortuorios se referían a los “hermanos y hermanas de nuestra congregación”. En cuanto as la clausura, de las de Engelberg se decía expresamente que, una vez entradas dentro de su recinto, sólo saldrían de él para ser enterradas.

Posteriormente, aparte algun caso de disolución de las comunidades femeninas, fueron separados de las masculinas y apartados materialente a sus cercanías. Ello coincidiendo con un movimiento monástico reformador. A medida que éste fue afectando a  los monasterios de Einsiedeln[34], San Blas en la Selva Negra[35] y Hirsau[36]. San Blas y Hirsau estuvieron a la cabeza de una reforma en el suroeste alemán muy inspirada en Cluny. Cluny donde, el redactor de su costumbrero[37] que ya hemos citado, Ulrico de Zell[38], fue prior de la fundación cluniacense femenina de Marcigny de 1065 a 1070, y luego del Zell por el que a veces se le designa en la Selva Negra y de su dependencia de Bollschweil[39].

Ahora bien, el dato significativo que aquí nos interesa, es que durante el período de la duplicidad, no parace haberse dado una conflictividad extraordinaria. En tanto que en los siglos XIV y XV, con el nuevo sistema de los monasterios separados y dependientes, las quejas de las monjas son continuas. Acusaciones endémicas de usurpación de poder, desidia en su menester, pretensiones de una dominación injusta, e incluso una dilapidación del patrimonio. El sistema funcionaba mediante la designación por el abad de un prior o preboste al frente del monasterio de las monjas. Pwero a la vez era el abad quien nombraba a priora de las monjas, a veces consultándolas pero nada más. Para los oficios espirituales, a veces había un prior claustral aparte. Con ayudantes en ciertos casos. De manera que “mientras la conciencia de la complementariedad permaneció intacta en las comunidades masculinas y femeninas, las prestaciones de los monjes al servicio de las religiosas fueron fluidas. Pero esta noción evolucionó cuando cada una de las comunidades se sintió independiente y autónoma, apareciendo entonces las dificultades y los conflictos”.      

Ahora bien, era posible distinguir entre la absolución en el confesonario y la dirección espiritual, aunque las dos funciones fueron estando unidas más y más a medida que se clericalizó la iglesia. Sin embargo, había abadesas que eran las genuinas directoras de sus hijas en el espíritu, amnas llamadas. Sor Borkovka opina que cuando ello tenía lugar, no era por mor de un imperialismo espiritual, y mucho menos por una idea parecida a la women’s liberation de hoy”, sino por la falta de clérigos imbuidos de la tradición monástica, tanto que, ya en época tardía, el año 1616, la abadesa de Clemno fundó un seminario a propósito para curas seculares polacos deseosos de servir a los monasterios de benedictinas. Y si apenas llegó a cogüelmo se debió a la guerra y la peste más que a dificultades intrínsecas. En todo caso los sacerdotes diocesanos se adaptaban más fácilmente al benedictinismo que los frailes o religiosos de otras órdenes no monacales. E incluso quienes se han ocupado de esos tiempos del exacerbado clericalismo postmedieval[40]han concluido que “los confesores, dotados de poder y de autoridad en su misión de directores de conciencia, estaban en principio sometidos a la abadesa, a la cual sus superiores les recomendaban guardar deferencia, tavto, prudencia, e incluso humildad”. Habiéndose notado también en el enfoque de la problemática moral y psicológica claustral, por no generalizar más, un cierto unisexismo, la falta de distinción pastoral entre las peculiaridades masculinas y femeninas, siendo ese el motivo de la aplicación indiscriminada a la mujer de libros escritos en principio para hombres, y no un machismo ni soterrado ni explícito. Por ejemplo, al hablarse del “pecado de los primeros hombres” se desarrollaba exclusivamente la culpa de Adán aunque fuera dirigiéndose a las hijas de Eva.

El peligro de la afección al confesor es evidente y ha sido de todos los tiempos, tanto fuera como dentro de las clausuras, pero más favorecido por el ambiente cerrado de éstas y la mayor trascendencia del trato con él de puertas adentro de las mismas. Un trato que se ve al principio como una manera de avanzar en la perfección, por lo cual resulta sutil la captación al principio de sus desviaciones desapercibidas. Ese fue acaso precisamente el motivo de que en ciertas etapas y ambientes, o definitivamente, algunas órdenes rechazaran la admisión de ramas femeninas. Los psicoanalistas han comparado esas situaciones a las transferencias y contratransferencias en su propio lenguaje, en el de aquellos tiempos medievales la suplantación por el amor carnal de la caridad monástica.

Pasando a la visión de conjunto, hay que reconocer con Kaspar Elm[41]que “uno de los fenómenos más interesantes de la Edad Media es la simbiosis intensiva de los religiosos y las religiosas expresada de maneras diversas. Allí el simple servicio cotidiano de algunos legos y la cura monialium de los clérigos, seculares y regulares. Allá los conventos masculinos y femeninos vecinos, los monasterios familiares y hasta los monasterios dobles bien lrganizados. Es un fenómeno de larga duración, presente en los comienzos derl ascetismo cristiano, vuelto a encontrar en el monacato de la Alta Edad Media, superviviente en la Baja Edad Media y no desaparecido del todo en los tiempos modernos”.

En cuanto a sus altibajos, esa simbiosis floreció particularmente en el siglo XII, “primavera de las familias religiosas y de la varietas ordinum” , de- cayendo a partir de entonces, pese al formidable aldabonazo de Brígida. En cambio Gilberto, como veremos, no se atrevió a seguir el camino de una orden doble, pese a que ella habría configurado pintiparadamente su ideal. Ello debido a una política papal y diocesana caracterizada por la falta de voluntad para superar las malas experiencias y hacer frente a la pesadumbre de las circunstancias. Siendo la consecuencia el abandono de la ilusión de perfeccionarse los dos sexos en común, sustituida que fue por el servicio tradicional a las mujeres de los clérigos y los legos. Es más, las excepciones fueron tildadas de semieremíticas y muy pronto constreñidas a desnaturalizarse, como la de los Humiliati. De los mendicantes, sólo un caso de duplicidad se cita en los franciscanos, Santa Cruz de Praga, fundación de Inés de Bohemia. Y las aspiraciones en ese sentido de Clara junto a su hermano Francisco de Asís, fueron yuguladas desde el principio. Querdando también en un episodio inicial la colaboración como maestras y predicadoras en la lucha contra los cátaros de las mujeres reunidas por Domingo de Caleruega en Prouille al alba de su orden. Sin embargo, en la Baja Edad Media, la simbiosis funcionó a veces de hecho, es decir al margen de la institucionalización, y más en las ciudades que en el campo, en cuanto las grandes “venían a ser una especie de monasterio doble en sí, fuera de dimensión, en el que los religiosos y las religiosas de los diferentes conventos estaban en relaciones tan estrechas como multiformes”. Prestándose en todo caso a reflexión la sugerencia del mismo Elm, de que “esa simbiosis de monjes y monjas no presentaba menos aspectos ni sufría menos influencias exteriores y cambios que el matrimonio y otras formas de vida en común de los sexos”. 

Ahora bien, la emancipación de la mujer, tan acusada en nuestros días que no sería descabellado considerarla en su dimensión como el cambio más profundo de la historia deparada por ellos, indiscutiblemente ha dejado su profunda huella en la Iglesia y dentro de ella creemos que más acusadamente en la vida consagrada, en cuanto la misma se ha visto menos condicionada por la persistencia romana en el mantenimiento del monopolio masculino del sacerdocio. Tratándose indiscutiblemente de un germen en expansión. Por lo cual es ineludible reconocer la mayor proximidad de esta situación a los remotos siglos antiguos y medievales que a los inmediatamente precedentes.

Si bien no hay que preterir la influencia en las profundidades de las mujeres externamente sometidas a la autoridad de los hombres con escasas posibilidades jurídicas de hacer frente a tal sumisión, pero en posesión a veces de los consabidos recursos de soterrado dominio. Baste considerar que en el mismo Islam se ha detectado el fenómeno. También por supuesto en las clausuras femeninas. De una formidable abadesa de la segunda mitad del siglo XIX, Cécile Bruyêre, en Santa Cecilia de Solesmes, consta fue la verdadera directora espiritual de bastantes monjes del monasterio inmediato. El argumento requería un vigor en su tratamiento imaginativo por encima del puesto a su servicio por André Billy en su   novela titulada  Madame[42]. Por cierto que la vida monástica que en ella se nos describe con fidelidad nos suena a estampa del todo medieval, y así eran esos grandes monasterios de la restauración contemporánea. Notemos por ejemplo una de tantas situaciones materiales: “No se durmió, agotado, hasta poco antes de que el excitador, habiendo tocado la campana, pasara por las celdas para lanzarlas el Benedicamus Domino del despertar. Media hora más tarde, se unió en la iglesia a los otros monjes para los maitines”.

En este sentido es aleccionadora la vida de “la vieja Isabel”, como familiarmente se conocía en su entorno a María-Isabel Hesselblad (1870-1957), una extraordinaria mujer sueca empeñada en resucitar en el siglo XX la pureza del ideal brigitino. Cuando tenía diez y ocho años, emigró a los Estados Unidos por la necesidad apremiante de su numerosa familia luterana, al haber quedado huérfana de padre. Allí fue enfermera en el Hospital Roossevelt de Nueva York, durante un viaje a Europa el año 1902 se sintió católica en la iglesia de Santa Gudula de Bruselas, y vuelta a su país de residencia se la recibió formalmente en la Iglesia el día de la Virgen de Agosto. Al diagnosticársela una enfermedad incurable, interrumpió sus estudios universitarios de medicina, y se fue a Roma para tener el consuelo de morir en la casa donde había vivido Brígida, entonces habitada por monjas carmelitas. Y Pío X, pensando era una obra de misericordia complacer a una moribunda, autorizóla para recibir el hábito brigitino y hacer los votos solemnes en la orden. Una orden que teóricamente estaba entonces reducida a algunos conventos exclusivamente femeninos, sin ninguna por lo tanto de sus características especñíficas, en Inglaterra, Holanda, Alemania y España. A todos ellos los visitó la vieja Isabel, pues su pronóstico mortal había sido una falsa alarma, sin encontrar eco alguno a sus exhortaciones en pro de la rcuperación de la identidad. Hasta que vuelta a Roma, siguiendo el consejo de su director, el astrónomo jesuita Hagen, entonces al frente del Observatorio Vaticano, fundó una nueva rama de brígidas. Unos avatares que no nos competen. Lo que nos interea es cotejar aquel contexto, no lejos en el tiempo, con el de hoy, muy diferente, y en este orden de cosas mucho más próximo a aquellas remotas centurias que acabamos de evocar. En cambio en esa Roma de la belle époque se arrepintieron der haber admitido en ese falso articulo mortis  la profesión de María-Isabel, con lo cual se vinieron a encontrar ante un problema nuevo y un tanto embarazoso.

Volviendo atrás, el día 28 de octubre de 1115, Roberto de Arbrissel, quien el mes anterior había advertido de su propósito de investir del mando y gobierno de su fundación de Fontevrault a una abadesa no virgen ante una reunión de dignatarios de las provincias eclesiásticas vecinas, enttregó efectivamente el báculo a la viuda Petronila de Chemillé, tanto para regir a las mujeres como a los hombres. Una situación que desde luego a nosottros nos choca mucho menos que en el Vaticano de Pío X, por lo cual aquella experiencia y las gemelas resultan ahora de una investigación fructífera, en ese sentido de que de alguna manera toda historia es historia contemporánea.

A propósito de Roberto, como ya hemos dicho un hombre de una singularidad que llega a lo estridente, hay que notar sin embargo que, por mucho que se saliera de lo común la posibilidad de llevar su existencia tan peculiar hasta el fin, y no ya como un marginal solitario, sino llevada a cabo su fundación y dejándola floreciente a su muerte, nos sirve también para reconstruir las profundidades de la vida en el medievo, con sus libertades y sus coerciones, pero a veces ésas más, mucho más intensas que las que la Iglesia concedió en los tiempos posteriores, incluso en los muy cercanos a los nuestros por no hablar de éstos mismos.

Del carismático Roberto consta que siempre se complació en la “cohabitación en medio de las mujeres”, pero además de ello era tanto un rebelde contra el orden establecido como desdeñoso de todas las conveniencias y las formas. No cuidaba su indumentaria, criticaba a los poderosos, excitaba incluso contra los clérigos a no pagarles el diezmo y rebelarse frente a la sumisión impuesta a los feligreses. Su estampa era la de un caudillo desharrapado de una tropa de vagabundos, entre ellos algunas mujeres sin el consentimiento de sus maridos. Cultivaba el martirio de dormir junto a alguna de ellas manteniéndose casto. Aunque se mostraba muy desigual en su trato a las mismas, entre la aspereza y la suavidad. No nos extraña en todo caso que la Iglesia de Roma no le haya canonizado, ni siquiera en estos tiempos en que ello ya es imposible resulte más fácil[43].

Y fue entre esa caterva de gentes diversas donde se fueron perfilando las distintas clases de miembros de la futura orden de Fontevrault. Las mujeres para la oración, los clérigos para su ministerio, los seglares para la administración. Todos bajo la autoridad absoluta del fundador, aunque él no quería llamarse ni señor ni abad. Siendo al fin de su vida cuando dejó encomendada a sus sucesores la idea que había venido madurando de la obedicia de los hombres a las mujeres. Y a pesar de su menor dignidad según la tradición, atendiendo a las conveniencias de la mejor experiencia en el gobierno, se  decidió por encomendar éste a una viuda en lugar de una virgen. El arcipreste de Angers, Esteban, no se escandalizó, pudiendo citar el ejemplo de una abadesa que había tenido cuatro maridos. El cargo no era pues incompatible con la anterior experiencia de las “inquietudesdel tálamo”, y la elección fue confirmada por el papa Pascual II. Sin embargo, en sus últimas palabras, Roberto aconsejó a sus mujeres contar siempre con el consejo de sus hermanos religiosos antes de introducir cualquier novedad en concreto. Las leprosas fueron admitidas formando un previsto grupo aparte.

Sin embargo, hay que tener en cuenta que, conjugada por una parte la originalidad de la idea, con la manera como había ido la misma tomando cuerpo, no es de extrañar que sean distintas las versiones en torno a los detalles. Por ejemplo, esa motivación práctica de la preferencia de las viudas para el gobierno, que según otras fuentes habría obedecido también a una exaltación espiritual de la viudez en la propia mente de Roberto. Pensemos en cómo, lo que al principio, y no de la reunión variopinta de aquellas gentes sino de los cimientos de la fundación ya, era una tuguriola con un oratorio en medio de los campos, llegó a ser el monasterio preferido por las viudas más poderosas de la familia Plantagenet. A diferencia de los brigitinos, los hombres de Fontevrault participaban en la elección de la abadesa, pero en cambio no en la admisión de nuevos miembros en la comunidad. Los clérigos no podían tener parroquias ni diezmos ni disfrutar de más bienes que los que la abadesa les confiara. Hasta los alimentos les eran dados por la cillera del monasterio femenino. Sobre los títulos dados a Roberto mientras vivió en los documentos que conciernen a la casa se ha especulado mucho. Pero trtándose del portador de un carisma vitalicio y sin sucesión, no cuenta ello en cuanto a la visión del mensaje fontevrista parta la posteridad.

            ¿Cómo situar esta realización peculiar en la ya vieja tradición benedictina? Cuando ésta se cimenta en la obediencia y sobre todo la humildad no tiene género ni distingue de sexos, aunque el gramatical suyo sea el masculino por haberse escrito en principio para monasterios de hombres. La sumisión de los monjes a la abadesa no estaba sin embargo reñida con su literalidad estricta. La de los hombres a ella misma implicaba un mayor grado de esas virtudes, hasta llegar a lo que pronto se vio como una humillación masculina. Como en los grandmontianos eran los clérigos los que obedecían a los legos. Algo singular en todo caso, en cuanto nos parece radicalmente inverso a la subordinación de la mujer vigente en la época. Pero sin que el bosque deba impedirnos ver los árboles. Pues el servicio a la dama era uno de los topicos de la literatura caballeresca de entonces. Para Reto Bezzola, Roberto de Arbrissel influyó en la poesía de los trovadores. Y en la novela, la humillación de algunos protagonistas masculinos llegó a lo grotesco, como Tristán disfrazado de mendigo llevando montada a las espaldas a Iseult, o el caballero de la carreta dejándose pacientemente injuriar.

En todo caso, hemos de rendir tributo a la valentía del proyecto, al enamoramiento de su originalidad contra viento y marea. Resultando por eso tan aleccionador en sus distintos tiempos y con apreciaciones consecuentemente divergentes de las distintas mentalidades. Desde la insistencia en la libido desviada hasta configurar en el fundador una personalidad patológica (Bayle), al reconocimiento de haber implicado una promoción social de la mujer (Michelet en la Francia decimonónica), o la ambivalencia de la historiografía marxista, reacia a tener por revolución social la sumisión de hombres pobres a mujeres ricas.

Frente a propósitos y metas tan ambiciosos, cuya historia estaba destinada, de no descafeinarse hasta la desnaturalización, a un choque continuo con la tiranía de la realidad, ésta misma a veces, cuando gozaba de ciertas características en un medio reducido, podía preservar el ideal originario por su parte sin pretensiones de desbordar los condicionamientos previsibles de aquélla. Ése fue el caso de Coyroux, el doble femenino de la abadía cisterciense de Obazine, en el Limusín[44].

Esteban había sido un ermitaño, en esos linderos forestales de la comarca de Brive, alrededor de 1130, fundando al fin en Obazine un monasterio doble, en 1142, se dice que una de las últimas manifestaciones de la reforma gregoriana en la diócesis de Limoges. Las monjas estaban a unos seiscientos metros, pero en un paraje del todo distnto, un valle encajonado entre rocas por donde se despeñaba una cascada, siempre húmedo, y endémicamente sujeto a las crecidas del arroyo de su mismo nombre. Las excavaciones cómo para hacerlo un ápice habitable hubieron de llevar a cabo un sorprendente trabajo de canalización. Los dos monasterios tenían comunidades numerosas, pero más el priorato femenino, ciento cicuenta frente a cien nada más. Para asegurar la continuidad, en 1147 Esteban pidió la afiliación a la orden cisterciense, y al obtenerla, Coyroux se convirtió en la primer comunidad de mujeres integrada en la misma de pleno derecho. El capítulo general de Cîteaux se inspiró luego en las normas de Esteban para sus monjas, llegada la hora de reglamentar en general la afliación cisterciense de mujeres.  La dependencia de Coyroux respecto de Obazine era plena. Coyroux vivía de la subvención de dinero y alimentos que recibía de Obazine. Y eso continuó hasta la Revolución. Un lego hacía de procurador, y era e encargado de suministrarlas, al principio de continuo, luego anualmente, tales medios de subsistencia. La clausura era rigurosa, y los monjes únicamente podían entrar en la iglesia de las monjas. Las mercancías se dejaban en una galería abovedada de la que la priora tenia una llave y otra el procurador. Ese aislamiento repercutía en el trabajo de ellas, que solamente podían hacer el doméstico y el de la lana, quizás el del cálamo en todo caso. Y lo cierto es que aquella insalubridad ambiental y la dependencia total hicieron de Coyroux a lo largo de toda su tan larga historia un arquetipo no sólo de la pobreza individual sino también de la colectiva.


La destrucción de Montecasino, el monasterio donde Benito consumó su ideal cenobítico, fue uno de los desastres de la segunda guera mundial. No vamos a hacer aquí el proceso del caso. Únicamente queremos referirnos a uno de los motivos que se dieron para su bombardeo. Las largas hileras de las ventanas de la abadía ponían nerviosos a los combatientes acampados enfrente. No podían convencerse de que tras ellas no estuviera acechando el enemigo. Algunos eran neozelandeses, pero no maoríes, al menos no todos. Y aquí viene nuestra cita y su pintiparada moraleja. Parece que en el mando se tuvo por imposible convencer a esos soldados  de que la salvación de un monumento tan venerable pero tan lejos de su país valía la pena de algún sacrificio y riesgo. Pero si la Campania está muy lejos, más o menos en los antípodas, del archipiélago neozelandés, Nueva Zelanda es un país acuñado por la cultura ánglica, de la cual la herencia benedictina es una sustancia esencial.

Lo cual nos lleva a reconocer que, si bien el benedictinismo, como encarnación definitiva del monacato occidental, tiene por solar de sus orígenes y desarrollo histórico exclusivamente el de la Europa católica, al haber dejado su huella en la civilización de ésta, no puede por menos de tener una presencia mediata en el resto del mundo al cual la misma se extendió. Y otra evocación. El 11 de febrero de 1929 se firmaba el Tratado de Letrón entre Italia y la Santa Sede, por el cual se ponía fin a la cuestiòn romana y surgía el estado independiente del Vaicano. El texto del discurso que Mussolini preparó para dar a conocer la medida entristeció a Pío XI, por la afirmación que en él se hacía de que, a no haber sido por su trasplante a Roma, el cristianismo habría tenido la misma duración efímera que tantas otras sectas de Oriente. El conflicto diplomático se arregló añadiendo el dictador la expresión condicionante, “de no haber sido esa religión de origen divino”. Mas lo cierto es que, si bien la religión cristiana es de génesis y nacimiento orientales, sus desposorios con el Occidente hubieron forzosamente de influir profundamente en ella, y por lo tanto en el monacato que desde el principio incubó en su seno. Ahí tenemos al mismo Benito recogiendo la tradición de los Padres de Egipto, de Siria, de Palestina y de Bizancio.

Por eso de lo que no cabe duda es del mérito de Benito para ser declarado, como el Papa de Roma lo hizo, patrón de Europa, aunque hayamos de restringir la geografía de ésta a su Poniente, la litúrgicamente latina. Cirilo y Metodio vinieron enseguida a llenar, también en un generoso diluvio monástico, la otra mitad al Levante. Pero dos mitades que como hemos visto no han estado incomunicadas en sus respectivas tradiciones.

Lo indudable es que los caminos europeos de los monjes son los de la formación de Europa misma, una vez que hubieron recorrido los de la geografía de la cristiandad que tan complacidamente pasaron por África y hubieron de dejar a gentes de otro credo y cultura. Por eso el recorrido de cualesquiera páginas de la historia monástica del medievo se nos deja cartografiar agradecidamente, en ires y venires de un flujo y reflujo que, a la vez que las observancias, los cultos y las devociones, también los cultivos agrarios, las melodías, las artes y hasta las técnicas, nos va mostrando, sí, el mapa sencillamente de los caminos de Europa, desde la isla de Sicilia hasta la isla de Islandia, de Lisboa a las fronteras del catolicismo latino y la ortodoxia en el Este primero, después a las murallas asiáticas del Islam, el Hinduísmo y el Budismo.

Ahora Europa se ha configurado en una cierta unidad política. No vamos a emitir aquí ningún juicio acerca del fenómeno. Sólo hemos de subrayar a guisa de detalle revelador que el germen de esa decisión unificadora fue la que se llamó Comunidad Económica Europea del Carbón y del Acero, también Plan Schumann, por su ideador francés, quien por cierto era un hombre en relación estrecha con el benedictinismo, como su primer corifeo al otro lado del Rhin, Konrad Adenauer. Y su primer solar fue la frontera entre el germanismo y la latinidad, la antigua Lotaringia y sus tierras aledañas. A propósito de lo cual debería bastarnos traer a colación que allí tuvo también su cuna el canto gregoriano, ya vimos que nacido de las nupcias del canto romano con el carolingio. La ciudad de Metz esconde en los ecos dormidos de sus vecinos que pasaron mucha densidad melódica del mismo.

Un ejemplo pintiparado de esa geografía de cruce de caminos que fue la Europa monástica y la Europa sin más es la abadía de Corbie[45], cerca de Amiens, en la llanura picarda, doblado su nombre al germanizarse en su fundación de Corvey,  junto al río Wesser. En Corbie confluyen por su parte los ríos Somme y Ancre, ricos de abundosos molinos y con salidas navegables. La tierra en torno es de mucha densidad monástica, desde las islas del bajo Loire hasta la confluencia del Ródano y el Saona. Estamos en el Norte pues. Pero no sin algunos contactos fáciles y a la vista con el mediodía. Podríamos traer a colación, aunque sea occidental y tardío, el episodio de su fugaz toma el año 1636 por los españoles, haciendo Luis XIII y Richelieu de su recuperación inmediata una cuestión de honor nacional. Más sustancioso fue el estatuto privilegiado que tuvo en los siglos anteriores en el puerto mediterráneo de Fos para comerciar incluso con Oriente.

Los fundos de su dominio se extendían por Francia y llegaban a Alemania. Dando abundantes cosechas de cereales, de oleaginosas y de guedas, una planta muy codiciada entonces por el tinte azul. En Inglaterra contaban con un buen mercado. Tanto que en 1237, al monasterio y a las ciudades vecinas se les otorgó el privilegio de tener en Londres almacenes permanentes donde podían vender cualesquiera mercancías menos grano y vino. En 1286 firmaron un acuerdo equivalente con Norwich, y sus puestos se extendieron tierra adentro, por los condados de York y Nottingham. A cambio de las guedas se traían lana. Que a su vez vendían, y ahora hacia el sur, para ser transformada pólícromamente en paños de lujo, y contando para su salida con las ferias de Champaña, teniendo por supuesto también sus halles en Troyes. Andando el tiempo, tras de la guerra de los cien años, fue el comercio del grano hacia Flandes el adecuado sustituto del inglés de las guedas. En esa coyuntura, Corbie se aprovechó de la irritación de Brujas ante el monopolio de Gante. Luego vendió también a zelandeses y holandeses, necesitados de cereales para hacer sus cervezas y a la búsqueda Somme abajo del trigo corbiano, que por cierto a veces también era llevado al puerto de Santander.

Y desde su fundación, la casa estuvo sellada por un destino de encrucijada. Baltilde era una cautiva sajona, a la que el maire de palais de Neustria, Erchinoaldo, hizo su camarera sin conquistar sus favores. Hacia el 650 se casó con el rey Clodoveo II, quien sólo tenía diez y seis años y al que dio tres hijos en siete de matrimonio, siendo regente de Clotario III, ayudada por Erchinoaldo, a la temprana muerte de aquél, se dice que víctima de las orgías báquicas y otras. 

Corbie había sido una villa galo-romana, luego señorío de Guntlando, un maire de Clotario II, y otra vez dominio real o fiscal. Baltilde, para fundar en esa tierra un monasterio, acudió a Luxeuil, entonces en su apogeo bajo el abad Walberto. Otra fundación de Baltilde fue Chelles, ésta femenina. Teodofrido fue el primer abad de Corbie. El dominio fue agrandado hasta alcanzar las dimensiones de un pequeño condado. En el futuro los abades de Corbie tendrían el título de condes. Ya llegaban desde esos orígenes al Artois y al Beavaisis, gozando naturalmente de inmunidad. Andando los tiempos, en Buigny-lés-Gamaches, un pueblo vecino de la perla del dominio abacial, Maisnières-en-Vimen, para expresar la prodigalidad de un dilapidador de sus bienes, se decía ser capaz de tragarse la abadía de Corbie, i mingerout l’abie s Courbie, en dialecto vimesino.

Recordemos el origen insular, concretamente irlandés y colombaniano, de Luxeuil. En el siglo VII, en la esritura de Corbie hay algunas influencias insulares, como en las mayúsculas iniciales y las miniaturas. Y entre los años 772 y 780 se copió allí, siendo abad Maurdramno, una Biblia según la copiada a su vez en Jarrow en torno al año 700. Jarrow, el monasterio de Beda.Viajes en flujo y reflujo de los manuscritos que al menos nos dejan evocar el origen inglés de Baltilde, aunque no fueron deudores inmediatamente al mismo. Lo que sí contó es que algunas familias sajonas convertidas mandaban a sus hijos a estudiar a la escuela de Corbie. En el mismo siglo VIII se hizó allí la mejor copia de la Tercera Década de Ab Urbe Condita de Tito Livio, el llamado Puteanus. A su vez la más antigua copia inglesa de éste, hacia 1160, está hoy en el Trinity College de Cambridge. Y procede de la Biblia de Corbie la que Tomás Becket dejó a su catedral de Canterbury.

Biblia de Corbie que no nos interea sólo por la materia, sino por la forma. Ya que su letra señala la aparición de la luego conocida por carolina, al principio gálica, para contraponerla a la romana de los notarios pontificios, y la cual es ni más ni menos que el antecedente inmediato y muy cercano de nuestra letra latina de imprenta, aunque por el prestigio de Alcuino se haya llevado su abolengo a Tours, de cuyo monasterio fue abad desde que el año 796 dejó la corte carolingia[46]. Si bien, anteriormente a ella, el escritorio de Corbie se caracterizó por otra letra un tanto propia, la que dom Jean Mabillon, el príncipe de la erudición benedictina, creador de la ciencia de la paleografía en su obra titulada De re diplomatica, llamó inexactamente letra lombárdica por su parecido con la italiana, denominación rectificada por los especialistas modernos, quienes han preferido los nombres de old script of Corbie, el de Lindsay, o “ab”-typus, el de Lowe, o tipo Adalhardo, el de la Libaert y la rusa Olga Dobias-Rozdestvenskaia. Adalhardo era un primo de Carlomagno, varios años monje en Montecasino, en quien abdicó el abadiato de Corbie Maurdramno el año 780. Adalhardo se resistió a abandonar esa escritura, en su monasterio la tradicional, a pesar del impulso irresistible de la carolina, acaso también una manifestación del particularismo franco contra la manera imperial. Pero Wala, hermano y sucesor de Adalhardo, la abandonó definitivamente.

Viajes de los libros que luego se duplican con los viajes de los eruditos que hacen de ellos materia de estudio. Si hemos podido citar a una paleógrafa rusa es por la circunstancia de haber tenido la misma cerca un buen lote de manuscritos de Corbie, comprados en los tiempos de la revolución francesa por un diplomático de la embajada zarista en París, Doubrovsky, y desde entonces en la Biblioteca Nacional de San Petersburgo. Otros están en la Nacional de París y en la Municipal de Amiens. Habiendo empezado su dispersión antes de la supresión del monasterio, pues al ser reconquistado éste de los españoles le fue confiscada la biblioteca, como castigo a su supuesta falta de celo nacionalista francés en la ocasión. Mabillon había pasado en Corbie varios años. Y cuando sus manuscritos fueron confiscados, consiguuó que unos cuatrocientos fueron depositados en su monasterio parisino de Saint-Germain-des-Prés, donde le sirvieron de preciosa cantera para su libro monumental y cardinal.

Y viajes también, lo estamos viendo, de los tipos de letra, algo que de no acercarnos a los asombrosamente variados manuscritos de aquel medievo no habríamos podido sospechar, acostumbrados a esa misma uniformidad tipográfica cuya reivindicación originaria corbiana no puede estar más fundada. El paleógrafo Jean Mallon, refiriendose a los días altomedievales en concreto, opinaba que la divergencia de sus escrituras era tanta, que ninguna empresa había resultado más decepcionante y vana que su clasificación, en cuant directamente contraria a la naturaleza de su objeto. En efecto, muchas veces el alfabeto de un mismo manuscrito no era consecuente consigo mismo, es decir que el mismo libro tenía varios alfabetos, y ello no sólo cuando en su copia habían intervenido varias manos de distintos copistas, sino porque en la misma página, a veces hasta en la misma palabra, el mismo copista empleaba diferentes letras. Cierto que también ahora hay letras distintas, en lo poco que se sigue escribiendo a mano, pero reconozcamos que se trata sólo de diferentes maneras de escribir el mismo alfabeto.

Mas volvamos atrás. Non impedias musicam. En Corbie lo sabían y obedecían muy bien. El futuro abad Wala, de un viaje a la ciudad eterna con Lotario, el hijo de Luis el Piadoso, se había traído un viejo antifonario romano, regalo del papa Eugenio II. En Corbie lo encontró algo después Amalario de Metz. ¿No nos acordamos de que en torno a esa ciudad nació el canto gregoriano, fruto de los deposorios precisamente de lo romano con lo franco? Al otro lado del Canal de la Mancha, cuando el reformador Etelwoldo fundó hacia el año 950 el monasterio de Abingdon, pidió a Corbie monjes que enseñaran a los suyos esa manera musical. Y la última de las grandes damas abadesas de Inglaterra, Laurentia McLachlan, amiga que fue de Bernard Shaw, cotejando un antifonario de Worcester de hacia 1230 con un Portiforium anterior a Guillermo el Conquistador, logró demostrar la permanencia de su parentesco con Corbie. Etelwoldo había sido ayudado por Dunstan en su reforma. Ésta se asentó en el texto titulado Regularis Concordia. Habiéndose detectado la presencia de Corbie entre las fuentes de la misma. Teniendo que hacer frente esa fidelidad gregoriana a estridentes agresiones. Pues los normandos invasores trataron de sustituir ese canto por el que Guillermo de Dijon había implantado en Fécamp, no del todo pacíficamente incluso ahí. Y el año 1083, Glastonbury sufrió por ese motivo nada menos que un ataque armado del abad de Caen, Thurstan. En él dos monjes murieron y catorce cayeron heridos en las mismas gradas del altar mayor. Desde luego que habría también otros motivos menos excelsos en los que no nos compete entrar.

Cuando ya hacía mucho que había surgido en las tierras germánicas por voluntad de Corbie la Corbeia nova, primero en el bosque de Selling, Hethis su dominio, el año 816, y seis después en la Corvey definitiva. El sínodo de Aquisgrán del 789 había mandado que cada monasterio, lo mismo que cada catedral, tuvieran su escuela, de salmos, escritura, canto, cómputo y gramática. El modelo era la misma escuela palatina del Emperador. Corbie la tuvo prestigiosa. Su primer rector fue Anscario u Oscar (+869), quien desde allí salió para su misión de Escandinavia, la base ya asentada en la geografía docesana de Bremen-Hamburgo. Por fuera apóstol, monje por dentro, es el lema de su vida, escrita por Rimberto, un flamenco que fue su discípulo y sucesor. En el siglo X un historiador de Corbie, Widukindo, autor de las Res gestae Saxonicae, elaboró su teoría del pueblo imperial, en la continuidad franca y sajona, a través de la translatio imperii de la herencia romana. En la línea por otra parte de Eginhardo, el biógrafo de Carlomagno. ¿Nos resulta más europeo que éste, a juzgar por la última visión del mismo que más acordemente a la realidad se viene teniendo, sin detrimento de su innegable grandeza? ¿O un epigono nada más[47]
           
En fin, había de aparecernos alguna huella de la novela fecunda. Quizas la titulada Prouesses et vaillances du noble Sypéris de Vinevaulx, fue escrita en el siglo XV, pero prosificando un poema del XIII. Consta que en el XVI se vendía en París como historia popular, en la órbita de las de Roberto el Diablo y Genoveva de Bramante. El anónimo autor parece un normando que había vivido en París. Se ha pensado incluso en que fuera un monje de Corbie. Por la alusión a la abadía con que termina el libro. Desde luego sin venir a cuento. Recordemos que una semejante es la que da nada menos que el título a La cartuja de Parma, de Stendhal. Pero en la de nuestra novela se tiene la ambición de novelar la fundación también del monasterio, llamando Ludovis a Clodoveo II, y matando a su viuda Baltilde veinticuatro años antes de la cuenta. Acordémonos de Rabelais, deleitándose en la invención coetánea de su Gargantúa. Cuando también Felipe el Picardo, monje de Mortemer-en-Lyons, escribía el libro, de libro tan elocuente como nítido y preciso, Nouvelle fabrique des excellents traits de vérité pour inciter les resveurs tristes et mélancoliques á vivre de plaisir. Sí, un tanto la imaginación novelesca, pese a sus ineludibles condicionamientos por el también obligado anclaje de alguna manera en la realidad, una “fábrica para incitar a los soñadores tristes y melancólicos a vivir del placer”. En la que nos cuenta las gestas de Sypéris no faltan ni la anagnórisis, del niño alimentado por una cabra, ni el duelo con el gigante, Foucart éste de nombre.

Fructífero de veras este botón de muestra picardo. Pero no podemos monopolizar Europa en Occidente, por mucho que la de Oriente ya nos enlace con ese otro mundo que al fin y al cabo la da su nombre, y desde las profundidades eslavas se entronque sin solución de continuidad con las inmensidades matrices de Asia. Hasta el año 1792, en la abadía de Saint-Denis, el panteón real de Francia, el día nueve de octubre se cantaba una misa a medias latina y a medias griega. Era la fiesta de su titular, San Dionisio, el primer obispo de París. Esa presencia helénica, a cual más extraña en la liturgia romana, se debía a identificarse el personaje con Dionisio el Areopagita, convertido por Pablo en Atenas. También se le confundió con el teólogo altomedieval de los ángeles, el Pseudo Dionisio que hoy desecho el equívoco se le dice.  Y aquí nos interesa ese injerto oriental en Occidente. Un síntoma cual muchos otros, pero sin que basten para inducirnos a una fusión de las dos cristiandades que si es de rigor en el plano religioso no tanto sin más en el cultural genéricamente, en el de la cultura sacra y monástica tampoco. Por eso no era justo algún celoso benedictino que se lamentó del copatronazgo europeo con San Benito de los santos Cirilo y Metodio, achacándolo incluso al origen eslavo del papa que promulgó la adición.

La encarnación de sus respectivas tradiciones monásticas, es por estos caminos también una manera de captar tanto las analogías como las diferencias entre las iglesias de aquí y de allá, en defnitiva entre Oriente y Occidente sin más. Pues las diferentes corrientes de la vida monástica occidental no habrían podido nunca estar representadas, ya lo subrayó Tohas Merton fantaseando un poco en torno a una propia sugerencia, en un pedazo de tierra equivalente a los trescientos veintiu quilómetros cuadrados coronados por los dos mil treinta y tres que tiene de altura el Monte Athos, significación a la posrte decisiva para la preservación y configuración de sus mentalidades más profundas esa angosta península ventosa de la Tracia griega meridional avanzada en el mar Egeo y poblada de los nidos de águilas al borde de precipicios que sus eremitorios y cenobios son.

Un pequeño gran mundo no antiguo en la cronología del monacato, y ya sabemos que ésa es más antigua en levante que en poniente, ya que no surgió hasta los días de nuestro Carlomagno, quien acá señaló el espaldarazo a la benedictinización y el alba del canto gregoriano o romano.carolingio. Y sin embargo, Athos llegó a tiempo de transmitir el ideal monástico a la inmensa Rusia que había entrado en la órbita del cristianismo bizantino[48]. Después, en el siglo XV, al recuperarse el gran país de la invasión mongola tan desnaturalizadora, recuibió del athonita Nilo, con el hesicasmo de que dijimos, el fármaco saludable para volver a encontrar el propio camino. Y mucho más tarde, en otra coyuntura decisiva para el mantenimiento de la identidad o el giro a otras opciones foràneas del alma eslava, cuando sólo el cisma de los viejos creyentes impidió de rechazo la protestantización de aquella ortodoxia, o sea en el setecientos secularizador de Pedro el Grande, la reacción llegó de la Santa Montaña también. Por obra de  un ucraniano, Païsij Velitchkovski, que había conocido antes la tradición de la misma en los monasterios de Moldavia, y se llevó de ella consigo la figura tan fecunda luego de los starets o maestros del espíritu, de una huella tan honda que se ha podido detectar en Los hermanos Karamazov de Dostoieusqui[49] y en toda la literatura eslavófila de Gogol, Soloviev y Leontiev.

¿Athos el jardín de la Theotokos o Madre de Dios? Casa de Dios y puerta del cielo le llamó el papa Inocencio III, en una carta de 17 de enero de 1123 que condenaba los recientes excesos en la Santa Montaña de los piratas cruzados latinos. Un erudito que en ella pasó algún tiempo para microfilmar manuscritos griegos en 1949, Emmanuel Amand de Mendieta, todavía pudo atisbar allí la supervivencia de un paisaje humano con estrecha fidelidad a la herencia recibida, tanto en la vocación como en la materialidad de vivir el monacato: “Sobre rocas desnudas o escarpadas, en la extremidad meridional de la península, sobreviven todavía algunos raros ermitaños rusos y griegos. Llevan una vida ascética y contemplativa, análoga a la de los discípulos de Antonio y de Macario. Grupos de dos o tres solitarios habitan por suparte kalyvas ascéticas donde swe entregan a toda clase de austeridades y renuncias. Las skitas o lauras parecen curiosas aldeas, alrededor de una pequeña iglesia, de pobres casitas, en las que bajo la dirección de un Anciano los ascetas se dedican a largas oraciones o trabajan con sus manos. En habitaciones rústicas o kellia, rodeadas de huertos y vergeles, los kelliotas cultivan la tierra o ejercen diversos oficios. Once monasterios independientes conservan todavía en nuestros días el género de vida que inauguró en Athos Atanasio, el célebre fundador de la Gran Laura, muerto hacia el año 1104. Frente a ellos, nueve conventos soberanos entre los cuales están los más antiguos y los más ricos, adoptaron desde hace siglos una manera de existencia más mitigida y muy individualista, la ideo-ritmia”.

Volviendo a nuestra gegrafía espiritual y material europea, hay que tener presente que Athos no sólo fue la matriz del monacato ruso, sino también del búlgaro, el servio y el rumano. Y que también a los propios griegos les ayudó siempre a mantener el fuego sagrado. Lo cual no era óbice al surgimiento de las tensiones nacionales también dentro de la ortodoxia. Hasta el estallido de la guerra de 1914, del puerto de Odesa no era raro salieran paquebotes cargados de peregrinos a la Santa Montaña- seiscientos llegaron en julio de 1844-, donde el monasterio de San Panteleimon era su gloria nacional. Habièndsose iniciado el proceso de rusificación de la misma desde la terminación del dominio turco y el estbalecimiento del helénico en 1830. Para ello algunos monjes rusos compraban un kellion, o sea una casita o incluso cabaña. Pero la reconstruían amplificando sus dimensiones hasta sobrepasar con mucho el número de sus moradores que se reducía a seis. Y luego las presiones diplomáticas conseguían se autorizase a convertirla en una skita, a veces más grande que el monasterio a la que teóricamente se subordinaba. Por ejemplo, San Andrés, junto a Karyies, era sólo una casita de ascetas pertenciente al monasterio de Vatopedi, como tantas otras hoy a la sombra de los castaños o perdidas entre las nogaledas. Pero el gran duque Constantino Nicolaievitch consiguió su cambio de estatuto jurídico, y materialmente llegó a ser un cenobio colosal, tanto que se le llamó el palacio, despliegue apoteósico de pompa su consagración el año 1900. Lo mismo se hizo con el monasterio del Profeta Elías, de 1839 a 1881. Y si entre 1856 y 1863 no lo consiguieron con Kutlumusiu y Stavronitka fue gracias a una cierta intervención “protectora” británica y concordantes gestiones de la embajada griega en Turquía. Había monjes griegos que aseguraban que en Panteleimon habitaba disfrazada monásticamente una guarnición militar rusa...   

Pero ese corazón ruso que había llegado a ser San Panteleimon, llamado Rossikon también, tenía como tal una historia reciente, ya que bien adentrado todavía el siglo XIX su comunidad era griega[50]. Entonces el paraje sacro ruso hagiorita o de la Santa Montaña era la citada skita de Elìas, fundada que había sido por el mismo Païsij, el autor de la Philocalia, habitada ella por pequeños rusos y moldavos. San Panteleimon estaba agobiado de deudas en 1835, cuando llegó a él con otros quince monjes rusos un antiguo marino de guerra, Sergio Alexandrovich Sirinskij-Sichmatov, su nombre monástico Anikita. Pero a su vuelta al año siguiente de Jerusalén, se los llevó de allí, por haber surgido disensiones entre ellos y los monjes griegos, acaso fomentadas desde un principio por otros monasterios interesados en la quiebra del Rossikon para apropiárselo. Sin embargo, dos años después fueron los griegos quienes llamaron a los rusos. Unos y otros manifestaron entonces su júbilo fraterno, del que además de los griegos participaron los servios, los búlgaros y los moldavos, siendo la única excepción los pequeños rusos[51].  

Aunque naturalmente, aparte los factores externos, la convivencia de los dos grupos étnicos en una misma comunidad había de traer problemas. Convertidas y en aquel ambiente era natural en ésos, las que desde nuestra óptica nos parecen no pasar de minucias, como la manera de tocar los rusos las campanas, su manera de vestir y comer y las pequeñas diferencias en el rito, en tanto que los rusos no soportaban la salmodia griega. Mientras hay que tener en cuenta que, en cambio los demás eslavos y los rumanos no planteaban esas dificultades, por haberse acomodado a los predominantes usos griegos, por ejemplo en la arquitectura y la iconografía, mientras que los rusos en aquélla se apartaban de lo heleno y balcánico, y en ésta estaban muy influidos por el arte italiano del siglo XVIII, solamente preservada por los Viejos Creyentes hasta hoy la manera tradicional autóctona. Tambièn eran detonantes en Athos las peregrinaciones tan numerosas de los rusos, pues mientras los peregrinos eran muy raros en Grecia entonces, en Rusia había surgido incluso la figura del girovago que iba de monasterio en monasterio venerando iconos y reliquias, el strannik.

Mas indudablemente, el factor político y nacional acabó siendo el decisivo en el desencuentro. Los rusos de entonces estaban orgullosos de pertenecer a un imperio que nunca había estado sometido a los turcos, a diferencia de los demás cristianos griegos y balcánicos, y lejos de temer como ellos a las autoridades otomanas las miraban con desprecio. Y el dinero que de Rusia afluía en abundancia a la Santa Montaña, aun siendo salvador, no evitaba las acusaciones de materialización que les hacían los griegos. En esa atmósfera, llegaron los rusos a dar una interpretación mesiánica en su beneficio a la Epístola de Pablo a los de Tesalónica, pensando que los macedonios de aquel tiempo eran de sangre eslava, como el propio Alejandro Magno. Y se contaba la aparición a un monje griego de la Virgen, rodeada de todos los santos de Athos, pero encabezados por los rusos, siendo los griegos los últimos. Explicándolo ella misma, en cuanto ellos al fin y al cabo, si bien estaban en su casa y habían sido los primeros, precisamente por eso carecían del mérito de la expatriación que tenían los otros. Por otra parte, para la diplomacia de San Petersburgo contaba la actividad de la Misión Eclesíastica Rusa en Constantinopla, Jerusalén y Atenas, y desde entonces en la Santa Montaña también. Visitando ésa en 1867 el Gran Duque, Alexej Alexandrovich, recibido por dos hieromonmjes rusos, pero sin que saliera en la foto el higumeno griego. Un detalle que nos dispensa de cualquier otro, en la víspera de la plena rusificación de San Panteleimon.

De esos itinerarios a través de sus entonces ya viejos caminos, que fueron los del monacato desde la formación de Europa y hoy se dejan reconstruir cartográficamente al menos en la tan cambiada Europa unida nueva, los hay muy trasnochados, que nos hacen torcer el gesto desde nuestra óptica de vuelta. Ahí se quedan las concomitancias monástico-feudales, aun sin incurrir en el anacronismo burdo de enjuiciarlas trasplantadas a nuestro presente. Otras las sentimos vivientes si tenemos el espíritu abierto a los valores perennes. Pensemos por ejemplo en la circulación de los manuscritos, los cambios de los tipos de letra, la rumiación de los textos heredados. “Volver a encontrar sus propios pensamientos, sus sentimientos en ellos “, en lo que consistía toda la poesía de los tardíos benedictinos mauristas según la frase del abate Bremond. ¿Acaso pasó alguna vez el canto gregoriano y toda la monodia sacra, y nos habríamos hecho la misma pregunta antes de la doscutible moda de que está gozando en la actualidad? Y el libro más decisivo de los monjes de Occidente, la Regla de San Benito, nos sigue sonando al arrullo de una voz suave, siendo pocos los parajes que nos requieren un esfuerzo de adaptación a su tiempo para ser entendidos e incluso disculpados. Siendo ésta la coordenada de una posible captación íntima del mensaje corpóreo de los monjes medievales, susceptible de vivificar los eventos de sus crónicas, el fluir de su literatura, el idioma de sus piedras supervivientes, la visión de su m´ñusica que el ojo escucha.

A propósito de lo cual, nos parece oportuno volver sobre la antes aludida presencia del monacato en Dostoieusqui. Y antes de proseguir, nos atrevemos a sugerir si el torrente de amor de este novelista ruso no será el mejor para templar con los anhelos ideales el entramado de las consideraciones materiales que están articulando esta construcción europea que estamos viviendo. Dostoieusqui[52] escribió ser un buen conocedor del mundo monástico, y conocer los monasterios rusos desde su infancia. Después de su encarcelamiento, se dio a la lectura profunda de los Evangelios y el resto de la Biblia, y a la de clásicos de la ortodoxia como los libros de Tikon de Zadonsk, Demetrio de Rostov, y los que trataban de los Viejos Creyentes. Además de una voluminosa obra de un antiguo viejo creyente que luego se hizo misionero de la verdad ortodoxa entre los que mantenían la fe de sus padres. Se trata de Parfeny Aggeev (1807-1868), nacido en Moldavia, quien entre otros monasterios vivió algún tiempo en San Panteleimon. Los cinco tomos de su libro llevaban el título de Informe de las peregrinaciones y viajes a través de Rusia, Moldavia, Turquía y Tierra Santa[53]. Cinco volúmenes también pensó entonces Dosotieusqui dedicar a una obra que se titularía La vida de un Gran Pecador, en torno al problema que le atormentaba de la existencia de Dios, habiendo de tener el segundo precisamente por protagonista a un personaje sobre el que inmediatamente volveremos, Tikhon, en cuyo monasterio de Zadonsk también había vivido el autor viajero. Un proyecto que no llegó a cogüelmo, siendo sustituido por Los endemoniados y Los hermanos Karamazov.

Pero aunque en algunas novelas de Dostoieusqui aparezcan monjes, no se puede recomendar desde luego su lectura para conocer el monacato de su época en el mismo sentido en que para el de la Francia coetánea resulta pintiparada la obra de Huysmans. Lo que hay que buscar en él es la superación de la realidad, lo cual no es incompatible, al contrario, con el previo conocimiento de ella. Por lo tanto a cual más adecuado, a guisa de modelo, para el hombre de hoy que se acerca a los monjes de antaño con el propósito de despertar en su interior un eco de sus vidas hacia dentro y hacia afuera[54].

“Uno se mofa de la obediencia, del ayuno, de la oración. Sin embargo es el único camino que conduce a la verdadera libertad”. Esta opinión, que leemos en Los hermanos Karamazov, no puede estar más acorde con la ascética clásica, tanto de Oriente como de Occidente[55]. Y en cuanto a la descripción de la vocación ahí mismo de Aliocha, entronca inmediatamente con el llamamiento evangélico a la misma que desde la Vida de Antonio hasta ahora no ha sufrido modificación alguna: “Había elegido ese camino sólo por ser el único que le atraía entonces, y era el que representaba la ascensión ideal hacia la luz de su alma desprendida de las tinieblas. Una vez que se convenció, después de serias reflexiones, de que Dios y la inmortalidad existían, se dijo con naturalidad: Ya quiero vivir para la inmortalidad, ya no admito más compromisos”.

Ahora bien, la tremenda tensión, definitiva, hacia el amor universal y supremo, de Dostoieusqui, no se podía en ningún caso conformar con la mera vertiente institucional del monacato, aunque ella fuera digna en la circunstancia. Su ideal tenían que ser a la fuerza los monjes santos, por mucho que resultasen conflictivos. Sin detenerse por lo tanto ante la barerra que a ellos pusiera lo carismático por encima de los vínculos externos. Pero de entrada no predicó ninguna incompatibilidad de principio entre ellos y la iglesia oficial, como tampoco en la realidad la habìa salvo en casos de excepción. El starets Zósima, de Los hermanos,  tiene dificultades con su superior. Pero nada más. Lo mismo pues en la novela que en la realidad había ocurrido con su modelo, el starets Ambrosio, en el monasterio de Optino. Y hay que tener en cuenta que esa misma institución de los starets, como ya dijimos, de abolengo athonita, desde que su importación se difundió y consolidó a principios del siglo XIX, había alterado un tanto el conformismo de la existencia monástica más adocenada. Así se había quejado, por ejemplo, el superior del monasterio de Valaam, Inocente, al metropolita de San Petersburgo, Ambrosio. En cuanto a Ambrosio de Optino, como el personaje dostoieusquano, contrajo poco después de su ordenación a causa del frío una enfermedad incurable que le impedía participar en el oficio coral, siendo relegado por el Santo Sínodo en 1848 a vivir aparte, en una skita del cenobio. Desde ella atendía a las multitudes de gentes que le iban a ver, sostenía una correspondencia inmensa, y fundó y dirigió un monasterio femenino en Chamordino.

Otro caso de cierta tensión entre lo carismático y lo institucional es el del obispo Tikhon, de otra novela de Dostoieusqui, Los endemoniados, basado el personaje en el luego canonizado Tikhon de Zadonsk. En el polo opuesto, en el mismo monasterio de Zósima, el escritor carga las tintas en un asceta tan entregado materialmente a la vida penitente como soberbio, falso místico y fanático, el padre Theraponte, en definitiva tan deshumanizado como su manera de vivir, por estar la misma falta del ineludible aliento ideal para justificar una actitud que convertía esas virtudes ni más ni menos que en negativas. Un falso camino que, entroncando con las elucubraciones dogmáticas de que ya hemos dicho, ha sido visto como un monofisismo en la práctica- hasta maniqueísmo-, a pesar de la condena teórica de ése por la ortodoxia, o sea “el abandono del equilibrio de Calcedonia por la ambigüedad de Éfeso”. Situación parecida se da en Los endemoniados en un monasterio de monjas, por una parte la superiora y un monje de Athos, por otra una “loca en Cristo”, Isabel, que llevaba una vida de absoluta reclusión desde hacía diez y siete años. Y habían de aparecer las posturas ambivalentes. En el mismo monasterio de Zósima también, es el caso de un monje allí de paso, de San Silvestre de Obdorsk, en el lejano Norte. Y del lado del propio Zósima, mientras éste significa iluminadamente el porvenir, dos monjes que sin salirse del presente vivían en su skita y eran sus amigos, el padre Païsij y el padre Josè, éste el bibliotecario de la casa.   

Un porvenir en el cual el novelista proyectaba su ideal del monje, “el que guardará en su soledad la imagen del Cristo, espléndida e intacta, en toda la pureza de la verdad divina que nos han legado los Padres de la Iglesia, los apóstoles y los mártires, la cual revelará al mundo convulsionado cuandfo llegue la hora. Una gran idea. La estrella que brillará en Oriente”. Pero al margen un tanto de ese profetismo, Dostoieusqui creyó para su época, y para todas las demás, en un monacato interiorizado e incluso popular, en la penetración en las gentes sencillas del ideal monástico a la manera de un pálpito, lo que a veces paradójicamente se había en la realidad externa desnaturalizado cuando fue demasiado ambicioso de consolidarse materialmente. De ahí le creamos pintiparado para los lectores atraídos por este libro, por su argumento queremos decir. Y desde luego nada trasnochado para tener en cuenta a guisa de uno de sus posibles enfoques, ese universo novelístico dostoieusquiano en el anhelo altruista que nunca debe estar ausente de la Europa en construcción[56].



[1]Uno de los tres que integran El diablo meridiano (Madrid, 2001).
[2]O sea lo contrario de lo prescrito en la Regla de San Benito, a saber ut mens nostra concordet voce nostra.
[3]F.del RÍO SÁNCHEZ, Tres membré de Abrahám de Natpar: edición y traducción del Cod.Vat.Syr. 593 (f.1b-6b), “Studia Monastica” 42 (2000) 347-78. Sobre el autor, id., íbid., 53-63, y además: A.BAUMSTARK, Geschichte der syrischen Literatur (Bonn, 1922); A.VÖÖBUS, Syriac and Arabic Documents (Estocolmo, 1960) e History of the School of Nisibis (Lovaina, 1965).
[4]H.Farmer, A Letter of St.Waldef of Melrose Concerning a Recent Vision (“ Analecta Monastica” 5,  “Studia Anselmiana” 43; Roma, 1961), 102-59-
[5]Ceterum luxurie, in quantum potuit, nocte ac die vacabat, adei ut, et si facultas daretur, non sibi parceret nec Deo deferre quin, immoderata furentique libidine seviens, cum utroque sexu nefarie peccaret.Hec illi cura, hoc desiderium. Ad hoc estuabat, ad hoc suspirabat. Sola defuit facultas, sed mansit voluntas. Iniquitas perfecta est in corde, sic et in opere si possit
[6]C-H.TALBOT, The Liber Confortatorius of Goscelin of Saint-Bertin. (Íbid., 3, 37; 1955) 1-117.
[7]Sic tu igitur, o pignus meum dulce, si nec dum hereditariam vivorum regionem mentis intrasti vigore, si oblitam petite patrie tedeat aliquando solitudinis, captivitatis et clausule, erige tibi columnam fidei, tentorium spei, et quasi inde picto omni colore tabernaculo in lege Domini oblectare, exercitando et meditando in ea die ac nocte, cum sanctorum exemplorum multimodo decore. Tum eternam claritatem eternamque noctem animo metire, tantaque spe vel timore tedia pelle. Delectare in Domino, iam desines esse fastidiosa. Esto cum Domino, iam non eris solitaria. Liberata a servitute peccati inter filios adoptionis Dei liberta, iam non eris captiva.
[8]J.MORSON, The De Cohabitatione Fratrum of Hugh of Barzelle (Íbid 4, 41; 1957)119-40.
[9]Non enim omes tanti huius boni iucunditate fruuntur quicumque videntur habitare fratres in unum. Videntur siquidem multi habitare in unum, et habitant, sed in unum locum, in unum nemus, non in unitate spiritus, quod intendit sermo propheticus. Continentur corpore unius claustri parietibus sed mente vaga per desideria erroris distenduntur, et pravis moribus invicem mordentes et comedentes ab invicem consumuntur. Hi sunt qui saeculo renuntiaverunt, sed verbo non facto, mutatione vestis non voluntatis, professione labiorum non conversione morum
[10]Enfermedad y pecado (Barcelona, 1961).
[11]”Así, ha sido posible la edificación y la vigencia de una Patología escuetamente científico-natural, ciega o miope para todo cuanto en la apariencia o en la entraña de la enfermedad nos permite descubrir la condición personal, humana, del paciente. Los enfermos han sido siempre lo mismo: hombres enfermos, seres a la vez íntimos y corporales, libres y obligados, cuya vida está sufriendo una perturbación preternatural. Pero el médico- relativamente libre también, en cuanto hombre, para elegir los puntos de vista de sus interpretaciones- se ha empeñado a veces en concebir científicamente  la realidad de sus pacientes mirándolos  sólo según la concepción corpórea y obligada de esa realidad”; pp.13-4.
[12]J.ALLIEZ y J-P.HUBER, L’acédie ou le déprimé entre le péché et la maladie, “Annales Médico-Psychologiques” 147 (1987, 5) 393-408; S.WENZEL, The Sin of Sloth: Acedia in Medieval Thought and Literature (Chapel Hill, University of North Carolina Press, 1967)..
[13]Citada por A.SCHMIDT, Zusätze als Problem des monastischen Stundengebets im Mittelalter (Münster, 1986)  197.
[14]Hay quienes dicen que para él son únicamente siete, pero es una cuestión de terminología de los pecados como tales o sea formal y superficial la que al opinar así se tiene demasiado en cuenta.
[15]En cambio incluye aparte la envidia, que para Casiano es una mera secuela del orgullo o la soberbia. ësta última es para Gregorio un super pecado. De ahí las discrepancias en cuanto a la cifra..
[16]De F.Jürgensmeier Friedhelm; II (1973) 281-99.
[17]D.KNOWLES, The Monastic Order in Englad, 940-1216 (Cambridge, 1963) 662-78.
[18](París, 1983).
[19]Famille et sexualité dans l’Occident médiéval (ed.G.Duby y J.Le Goff; París, 1977); G.DUBY, Medieval Marriage. Two Models from Twelft Century France (Baltimore-Londres, 1978); J-T.NOONAN jr., Power to choose, “Viator” 6 (1973) 410-34.
[20]R-H-HELMHOLZ, Marriage Litigation in Medieval England (Cambridge-Nueva York, 1974).
[21]S.STRONSKI, Le trobadour Folquet de Marseille (Cracovia, 1910).
[22]R.BOASE, The Origin and Meaning of Courtly Love. A Critical Study of European Scholarship (Manchester, 1977).
[23]J.DEROY, Thèmes et termes de la fin’amors dans les “Sermones super Cantica Canticorum” de saint Bernard de Clairvaux, “Actes du XIIIe Congrés International de Littérature et Philologia Romanes” (Québec, 1976) 855.
[24]L.POLLMANN, Die Liebe in der hochmittelalterliche Literatur Frankreichs (Frankfurt, 1966).
[25]A propósito del estimulante ejemplo del ya citado Hermann el Paralítico (1013-54), véase R-B-C.HUYGHENS, Deux commentaires sur la séquence “Ave praeclara maris stella”, “Cîteaux” 20 (1969) 113-28.
[26]L.KRINETZKI, Die erotische Psychologie der Hohen Lieden, “Theologiche Quartalschrift” 150 (1970) 404-15.
[27]E-G.WEINTRAUB, Chretien’s Jewish Grail: A New Investigation of the Imagery and Significance of the Grail Episode based upon Medieval Hebraic Sources (Toulouse, 1975).
[28]Tabla es un galicismo que en castellano tiene evidentemente otro sentido.
[29]T.NYBURG, Das Gesamtkloster als Rechtseinheit im Lichte der Klosteridee Birgittinas, “Zeitschrift der Savigny-Stiftung für Rechtsgeschichte, Kanonistische Abteilung” (1988) 357-90.
[30]En la obra colectiva “Les religieuses dans le cloître et dans le monde” (Saint-Étienne, 1994) 456.
[31]E.GILOMEN.SCHENKEL, “Officium paternae providentiae, ou supercilium noxie dominationis”. Remarques sur les couvents de bénédictines au Sud-Ouest du Saint-Empire”, libro acabado de citar, 367-77. La frase latina está tomada de una bula papal en la materia, promulgada en 1145 para regular las relaciones entre Molesmes y las monjas de Jully-les-Nonnains.
[32]Como Petershausen, Wagenhausen, Rheinau, Fischingen y St.Jean en el valle del Thur.
[33]Para el que se tomaron como modelo  el monasterio doble de Muri y la comunidad de Berau, apartada hacía unos años del masculino de San Blas.
[34]Del cual dependía Fahr, que sin embargo no fue nunca doble..
[35]Que además del mismo de San Blas tenía los citados de Hermetschiwil y Rüesgau, y Mur, Berau y Trub. Pero éste último y Rüesgau no fueron dobles.
[36] Que además del propio Hirsau y el citado de Schafhouse, teníaKentheim y Allerheiligen.
[37]Precisamente a instancias de Guillermo de Hirsau.
[38]Muy activo también en la parte alemana de la dióvesis de Lausana.
[39]Transferido a Sölden en 1115.
[40]M.BERNOS, p.413 de la obra citada en la nota anterior.
[41]P.331 del mismo volumen.
[42](París, 1954).
[43]J.DELARUN, L’impossible sainteté. La vie retrouvée de Robert d’Arbrissel (París, 1985).
[44]B.BARRIÈRE, Les problèmes d’une communauté cistercienne double: le cas d’Obazine-Coyroux, XII-XVIII siècles, “Cadres de vie et societé  dans le Midi médiéval. Hommage à Charles Higounet. Annales du Midi” 102 (1990) 149-59.
[45]Corbie, abbaye royale. Volume du XIIIe Centénaire (Lille, 1963).
[46]G.OOGHE, pp.263-81 de la obra colectiva citada en la nota anterior.
[47]H.BEUMANN, Einhard und die karolingische Tradition in ottonischen Zeit, “Westfallen” 30 (1952) 150-74.
[48]P.PASCAL, prólogo a E.AMAND DE MENDIETA, Le Mont Athos. La prequ’île des caloyers (Desclée de Brouwer, s.l, 1955).
[49]Hemos tomado esta ortografía de don Miguel de Unamuno.
[50]A-E.TACHIAOS, Controverses entre grecs et russe à l’Athos, “Le millénaire du Mont Athos” (Venecia-Chevetogne, 1963) 2, 159-79.
[51]Parece que así llamaban entonces a los ucranianos.
[52]N.LOSSKY, Dostoiewsky and his Christian Understanding of the World (Nueva York, 1953).
[53]Publicados en Moscú en 1855, menos el útlimo póstumo.
[54]L.ZANDER, Dostoiewski et le problème du bien (París, 1945).
[55]De la vida consagrada occidental, Dostoieusqui sólo tenía noticia de los jesuítas, tan deformada que los veía como una sociedad criminal, como La araña negra del juvenil Blasco Ibáñez.
[56]Sobre el monacato interiorizado, otro punto de vista ortodoxo, el de P.EUDOMIKOV, La vie spirituelle et la foi au XX siècle (París, 1965). Sus ideales religiosos no son nuestro tema. Limitémonos a subrayar que cita una tesis, la del padre Florovsky, según la cual el monacato es algo provisional, a su vez apoyado en una idea de Juan Crisóstomo, de ser necesarios los monjes porque el mundo no es todavía cristiano. Pero nada más lejos que todo esto de la vida cotidiana...El autor contrapone también la huida del mundo de una posible presencia monástica en él.Y citando al arzobispo ortodoxo de San Francisco, el padre Juan Chakovsky, cree posible también diferenciar el monacato negro, exteriorizado con la sotana y el klobuk, y el blanco invisible,

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