domingo, 20 de octubre de 2013

EN LA INFANCIA Y DESPUÉS. RECUERDOS DE LOS TÍOS Y DE LOS PRIMOS.

EN  LA  INFANCIA  Y  DESPUÉS.   RECUERDOS  DE  LOS  TÍOS  Y  DE LOS PRIMOS.


Mi recordado amigo Fernando Collado escribió un libro titulado El teatro bajo las bombas. Es un estudio exhaustivo de la actividad escénica en el Madrid de la guerra civil. En el día 5 de marzo de 1939 consta una representación. Pero debe tratarse de un programa que no se consumó. Pues la resistencia a la sublevación del coronel Casado hacía entonces muy difícil el tránsito por la ciudad.

Ese mismo día mi padre estaba muerto en el piso interior del número cuatro de la calle de Arango, donde nosotros hubimos de improvisar vivienda para los años de la contienda  al sorprendernos inopinadamente allí su estallido. La funeraria no acudió precisamente con puntualidad.

Veintitrés días después Madrid cayó. La sierra dejó de ser una frontera entre la capital y nuestra tierra. Enseguida vimos a algunos paisanos. Ramiro Rodríguez Vaquerizo, un hermano militar de mi tío Eudosio, nos recogió y nos llevó a Cantalejo, donde vivían mi abuela con mi tía Juanita, soltera, maestra, y mi tío Eudosio. Hicimos el viaje por Segovia. En el restaurante donde comimos yo le pregunté al camarero que a cuántos garbanzos tocaba. Me pareció que bromeaba cuanto me contestó que  todos los que quisiera. Mi tío político Eudosio era farmacéutico y se había casado con mi tía Peñita durante la guerra, en la que nació nació mi primo Jaime.

Enfermo ya de la tuberculosis que acabó con él, mi padre presagiaba para él un futuro Aquejado de la tuberculosis a la que sucumbió, mi padre se presagiaba un futuro enfermizo y débil, y confiaba en que los ahorros hechos en los breves años de su ejercicio profesional de procurador en Sepúlveda, nos permitieran subsistir, aunque él tuviera que trabajar con menos intensidad. Pero el nuevo Estado confiscó nuestro modestísimo patrimonio. Nuestro único recurso en la postguerra iba a ser pues la caridad de la familia materna. Con esto no quiero decir que la paterna se desentendiera. Pero naturalmente mi madre prefirió vivir con los suyos y gracias a la buena acogida que encontró no fue necesario acudir a la otra rama.

Llegamos a Cantalejo ya de noche. Creo que dormimos en casa de mis tíos, que vivían en la Plaza, en la misma casa de la botica. Despertaron a mi primo Jaime para que nos conociéramos. Yo tengo el recuerdo de haber sentido entonces algo así como la entrada en un mundo nuevo, de perspectivas insospechadas, y que la gran ciudad y la vida anterior se quedaban en un panorama definitivamente ido y sin vínculo ninguno con la realidad a la vista que acaparaba el futuro. No tener que contar los garbanzos había sido un buen comienzo. 

Días después, en casa de la abuela descubrí una lata grande de azúcar. Había terrones gigantescos y muy compactos, de una dureza deliciosa, incluso gratos a la vista, como si fueran pequeñas obras de arte. El paraíso.

A pesar de lo relativamente crecido de su vecindario, en Cantalejo era costumbre invitar en las bodas a un piscolabis a todo el vecindario. Al poco de llegado, yo entré en un patio donde se estaba rindiendo tributo a  ese uso. Los bollos de Cantalejo eran grandes, pesados, muy sólidos, harinosos, algo duros, el extremo opuesto a los soplillos de Sepúlveda.  Pero a mí me gustaban. No veía defectos en esas cualidades. Y me atiborré tanto de ellos en esa ocasión que llegué  a llamar la atención. Ahora bien, los bizcochos borrachos que yo descubrí luego en una de las confiterías estaban en otro ámbito. Su excelsitud me pareció milagrosa. No bocados de cardenal, sino de Sumo Pontífice.

Una de las oportunidades perdidas en Cantalejo de que me arrepiento es de no haber disfrutado más de la seducción del pinar, no haberle aprovechado más como fuente de inspiración. Tengo nostalgia de las turmas, unos tubérculos que se criaban bajo su arena. Con ellas podían hacerse tortillas. Parece que ahora el pinar está más descuidado, aparte de mermado, y se crían menos.

El día 14 de abril, el párroco don Primitivo Galán Arribas me bautizó y dio la primera comunión en la formidable iglesia de San Andrés. Me regaló una estampa en la que se veían la Plaza de San Pedro y el papa Pío XI. Al reverso escribió a máquina “bautismo y primera comunión”. En mi casa tacaron la primera palabra, para que no se viera que el bautismo había sido tan tardío.

Enseguida aprendí el oficio de monaguillo, entregándome a la seducción de la liturgia que me sigue acompañando. El mayor atractivo por todos los acólitos compartido al ayudar a misa era tocar la campanilla. Una vez en que mi compañero se adelantó y me la quitó, yo le di unos golpe en la espalda con el apagavelas. Don Primitivo se dio cuenta de que algo raro había pasado. Llegados a la sacristía nos hizo a los dos algunas preguntas, pero antes de darnos tiempo a responder dio a mi compañero una bofetada. Así terminó el episodio.

Mi primera borrachera fue, con ese motivo, en la Virgen del Pinar. Ésta se venera en una ermita alejada, y algunas de las veces raras en que allí se decía misa de encargo, los interesados llevaban provisiones para dar lo suyo a la mesa terrena después de haber rendido tributo a la celestial.

No sé cómo había en casa un pasamontañas que tapaba completamente la cara, dejando sólo la abertura de los ojos. Su abrigo era una delicia, sobre todo para ir a la escuela algo alejada. Pero mi tía Peñita le estimó antiestético, incluso ridículo, y le hizo desaparecer. Cuando fui a Murcia a servir mi primera notaría, quedé cautivado por esa tierra ubérrima. Pero el clima fue mi única sorpresa desagradable. Yo estaba convencido de que allí la primavera y el verano eran continuos. Y pasé frío. La explicación está en que sus gentes se acostumbran al leve frío que tienen. Nosotros no podemos acostumbrarnos a nuestro frío horripilante. Y de ahí que paradójicamente tampoco podamos estarlo al menor frío suyo.

                                   -----------------------

Mi abuelo Matías había muerto a los treinta y siete años en la gripe de 1918. Años después de la guerra y la postguerra que tantos sufrimientos la depararon, mi madre decía que, a pesar de ello, el horror de esos largos años no había llegado al de los pocos días de la epidemia.

El abuelo era tratante en granos. Sabía disfrutar amablemente de sus ratos de ocio, sobre todo en la Confitería, que también hacía de bar y era sede de tertulias. ¡Aquellas discusiones de buena pasta en la guerra europea entre los aliadólfilos como él y los germanófilos! A mí no se me apaga el sentimiento de no haberle conocido.

Mi madre, la hija mayor, tenía trece años al quedarse huérfana. La seguían las tías Fina, Juanita y Peñita, ésta de tres años nada más. Mi abuela Felisa no continuó el negocio y logró subsistir de la modesta renta heredada. Los años anteriores a la guerra vivió en Segovia. Supo pues hacer frente a la difícil coyuntura.

Cuando mi abuelo murió estaba algo distanciado de su única hermana María. A pesar de ello para sus sobrinos era una fiesta encontrársele por su generosidad con ellos. Ella naturalmente fue a verle en su última enfermedad. No consciente del todo, a él le sorprendió la visita, como un aviso de la gravedad de su estado. “¿Qué pasa? Qué pasa?, contó mi madre que decía. Su hermana al despedirse de mi abuela la dijo: “Salva a tus hijas”. Y ella así lo hizo. Él era hermano de la Cofradía de Plagas y el año de su muerte le había tocado el menester de llevador de cadáveres.

Mi tía Peñita era guapa y simpática y tuvo mucho éxito entre la mocedad de nuestra ciudad de provincia. Su marido había tenido la farmacia en la misma Segovia, en el Azoguejo, pero acabó echando en Cantalejo sus raíces profesionales y hogareñas. Él era del vecino Fuenterrebollo. Me acuerdo de la simpatía que mi tía inspiró a mi primera mujer en el corto trato que pudo tener con ella. La tía tenía un genio vivo, y ello le hacía incompatible con cualquier asomo de rencor.

Mi tía Juanita había comenzado su ejercicio de maestra antes de la contienda. En casa estaba la gran estampa de Cristo que retiraron en la República de su escuela de Fuentes de Cuéllar. Un compañero suyo de las escuelas graduadas de Cantalejo, Joaquín Duque,  acabó siendo su marido; por eso esos primos se llaman Duque Conde. Era de La Granja, donde su padre trabajaba en la administración del Palacio Real, y un tío fue canónigo de la colegiata. Antes de la guerra él había sido por corto tiempo maestro en Sepúlveda. A su terminación pudo continuar en el ejército, pero prefirió la docencia,  librándose así de las previsibles servidumbres de esos años duros, a  costa de renunciar a oportunidades económicas pero en aras de la ética.

Mi tía Fina se había independizado antes. Se hizo enfermera en el Instituto Rubio de Madrid, y en la guerra sirvió en la sanidad militar. La oí contar una vez de cómo se conseguía mantener el trato debido a los prisioneros heridos y enfermos, a pesar de ciertas intervenciones en contra.

                                   --------------------------

Yo había aprendido en Madrid, naturalmente en casa, a leer, y también a escribir pero sólo en letras mayúsculas de imprenta. Mi primer maestro fue mi tío Joaquín en Cantalejo. Él enseñaba en un grado superior al que me correspondía, pero me pasaron a él.

De aquellas escuelas recuerdo un pequeño museo etnográfico que acababan de hacer los maestros, con la sola ayuda de sus discípulos. Había en él naturalmente miniaturas de trillos, el medio de vida del lugar, juntamente con la trata de ganados. Ambos menesteres nómadas, pues los trillos de fabricaban allí, pero los cantalejanos recorrían casi toda la Península  vendiéndolos.

Mi tío me enseñó una vez el Boletín Oficial del Estado en que figuraba su nombramiento. Quería que viera su nombre en letras de imprenta. Todavía a estas alturas, yo sigo manteniendo la misma ilusión por la impresión de mis textos.

Cuando me llegó la edad del bachillerato, se decidió que estudiara libre el primer curso. Mi tío Eudosio me daría las matemáticas y las ciencias naturales, y las demás asignaturas mi tío Joaquín. Mi tío Eudosio se había preparado para la academia militar y dominaba la materia. Pero además era un formidable pedagogo.

Enseguida mi abuela se volvió a Sepúlveda a vivir, con mi madre y conmigo. El segundo curso le hice interno en el colegio Corazón de María de los claretianos de Aranda de Duero. En el primero me había sentido un privilegiado. Estudiando sin dejar la casa y dando las clases literalmente en familia. Como un príncipe con sus peceptores.

De la tía Juanita, cuando vivía con nosotros de soltera, tengo un recuerdo dulce y casi poético. Ahora se me representa su estampa de entonces encarnando la doncellez, pero en el espíritu  con la maternidad en germen. Toda la profundidad del eterno femenino.

Recuerdo que una vez entró casi saltarina por el pasillo diciendo que se había comprado un reclinatorio, pieza desde luego del ajuar en esos tiempos. Otra nos anunció alborozada una visita del novio, que mi abuela vetó, lo que ella aceptó sin protesta. Un 28 de diciembre fui temprano a pedirla un duro para un encargo de casa. Me le dio y en medio de la escalera la grité que se lo pagarían los Santos Inocentes. Entonces ya se había casado.

La nueva casa de mis tíos estaba enfrente de la de mi abuela, hacia la salida del pueblo. Desde ella se veía a algún trillero cuando trabajaba al aire libre, abriendo en la madera las hendiduras con el escoplo para meter en ellas las pequeñas piedras a golpes de martillo. Cuando eran varios, el conjunto tenía alguna musicalidad.

Abrieron también allí una panadería nueva. Me sorprendió que el rótulo, “panadería mecánica”, se pusiera pintando los moldes de las letras que había en un cartón perforado. En un antiguo libro de texto de agricultura vi yo reproducida una de las máquinas del establecimiento.

El primer parto de mi tía Juanita fue una niña muerta. Llevaron a nuestro portal el pequeño ataúd blanco para evitar a la joven madre la tristeza de los cantos latinos de las exequias, por más que la Iglesia los celebre como jubilosos Pero a pesar de ello la llegaron. Después nació Charito, mi única prima materna, seguida de Joaquín, Quinito le llamábamos entonces, y Jesús Mari. Éste colaboró conmigo en los años de mi notaría madrileña.

En el otro hogar vino al mundo Adolfo, un día de diciembre, San Dámaso. Luego Javier y Antonio, éste algo tardío. Yo le saqué de pila. Ya no están con nosotros Javier y Jesús. Javier y Jaime fueron hombres de mar, cual otros de tierra adentro. Adolfo se casó con la nieta de don Conrado, un amable médico de Cantalejo, y ejerce la profesión paterna en Cartagena. De don Conrado recuerdo yo que fue como facultativo de  visita a nuestra casa cuando yo estaba en el soleado patio haciendo una traducción del francés, a la que me ayudó. “En una región lejana”, pero él me apostilló que en castellano el adjetivo se ponía antes que el nombre y había que modificarlo, “en una lejana región”

Mi tío Eudosio era sosegado, silencioso, pero si uno se fijaba podía advertirle cierta sabiduría tácita y una honda asunción de la condición humana, determinante de un adecuado saber estar en el mundo y entre los hombres. Mi tía Peñita había encajado con plenitud en la sociedad del lugar. Ellos se quedaron allí toda la vida. Mis otros tíos se  trasladaron a Madrid cuando les fue posible, buscando para los hijos oportunidades más asequibles, como efectivamente consiguieron.

 Mi tío Joaquín murió todavía joven. Fue en los años de mi primer matrimonio. Mi primo Joaquín estaba cursando la carrera de ingeniero de minas. Mi primera mujer, Cata, se anticipó a sugerirme que si era preciso debíamos ayudarle a completar sus estudios. Se lo dijo también a mi madre. Creo que a nadie más. Pero no fue necesario. Ni siquiera se habló de eso. Mi tía salió adelante como su madre en la generación anterior.

La vida de Cata fue tan corta que no llegó a  conocer a casi nadie de la familia. Por casualidad, Joaquín visitó con nosotros, habiendo coincidido en Madrid, el convento de las Dscalzas Reales.

Entonces se viajaba menos y encontrarse algo lejos de la tierra nativa era un pequeño acontecimiento para los paisanos. Esas escasas idas y venidas se aprovechaban para enviar recados, o salutaciones sencillamente. Mi tía Fina vivía en Valencia ejerciendo su enfermería y uno de esos contactos fue con un militar cantalejano, Claudio de María. De ahí surgió su boda. Muy poco después de ella, mi tío tuvo que irse al frente ruso. Yo recuerdo el halo algo misterioso de los sobres de su correspondencia en que siempre nos decía que ni un momento nos olvidaba, Feldpost, correo de campaña. Tuvieron un hijo único, como yo, José-Manuel. Mi tío era cariñoso, espontáneo, poseído de los afectos familiares.

Para mí era un lujo contar con su casa en Valencia. Allí descubrí las fallas. Me acuerdo de uno de los imponentes desfiles, no de los más populares, diurno, de una oficialidad municipal, pero que a mí me dio una formidable impresión urbana. Soy un hombre de tierra adentro a quien siempre ha atraído el mar. Y la luminosidad mediterránea.

José-Manuel y yo hacíamos a veces curiosos y aberrantes experimentos culinarios  cuando nos quedábamos solos. Una vez coincidí con Javier, que hizo escala en ese puerto. José-Manuel se acuerda de que la primera vez que vi con él el mar dije: “Mare Nostrum”. Una de mis tontas pedanterías, por sentida que fuese.

Mi tía era maternalmente cariñosa. A diferencia de otros coterráneos ella se adaptó bien a la vida valenciana. En sus últimos años frecuentaba más el pueblo natal. Para mí ha sido una de las grandes satisfacciones haber tenido ocasión de acogerla, lo que por las circunstancias con otros tíos y primos no me resultó hacedero.

Me acuerdo de la recomendación que mi madre me hizo a raíz de una operación suya de diagnóstico muy pesimista que felizmente resultó fallido: “Si yo me muero, quiérelos que ellos te quieren”. Estaba pensando en sus hermanas y sus sobrinos.

                                               -----------------------------

Cantalejo ha tenido un formidable historiador, el clérigo Francisco Fuentenebro. En su monumental historia del lugar ha tenido la generosidad de citar un texto de mi padre, elogioso de la laboriosidad y empuje de aquellas sus gentes, que podían ser un ejemplo para nuestra Sepúlveda un tanto adormecida. Yo estoy complacido de haber prologado su libro. Y de haber dado el pregón de unas fiestas del pueblo, evocando aquellos años, lo que ahora hago con más ternura que nunca, a medida que se acerca la despedida. Mi padre tenía despacho en Cantalejo y le atendía los viernes que era su día de mercado.

Insospechadamente, un recuerdo mio sirvió a Fuentenebro de fuente oral para su libro. Se trata del enigmático bombardeo de Cantalejo en la guerra civil. Yo estaba con mi madre en nuestro piso de Madrid, ya que mi padre estaba en el frente. Estaba dando la radio las noticias. Recuerdo la voz sosegada de bajo del locutor: “H sido bombardeado Cantalejo, pueblo de la provincia de Segovia”. No recuerdo el resto de la información. Mi madre no pudo contenerse pensando en la suerte de los suyos. Que la radio republicana diera la noticia de esa manera ha resultado interesante para Fuentenebro y así lo menciona.

                                   ---------------------------------------

Desde entonces hasta ahora ha tramontado un mundo y ha emergido otro. Y se ha pasado mi vida. Muchas páginas, muchos folios. In angulo cum libro, con un libro en un rincón grato. Una estampa de felicidad. Accipite librum et devorate illum, coged el libro y devoradlo, es una exhortación de la Sagrada Escritura. No hay nada mejor que un legajo, me dijo un canónigo archivero. Es justo e inevitable que yo asocie ese paisaje a aquellas primeras lecciones de mi tío Joaquín.

Una vez acompañé a éste en Segovia a la entrega de un trabajo escolar que presentaba a  un concurso cervantino. “Es sincero y tiene su sello de originalidad”, recuerdo que le dijo el compañero que la recibió. Siempre que yo recuerdo las realizaciones de entonces con tan escasos medios, no puedo menos de cotejarlas con la decadencia de ahora en que tanto nos sobran.

De mi tio Eudosio recuerdo que alguna vez me daba unas pastillas de goma de su botica. Eran medicinales pero valían para golosinas. La memoria de aquella farmacia, y de otra que unos parientes paternos tenían en Buitrago, creó en mí una estimación respetuosa de ese menester, un tanto aureolado de algún poder mítico. Es un lugar común decir que los boticarios de hoy sólo despachan, y que para eso sobran los estudios universitarios. Pero es incorrecto este uso del verbo despachar, la palabra específica es dispensar. Y no ha tramontado del todo la fórmula latina de las recetas que les encargaba el médico, fiat secundum artem. Alguna vez voy a la Academia de Farmacia y me he interesado por suhistoria. Uno de los académicos, Albino Sacristán, es de Cabezuela.

Y cuando ahora veo a algunos de mis primos en nuestra Sepúlveda, con más juventud que yo, con menos vejez en todo caso, tengo la sensación de que estoy disfrutando de mis últimas victorias sobre el tiempo. Charo con su marido Miguel, hombre de curiosidades y méritos, sólido conversador de mente bien ordenada, en algunas escapadas desde su fronterizo Badajoz, y los hijos que continúan esa presencia, ocupan la casa donde yo nací y tuvo mi padre su despacho. José-Manuel disfruta de cuantas escapadas puede con Gloria desde su Levante luminoso. Ir desde Madrid a Sepúlveda en busca de mesa y sobremesa es siempre un pequeña fiesta para Jaime.

Y Joaquín es edil de nuestro municipio. Como lo fue el abuelo Matías. Sepúlveda se ha enriquecido cuando ha plantado en ella su morada, con la prima canadiense que por su sensibilidad y su cultura es un lujo para la familia, venida de la otra orilla septentrional, pero tan nuestra como las compañeras de la vida de los otros. En ella se conjugan la mujer fuerte de la Escritura y toda la dulzura de la femineidad. Cuando la oímos cantar gregoriano en El Salvador, ¿no sentimos que donde lo universal está es en lo local? A uno de sus hijos le han puesto Matías, como el abuelo. Un regalo este injerto de la Nouvelle France en nuestra vieja Castilla. Autora su madre de un libro sobre teatro, la unión en el espíritu creador a las dos orillas del océano que ya no es tenebroso.

                                   -------------------------------

Se me viene a las mientes un canto a los antepasados del poeta sueco Erik-Axel Karlfedt, premio nóbel el lejano año de mi venida al mundo: Sus nombres no se mencionan en los Anales, vivieron en paz y humildad, pero yo vislumbro su procesión perdiéndose en la noche más oscura del tiempo. ¡Mis antepasados! En el tiempo del dolor y de la tentación, vuestra memoria fue mi fortaleza. En mis mejores momentos de intenso bregar he pensado en vuestro dolor, en vuestro pan escaso y duro. Ahora paso el verano y el otoño buscando ritmos y rimas. Pero si algún día retumbara en mi verso el eco de la tormenta o del oleaje del mar, si se oyera en él un trino, si algún sonido del bosque profundo se hiciera un susurro, seriais vosotros, después de tantas generaciones, vosotros con el hacha en la mano, tirando del arado y del carro.

Eso lo escribía el poeta en 1931. Eso lo podemos aplicar nosotros a nuestros trasabuelos, los que vivieron en el valle del Pas y los que vinieron a Sepúlveda. Con ciertas enmiendas y salvedades, también a mis padres y mis tíos.

Yo hago mío el título de un libro de Georges Simenon, Je suis resté un enfant de choeur, yo sigo siendo un monaguillo. Todavía me deleita recorrer las páginas tan olvidadas de los tratados ceremoniales. Y me ilusiona que una frase del abuelo Matías podría haber facilitado la exposición de uno de los ritos. Veamos.

En la llamada misa de tres curas, casi siempre los dos ministros asistentes, el diácono y el subdiácono, estaban uno a cada lado del oficiante. Pero alguna vez se ponían en  fila, uno detrás de otro. Pues bien, el abuelo Matías hablaba de las misas de tres en ringle y dos con porra. Tres en ringle aludía a la colocación  que acabo de decir. Los dos con porra eran un añadido a las misas que en Sepúlveda se llamaban de cabildo, en recuerdo de las de capas y cetros del antiguo Cabildo Eclesiástico. Dos clérigos con capa pluvial se mantenían inmovilizados durante toda la misa a sendos lados del altar.

Cuando el abuelo nos dejó, las misas de cabildo eran ya un lujo raro. Yo no he conocido más que una. Pero sí tuvo la suya de los tres en ringle. Y en esos días en que los muertos no podían permanecer en la casa y se dejaban solos en el cementerio, enterrados precipitadamente a veces, mi abuela se ocupó de que él tuviera dos veladores en la noche anterior a su sepultura. Su esquela ocupó toda la primera plana de El Adelantado de Segovia. Acaso ese dispendio fue la última página de la etapa precedente, inaugural de la esforzada lucha por la viuda de la joven viuda.

Me acuerdo de una breve estancia en San Francisco. En un escaparate vimos un libro sobre la gripe del Diez y Ocho. Le compramos inmediatamente. Y en el pasillo del hotel nos cruzamos con una vieja dama que le llevaba en la mano. Estoy convencido de que la habría traído algún recuerdo parecido al mío.

Las noticias a la fuerza escasas de los muertos jóvenes nos resultan más valiosas, máxime si no hemos llegado a conocerlos. Por eso traigo a colación un episodio de la vida de mi abuelo. Era amigo del ingeniero Luis Carretero Nieva, destinado en Segovia después de haber recorrido ampliamente las Españas. Es autor del libro titulado Las nacionalidades españolas. Exiliado en Méjico, su hijo Anselmo Carretero Jiménez continuó el cultivo de ese tema. Una nieta, académica correspondiente de San Quirce, es máxima autoridad en tapices,  conservadora de los del Patrimonio Nacional.

Carretero Nieva pasó ocho días en casa de mis abuelos. Mi madre le recordaba paseando de un extremo a otro de la casa, a pesar de no haber en ella mucho espacio para el peripatetismo.

                                   ---------------------------------------------------------

Yo había ya dejado de ser joven cuando pasé una noche en el piso madrileño de mi tía Juanita. Recuerdo el cariño con que me puso una manta suplementaria sobre los pies. Ese detalle tiene para mí valor de símbolo. A un médico humanista, Domingo García Sabel, le oí unas conferencias sobre el momento de la muerte. De algunas de las posibles maneras en que la parca nos podía llegar, él mismo decía que como médico le gustaría tener alguna de ellas. Yo diría lo mismo de aquella escena junto a mi tía. Que un sueño de esa memoria tan dulce como ahora me resulta fuese el último.

Las circunstancias de nuestras vidas han determinado que mis contactos con los tíos y los primos hayan tenido intermitencias. La que más lamento es la poca frecuencia de los encuentros con mi ahijado Antonio. Acaso alguna vez yo haya podido dar la impresión de haberse también debido esas relativas lejanías a mi inmersión en el mundo de los libros. Mas os aseguro que no ha sido así. El abate Bremond lo dijo a propósito de los valores humanos de los benedictinos mauristas: El polvo de las bibliotecas no seca el corazón.

Yo fui un niño difícil de nacimiento y la ausencia de mi padre no implicó precisamente un alivio, aunque mis tías y mis tíos hicieron lo más posible por suplirla. Por eso no me mostré tan cariñoso con los míos  como hubiera debido. En mi descargo lo único que puedo alegar es que nunca me ha faltado la sensibilidad para lamentarlo. Cual otras cosas.

Recuerdo una polémica de los años Cincuenta en París sobre el entierro de la escritora Colette. Ésta era una divorciada casada civilmente después. El arzobispo Feltin la negó las exequias religiosas. Era la disciplina canónica de entonces. El escritor católico inglés Grahan Green escribió una carta disconforme al prelado. Él le contestó alegando la obligatoriedad de esas formas en el fuero externo, pero apostillando que en el interior de cada uno sólo Dios sabía donde terminaban las culpas y donde empezaban los méritos. Sólo Dios y cada uno. Y yo al penar esto último no me busco una absolución fácil.

Por otra parte las aventuras intelectuales que yo he corrido, aun reconociendo su valor, quiero decir el de ellas en sí mismas no el de mis capacidades, no son un valor supremo. Acaso mis primos se hayan acercado más a  éste.

Volviendo la vista atrás, recuerdo algunas críticas que en ciertos momentos hice a aquellas gentes, lugares y tiempos. Por supuesto que las lamento y retiro. Pero de veras pienso que algunas eran una censura desviada que me hacía a mí mismo, una excusa subconsciente para absolverme de no haber correspondido como era debido a lo que en todo ello había de riqueza, escondida o a la vista.

Otras veces mis reparos podían deberse precisamente a una valoración de las personas que eran su objeto y un juicio superficial de haberse ésas quedado por bajo de ellas. Juicio superficial digo. Sin llegar a lo altisonante, pienso en mi tío Eudosio. ¿Acaso hay que lamentar que su farmacia estuviera en Cantalejo en vez de haberla continuado en la Plaza del Azoguejo? El planteamiento no es de recibo. Me acuerdo ahora de un amigo que enseñó en el Instituto y en la Universidad y confesaba haberle dado mas satisfacciones aquél que ésta.

Un cultísimo boticario de León me aseguró una vez que el colegio de Valladolid al que mi abuelo Matías había ido, una institución seglar francesa,  era el mejor de Europa. Desde luego unas puertas abiertas a campos muy vastos. Pero ¿los echaba el abuelo de menos en la placidez del pueblo y la tierra de nacimiento?

De no haber sido acogidos  mi madre y yo por mis tíos a la terminación de la guerra, mi vida habría cambiado forzosamente. Mi madre habría tenido que buscar un trabajo que ni sus posibilidades ni las circunstancias habrían hecho fácil. Eso no se entiende ahora, pero aquel mundo era muy diferente. A mí me habría sido mucho más penoso y difícil estudiar. 

                                               -----------------------------------------

Otra vez diré de mi familia paterna. En Sepúlveda las tabletas de chocolate de la tía Esparanza, la tía soltera; los bollos de la tía María. El primo Angelito sucesor de su padre en la industria paterna del aguardiente sin salir del pueblo natal.

¡Y aquellos veraneos luminosos en Buitrago! Ahí vivían mi tía Dominga y mi tío José-Luis, cada uno en su comercio. Con éste último, diez años más joven que mi padre, convivimos en la guerra en Madrid.

El pleno de los estudiantes de vacaciones fue una vez a ver al nuevo cura joven para preguntarle la significación del lema del escudo ad alenda pecora, “para alimentar a los animales”. Toda una estampa de época. Y la brevísima aventura de mi primo el Chato, que así le llamábamos aunque le habían puesto Ángel como al abuelo, parado por los maquis cuando volvía de una de las compras que con mi tío político Bernardino hacía en Madrid para su comercio, que luego él continuó, siempre una encarnación de la bondad, de la buena pasta. Hace poco que nos ha dejado.

Dos hermanos suyos fueron médicos, el Epi, Epifanio en Jaén; José-Luis conocido de todos los pediatras de España por su cargo en el Hospital Ramón y Cajal de Madrid. Mi prima Nani se quedó en el pueblo, en el llamado “Bar de Abajo”, donde paraban los coches de línea de Sepúlveda a Madrid, los de La Ribereña. Espe recorrió España casada con un funcionario.

Mi otro primo José-Luis, hijo del único hermano varón de mi padre y del mismo nombre, ha terminado su carrera de secretario judicial en Tortosa, la ciudad episcopal. Una hija suya, Eva, es notaria. De esa manera se mantiene en el escalafón del cuerpo nuestro raro apellido. Su hermana Angelines nació en la guerra, el día de mi cumpleaños. Mi madre hizo de comadrona. Y yo me las arreglé en un Diccionario que teníamos en casa, el de Alemany y Bolufer, para enterarme de la nomenclatura del parto y su ayuda. Su hermana más pequeña lleva el nombre de mi padre. Mucho menos he visto a Vicenta.

Eva autorizó un acta en el monasterio de Montserrat. Allí la preguntaron que si eramos familia. La sorprendió que en la cuna del catalanismo se interesaran por un sepulvedano, el chico de la Petrita”.



                                   Madrid-Sepúlveda, octubre de 2013
                                   JOSÉ-ANTONIO  LINAGE  CONDE

  

No hay comentarios:

Publicar un comentario