sábado, 9 de octubre de 2010

Diario del Camino de Santiago

                                   CAMINO    DE    SANTIAGO


Querido Diego:

Escribo estas líneas entre la Virgen de Agosto y San Bartolomé, poco después de haberse cumplido el primer aniversario de nuestro viaje. Desde entonces han ocurrido ciertas cosas. Para mí sería algo más difícil hacer el Camino de Santiago. Pero me parece tan milagroso que en mis circunstancias y a mi edad le pudiera llevar a cogüelmo el año pasado, que a tu lado estoy seguro de que también en mi situación actual le habría emprendido y culminado.

Tú, Juan Emilio, Adela, Paco Sala, estáis logrando que vaya a dejar este mudno, cuando la hora llegue, más en paz con él, y con la seguridad de tener unos fieles legatarios. Pero nuestro Camino de Santiago fue una añadidura nunca soñada.

Estoy escribiendo su poemario. Uno de los poemas tiene por argumento a Andrés Iniesta en el Camino. Nuestro campeonato mundial, ¿otro milagro? De tanto hacerse esperar me lo parece.

En cuanto a estas páginas, tú me has hablado alguna vez de su publicación. Acaso sería una buena idea llevarla a cabo cuando se cumplan sus bodas de plata. Entonces os beberéis en mi memoria un vaso de buen vino. Y no pienso tanto en vuestros hijos sino en vuestros nietos como vuestros más ilusionados acompañantes.

¿Con qué os podré pagar ese aliento vuestro que me sigue dando la vida? ¿Sólo con palabras? También llevándoos en mi corazón.

                                   Madrid, 19 de agosto de 2010.
                                   JOSÉ-ANTONIO LINAGE CONDE




                                               PRIMERA ETAPA
23 de mayo

A las cinco de la tarde inicio mi peregrinación, en la madrileña Estación de Autobuses de la Avenida de América.

Ante los largos vehículos impolutos, sus morros adentrados en el respectivo andén, con algunas ínfulas de solemnidad ferroviaria, me acuerdo de los coches de línea de otros tiempos. Como en tantas cosas, lo que va del lápiz en la oreja al ordenador en la mesa metálica.

Paradas en Alcobendas y Buitrago. Todo nuevo, limpio y digno. Todo lo que vemos, quiero decir. En Buitrago evocación de aquellos días de veraneo, en casa de los tíos y los primos, entonces todavía virgen el ensueño.

Crretera adelante, paralelas las vías del tren “directo Madrid-Burgos”, que tanto se hizo esperar. Sus obras muertas, que yo veía estando interno en Aranda, algún jueves o domingo en que íbamos por allí de paseo, teñían de desolación el paisaje, de una manera  extraña. Pero al fin y al cabo llegué a tiempo de ir una vez en él hasta París. (De tanto como antes de su funcionamiento recorrió el trayecto el arzobispo de Burgos, Castro Alonso, antes obispo de Segovia, llamaban al prelado “El Directo). La boca de su túnel al acercarnos a Somosierra.

En Robregordo he tenido que recordar al abuelo Linage, que de ahí vino a Sepúlveda a matrimoniar y establecerse, siguiendo la misma ruta de su hermana, la que se casó con el alcalde Hilario Gozalo de Dios quien, por mor de Venus, hizo pasar a su pareja la linde de la sierra y el arzobispado primacial de Toledo adentrándose en la diócesis segoviana. (Prefiero las referencias eclesiásticas añejas a las civiles de anteayer. Las de ayer son las autonómicas). No conocí al abuelo Ángel. Tampoco al otro, a Matías Conde, muerto en la gripe del Diez y Ocho. Le acababan de nombrar llevador de cadáveres de la Cofradía de Plagas, pero fueron otros hermanos los que tuvieron que cargar con el suyo.

Yo fantaseo a veces con que el abuelo Conde me da un duro de plata, y que con el abuelo Linage converso, soñando con viajes, como lo hacía en mis primeros años, buscando alas para ellos en sus catálogos dormidos de ferretería y frutería. (Entonces Aldeanueva del Camino, pongamos por caso, la de las enormes latas de pimentón, no estaba cerca). Mientras que en su tienda, la que luego fue de Domingo Sanz, el bisabuelo Esteban Sanz me daría chocolate del suyo, muy espeso, con tostadas  exprofeso fritas por la bisabuela Eulalia. Allí mismo, el tatarabuelo Cayetano Velasco, su antecesor en el mismo comercio, viudo, longevo y gruñón, me daría consejos para domar a las mozas, a las que él no había renunciado en su senectud.

A la bisabuela Eulalia sí la conocí, la única. La recuerdo muy blanca, suave, menuda, en el piso de la calle de Torrijos donde vivía con sus hijas solteras, a costa de Inocencia, la telegrafista Se hundió en la eternidad, imperante la guerra civil en el Madrid revolucionario. Un cura de paisano la llevó el viático en un reloj de pulsera.

En los primeros días de la contienda, a los milicianos que subieron a inspeccionar su vivienda, les dijo una hija suya para explicar la abundancia de santos:"- Mi madre, con sus cosas. -Con eso no hace usté mal a nadie"-, dijo condescendiente a la vieja uno de ellos.

El abuelo Ángel Linage era mellizo de Isidoro. Éste pasó de la Academia de Infantería de Toledo a la Isla de Cuba, muriendo en Remedios a los veintiseis años, dos largos antes del desastre.

Fue el segundo de su promoción. Por ello tuvo derecho a un premio reglamentario. El Teniente Coronel 2º Jefe de la Academia le escribió, el 6 de febrero de 1895, preguntándole si deseaba espada  o sable u otro objeto de utilidad para la carrera, como gemelos de campaña. No sé nada más.

El 18 de diciembre del mismo año, el Teniente Coronel del Primer Regimiento de Infantería de Isabel Segunda, número 32, hizo saber a su madre, la bisabuela de Bustarviejo, Juliana Arias, que la oficialidad de la guarnición había acordado sufragar los gastos de entierro y funeral, “sin pompa ni vanidad pero con el decoro debido” al “gran amigo, brillante oficial y cumplidor caballero, circunstancias a que la Providencia no nos tiene acostumbrados ver reunidas en una misma persona”.

Le tengo a la vista de cuerpo entero, gorra en mano; oscuro, severo y muy abotonado el uniforme. De haber sobrevivido, quién sabe si los hilos del destino le hubieran enredado, y de cuántas posibles maneras, en la misma guerra que impidió a mi otra bisabuela recibir la comunión de los enfermos con las solemnidades amplificadas del Manual Toledano que en España prolongaban las del Ritual Romano.

Volviendo al camino que sigo, éste es la ruta al revés de la mayoría de los sepulvedanos que salían al mundo. El cocktail agridulce de la esperanza y la nostalgia, en la ilusión fundidas la risa y el llanto. El espacio llano y abierto que se ensanchaba en esa salida, desde el Setenta, el quilómetro emblemático de la carretera de Segovia a Boceguillas. Ya un presentimiento de la general, Madrid-Irún, Nacional 1 que llaman ahora, alardeando de prosaísmo, a la Autovía del Norte. ¿Por qué la llamábamos nosotros la Carretera de Francia, si en esa dirección la recorríamos menos, mucho menos?

Por mor del antiguo Camino Real de Bayona, el topónimo de esta ciudad bautiza una calle de Boceguillas y alguna empresa allí radicada. De la vastedad de la iglesia de Boceguillas, una iglesia barroca, lo que en Sepúlveda nos falta, se asombró el Duque de Angulema al oír misa en ella un domingo, cuando nos vino al frente de sus Cien Mil Hijos de San Luis.

El compañero de viaje que me ha embarcado, pero no como el capitán Araña, Diego, Diego Conte Bragado, entre fraternal y filial, me aguarda con su vehículo empresarial, también una esperanza ilusionada y realizada en su armazón y diseño, uno de los coches de Tuco, su empresa de Naturaleza y Patrimonio. Así llamada por aquel Quinto Valerio Tuco, oferente en Duratón a la diosa Fortuna, que también fue viajero, por lo menos desde el Duero hasta el Danubio, donde servía su legión. Aunque no fuera cristiano podemos rezarle un padrenuestro. Ocurrencias como la de Diego, de bautizar así su creación, con el nombre de Tuco, una sola de ellas, bastan para retratar a un hombre.

La misa en la Virgen de la Peña, mi misa vespertina de los sábados. Cuando suena la última señal, la “entradera”, todavía se aglomeran en el Campo de la Virgen los invitados a la boda de la alcaldesa y el nieto de Cándido Herrero, el librero de Segovia. Tengo tiempo de dar a los novios mi enhorabuena fugaz. (-Tu padre compraba más libros que tú- me dijo una vez Cándido cuando yo me gastaba allí mis exangües ahorros en mis días de bachillerato).

Esa circunstancia nupcial hace disminuir la asistencia. Estamos todavía más en familia. Mi sitio acostumbrado  es el penúltimo banco del lado de la epístola, junto a la escalera del coro, al lado del muro. Pero esta vez la familia de Diego me lleva a uno más delantero al lado del evangelio. Tengo más cerca y más visible el retablo de San Vicente Ferrer. En el que Domingo Murcia, el cronista de Alcalá la Real, me descubrió la ambivalencia entre el clasicismo y el barroco.

Me siento enriquecido entre los Conte. Charo, la mujer fuerte pero tanto en femineidad como en talento, dinamismo y eficacia callados, casi invisibles, audibles sólo un poco más. Carmen el capullo que se está abriendo, Diego el adolescente que a la vez anda y vuela, y lee y dibuja; Alejandro la criatura asombrosa que a uno le consuela de seguir viviendo en este mundo tan bronco y tan débil, revelada al afrontar su accidente de largos y penosos avatares, pero invulnerable su fortaleza humilde y dulce; su melliza Pauli la gracia infantil que acompaña a todos y siempre.

Oficia Suave, el párroco polaco al que de esta manera hemos simplificado el largo nombre de complicada fonética, Slawomir Harasimovitz. Toma a su cargo las tres lecturas. Nines hace la colecta, un menester en el que  nunca la he visto, salvo en la novena cuando fue comisaria. De su pelo rubio al oro de los retablos no hay solución de continuidad. La liturgia es de la Ascensión. La homilia de Suave es magistral: La Ascensión señala la madurez de los cristianos, al dejar de tener contacto físico con el Maestro, como los niños cuando crecen y al hacerse mayores acaban dejando la casa paterna.

(Hace mucho, muchos años, leí un distendido ensayo italiano titulado Cuando yo figure entre los clásicos. No recuerdo el autor. Se refería a sus variopintos lectores en ese imaginado futuro. Yo ni en broma puedo sugerir nada parecido. ¿Quién leerá estos folios? Sólo puedo asegurarlo de Diego. Pero no excluyo que haya alguien más, por casualidad claro. Y por pocos que sean, no es posible predecir las circunstancias, ni de su persona ni de la lectura. Puede que entre ellos esté alguien de otras tierras y tiempos. Que no conocerá los parajes y a las personas que voy mencionando. Aun así, podrá seguir leyéndome. Esos nombres desconocidos le sugerirán otros de su entorno. Y claro que pensar esto no es vanidad. Porque no se debe a mérito alguno de mi escrito, sino a la realidad genérica de la escritura y la lectura, del escritor y del lector. Me viene ahora una lejana memoria. En la etapa de mi vida en que estuve alejado de la tierra nativa, por casualidad capté una emisión en italiano de la Radio Suiza para los emigrados del cantón del Tesino. Pues bien, a mí me consolaba de mi propia emigración. Y naturalmente que ninguna semejanza material con ellos podía inventarme).

En los tiempos de la liturgia latina, era sugestiva su presencia universal y universalizada en los rincones más humildes e íntimos, tanto como sus más esplendentes fastos. Recuerdo cuánto complació al hispanista Maurice Legendre, el señor de la Peña de Francia, oir en las Hurdes, aquellas Hurdes del viaje de Alfonso XIII y el cardenal Segura, las tres misas del día de Ánimas. Ahora, en circunstancias como esta tan doméstica de hoy, la lengua cotidiana se adapta a la solemnidad ritual con una virtud nueva, aunque a mí no logre cancelarme la nostagia incurable y perenne de la otra. Viri Galilei, quid miramini aspicientes in celum?. Recuerdo aquel buen cura de Mezquita de Jarque, en mi etapa turolense, pariente de Elíseo Calomarde, mi oficial. Cuando pasábamos por su casa rectoral nos ofrecía vino de misa. Hablándole de mis discos gregorianos me citó este introito de la ascensión como pieza magistral, aunque él ya sentía la ansiedad de la misa castellana del padre Arrondo. ·Es un buen gorro”, decía de la cúpula de su iglesia, un tanto insegura su solidez. A Arrondo le conocí luego en mi notaría de Madrid, pero como tantos otros ya no era padre más que de familia, y se llamaba Eusebio Goicochea. Era hombre de pleitos. Con su antigua congregación tuvo uno por esa partitura pía, y también con el Ministerio de Cultura por un encargo recopilatorio de las músicas del Camino de Santiago precisamente, materia de la que desde luego sabía mucho. Había llegado hasta las islas Feroes.

Se me aglomeran, a este extremo de la andadura, los recuerdos suscitados por este recinto, la Virgen de la Peña. Ante tanto pasado, la misma existencia del presente, sencillamente estar vivo aún, suscita asombro. La tentación es negar el futuro, que tentación será por avaro que sea éste.

Y que aún las mujeres hermosas me hagan sentirme culpable de no estar exclusivamente atento al rito y mirando nada más que a la Patrona, es el único asidero a la voluntad de vivir, de seguir viviendo. (Después he contado esto en confesión, en la iglesia madrileña del Espíritu Santo, donde hay una imagen de san Josémaría Escrivá. El confesor me dijo que ese trueque de valores era excusable, porque una criatura viva es más llamativa que una estatua. No me esperaba tanta benignidad).

Recuerdo al salir una estrofa de Bécquer. Siempre de la mano la literatura y la vida, en este momento ésta resucitada en la memoria de las aulas, por los  ejemplos de métrica.
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24 de mayo

La acostumbrada radio para entretener el insomnio. Habla de la pesca fantasma. Es la que hacen las redes abandonadas en el mar por su mal estado. Una novedad para mí. Terrible su significado. Para colmo, comenta después de Irak y del Congo. No puede ser más abrumadora la responsabilidad del hombre del primer mundo.

Amanezco pues en Sepúlveda. Buen paseo. Barro y hierbas mojadas en el camino de Las Norias. Por eso me vuelvo desde El Lorito, y no me detengo en La Silla del Abuelo. Así llamábamos en la familia al asiento de roca gris donde hacía un alto el bisabuelo  Revilla, Anselmo. Éste dejó en el pueblo una amable fama de bonhomía y alguna ocurrencia. ¿Por qué decía “puerta, puerta, pajarito”, cuando iban a salir los toros del improvisado toril a la también improvisada Plaza?. Él estaba orgulloso de las dotes intelectuales de mi padre y esperaba en él. Yo no estoy seguro de que a mí me aprobara si a estas alturas le hiciera confesión general de mi vida.

Paso el resto de la mañana solo y enclausurado en El Tinte, la mansión empresarial y humanística de Tuco, la de Diego. Libros sobre el Camino. Me emborracho de citas literarias en prosa y en verso. De la nómina de peregrinos acogidos en el Hospital Real en el Ochocientos a vivencias edificantes de peregrinos del Dos Mil. Había olvidado que un romance al Apóstol, que yo ya tengo citado en la parte escrita de la introducción, era de Lorca. Y es que de veras se merece el anonimato y la popularidad: Esta noche ha pasado Santiago.... Recuerdo la reciente conferencia de Luis-Alberto de Cuenca sobre la poesía y los poetas del Dos de Mayo. Los versos, pedantemente menospreciados, de Bernardo López García, Oigo Patria tu aflicción, habrían llegado a conquistar esa suprema difusión, de no haberse interrumpido la tradición oral.

Diego senior me da el dibujo de nuestra concha de peregrinos obra de Diego junior. Espléndido marco rococó que me quita las aprensiones. Después de comer en su deliciosa casona campestre, emprendemos la marcha. Fiat voluntas tua.

¿Cómo no acordarme de mi anterior Camino de Santiago? El de mi Universidad de Valencia, con nuestro medievalista, don Antonio Ubieto, a la llegada el botafumeiro, y la cariñosa recepción del cardenal Quiroga. Jornadas gratificantemente abrumadoras, disciplinas horarias mantenidas mediante multas. No sé de qué iglesia de la ruta arrancó el ocurrente Ulises un ostentoso impreso petitorio de limosna para la calefacción, que nos acompañó el resto del camino como insignia, en la cabecera del autobús. Hubo canciones, algunas improvisadas sobre aquellas gentes y cosas. Aún se cantaba entonces en ocasiones como ésa.

Recuerdo a don Antonio en la pequeña imprenta que se montó en un rincón de la Facultad, todavía en la calle de La Nave, para empezar  su tarea editorial de textos medievales. Cuando le vi dos años después me dijo que ya tenía empleadas  a dos muchachas. Hay que reconocer que padecía la obsesión documentalista y hacía hincapié en los ataques a los grandes maestros, si bien con alguno a la fuerza tenía que quedarse corto. Pienso en don Ramón Menéndez Pidal, tratando de hacer vertebrar España al Cid, que no pasó de ser en la historia uno de tantos señores de la guerra por su cuenta, y en la epopeya un personaje escasamente imaginativo. La franqueza, no voy a decir baturra, aunque él lo era, de don Antonio, no tenía límites. Cuando nos ofrecieron el botafumeiro, se apresuró a preguntar a qué le obligaba. Y al informar al ayuntamiento de Nájera de su edición de la Crónica Najerense, lo hizo en una carta en la cual daba por supuesto que el interés de sus ediles estaba en el pimentón. Ellos reaccionaron comprándole cincuenta ejemplares. Era tímido y pasó su carrera erudita solitario. Fue uno de los más afectados por la rebelión salvaje de los alumnos en aquellos negros años, anti sí, pero no antifranquistas como era su disfraz. Se fue a Zaragoza y viéndose muy enfermo, en busca de médicos amigos, volvió a Valencia para morir. Había reaccionado con calor a la muerte de mi mujer. Otra prueba de la razón del abate Bremond al ocuparse de los benedictinos mauristas: “El polvo de las bibliotecas no seca el corazón”.

Pasamos Grajera. Donde el futuro general Herrera aterrizó a Roso de Luna, que por mor de aquel viaje tiene un puesto en la bibliografía sepulvedana. El avión le resultó ideal, abominando comparativamente de las molestias y peligros del transporte terrestre. Cual si a la inversa, fuese aquél el vehículo más natural y nuestra especie fuera del mismo medio que la de las aves. En ello coincide aquel ocultista que al testar abjuró de la rfeligión de su infancia con uno de los discursos de Pío XII a los hombres del aire.

Otro pueblo, Milagros. El recuerdo de Vela Zanetti y sus murales. Y de José-Luis Alonso del Val, el franciscano erudito afincado en Santander que aquí se crió.

Fuentelcésped, diócesis segoviana. El pueblo de su a tiguo seminarista Ángel García Sanz, el estudioso de la historia contemporánea que dice verse reflejado en mi padre por lo que de él ha encontrado en los archivos provinciales.

Otros indicadores se me traducen a una canción, de los tiempos de la taberna sepulvedana de Farias: Yo no soy de los Gumieles/ ni de Quintana del Pidio./ Soy de la Ribera Baja,/ a la orillica del río. En Quintana nació un primado, el cardenal Sancha. Fundador de una congregación femenina, las Sanchicas. Una muestra más de la generosidad desbordante de las vocaciones, inagotablemente diferenciadas, del Ochocientos.A las anteriores servidoras de la Residencia de Sepúlveda las llamaban las malas, por  su fundador en Murcia, el franciscano Francisco de Paula Malo y Malo.

Aranda. Pero si dejara correr la pluma a su conjuro necesitaría todo el libro, corriendo como un torrente hasta despeñarme por mis tres cursos de chico de los frailes, interno en el Colegio Corazón de María. Aquí la versión de la memoria no es a canciones sino a cánticos: Y al cortar los eternos laureles,/ que el Colegio en su seno ofrendó,/ en sus ramas Aranda fulgure/ con el brillo de nuestra ilusión. Y el que en los congresos de cronistas cantábamos en una de las sobremesas Miguel Moreno, el cronista soriano, y yo, haciendo de ello una tradición festiva consagrada en todas esas reuniones anuales: Gloria a ti, Corazón de María./ Hoy te aclama tu invicta legíón;/ Salve, augusta Judith invencible,/ Salve, salve sin par corazón.

De la pujante Lerma al Pancorbo escenográfico. Tanto que parece el capricho de un escenógrafo. Aunque tras él se presiente una sorpresa.

Con el tapizado verde del suelo se empiezan a ver los ejemplos de la arquitectura vasca. El siguiente paso será a la frondosidad. El tren de Francia vuelve a hacer acto de presencia de cuando en vez. Una llamada de aquellos tiempos en que teníamos intacta la capacidad para el asombro. A la inversa, en su Burdeos, François Mauriac la sentía al silbido de la locomotora del tren nocturno de España, que dede su casa había aprendido a distinguir.

Vermos a unos pocos ciclistas peregrinos, de vuelta. Cuando aparecen trozos de selva perdonamos a las curvas. Llueve, a veces torrencialmente.

En Burguete parada y fonda.
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25 de mayo

Burguete. El hostal, que lleva el mismo nombre del topónimo, es una casona vasca. Nada más entrar en el lugar, un pueblo blanco, el encanto de éstos, a esta latitud menoe esperados, nos empapa. Abundan los escudos, antiguos y alguno moderno. En bastantes dinteles nombres, fechas, y algún motivo religioso que a veces los encuadra, la custodia en uno de ellos. Un recuerdo más de la cofradía que en Sepúlveda hemos dejado y del inminente Corpus Christi, cuya procesión tratamos de hacer compatible con este nuestro programa de trabajo jacobeo.

San Nicolás, en pleno centro, tiene una fachada estrecha y alta. Mucho fondo. Oscura su pátina. Recia apariencia granítica. Está cerrada. Una contrariedad con la que nos vamos a seguir topando. El patrimonio clausurado, la define Diego.

Ayer por la tarde, aún de día, las calles estaban desiertas y el silencio era absoluto. Se paseaban unos perros grandes con plena tranquilidad, cuales genuinos vecinos. Los únicos visibles. Algún rumor de cencerros. Bastante frío. No vimos el sol.

Diego estrena sus cámaras. Es insaciable. A su lado es inevitable reconocer el hermanamiento de las nuevas técnicas con el mejor y más profundo humanismo.

El hostal es una supervivencia. Amables los pisos de madera, anchurosos algunos muebles de los ebanistas de otrora, generoso el espacio, parca la decoración; las comodidades, para mí bastantes. Hay el rumor de que se hospedó en él Hemigway. Pero nada más.

La Radio Clásica, como habitualmente en Madrid- pues en Torrevieja, y Sepúlveda, donde  tan bien antes se captaba Moscú, no es audible o casi-, alivia mi insomnio. Esta noche, de la Liturgia de San Juan Crisóstomo y otras piezas sacras de Tchaikovsky a composiciones rescatadas de las misiones jesuíticas en el Paraguay, Argentina y Bolivia, en sus tres lenguas indígenas; un delicioso barroco humilde.

Saludos afectuosos en el comedor. Incluso en la calle. Los peregrinos descansamos del panorama descrito por Mankell en su país pero desgraciadamente también aplicable al nuestro, el sentirse ofendidos porque nos dirija la palabra un extraño.

Hay conchas en algunas verjas. Se anuncia en varios restaurantes el menú del peregrino. Tomamos conciencia inmediatamente de lo vivo y abundoso del fenómeno en la actualidad, la mundialización del Camino, llegando incluso a una trascendencia económica decisiva para bastantes lugares y gentes. La mochila al hombro y los bastones a pares llegan también a paisaje humano.

En la calle, momentos de conversación con un matrimonio del Canadá francés. Llevan a su bebé en un cochecito. También hablamos con dos chicas maduras de Tarragona que se interesan por nuestra guía y a las que doy mi tarjeta. Se quejan de la excesiva materialización, critican la acogida avarienta que tuvieron en San Juan de Pie del Puerto, y elogian en cambio la situación inversa de Galicia y sus albergues.

Este panorama viviente me hace sentir eufórico. Hablo a estas chicas de la estancia del autor de Por quién doblan las campanas en el hostal, y las llevo al comedor a enseñarlas un retrato suyo. El hostelero no enciende la luz. Después me doy cuenta de que debí pedirle permiso. No tiene excusa a estas alturas de la vida dejarse llevar de la espontaneidad irresponsable, queriéndola contagiar a los otros. En la cena le dí mis excusas. “Ya ha pasado”, dice. Al fin y al cabo la peregrinación empìeza sirviendo para reconocer alguna culpa, aunque sólo sea en el trato social y no llegue a materia de confesonario.

Nuestro  motor se pone en marcha. Una vez más el recuerdo de los versos de Alberti: Carretero,/ tienes cuatro mulas tordas,/ un caballo delantero/ y toda la carretera para tí./ Carretero, ¿qué más quieres? Y de veras es deliciosa esta carretera entre árboles.¿Desde cuándo, cuántos años hace que no los disfrutamos así? Me parece que voy de excursión, a una huerta de la ribera del Duratón, en el espacio, en el tiempo unos sesenta y cinco añas atrás. Al cabo de un rato sale el sol. Su última visión la habíamos tenido ayer, pero muy al principio del viaje.

Nos encontramos la primera cruz de peregrino. La erosión de los siglos es el tinte de su piedra gris. En un alto, una capilla, también cerrada, de 1965. Es San Salvador de Ibañeta, donde estuvo la dependencia monasterial de Leyre que así se llamaba. Exenta la campana que tocaba para orientar a los peregrinos.

Sobre el desfiladero imponente,  el monumento a Roldán. 778-1967, leemos en él. Es una piedra cortada con el borde irregular, una lámina vigorosa de granito. No echamos de menos ninguna decoración ni motivo.

La retina goza con la profundidad del bosque y también el oído se emborracha de agua. “Misteriosa”, dice Diego de la penetración de la luz en la red tupida de los troncos y las hojas. Hay rincones en los que sigue siendo de noche.

En un recodo son una gozada unas torrenteras, pequeñas pero imponiendo la fuerza de su rumor. Levanté mis ojos a los montes, de donde me vino el auxilio. Pero ante la hondura del abismo, aquí es el De profundis lo que se recuerda. Una y otra dimensión dignas de la palabra del Espíritu Santo.

Ladran unos perros a lo lejos. Me siento acompañado. Es la inmersión en la ternura. Cuando creo percibir aullidos, más bien es una aprensión, son recuerdos dolorosos los que me anegan.

Reanudamos la marcha. Cruza un arrendajo. Pasan varias caravanas a remolque con matrícula NL. “Los holandeses errantes”, dice Diego.

La primera imagen de Valcarlos es un huerto en cuesta, entre la carretera y una casa. Nostalgias de la vida sencilla. Un viacrucis de 1965, discoidal. Como el monumento de Oteyza a los peregrinos.

Las iglesias también son blancas. En el pórtico de una, la inscripción con los nombres de “los gloriosos hijos del pueblo que murieron en la Santa Cruzada”.

Arrullo musical y lejano de unos pájaros que no vemos. Mientras el amarillo es un color que hace acto de presencia intermitente, como seguro de sí, casi siempre y por doquier. ¿Por eso le han escogido para las flechas señalizadoras del camino[1]? Buen acorde con el claro del agua.

Me he dejado a sabiendas el D.N.I. Pero me entra algún temor al ver unos coches de la policía aparcados a la salida. Recuerdo al profesor Jolivet, el escandinavista de la Sorbona. Caducado el visado en uno de sus viajes a Suecia, prefirió parlamentar con los agentes a pagar un considerable recargo en el consulado por un laissez passer. Yo también me dispuse a ello, y esperé me valdrían los servicios notariales que presté a la Mutualidad de la Policía, y los policías me pagaron con creces, y aún siguen; lo esperé hasta si me pillaban al otro lado de la frontera. Pero no fue necesario. No vimos ni un gendarme.

El puente por el que se fue Carlos VII prometiendo volver. La visión del carlismo como la única alternativa que en España no fracasó porque no llegó a probarse. Eso mismo decía Chesterton del cristianismo. Reflexiones en torno a la ambivalencia del mensaje carlista, o si queremos de su hermenéutica, y a lo que pudo ser y no fue.

Bonhomía del viejo dueño de la amplia Posada Española, que es en realidad un comercio de todo. Diego me fotografía con él. Nos cuenta algunas cosas y comenta algunas novedades. Tiene muy buen recuerdo de Segovia. Una hija suya está en la televisión de Palma y la otra en la Universidad de Navarra. “Es la vida”. Él sólo cierra cuatro días al año. No tomamos su nombre. La irrepetibilidad de los encuentros fortuitos sólo se podrá remediar en la otra vida.  Un anhelo que llega a argumento apologético de la inmortalidad y la resurrección.

La iglesia y el cementerio de Ondarrola son españolas, de Valcarlos. Todo lo demás del lugar es francés. Una enmienda a la línea recta de nuestros tiempos, la tiranía funcional, diócesis igual a provincia, la imaginación decapitada y las mezclas y combinaciones sentenciadas a muerte por faltas de higiene, amenazantes de epidemias a cebarse en los cerebros mediocres y los alientos secos.

Ante el bar de Arneguy me fotografía Diego acariciando a un perro cariñoso, negro, de ojos vivos, peludo, entre mediano y pequeño. De algunas casas bajan escalones al arroyo. Su lavadero pues. Pero las lavanderas se hablarían de unas a otras piedras divisorias.

Diego me señala la lujuria de las dedaleras en flor. Llueve estrepitosamente cuando nos acercamos a San Juan de Pie del Puerto. Es una delicia el golpeteo de las gotas sobre el capó.

Comemos fuera, más arriba, en el refugio de Ornison. Pero Notre Dame d’Ornison está mucho más elevada y hay niebla. Luego me comenta Diego haber pasado miedo en la bajada, al borde del precipicio, temor aumentado por la información complementaria sobre la situación que le iba dando el G.P.S. Yo no lo advertí.  Paradójicamente era la falta de visibilidad del relieve lo que me tranquilizaba. Por primera vez veo un hermanamiento, jumelage, entre albergues o establecimientos similares, está escrito aquí, el de éste de Ornison con el de los Mathieux, cuya localización no se precisa. Comida sencilla. Crujen suavemente los huevos fritos.

Cuando bajamos al pueblo sale el sol y se abre el valle. Al fin vemos paisaje. Recuerdo la imagen que algunos psiquiatras- y enfermos- emplean para diagnosticar la mejoría de las neurosis obsesivas u otras, el espacio abierto que el paciente ve. Los bancos de niebla permanecen ambulantes, una navegación caprichosa. La estampa soleada es bucólica.

De San Juan recordaba yo la cárcel de los obispos. Se sigue anunciando, existe y se visita. Pero ahora me entero de que con los obispos nunca tuvo que ver. San Juan fue diócesis merced a los papas de Aviñón y sólo mientras ellos duraron, y la prisión es del siglo XVIII. Me acuerdo del rector paúl de San Luis de los Franceses de Madrid, el padre André Azemar, monárquico entusiasta, vicario general en secreto del fugitivo obispo Eijo y Garay durante la guerra civil. “Se vivía bien bajo el báculo de los obispos, aunque a veces golpeara un poco”, comentaba como laude al antiguo régimen.

El casco de San Juan, en cuesta, es delicioso. Su plano uno de los típicos del Camino, en función de éste. Barrio de España, Puerta de España, Puerta de Santiago. Amable profusión de flores en las fachadas. La actual parroquia, Notre Dame, se debe al rey navarro Sancho el Fuerte. La ciudadela es de Vauban, ¿cómo no?. Recuerdo el elogio de Balzac a la simetría de la arquitectura militar.

Roncesvalles. La parlanchina y sabihonda chica que nos guía cita a Ubieto, a propósito de la localización de la batalla, y si fue tal o se quedó en emboscada, o las dos cosas. En 1993 se suprimió la orden de sus canónigos regulares. Ahora la colegiata es secular con seis canónigos. En el museo el espléndido relicario aúreo y de piedras, conocido como el ajedrez de Carlomagno. Calaveras y números en el enigmático Silo de Carlomagno, no se sabe porqué se llama así ni lo que fue, hoy cementerio cubierto del pueblo.

Venden en la tienda la traducción de la Chanson de Roland por Benjamín Jarnés. Yo recuerdo la que mi amigo Luis Cortés, el humanista de Salamanca, ¿el último?, hizo en solemnes versos castellanos, solemnes como no pudo por menos. Memorias de aquellas excursiones matinales los domingos, con él y con su Paulette, carretera adelante, alguna vez hasta las puertas de Galicia, coloquiando o soliloquiando de lo divino y de lo humano.

La misa de los peregrinos. Es la capitular, concelebrada. Alocución inicial, plática, alocución final, con todos congregados en torno al altar. Reflexiones atinadas que dejan entrever aprobatoriamente las distintas motivaciones de cada cual. Enumeración de la lista de nacionalidades presentes. Yo sólo oigo algunos nombres, Australia, Corea, Dinamarca. Ruega el cura a los no catolicos que no comulguen. Mi vecino de banco no sabe que hacer y me mira interrogativamente cuando llega el momento, y luego en la bendición.

Por el Paseo de los Canónigos, entre fresnos. Paramos, ya de regreso, para fotografiar una cruz de peregrino, y lo hace también el coche de la Guardia Civil- aquí en Navarra con un camuflaje oscuro-, extrañados de nuestra actitud “con la niebla que hace”. Se lo explicamos, pero después comprobamos que nos siguieron un trecho. Otra cruz, la de Roldán, abatida en 1794, reconstruida el año Dos Mil.
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26 de mayo

Dejamos Burguete. Por el valle de Aezcoa, la selva de Irati. Se merece el nombre genérico. “Parece que nos engulle”, comenta Diego. El haya se le antoja un árbol mágico.

Las ruinas de la noble construcción que fue la fábrica de armas de Orbaizeta. Imponente el horno. Un pino ha nacido en una cornisa del muro.

En la plaza del caserío, entre dos torres, la nave de la iglesia. Soso neoclásico. En sus muros han abierto ventanas bajeras, indicio de su dedicación a otros usos. Emblemático, en la misma plaza, un trozo gigante de escoria. Recuerdo el libro de Julio Caro Baroja, La hora navarra del siglo XVIII.

Por doquier el agua que corre. Parece un pequeño milagro su cambio de color, del mate al blanco, cuando salta o sencillamente tropieza en unas piedras. Al fin, en la hondonada, Irabia, la presa y su embalse.

En Arrazola vemos una pequeña tienda de acampada. No se trasluce nada de sus ocupantes. Reflexión sobre el escaso espacio que se necesita para configurar un pequeño mundo propio. Pequeño grande, naturalmente. Ello es posible hasta en cada rincón de una tienda de mercadillo, algo que a mí siempre se me ocurre ante la batahola de sus artículos que cierran  el horizonte.

Esta soledad le hace a uno incluso evocar la historia del eremitismo. Se entiende aquí un poco la tentación panteísta. Me acuerdo de Roberto Novoa Santos, el catedrático de medicina de Santiago y formidable escritor. Su obsesión por sobrevivir mediante la integración viviente de su materia en la tierra y su botánica, y precisamente en la tierra nativa. Una extravagancia que es un canto patético a la vida. Por cierto que Martín Herrera, uno de los cardenales jacobeos, prohibió la lectura de su lección inaugural de curso, que había sido impresa.

Esta etapa del Camino es de bastantes pequeños pueblos. Diego no se cansa ni escatima sus disparos, aunque sí, se cansa del peso de su utillaje al hombro. De vez en cuando usa el trípode y se arrodilla, tal a la vera de un arroyo. Recordando su pasado arqueológico, me señala un cementerio colectivo. Es neolítico, en el valle de Sorongain.

Aribe, una alegría de geranios. En Espinal, una pequeña pradera llena de estelas discoidales, de la Edad Media. Mezquiriz lleno de portaladas. Una de un curioso barroco popular. Perros que naturalmente me son bien hallados.

El sol sale ya entrada la tarde. El paisaje parece otro. Ovejas de raza “lecha”, que tienen pequeños cuernos y se confunden con las vacas. En cambio alguna de éstas no los tiene. La lucha del sol que acaricia con el viento frío que hiere me recuerda los inviernos en la galería de la Romana de Sepúlveda, los años de mi carrera de Derecho que estudié por libre, salvo el último curso. “Te cierran la escuela”, me dijo el Panadero al darme la noticia de la venta de esa casa.

El bosque de Musquildo pudo valer para escenario de la novela de Urubayen, Bajo los robles navarros. Pese a estar en territorio de hayedo, una excepción. Diego se fija en sus hojas, más grandes que las que hasta ahora conoce.

Siguen los pueblos. Todos son del Camino, están en él,  pero no todos tienen su plano configurado a la medida de aquél, o sea una sola calle larga que es el esqueleto urbano.

Lizoain. Un alero me devuelve la admiración por estas casas vascas que al ver tantas se me había debilitado. Recuerdo la adquirida por el CEU en la Moncloa. Aún no era suya en mis tiempos de docente en él.

Erro. Sólo no es blanca la iglesia, lo que por acá no es una excepción. En el caserío un tejado notable. En el dintel una custodia-sol. Por cierto que en toda la zona es costumbre poner un cardo seco en la fachada.

En Agorreta aparecen los pinos. Cambia el sistema climático y la vegetación le sigue. De lo atlántico a lo mediterráneo. Aparecen también las solanas. Soberbia casa con dos estribos salientes entre los que se cobija una doble galería corrida sobre canes.

Pastan felices las vacas. En el último número de The Ark, la revista católica por el bienestar animal, la de la esperanza en su inmoratalidad y resurrección, se expresaba el deseo de ver así a los cerdos. Ahora les tienen de mascotas algunos. Y algunas famosas. ¿Una compensación por la abrumadora deuda de sufrimiento contraída con su especie, por la nuestra, la de las "matanzas". "Al cerdo hay que matarle poco a poco", oí una vez pontificar a un fraile castellano.

Ilarraz escenográfico. Dos faroles, sobre una calle que se desvía, estan pidiendo personajes a nuestros dramaturgos del siglo de oro. Pero es de día.

Una iglesia en lo alto. Nos dicen que estaba muy arreglada y tenía sus fieles. Un viejo cura celebraba en ella todos los sábados. Sustituido por otro, joven y moderno, éste llevó todo el culto a la parroquia del llano, y el obispo cerró la de arriba. Ahora casi no hay parroquianos ni en la una ni en la otra.

Ezquiroz. Y el plano de la peregrinación se nos vuelve a aparecer en Larrasoña. Una larga calle con encanto. Un rosal que trepa. Una hermosa mujer que nos saluda sonriente. Se dan cita en su cara la sencillez aparente de las facciones campesinas y el refinamiento ciudadano. De Eugenio Hermoso a Sorolla.

Al fin en el hotel de Aquerreta. Es una casona impresionante. Madera, techos altos, viejos muebles. En mi habitación amasaban el pan. Una hornacina en la pared servía para guardar la levadura. El hostelero nos cuenta variopintas historias de la variopinta clientela que de maneras a cual más diversas hace el Camino. Bonum est hic esse. Es bueno estar aquí.


 27 de mayo. San Beda.

Desde una ventana los montes suaves, el arbolado y la aldea. Desde la otra, las casas, también vascas, de enfrente, y el campanario de la iglesia de piedra gris, espectacularmente ancho y de poca altura. Los orificios de las campanas discretos, a un lado. Macizo el conjunto.

He superado el miedo que ayer tenía a no poder seguir el viaje. Por mor de sentir la fisiología. ¿Es frívolo recordar a este propósito a San Pablo? ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?

Llamo a Juan, a Úbeda. De los pocos amigos médicos que me quedan. Tantos, tan buenos y tan dóciles que eran mi privada Seguridad Social. Pero al ir desapareciendo no han tenido relevo[2]. En Salamanca yo fui el único ajeno a la profesión que estuvo en alguna cena de su Facultad. Recuerdo  un comentario de la B.B.C. de Londres a la reforma decisiva que fue el Servicio Nacional de Sanidad: “Todos tienen el mismo médico, pero sin el lujo que antes poseían algunos, la cita, la charla, la copa de jerez”. El problema estriba en que estos lujos hacían parte de la terapia, ¿no? A propósito de aquel Servicio, no me  cabe duda de que el laborista Bevan, su creador, un minero del País de Gales, ha sido el político más ilustre y capaz del siglo XX. Aunque los monumentos y los premios los tenga el franquista Churchill. Y el que, a diferencia de éste, sí visitó a Franco en carne y hueso, De Gaulle, el general de la B.B.C., que se cobró en poder civil las victorias que sus compañeros ganaron en el campo de batalla, la del mariscal Leclercq preparada atravesando África. Bevan fue enterrado en la abadía de Westminster, asistiendo a la ceremonia muchos mineros paisanos con sus lámparas. Le recordé en Torrevieja en el magnífico concierto de un coro galés.

Las estampas de mis médicos en mis santas compañas. Antonio García Pérez, el dermatólogo. Llegado yo a Salamamca, con dos operaciones que me habían hecho cirujanos que no sabían medicina, él recondujo mis síntomas a su especialidad. Y yo le había conocido por su amor al canto gregoriano. Les hizo gracia cuando se lo conté a los benedictinos de Solesmes.

¿Y Mario Esteban, el oftalmólogo humanista? Una vez me vio los ojos estando acatarrado en la cama. Pero ante todo para mí ha implicado la realización prodigiosa de una de mis fantasías infantiles. Mi entusiasmo obsesivo por Sepúlveda me hacía ver como una idea inasequible, que en ella hubiese de todo. Universidad por ejemplo. El establecimiento de la consulta de Mario fue una consumación parcial del anhelo fantástico. Pero sigamos el Camino, así, con mayúscula.

Cuando salimos del hotel, pasa delante la pareja tarraconense de ayer. Renovamos las manifestaciones de perseverancia en la amistad. Gracias a estas chicas, que nos indican haber oído de su fama, vemos la formidable cocina de la casa. La altura de su chimenea me recuerda la del monasterio de Alcobaça.

La apariencia de los cardos en las fachadas es solar. El cardo es el motivo de uno de los cuadros de mi cuarto: Grande carline. Carline acaulos magno flore purpureo.

El aire frío gana la batalla al sol. Es el imperio del “calor forastero”, que decía mi madre, en estas encrucijadas estacionales, cuando ya nuestro largo y endémico frío nos pilla fuera de lugar, a nosotros y a los árboles frutales.

Zuriain. Nos parecía una aldea vulgar y nueva. Pero hay que fijarse en todo, como remachaba Wenceslao Fernández Flórez en una de sus sátiras antifutboleras, De portería a portería. Pues la iglesia, con campanas pero sin campanario, tiene delante un jardín tan humilde como delicioso, sin que sea posible sacar al césped más partido, y sobre el dintel un cristo popular con el paño pintado de añil, color presente además en la archivolta.

Al tomar la senda de Zabaldica, vemos atónitos en un indicador la noticia de que la iglesia está abierta. Una vieja señora nos dice que la enseñan unas monjas. Tiene el encanto de la pequeñez enriquecida. El retablo es de santos. Nada más ni menos. San Bartolomé uno de ellos, con el diablillo encadenado a sus pies. San Estanislao de Cracovia (sic). Junto a la crucifixión una media luna, que algunos achacan a la antigua mitología vasca.

Una de las religiosas está hablando con un peregrino alemán. Nos habían dicho que eran del Sagrado Corazón y yo pensé en una de las muchas y minúsculas congregaciones femeninas fundadas en el Ochocientos, de ese capítulo que ya antes he mencionado. Pero me quedo estupefacto al enterarme de que se trata de las de Santa Magdalena Sofía Barat.

Son tres en la comunidad, al servicio del Camino. Sor Maríasun Escauriazo, vasca, nos atiende sin prisa. Nos enseña sus textos: la parábola y la realidad del Camino, las bienaventuranzas del peregrino y su padrenuestro. Sor Marisol Soler es navarra. Se asombra de mis conocimientos de la historia de su familia religiosa.

El peregrino alemán canta un largo canto de peregrinación, muy poético, acompañado por la religiosa. Yo también me asocio un poco. Lleva un diario, ilustrado y con recuerdos adheridos. Se le deja fotografiar a Diego. Es estupendo este ambiente y las gentes que en él se moldean.

Vamos luego al albergue, que es la residencia de la comunidad. No tiene límites para estas religiosas la fraternidad con los otros credos. Shintoísmo, hinduísmo, budismo, Islam. Maríasun estuvo en Gotemburgo, trabajando con los refugiados. Me cuenta de la generosidad y la ingenuidad incluso de los suecos, que se dejaban explotar por las mañas de bastantes inmigrados para burlar la ley, por mor de un mayor socorro, por ejemplo fingiendo separaciones matrimoniales para cobrar la asignación establecida. Cree que Suecia ha tocado ya fondo en los valores del mundo moderno y está abriéndose a los que hasta ahora había preterido. Aunque me habla de una sociabilidad escasa y una sociedad cerrada que ahora también está empezando a cambiar. Evocamos a Olof Palme. Le hablo de Mankell y me dice son tantos los que se lo recuerdan que va a tener que leerle. Me pregunta por un título y elijo El chino. Me habla de un mes de ejercicios ignacianos con pastores luteranos, a lo que tres obispos suyos se oponían. Fue para ellos un descubrimiento.

Sor Marisol estuvo en el colegio de Godella, junto a Valencia. Me trae recuerdos de mi primer matrimonio. La otra religiosa, a la que no vemos, Pilar Meléndez Escorihuela, era del círculo familiar íntimo de mi primera mujer. Hablé luego con ella por teléfono.

Esta presencia en el Camino es una mnifestación más del cambio radical que la Congregación dio en la década de los Setenta. Me dicen que las antiguas alumnas se sintieron entonces abandonadas. Sor Pilar me llegó a aludir a los muchos enemigos que entonces tuvieron en Valencia, los cuales buscaron refugio en otras instituciones de apariencia más tradicional.

La capilla es diminuta. Pero con pequeños detalles, escogidos para recordar a cada uno su manera de orar. Me cuentan algunas historias, tan dolorosas como consolatorias, de peregrinos. Las dejamos con pena. Pero son inexorables las exigencias del trabajo.

Iroz. Diego ve por segunda vez a una peregrina joven, de vecindad hispanoamericana, de la que ayer había observado la expresión transfigurada. La iglesia es rústica. Muchas ventanitas en la torre, dispuestas de una manera que sugiere sabiduría y equlibrio.

El puente de Iturgaiz= Fuente de agua enorme o mala. Era el lavadero de las vecinas del barrio, que no podían ir al de Iturraldea, en el centro. Junto a él estaban el Hospital de San Miguel, una ermita de la Virgen de Montserrat, y un molino.

El río es el Arga. Ya estamos en la comarca de Pamplona. A lo lejos Arleta, asomando la iglesia entre los árboles, propiedad privada de entrada prohibida.

Villava, el pueblo del ciclista Indurain. Alegría del agua que salta en chorros. Hubo ahí un batán.

Pequeña iglesia de la Trinidad en Arre. En el albergue anexo son los maristas quienes atienden a los peregrinos. En el retablo, al lado de las tres personas divinas, San Fermín y San Javier. Otra iglesia, de San Román. Curiosa la vieja prohibición: “No se permite poner enramadas y jugar a la pelota”.

Pasamos por nuestro hotel, en Salinas de Pamplona. Y entramos en la capital. Hemigway ante la plaza de toros. La calle de la Estafeta. ¿Qué sensación se tiene al estar de carne y hueso en ella en un día cualquiera como éste? Se ven peregrinos también en el dédalo urbano. 

Diego tiene permiso para fotografiar en la catedral. No pueden ser más amables. El claustro, la nave, el museo. No oculta su emoción. Ni tenemos prisa ni nos la imponen. Densa paz en el claustro. El encanto de las vidrieras superando la desarmonía de su policromía en la piedra. Las capillas abiertas me hacen añorar las verjas de la catedral de Segovia, la perfecta.

Mi entusiasmo por el barroco y mi horror vacui llegan a tanto que, cotejados con la tan distinta sensibilidad hacia él de sus enemigos icononoclastas, me hacen meditar en torno a ese misterio de las diferencias tan marcadas en la especie humana. Lo mismo aplico a mi complacencia en las mezclas de estilos, y en las delicias de lo complicado. ¿Hay que simplificar? De habérselo propuesto nuestros antepasados estaríamos en Atapuerca. Acaso habría sido mejor. Pero ésa es otra cuestión.

Volvemos a encontrarnos al peregrino alemán y renovamos las cortesías. Frente a la fachada catedralicia en obras, la calle de la Dormilatería, por el canónigo dormilatero así llamada, me trae la memoria del erudito Goñi Gaztambide. Recuerdo mi relación con él. Quise escribir su bibliografía para la revista de Montserrat, pero no me contestó. Hice un pequeño favor de papeleo universitario a una sobrina suya y me regaló unas latas de espárragos. Él hizo un amplio artículo reseña de mi tesis sobre los orígenes benedictinos peninsulares con un título presuntuoso, Glosas a una obra deslumbrante. Sólo por él conseguí algunas noticias de los autores de la formidable Gramática Latina de texto en Aranda que yo hice encuadernar a Galván en Cádiz, la de Goñi y Echevarría. Francisco Cantelar, que le ha dedicado el volumen de Pamplona en la colección sinodal que ahora dirige, me ha confirmado su índole retraída de eremita del trabajo intelectual. No sé si sigue en la calle de la Dormilatería o se fue por el camino de allá arriba.

Iglesia de San Lorenzo, con la imagen de San Fermín, la que se venera en las fiestas. San Saturio gótica y barroca.  Plaza de San Francisco. Plaza del Castillo. La cúpula de la iglesia que hoy es la sala de exposiciones Conde de Rodezno.

En el camino al hotel, durante la cena y en el cuarto, la apoteosis del Barça, vencedor esta tarde del Manchester en Roma, tricampeón este año.
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28 de mayo

Madrugamos media hora más. Algo es algo. También a nuestro maratón se le puede sacar ventaja.

Cizur menor. El alto en el Camino inmediato a Pamplona. Sobre una iglesia la bandera de la Orden de Malta. Fue de los caballeros y hoy éstos se han hecho cargo de un albergue adyacente. Los voluntarios que le atienden no saben darnos detalles. Para abrirnos la iglesia tienen que consultar al caballero responsable de Pamplona, y las nueve de la mañana no es hora adecuada para hacerlo. Yo invoco el nombre del marqués de Sales, también de la Orden, al frente de ella en Madrid,  y mi presidente que fue en Amigos de los Castillos. Quedamos en volver, pero a la postre no nos es posible. En otra altura enfrente, San Miguel. Las dos iglesias se adscriben a este románico rural, con el consabido crismón.

Angelita, una peregrina mejicana. Nos dice que, después de trabajar durante veintitrés años quince horas diarias en una oficina, llegó a la conclusión de no merecer la pena seguir viviendo así, sin buscar sentido a la vida misma. Entonces tropezó con el Camino, sobre todo en la red. Antes creía que se trataba meramente de historia medieval, y no se la ocurrió relacionar con él al apóstol Santiago de Querétaro. Tras el año de intervalo que se ha tomado, no la inquieta la cuestión material. Está segura de encontrar tarea. El Camino la está complaciendo. Está experimentando la combinación de la soledad y la cercanía de los demás, tanto para las posibles emergencias como en la misma cotidianidad.

Para identificar el Camino y sus modificaciones, le vamos recorriendo en el coche por los vericuetos más arriesgados, tanto que los trayectos en carretera nos resultan raros. No retrocedemos ante los arroyos  ni las pendientes. Algo tan desacostumbrado como natural en los días que llevamos. Por eso no se me había ocurrido mencionarlo hasta ahora. Entre los campos, borrada la senda por las altas hierbas, es un espectáculo el río de los peregrinos. Naturalmente Él se ceba con su cámara.

Galar. La portada de la iglesia es humilde, como todas éstas, pero lleva consigo todo el mundo románico, de la vegetación a los personajes enigmáticos, hombres y animales. El césped en torno, del que tantos ejemplos vamos viendo, sosiega el espíritu y calma el cuerpo. Alguna de estas iglesias tiene aire de fortaleza, y sus torres pudieron servir de tal.

Guendelain es propiedad privada y tiene cortado el acceso. Un vecino al que preguntamos casi se enfada de que no sepamos que pertenece a la familia Milá, la de Mercedes. Tiene razón en cuanto a la falta de conocimiento del entorno que hay en nuestros días, sustituido por los datos pretenciosos de la globalización.

Parada cabe un centenal. ¿Cuántos años hacía que yo no veía espigas de centeno? Diego retrata a lo lejos la iglesia y el castillo.

Una cotera con piedras encima, recuerdo de los montones que antes hacían los peregrinos, contribuyendo a señalar el camino, pero algo muy vivo en el camino actual como seguiremos comprobando a menudo.. Me traen a la memoria las que en Islandia servían para cobijar los mensajes que unos transeúntes dejaban a otros, en aquellas soledades donde el paso de cualquier hombre era un pequeño evento.

Nos es inevitable cruzarnos con un aluvión de peregrinos. Diego tiene un cuidado exquisito en evitarles molestias, vigilando el polvo que se levanta. A pesar de ello, un español se nos acerca para exigirnos que no circulemos. Diego le pretende explicar nuestra misión. Él responde que le es igual, ante lo cual, interumpido el diálogo, la resultante consiste en dos monólogos, el nuestro silencioso, y es inevitable que también nos de igual a nosotros. Inmediatamente nos sonríen unos nórdicos y una negra. Otro nos dice: Dos cervezas, aludiendo a lo fatigoso de la subida.

Este incidente me recuerda un curso jacobeo del Escorial, en el que participé hace algunos años. Una congresista, hembra de las que dicen en el país vecino estar entre dos edades, entre deux âges, nos interpeló pidiendo la promulgación de un código deontológico para el Camino. Rouco Varela, entonces arzobispo de Santiago, la replicó que los peregrinos indeseables eran pocos, por lo cual no era necesario extremar las cautelas. A la vista de nuestra experiencia le damos la razón.

Zariquiegui. Espléndidos los sillares de la iglesia. La torre con amplios vanos, circular uno. La portada es otro ejemplo más de la serie románica. Tras de cada detalle del plano y el alzado de una iglesia es posible imaginarse las variantes de su paisaje interior y el de los ritos sacros.

Astrain. Formidable la titulada “casa abacial”. Ignoro si es una manera de designar la rectoral, como en Galicia. Otras casas de piedra. La parroquia tiene por titulares a los santos Cosme y Damián.

Subimos a la ermita de la Virgen del Perdón. Nunca había yo pasado tan cerca de los nuevos molinos de viento. Me parecen las muecas sarcásticas de un trasgo gigante. Diego para el coche y oímos su potente rumor. Me llama la atención en torno a la dimensión acústica del paisaje.

Desde la altura, a ambos lados, se domina Navarra. En la primera línea lejana, los Pirineos nevados. “Hay que subir los montes de la geografía para entender la historia”, nos admonía en su aula valentina y sobre todo en sus viajes, Ubieto.

Michèle. Una peregrina de la Guayana Francesa. Oyó hablar de Santiago al estudiar español en el Instituto. Enferma de asma, los médicos la recomendaron andar. Y de ahí su decisión de hacer el Camino. Se la advierte alegre. Siempre presta a la sonrisa.

Utergo. Se despliega con amplitud el casco. La iglesia, construida entre el Quinientos y el Ochocientos, es atractiva. Esmero en los detalles. Dos chicos adolescentes sentados en el banco de madera del pórtico. Como ayer en el de San Román, en la misma cerámica azul, otro veto: “Se prohibe jugar en este atrio a toda clase de juegos”.

Un cartel anuncia en San Adrián, el 21 de junio, la trigésimotercera concentración de auroros de Navarra. No sabía yo que existiesen tan al norte estos “hermanos cantores”, que tan entrañables estampas me han deparado en Murcia y en Alcalá la Real.

En Murazábal la iglesia es monumental, a diversidad de alturas, con salientes, noble la torre. Un enorme palacio construido en el Setecientos por el obispo de Calahorra es hoy bodega. Se conserva el primer alero de madera. Nos parece casi un milagro.

En Obanos, el pueblo de la Junta de Infanzones, la leyenda de los dos santos hermanos, Guillén y Felicia, de familia noble aquitana, ella fugada de su casa para peregrinar a Santiago, él converytido en su homicida luego de localizarla y no conseguir hacerla desistir de su propósito. Penitente a la postre con una cadena al cuello. Cada dos años se representa su misterio, obra de Santos Beguiristain, el clérigo “vago” en sentido canónico, errante de diócesis en diócesis predicando, en el último coletazo de la oratoria sacra de antaño. Una vez tuvo a su cargo en los Jerónimos de Madrid el sermón patronal de los notarios y registradores, San Juan Evangelista en su fiesta primaveral ante Portam Latinam.

La iglesia es pretenciosa. Rodeada de unas arcadas que parecen una girola exterior. Hacia lo alto la fachada de ingreso. Algún elemento es de 1912.

El pueblo es anchuroso. Obanos se empeña en ser el punto de convergencia de los caminos, disputándolo a Puente la Reina. Concretamente le localizan en la ermita del Salvador.

Subimos a Nuestra Señora de Arostegui. Quiere decir en eusquera lugar divino. Leo a la puerta del edificio anexo las palabras “paz y bien” y pienso se trata de una comunidad franciscana. En lugar de mover la campanilla hroziontalmente, tiro de ella, y se rompe la cuerda. Nos abre un joven con un hábito que recuerda el franciscano. Pero se presenta como ermitaño. Me recuerda que el actual Código de Derecho Canónico los reconoce, a diferencia del anterior. Tiene votos privados. El anterior arzobispo le aplazó los públicos. Se encuentra conforme con esta situación.

A lo largo de la conversación me doy a conocer. Le impresiona mi presencia después de haberme leído. No encontró en Pamplona mi historia de los benedictinos, pero sí el último libro sobre la vida cotidiana de los monjes, que le dedico. Posee un estupendo y denso libro sobre todas las mitologías vascas, hasta hoy. Se muestra ávido de conversación. Me hace preguntas acerca de la situación actual del monacato, y sobre ciertos nombres. Se confiesa tradicionalista, escandalizándose, por ejemplo, de que en ciertos monasterios se lean periódicos en el tiempo de la lectio divina.. Él es universitario y de San Sebastián. Asiste a una residencia de ancianos, de donde se trae la comida y la cena. Le compramos, para Juan-Emilio, un video del misterio de Obanos. Hay un mural con la leyenda de los dos santos. En un panel hay una noticia del canónigo Goñi sobre Juan de Undiano, el reformador de los ermitaños navarros.

La ermita es de techo plano. Una verja la separa del atrio. Su seducción está en su misma simplicidad. A Diego le complace esta inesperada acogida y le hace mucha gracia el incidente de la campanilla. Llamamos a Juan-Emilio y se lo cuenta entusiasmado.

El lugar fue teatro de la guerra carlista. Carlista fue el pequeño fortín inmediato. Vuelve a desplegarse el denso paisaje urbano.

Vemos Eunate. Borrachera románica. Y llegamos a Jaca de un tirón. El hotel es un chalét fuera del casco antiguo. La habitación liliputiense, a pesar de ser de dos camas. ¿Evitaré la angustia?

Diego contó luego tanto y tan vivamente el incidente de la campanilla, contagiándoselo inmediatamente a su hijo Alejandro, que se ha hecho en Sepúlveda todo lo popular que estas cosas pueden ser en estos tiempos, sustituido el boca a boca  por el zaping.
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29 de mayo

La noche en el minúsculo y agobiante hotel de Jaca ha sido toledana. He pasado gran parte de ella en el jardín. Un solo transeúnte en esas largas horas y casi ningún tráfico. Un coche de la policía estuvo unos minutos parado en la calle paralela. Me parecieron extraños  de pronto unos ruidos hasta que los identifiqué; eran del riego por aspersión.

La estación de Canfranc, con la que tanto sueña en el Archivo Histórico Nacional de Madrid mi amigo Luis-Miguel de la Cruz. Cuando llegamos al pueblo de Somport, se nos echan encima las cumbres pirenaicas. Algo más lejos, el cárdeno se hace violeta. La nieve se hace presente al azar de su facilidad para agarrarse, no coronando las cimas forzosamente. En las crestas peladas, la una y la otra excepciòn. En cualquier borde, la arquitectura militar, como el fortín del Col de los Ladrones.

Soledad. Casi todo el tráfico va por el túnel. Una capilla helicoidal a la Virgen del Pilar, con memorias de los transeúntes. Además de la de Francia se anuncia la entrada al Consejo Regional de Aquitania. El puesto francés se llama Centro de Cooperación Policial y Aduanera. Veo la palabra deneignement en una nave. Caigo en la cuenta de tratarse de la operación de quitar la nieve.

El sol acaricia. Muy pronto será excesivo. Descendentes los edificios de fachadas mates y negras, un emporio de miradores. Pizarra y uralita. La Escuela Militar de Montaña de la Guardia Civil. El río Aragón.

Se ven peregrinos. Diego ha hablado con un francés que vuelve de Santiago. Hacerlo en una horas de avion le parece incompatible con la asimilación de tantas vivencias como el Camino le ha deparado.

Vamos bajando a la hondonada. El panorama de la carretera a media altura es bello. Por la hondonada iba el Camino. “Aguas de altura”, se nos advierte. El río Sete es aquí un torrente que redondea y pulimenta las piedras. Pinos y abetos. Un dolmen.

Según la guía de Aymerico Picaud, Candanchú competía con Jerusalén y Mont-Joux por el primer puesto en la hospitalidad de toda la cristiandad. Las ruinas de ese albergue, Santa Cristina, nos dejan reconstruir el plano.

Junto al barranco Chiniprés, hay unas instrucciones sobre el barranquismo, incluido el complejo y abundoso equipo exigido. En la altura, subsiste el edificio de la ferrería a la catalana, luego borda ganadera, Anglase. También hubo en el paraje una venta, por mor del camino real, y una fábrica de peines, navajas y botones, con treinta obreros. O sea toda una aldea. Después se construyó un cuartel carlista, destruido en un golpe de mano.

Diego consigue fotografiar una mariposa negra y amarilla. Me muestra las argucias de su mimetismo, para dar la sensación de ser un animal mayor. Senderos del agua deshelada que cae desde lo alto por la montaña. De cuando en vez huellas de la pasada presencia de los carabineros.

El formidable edificio de la estación me recuerda los pabellones de las exposiciones universales del Ochocientos. En una reciente novela de Le Clézio, un personaje está obsesionado por vivir en el pabellón que tuvo la India Francesa en la de París. Recuerdo lo que de la inauguración de la estación oi a Maruchi Fresno. A su padre, el caricaturista Fernando Fresno, por cierto farmacéutico, le pidió Alfonso XIII las caricaturas de todos los ministros franceses que asistían. El problema era la necesaria quietud de los modelos. El rey se la prometió como cuestión suya. Y así fue.

Atractiva la estampa rural de la iglesia de Canfranc pueblo. Cerca de ella, en una plazuela, un mástil sostiene la bandera republicana. Pasan unos niños de la escuela y hablan y les oigo las palabras “república” e “independiente”. Una foto singular, dice Diego, que además me hace a mi otra con ese fondo.

El puente por donde pasaron tantos peregrinos. Por abajo el agua y por encima el tiempo, comenta Diego. El cual persigue con lupa el trazado riguroso del Camino. Algunas sendas son tan empedradas que rozamos en el coche casi el miedo, aunque no el mareo.

Antes de llegar a Villanúa, la cueva de las Guixas. Su bocanada de aire helado llega a darnos aprensión. En el pueblo una fuente con sus caños. Las casas de una mampostería gris y recia. Como la iglesia, una iglesia de torre muy delgada.

Desviándonos para ver la iglesia de San Adrián de Sasabe, pasamos el frondoso valle de Borau. Este románico es idéntico al de Sepúlveda. Concretamente, este ábside podría superponerse al del Salvador, sin necesidad de ningún ajuste.

Encontramos una pareja inglesa. Son turistas.  Él tiene muchas ganas de hablar. En la cornisa asequible del templo, pone una piedra para nosotros, junto a la suya.

La iglesia de Borau es achatada, la torre en medio y a su lado la boca del atrio, que así es justo llamarla.

Castiello de Jaca. Junto a la pequeña escalinata que sube a la iglesia, un arco da paso al pueblo. Una escalera exterior a la torre. Sus sillares y los de las casas se diría estuvieron familiarizados con sus obreros, y lo siguen estando con sus vecinos y feligreses. La piedra tomó confianza. Tres chimeneas cónicas, con anillos en torno. En una hay una concha.

“Bingo”, canta Diego vuelto de una de sus cabalgadas. Por la ermita de San Cristóbal que venía buscando. La puerta entre dos ventanas cuadradas, y sobre ella un ventanal peraltado. La espadaña está sin campanas. Amplio el alero.

Al fin Jaca otra vez. Diego feliz de nuevo fotografiando la catedral. La torre baja y ancha de ésta y la escasa anchura de su atrio pueden dar de este templo una idea errónea, por esplendentes que sean sus capiteles. Pero el interior tiene de veras grandeza catedralicia. La mayoría de sus capillas no tiene verja. Sin embargo se ha llegado a un equilibrio entre la participación de cada una en el conjunto y su personalidad de por sí.

Vamos a ver a las benedictinas. La abadesa, María Teresa Ibáñez, había oído mi nombre. Nos da permiso para fotografiar. Diego se ceba, sobre todo en el sepulcro. Yo hablo mientras con Sor Gloria de la situación que viven. Para salvar lo que estaba a punto de perderse hay tres profesas nigerianas.

Paseos por la Jaca antigua. En la calle peatonal y en la plaza, la calma solemne de la provincia, que dijo Balzac. Algún escaparate bueno, también en evocaciones.

Diego y yo nos quedamos trabajando toda la noche en mesas separadas, yo escribiendo este diario, él ordenando el material acumulado en las exhaustivas jornadas. Días intensos, comentaba hoy.
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30 de mayo

En el mismo hotel he pasado buena noche. Disipados los fantasmas. Optimismo.

Santa Cruz de la Serós. La antigua iglesia monasterial, hasta el siglo XVI, de las benedictinas de Jaca. Un románico que nos festeja, que nos sonríe. Bastaría para ello con el ajimez de la torre que vemos al acercarnos. Pero en las otras dos caras hay muchos ajimeces  más. Delicioso el juego de los diversos volúmenes de su arquitectura. (Nuestro Emiliano Barral tiene una escultura titulada Regocijo de volúmenes. Cuando yo me enteré pensé se trataría de libros. Pero eran curvas femeninas). Los canecillos son vigorosos.

La iglesia parroquial tiene por titular a San Caprasio. A un lado del tejado la torre, con un ajimez también. Parece mirarnos y decirnos algo. ¿Nos sonríe? ¿Se siente ofendida? ¿Se ha acomodado a un enigmático mal trato después de pasar por una etapa de meramente sufridora? ¿Sigue sufriendo?

Valles profundos. Peñas imponentes que a trechos forman cañón. Enfrente, en las cumbres pirenaicas, se despliega la nieve. Una copla cantada en aquella Sepúlveda: En el alto el Pirineo/ soñé que la nieve ardía,/ y por soñar lo imposible/ soñé que tú me querías. Las viejas canciones de unos días tan remotos e idos como vivientes. (Recuerdo al cronista de Melilla, Francisco Mir Berlanga, un viejo solterón, en uno de nuestros congresos: A todos nos han cantado, en una noche de juerga, coplas que nos han matado).

Cuando llegamos a San Juan de la Peña, me parece que en la lámina de la peña que cobija el monasterio se pudo escribir el Génesis. La primera arquería que vemos desplegada a lo ancho es un lujo decorativo. Como si se hubiera dispuesto para escena teatral. “Abodegado”, dice un turista que vuelve de la planta baja.

Los alrededores parecen un cañón frondoso. Cuando se abren los valles nos llega un rumor que dudamos si es de campanas o de aviones. De veras. Me consuelo pensando que Stockhausen incluyó los ruidos de dos helicópteros para instrumentar una obra suya.

Ante la muchedumbre en torno, pienso que el turismo ha desaprovechado sus posibilidades. Como la televisión. No es negativo en sí.

Mientras Diego, al que llegué a perder hasta casi inquietarme, se ceba con sus varias cámaras, yo alterno entre el arte y la naturaleza. La generosidad de las arquerías continúa en la cabecera. Entonces ya me doy cuenta de que no se trataba de una escenografía dramática.

Reconstrucción plástica de la vida monástica y sus diversos menesteres, bajo el vidrio sólido, en el museo anexo. Por ejemplo, un barbero que afeita. Recuerdo al de San Anselmo de Roma, el colegio internacional benedictino. Era conocedor de las distintas formas de la coronilla según la congregación de que se tratara. Especialidad única en la peluquería mundial.

La retina goza dejándose sencillamente absorber por el paisaje forestal, cuando se disponía a hacer un esfuerzo para sumergirse en él. Acebos, pinos, encinas, robles.

Volvemos a Santa Cruz para fotografiar. En un pequeño prado, convivencia de los burros con los caballos y las vacas. Las hojas de un tupido castaño descienden para darnos sombra.

Comemos migas de pastor.

Y siguen los lugares de la etapa. Otra Vilanúa. Su iglesia de piedra negra.

Santa Cilia es un pueblo de carretera. No tenemos la hora y cuarto que se precisa para subir a la ermita de la Virgen de la Peña. De la iglesia parroquial sólo es visible la torre, pero con campanas en los dos cuerpos. Nos imaginamos la alegría de su volteo conjunto. En una calle estrecha se anuncia un horno de leña y huele a pan.

También es de carretera Puente la Reina de Jaca, un pueblo reciente, surgido al fusionarse administrativamente dos municipios, Santa Engracia y Javierregay, para su nueva capital.

Enfrente Berdún, ocupando horizontalmente toda la cumbre de un monte, entre otras alturas naturalmente. Muy espesas las nubes sobre los Pirineos.

En Arrés, junto al alto de la iglesia, otra fortaleza. Irregularidad del casco. Dos japoneses sentados a la puerta del “hospital de peregrinos”.

Esta etapa se hace más deprisa, por faltarla pueblos. Es que se ha desviado por la misma carretera. Ello sirve para darnos una vez más cuenta de la enorme influencia de la peregrinación en la geografía humana del Camino.

Un caserío se llama la Pardina del Solano. No vemos en él a nadie.

Vamos ya notando un anticipo de Castilla. Cereales y tejas. Afloramiento de margas, la suprema expresión de la sequedad.

En Martes, así se titula otro pueblo, alcanzamos el quilómetro mil, contando desde Sepúlveda. Atractiva la estampa de la pequeña iglesia. El atrio saliente, tan grande como el campanario humilde y digno. Una casona con una portada de madera del Setecientos, ornamentada en un barroco popular, cuyos motivos coinciden con los de las obras más espléndidas y refinadas. Buen alero.

Vamos viendo pacas de la hierba seca ya segada. Es el verano. El que ya hoy nos hace sudar. Pasamos en coche el barranco Calcané, que fue separación en el siglo XI de los reinos de Aragón y Navarra.

El vehículo de Tuco es un modelo Ranger, fabricado para Europa por Ford según el diseño del Mazda japonés. Con él al volante, Diego no conoce imposibles. El compañero, tengo que repetirlo, se me va configurando como la apoteosis del dominio de las nuevas técnicas pero también, no sólo del humanismo, sino de la encarnación de la audacia. Un matiz este último que tengo que añadir.

Se transfigura el fotógrafo ante la luz del crepúsculo, la más interesante. Ciertas estanpas del Camino le exigen un alto, sorpresas, para una u otra de sus cámaras.

Mianos se despliega a media altura de la peña. Ventanas y balcones. Me recuerda Sepúlveda. Misterio de la novela que hay detrás de cada uno, que hay y ha habido y habrá.

De la iglesia, sólo las campanas son visibles sobre el caserío. Naturalmente está cerrada, pero una verja nos deja ver una pequeña capilla donde se venera el Corazón de María, bajo una cúpula con pechinas.

Artieda. Calle de Luis Buñuel. La iglesia, frontera de una casa cualquiera, al extremo de una calle, contrasta con esos espacios de césped en torno que hasta ahora estamos acostumbrados a ver en Navarra y Aragón.

El pueblo abandonado de Ruesta, por haber quedado sus tierras anegadas por el embalse de Yesa. Recuerdo un relato del notario Moure Mouriño en sus Fantasías reales. Almas de un protocolo: El habitante de una casa a sumergir que acude a la notaría en busca de un milagro.

Al fin, Sos del Rey Católico. El hotel es una casona del Seiscientos. De formidable piedra, como tantas otras en el trayecto hasta él, un largo trayecto que hay que recorrer a pie con los equipajes. La impresión es notable. Aquí el pasado sigue construyendo la geografía urbana.

Yo me voy sintiendo en este viaje como aquel canónigo de Ciudad Rdrigo que escribió en unas vacaciones: Vivo feliz, como el ciervo, saltando de risco en risco, sin suegra, sin cabildo y sin obispo. La suegra designaba en el argot clerical el Breviario Romano de rezo obligatorio diario. El Dicionario le incluye como aragonesismo, pero yo le he oído también en Galicia y Madrid.

 Hoy hemos hecho dos etapas. Una ganancia de tiempo que antes de salir nos ilusionaba, pero se había revelado imposible. Bien vale un cansancio. Un cansancio más. No sé siquiera si mayor o ya la cuantificación se sale de la realidad.
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31 de mayo

Pentecostés. No tenemos la seguridad de poder cumplir con el precepto.

Aquí, en Sos, es hoy la romería movible de la Virgen de Valentinián, en un monte próximo. Desde 1900 están los agustinos recoletos. Me dicen que en su noviciado llegó a haber doscientos, procedentes del postulantado de Artieda. Éste fue vendido. Recoletos para mí de recuerdos entrañables. Los encontraremos en San Millán.

Sos tuvo, tiene siete portales. Nuestro hotel, la casa de los Artieda, está inmediato al de Zaragoza. En él nació el jesuita Andrés de Artieda, que con su compañero de misión en la viceprovincia de Quito, Cristóbal de Acuña,  se cuenta entre los que terminaron de descubrir el Amazonas. En 1641 publicaron el relato de sus andanzas.

El plano de Sos es laberíntico. Pero en ningún recoveco ha abdicado de su protagonismo esta piedra color de las antiguas doblas, como escribió Juan Sanz y Saínz Pardo, Juanito Lagarto, Ríotaliso, de las de Sepúlveda. Él añadía “castellanas”, pero aquí estamos en la frontera entre Aragón y Navarra.

Emprendemos el recorrido, Diego trípode al hombro, y claro está que no sólo el trípode. El palacio de los Sada, donde nació el Rey Catòlico. La Casa del Común, junto a la antigua lonja, una casa de todos, levantada por los burgueses, su espacio propio frente a los estamentos nobiliario y eclesiástico.

Sobre la iglesia de Santa María del Perdón se levantó San Esteban, de manera que la iglesia antigua viene a ser la cripta de la nueva. Románico alto, como el sepulvedano. La portada coincide con la de nuestra Virgen de la Peña, aunque es más grande y está más decorada. La pila en que bautizaron al monarca. Un cristo del XI, la expresión ante todo reflexiva. ¿Es el impacto de la crueldad humana? En esta cripta deliciosos frescos medievales de vivos colores. A consecuencia de este doble piso, los ábsides son altísimos. Desafío fecundo al desnivel del terreno.

Hablamos con el cura. Éste da la sensación inmediata de ser avaro de palabras, y no dispuesto a tolerar que le hablen a él más de lo justo. Lo justo para negarnos el permiso de fotografiar. Diego se queda con los dientes largos ante sus cámaras paralizadas.  Hay en el preste un levísimo asomo de sonrisa, cuya interpretación no nos resulta en un principio fàcil. Luego caemos en la cuenta de tratarse de la satisfación de la negativa. Una negativa que él acaso vea como actitud lógica frente a la intrusión de unos extraños amenazantes a un patrimonio propio, propio pero sin los riesgos y las cargas de la propiedad, pues éstos recaen en los contribuyentes. Una actitud clerical de las que no convienen a la Iglesia.

Aquí se rodó La vaquilla de Berlanga. El dueño del hotel nos acompaña un rato y nos enseña su comercio de todo, al que Berlanga llamaba El Corte Inglés. Un amago de pesadilla ante la fantasía de un acta notarial que le inventariara. Yo hice bastantes actas impertinentes y molestas, pero ninguna llegó a ese colmo.

En Sos sólo son 551 habitantes. Una lección para nuestra menos pequeña Sepúlveda.

Ya a la salida nos sale al paso una pequeña y deliciosa ermita, colgada sobre la ladera, entre el verde. Parada y foto naturalmente.

Volvemos al abandonado Ruesta. La CGT se ha hecho cargo del paraje y de su albergue. Esta sorpresa no me la esperaba, Bakunin en el Camino de Santiago. Los sindicalistas nos dan de comer parcamente por 10 euros. Pintadas discretas en una pared recatada: Acción directa. Me recuerda los tiempos de la fortísima presencia anarqusta en Zaragoza. Aquí manda el pueblo y el gobierno obedece. Constrúyete un mundo nuevo en tu propio corazón. Los colores rojo y negro de su bandera. Me viene a la memoria una vieja copla de Sepúlveda,que le oí a Mariano Morata, en los días de las ilusiones revolucionarias: Las izquierdas son muy malas,/ las derechas son peores. /Somos de la CNT. /¡Vivan los trabajadores!.La CGT se separó de la CNT en un congreso de 1980. Ahora es la tercera fuerza sindical del país, y aspira a ser la segunda. La CNT se sigue negando a participar en las elecciones sindicales. Parece haberse quedado en un reducto melancólico que se paró en la guerra civil.

De sobremesa, vuelta a dar saltos por el Camino, o sea con el todoterreno por un terreno que desde luego necesita para ser descrito la ilimitación de ese adverbio de cantidad. Pasamos la frontera comarcal entre Jacetania y las Cinco Villas.

El trabajo de Diego, el segumiento pisada tras pisada del Camino, necesario para el servicio a los peregrinos que se nos impone como el objetivo esencial del viaje y el libro, le convierte en un sabueso. Una manifestación por lo tanto, iba a decir del argumento policial, prefiero quedarme con la dimensión policial de la vida. De ahí el gancho que la novela policíaca tiene. En cuanto más que una especialidad es la condensación de una omnipresencia genérica. “¿Quién que es no es romántico?”, se preguntó Rubén Darío. ¿Quién que es no es de alguna manera y alguna vez policía?

Diego ha decidido en lo posible andar el Camino por la tarde, a fin de no perturbar a los peregrinos, pues éstos salen de buena mañana. Pero naturalmente hay algún rezagado. Le señalo una rubia solitaria. Me pone en guardia contra las fantasías rubias y nórdicas. Menciono a Santa Brígida. Él dice haberse creído eran otras más a ras de tierra. Le concedo que se ha tratado de las dos.

A la vista el embalse de Yesa, que sumergió algunos pueblos y motivó como ya hemos visto la desaparición de Ruesta, aunque el caserío quedó sobre las aguas. Ahora se trata de ampliarle, y la oposición al proyecto la vamos viendo gráficamente en toda la comarca.

Para descubrir el pueblecillo que tenemos enfrente, a la orilla de un afluente del Aragón, de losas diríamos que tiene el cauce, hay que fijarse. Pues es de color de tierra, un apéndice al montículo de tierra donde se asienta, que parece hecho de la tierra misma. Sólo se diferencian los dos ojos de la torre.

El puente de esta etapa, y asomando entre el verde lo que de Ruesta queda. Por la altura estamos en el equivalente acá del alto de la Virgen del Perdón. El detalle nos hace sentirnos más en el Camino. Hay una fuente de 1766. Buscamos una ermita. Creemos encontrarla tras el rocódromo de un camping, pero no es más que un casillo. Sospechamos incluso que de alguna manera haya sido absorbida por las nuevas instalaciones. Pero al aparecernos nos damos cuenta de llegar a la categoría de iglesia románica.

Diego me comenta que podré presumir ante mis colegas historiadores de ser el mejor conocedor del Camino. Si lo dejamos en pateador, no tengo más remedio que abdicar la falsa modestia y estar de acuerdo.

Otra vez se nos abre el valle. Diego se emociona al pisar el trozo de calzada romana que con el camino coincide.  Ahí es inevitable que sea yo el fotógrafo para sacrle a él.

Undués de Lerda, el último pueblo antes de Sangüesa. El chico del bar nos da conversación amablemente. Nos dice que se conserva en buen estado una nevera o pozo de nieve. En castellano y alemán esta advertencia: “Prohibido quitarse los zapatos y curarse las heridas aquí dentro”. Entre Undués y Sangüesa sólo hay un árbol. Es un olivo. Pero a pesar de ello los peregrinos encuentran un encanto propio al trayecto.

La torre de la iglesia, al acercarnos, parece la fachada. Y podría serlo de no haber otra a la vuelta de la esquina. Tiene una campana y un campanillo. Buena pareja sonora. Aunque para darse cuenta de su alcance hay que haber vivido los tiempos de las torres, de las campanas y sus campaneros. Diego nota la presencia en más de una iglesia de nuestro recorrido, como en ésta, de los estribos en ángulo.

Emprendemos de nuevo la marcha. Vamos viendo abundantes arbustos. Apenas en algún intersticio llega a estar pelado el Camino. En algún momento, las ramas al apartarse hacen más ruido que el motor. Hasta que Diego decide dar la vuelta. Luego me confiesa haberlo pasado mal. Tanto que llamo a mi nieto Juan para contárselo, pero tiene apagado el móvil.

Recuperado al poco el Camino, también nos apareció el olivo enseguida. Y al fin Sangüesa. Lo primero que vemos es la mole del convento de San Francisco, muy poco posterior a la época del poverello, del que la tradición asegura estuvo aquí cuando venía de Santiago. En la iglesia del Apóstol, éste, Done Jakue en vascuence, policromada su escultura, entre la doble pintura de unos peregrinos arrodillados. Sin campanas la torre.

Y tomamos la Calle Mayor, que es eso, respondiendo a su nombre, una genuina calle mayor de provincias. Miradores y escaparates. La casa de los Iñíguez Abarca, con los consabidos alero y arquerías. De ancho generoso el alero de la de los Sebastianes.

Sobre unos soportales el ayuntamiento. Por eso le llaman Las Arcadas. Un lienzo de la Virgen de la Soledad. Al fondo el palacio del Príncipe de Viana. Austeros ventanales. No sé porqué en él la sencillez resulta melancólica. Sobre todo hasta ver sus dos torres fortalezas a los extremos. Otra casona a la que remata su arquería, la de los Anjués. 

Al final, Santa María la Mayor. Cimborrio, ábsides, una ofrenda románica. Más profusa aún en la portada. Noto el recargamiento, la disposición en línea recta de los motivos entre el dintel y la archivolta. Un  recargamiento puesto en razón y sentimiento en el barroco, pero no tanto en este otro estilo. Aunque también en el barroco necesita de un norte, tal la hornacina donde todo debe converger sin esfuerzo del espectador.

En la torre hay una colmena. Con que a este sacristán no se le podría aplicar el dicho de otrora: “sacristán que vende cera y no tiene colmenar, rapaverunt, rapaverunt, rapaverunt del altar. Diego ve representado en un capitel un cantero trabajando y le fotografía para nuestro Juan-Emilio. Esperando que se consume el crepúsculo para sacar la portada sin sol, a esa hora que hace las delicias de los fotógrafos.

Y parada con fonda en el monasterio de Leyre. Paz benedictina también en la naturaleza. Encanto del tupido bosque. Le andamos hasta la humilde Fuente de San Virila, el monje que se quedó dormido oyendo el canto de un pájaro, para despertar al cabo de tres siglos. Yo pienso que hemos tomado una desviación y me quedo atrás. Diego me confiesa al volver que ha sido muy singular su experiencia solitaria en el paraje, donde ha bebido un trago por mí. Dios escribe derecho con renglones torcidos. Buena lección sobre el valor del eremitismo. Pero sobre todo en una situación como la nuestra en este itinerario, cuando se siente en medio de las ventajas de la compañía. Lo que Diego asegura es que después de haber estado ahí no puede dudar del milagro del santo.

Buen ambiente en el hotel de dos estrellas en que se ha convertido la hospedería monasterial. Mi habitación individual tiene una buena ventana en la fachada posterior, pero en ella no sobra ni un milímetro. Sin embargo, la minúscula mesa me permite escribir con comodidad y sin esfuerzo. Cena abundante. En el postre hay kivis. Llevo casi una semana sin poder comprarlos. Por lo apretado de nuestro horario y la pequeñez de los pueblos del recorrido, no hemos podido encontrar fruterías a hora conveniente. Es inevitable ver en los dos que me sirven un regalo de San Benito. Después de cenar salimos para el último paseo, pero hace frío. Esto es una delicia en esta estación en la que tantos sudores nos esperan.

Leo poco. Por la falta de tiempo sobre todo, pero también por mis peculiaridades de lector, quiero decir la exigencia de determinadas circunstancias que en los viajes abundan menos. Además de los libros sobre el camino que Diego va comprando, he traído el Viaje a Sanabria, de mi amigo el dermatólogo de Sevilla, Ismael Yebra Sotillo. Es una deliciosa obra maestra en su género. Lástima que la falta de marketing impida a libros como éste difundirse más allá de su círculo casi privado. Me da sana envidia no poder estar a su altura en este diario. Pero en realidad éste es un cuaderno de campo más bien. Habría que volver a hacer el camino de otra manera, libre, para competir con él.

También he empezado la última novela policíaca del griego Petros Markaris, Muerte en Estambul. El comisario Kostas Jaritos, con su mujer y unos amigos, hacen un viaje turístico a la capital turca, que los griegos siguen llamando Constantinopla. Me resulta deliciosa la evocación del barrio griego y de los griegos antes de la limpieza étnica.

Una vez más recuerdo al canónigo Aguirre, el gijonés, canónigo de la catedral de Oviedo pero también archimandrita de rito bizantino. He aprendido de él curiosidades vitales y polícromas que no están en los libros, de sus viajes por Oriente, sus lecturas, sus relaciones. Las purgas del pasado siglo, iniciadas a fines del anterior, han acabado y siguen con una buena parte de ese panorama convivente de lenguas, etnias, ritos, trajes.

Naturalmente he traído la radio, ya lo dije. Pero la hodierna situación de las ondas y la variabilidad, según la situación geográfica del radioyente, de las frecuencias de cada emisora, son un calvario para el viajero, incluso para el que cambia de su primera a su segunda vivienda. Antes era fijo el lugar de la aguja para cada lugar emisor. Así yo llegué a oír Taiwan e Indonesia. Ahora la Radio Clásica, a la que yo soy adicto, sobre todo a “Juego de Espejos”, ya lo dije, es un lujo o una casualidad afortunada fuera de Madrid. Conocí hace poco, en un recital de poesía en la Casa de Galicia, a Luis Suñué, el creador y mantenedor de “Juego de Espejos”, una emisión dominical, de noche y de madrugada. Una hora de entrevista a un amante de la música que no es músico, sobre sus preferencias, ilustradas por sus propios discos. Como notario me alegro de que una de las mejores haya sido la del registrador Antonio Pau. Otro entrevistado, el vasco Azaola, entre las piezas elegidas, incluyó una marcha procesional de Sevilla.
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l de junio

Lunes de pascua.Volteo de campanas a las siete. Deben ser los maitines. Hora tardía, pero han cambiado en todo los tiempos. A las nueve la misa. Vestigios de la lengua y el canto antiguos.

Nos recibe el nuevo abad, Juan-Manuel Apesteguía. Es un pamplonés que lleva treinta años en la casa, donde entró a los diez y siete. Me dice que intentó localizarme para su bendición abacial, que fue el mes pasado, el domingo del Buen Pastor. Duró dos horas y cuarto, y el besamanos una hora.

Desde el principio se muestra muy amable. Piensa poner mi historia benedictina de lectura en el refectorio, después de haberlo hecho con la de dom Colombás. Me cuenta la muerte repentina de mi amigo Tomás Moral, el erudito de la casa. Se le encontró cadáver, echado sobre la cama, con la cogulla puesta y los pies fuera para no manchar la ropa. Debió sentirse mal en la hora de meditación en la celda.

Nos pregunta, ya en un tono concreto y enérgico, lo que en la práctica puede hacer por nosotros. Le hablamos de nuestra guía y le exponemos el deseo de fotografiar la cripta y lo demás que sea posible. Accede sin ninguna cortapisa, y nos guía el mismo por todo el monasterio, explicándonos cuanto vamos viendo al detalle. La prisa es sólo nuestra. Retira incluso del ábside el atril y el crucifijo, para que la foto salga mejor. Cree ver indicios de la herradura visigótica en sus arcos, en contra de la tesis carolingia.

Fuera de la iglesia, un formidable retablo con la crucifixión y los santos benedictinos, dividido en dos partes, está en sendas salas de la clausura. En la sala capitular, la sillería plateresca. En el claustro, imágenes traídas de los pueblos inundados por el pantano, y lienzos de la leyenda carmelitana, por mor de los avatares de los tiempos, que establecieron vínculos ocasionales entre unas y otras familias religiosas.

Al entrar en el refectorio nos invita a comer, pero ello es incompatible con nuestra jornada de trabajo. La biblioteca da sensación de orden y cuidado. Tiene cincuenta mil volúmenes, entre ellos las grandes colecciones. El abad evoca el paso de San Eulogio por su predecesora, en su viaje de Al-Andalus a Europa.

Hablamos de hombres y de cosas, tal el padre Sanz, el de los aborígenes australianos. No podía vivir fuera de la selva, donde terminó sus días, dice dom Juan-Manuel. Diego nos hace bastantes fotos juntos. Hablando de la hospedería, lo que le preocupa es que no haya en ella alguna imagen que denote su condición monasterial. También para la cripta piensa en alguna liturgia.  

Continuamos el viaje. El primer alto es el castillo de Javier. La rebelión de las almenas. El juego de los espacios tiene categoría de tal, aunque llegue a la mera yuxtaposición. Al lado, la iglesia del siglo XIX, con románico y gótico. La vida del santo misionero por lejanas tierras en la Edad Moderna imitando el estilo medieval en los capiteles, tiene encanto. ¿Más ingenuidad que en el románico auténtico? En todo caso, este templo, frente al castillo solar del misionero, simboliza y ejemplifica un destino.

Volvemos a Sangüesa, para fotografiar y ver el interior de Santa María. Nobleza en las proporciones de la arquitectura y esplendidez del retablo. En la tienda turística, encuentra al fin Diego algunas camisetas para sus hijos.

Rocaforte o Sangüesa la vieja. Se despliega a distintas alturas en un monte suavizado. Por eso apenas sobresale la iglesia. Llega a recordarme la torre de Santiago de Sepúlveda, empotrada en el caserío. Los geranios compiten con el ladrillo y la piedra. ¡Qué hermosura! Una casa con un solo ajimez, pero éste basta para hacerla el escenario adecuado de una novela entre sus muros. Las pendientes del plano de este lugar son de alpinista.

Enfrente, a lo lejos, mediada la ladera, se ve un edificio alargado, con muchas ventanas y un campanario. Puede ser la ermita de una cofradía.

El caserío de Sangüesa, desde aquí es amable y poco pretencioso. Imponen las naves de la Papelera. Hay un formidable muro circular de mampostería que debe ser simplemente de contención del terreno, pero que a Diego le hace fantasear arqueológicamente. En la iglesia, de ventanas esbeltas, la concha y la estrella del Camino.

Tomamos éste hasta Aibar. La fuente de San Francisco, donde se dice que hizo él su primera fundación en la Península, en persona claro. Viñedos. Vamos por una variante de la ruta, para ciclistas. En la iglesia, el ajedrezado, que tanto nos está recordando el románico sepulvedano, es jubiloso. Casetones en la bóveda del atrio profundo. En el alzado, conjugación de lo horizontal y lo vertical. En la fechada, epigrafía del XVIII y el XIX. Nombres, y algunas admoniciones o desahogos píos. Éste se dedica al titular: Muriendo, Pedro, al revés/ levantáis a vuestra alteza,/ pues que ponéis la cabeza/ donde Dios puso los pies. Un crucero. El lavadero de arcadas, con todas las evocaciones que de cualquier lavadero hacen un pozo sin fondo.

Izco es la estación siguiente. Un pequeño grupo de casas llovido del cielo sobre un cerro. Llovido en una lluvia mansa y menuda. Una casona formidable nos recibe. No faltan por acá ni en la aldea más insignificante. Vocación de construir primero y de conservar después. La portada de la iglesia es de transición. El labrado rústico.

Diego dice que ya lleva los ojos teñidos, tintados, de verde. El verde que nos oculta uno de los mojones del Camino.

Abinzano. En la consabida casona, la alegría de dos rosales trepadores. Como sonrisas de mujer. La subida es menos fatigosa. La iglesia se ofrece toda entera en su humildad: atrio, nave, torre, arcos apuntados. La pequeña sacristía detrás. A Diego le parece que el conjunto fue construido con la cabecera adosada a la torre anterior. ¿Muchas iglesias, muchos pueblos? Sí, pero ninguno, ninguna, igual a otro o a otras.

Disfrutamos toda la jornada de una brisa deliciosa. Al fin y al cabo un día de la primavera, que ya creíamos no se haría presente este año, un año modelo para nuestro clima continental.

“En esta etapa se enhebran los pueblos como si fuesen cuentas de un collar”, se le ocurre a Diego. Salinas de Ibargoiti. El lugar se alarga entre sendas ondulaciones. El frontón cual otros varios de esta tierra. La torre de la iglesia sobresale poco. El puente medieval, con escalera de acceso, tiene curvo el piso. Tan delicioso como poco funcional, máxime teniendo en cuenta la agresividad de su empedrado. Es de un solo arco muy alto. Tampoco hay un puente igual a otro.

Recuerdo la formidable historia novelada o novela històrica de Ivo Andritch, Hay un puente sobre el Drina, del pueblo bosnio de Vichégrad. No sé si sospechaba que la página más terrible de la historia del país no se había aún escrito por el destino. Acaso sí. Recuerdo el horror ante la guerra, ya entonces lejana, del embajador yugoeslavo al que recibimos en el ayuntamiento de Sepúlveda, muerto luego en un sospechoso accidente de coche cerca de Guadalajara. En el libro de Andritch, el puente es el protagonista. Acuña la vida del pueblo hacia adentro y hacia afuera. Es un antes y un después. Y luego una constante.

La portada de la iglesia es también de arcos apuntados. La vegetación que la decora sobresale exenta. Pintadas en la puerta: “La ignorancia de muchos da el poder a unos pocos”. Arriba el crismón, o sea una clave jacobea. Soberbias ventanas.

Monreal. Otro puente. Se confirma otra vez lo que de éstos acabamos de escribir. Alta pirámide el pico de La Higa. En la cima la ermita de Santa Bárbara. Suben en romería en el mes de mayo, pues en la fiesta de la titular, el 4 de diciembre la nieve no lo habría posibilitado. Incluso en mayo también aparece alguna vez. El pueblo se aglomera a lo largo. Abunda el blanco en sus fachadas.

La iglesia altanera queda a un lado. Nos la enseña el párroco muy amable, Antonio Gogorza. Ha estado catorce años en la diócesis venezolana de Maracaibo. Se acuerda de los indios guajiros, cariñosos, piadosos, dadivosos. Los feligreses de su tierra no resisten la comparación. Espléndidas imágenes de escultura policromada en el retablo. A un lado otros dos neoclásicos, ya del Ochocientos, con las respetables imágenes de Olot.

La foz de Lumbier. El paisaje de nuestro cañón. Menos solemne por menos vertical, lo que le da más variedad. Dos túneles. Al que llaman corto preferimos decirle menos largo. Algún trozo sin luz. A la salida, el puente de Jesús o del Diablo, destruido en la guerra de la independencia, el año 1812. Un cartel advierte que acercarse a sus ruinas es muy peligroso, actuando bajo su responsabilidad quien lo intente. Diego avanza algo y queda en fotografiarlo mañana desde la carretera. El vuelo de un alimoche es un canto a la vida.

Vueltos a la hospedería, en el solitario salón de la televisión, veo yo solo la primera entrega de la continuación de La Señora, la serie que ha tomado Sepúlveda por escenario de un lugar marítimo del norte cantábrico. En esta entrega sale mucho el pueblo: la fachada del “Registro”, la calle del Conde, la Barbacana, la fachada del ayuntamiento, los soportales de la subida a San Bartolomé. Me distrae la sucesión rápida y alternante de las distintas situaciones y paisajes de la trama.


2 de junio

Martes de pascua. La jornada ha sido maratoniana. Diego pensaba que, al tratarse de pueblos de escasas menciones en su agenda, la tarea iba a resultar más hacedera. Pero ante la exhaustividad del recorrido que se impone, a la búsqueda de cualquier sorpresa, la noción de lo pequeño no existe. Y los pueblos eran más numerosos que en lotras etapas.

Liédana. Se trepa, trepan las calles y las casas, hasta el Barrio Alto. El atrio de la iglesia es un soportal. El retablo mayor, barroco, es un marco, sin salientes. Una variante que tiene su atractivo, sin abdicar de las cualidades del estilo. La iglesia está abierta, cosa tan rara en nuestra experiencia de estos días, el patrimonio clausurado ¿cuántas veces lo tiene Diego que repetir? El paisaje de los demás retablos da al conjunto una impresión viviente. Al fondo un Descendimiento o Piedad, de expresiones vigorosas. La torre no es muy alta y está almenada.

Hay una calle de la estación. Por el tren de Irati, de Pamplona a Sangüesa, Lumbier y Aoiz, que funcionó de 1911 a 1955.

Habíamos dejado Leyre con pena y volvemos para acopiar libros. Recordamos que el retorno del peregrino hace parte de la peregrinación, pero a su casa, no a la meta.

Al fin hace Diego desde la carretera la foto del Puente del Diablo. Providencialmente había dos personas junto a él. Algo muy importante para su objetivo. En el mismo paraje desde donde actúa están las ruinas de una villa romana. En el indicador la palabra villa escrita entrecomillada.

Lumbier. Sobre la torre de la iglesia un templete. Pórtico de arcadas blancas. Un arco de gótico flamígero en la portada. El pueblo está animado. Gente, comercios. Ello nos alegra, después de tantas aldeas sin nadie en la calle.

Las benedictinas de Santa María Magdalena dejaron en 1991 su monasterio y se refugiaron en una casa del lugar hasta irse a Pamplona hace poco. En la fachada del edificio que se ha construido en el solar monasterial hay un mosaico romano que estaba en la huerta. Queda la iglesia. Vemos por un cristal los arcos torales, la cúpula, San Benito. La portada es plateresca.La plaza se llama del Claustro.

Seguimos. Vemos trigo a la vera del Camino. El barranco de Jehesua o Diablozuelo.

Yarnoz es un caserío. Sencilla la iglesia rectangular. Poca altura tiene la torre aunque mucho fondo. Una cerca en torno. Macizo el pórtico. La fachada rematada en cruces curvílineas que la dan un encanto popular. Hay una torre fuerte del siglo XIV. Y un puente de tres arcos con planta curva.

Recuerdo los viajes “literarios” de dom Mabillon, a la caza de manuscritos. Pero sin perder la devoción, saludando con la oración y la postura cada iglesia matriz, cuidadoso de solemnizar el paso de una a otra diócesis. Vivir la geografía eclesiástica.

Otano. Al fondo del grupo de casas asoma la torre de la iglesia. Tiene ésta una escalinata  de acceso. Abunda el ladrillo. Insectos y aves. Vejez en la puerta y óxido en su cerrojo. Pero en el muro hay un rosal. Un óculo denota la renovación barroca.

En una casa un ajimez conopial. Se recuerda a un nativo, Javier Mina, guerrillero que luego tomó parte en la independencia de Méjico y está enterrado allá con los próceres.

Seguimos por el valle de Elorz. En Esperuz no hay iglesia siquiera, pero sí una gran casona.

Guerendiain es un pueblo muy cuidado. Detalles ornamentales en cualquier rincón, como un carro que a Diego le recuerda el de Manolo Escobar y no es el único. Un buho de madera con los ojos muy verdes.

La iglesia tiene espadaña. El pórtico, sobre pilastras, es muy sencillo. Tejado a una vertiente. Ladrillo y mampostería. Anchas dovelas en la portada, y un enorme ábside también de ancho círculo.

Tiebas. En un cerro, a la altura del caserío, pero dominando todos los valles en torno, los raigones del castillo que levantó en el siglo XIII Teobaldo II de Champaña. Enorme el impacto en la roca de la cantera explotada por Alaiz. Una vez más recordamos a Juan-Emilio.

El atrio de la iglesia es peraltado y de planta trapezoidal. La torre poco elevada. Ventana gótica, portada sencilla y también ojival. En una hornacina del muro, la Virgen con el Niño, una compensación al cierre de la puerta. El suelo está empedrado de guijarros puntiagudos.

Murariz de Erreta. La vía del tren partió el pueblo en dos. El Camino pasa bajo ella. Dos casonas son de las mejores de nuestro viaje. La iglesia con espadaña.

La de Olcoz tiene muy larga la fachada. La torre es de construcción anterior. El campanario leve. Por un lado, una cerca de contención del desmonte. Una buena portada, aunque sobria, con el arco barroco cegado, y roto a la manera del estilo.

Hay una hermosa torre fortaleza, con un ajimez gótico, y muy salientes los matacanes. Como un desafío, pero de ellos mismos, de por sí.

La calle de la Cofradía nos acoge en Enerz. Monumento de hierro al Camino, con el motivo de las estrellas. Inscripción latina: Ecce stellarum via per quam ingens gentium multitudo iuxta finis terrae promontorium...

La iglesia está abierta. En la torre las campanas se asoman un poco, como si el campanario fuese volado. Ello da una índole sonora a su propio paisaje. Están continuamente pidiendo la alegría de su movimiento.

En los retablos del interior alternan el oro y el negro. El efecto es sugestivo. Además, su labra llega al rococó. Nobles los tramos de la nave. Crucería. Vemos a un peregrino alemán que en Tiebas comió junto a nosotros.

Al fin, Puente la Reina. La alegría y el encanto de la Calle Mayor, la de los peregrinos. Una calle que hace esquina es la del nativo Rodrigo Jiménez de Rada. Está abierta Santa María. Formidable despliegue de retablos dorados. Nos dan envidia. Unidad en la construcción gótica, salvo la galana torre barroca. Pregunto a un vecino con rasgos de ilustrado, y no me aclara el recuerdo que tengo del viaje con Ubieto, en el que un amable cura repitió para mí, llegado tarde, la explicación dada a los demás, creo que de las huellas allí de un obispo oriental, de Pátras. Me dice que puede tratarse de dos retablos relicarios cuyas puertas sólo se abren los días del Corpus y Todos los Santos. Se nota el cambio de los tiempos.

Ese mismo señor nos señala el inmediato convento trinitario. En la fachada, formidable el Padre Eterno, San Juan de Mata y San Félix de Valois. La iglesia de San Pedro, otrora parroquia, no tiene culto. La iglesia del Crucifijo es de portada primorosa, con seis labras de distinta manera cada una. Una archivolta es de conchas. Su cristo está pronunciadamente inclinado, violento, convulso, otra manera de revelar el sentido de su dolor. Soberbio el puente inmediato.

Por el camino nos ha salido al paso el Canal de Navarra. Grande obra de veras. Es grato ver el agua en su cauce amplio y claro.

¿Y no os había dicho ya que las desapariciones de Diego, obseso a la caza de cualquier detalle entrevisto y ávido de toda exploración, llegan a veces a inquietarme? Creo que sí.
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3 de junio

Al desearnos ayer mutuamente las buenas noches, Diego me propuso continuar un poco la agotadora jornada, adelantando la etapa siguiente. La proposición era tan horrenda que, aun no siendo necesario, aclaró inmediatamente ser de broma. Sin embargo, hoy sí hemos avanzado más allá de nuestras previsiones.

Repesca fotográfica en el mismo Puente la Reina. Me doy cuenta de que el puente tiene unos ojos bajo los arcos, ojos sobre ojos si lo preferimos. Debo también consignar que en este lugar la piedra es del color de las doblas. Mientras él fotografía el ábside de la iglesia del Crucifijo, yo reparo en la humildad de la torre. San Pedro equivale a una Santa María en pequeño. Desde la entrada, de nuevo toda la sugestión de la Calle Mayor. Fachada de las Agustinas, tìpica arquitectura de clausura femenina.

Mañeru. Tiene la iglesia de San Pedro unos ábsides tremendamente elevados, adptados a la configuración de su plano en planta de cruz. Pero la obra no es medieval, sino diecicochesca. Barroca la torre naturalmente. Un muro cerca el templo, con bancos donde sentarse. No se puede hablar de portada, sino sencillamente de puerta. Diego me comenta tratarse de una comprobación más de la naturalidad de la mezcla de épocas y estilos, en la línea de mis acerbas preocupaciones.

Calle del Correo. En la Plaza de los Fueros, el balcón central, de ancho vuelo. Pero no parece destinado a ver los toros u otras fiestas, más bien nos suena a proclama o proclamación. Aunque quizás estoy extrapolando. Blasones.

Camino adelante olivos, vides y trigales. -Esta Navarra, la tierra prometida-, se le ocurre a Diego a su vista. Dos guindos me traen el recuerdo de las huertas de Sepúlveda. Un caballo blanco, solitario, triste.

Cirauqui. Caserío encabalgado y abigarrado. Calles sugestivas, en leve cuesta. Dialogan los balcones de ambos lados. Los faroles testifican, se diría que algo burlonamente. Un arco de los que dan carácter a una población. Plazuela porticada.

La iglesia de San Román es recia y sencilla. Se accede a ella por una corta escalinata. Ojival el campanario. Profunda la portada. Dos báculos en la ornamentación, que deben corresponder al titular y a San Benito. Sólidos estribos. Una galería exterior, como para dar la bendición al pueblo, enlace entre la misa de campaña y la de todos los días. La primera archivolta de la portada está recortada pretenciosamente.

Vista de los valles, estos valles navarros que la vista tanto nos están alegrando. Una casona con geranios rojos. Reflexión en torno al adentro y afuera.

Baja y ancha la torre de Santa Catalina. Portada de arcos apuntados. Una galería también. Un tejaroz sostenido por enormes ménsulas de figuras de animales, fantásticos, pero todos con cabeza y pies.

Hacia Lorca. Pequeño puente medieval. Otro puente ondulado. Calzada romana. Y otro formidable puente, romano también, aunque no es sino una pequeña parte de lo que fue. Enormes sillares, como las piedras de nuestro acueducto antes del último pulimento.

Vemos un burro pastando en el verde. Pensamos sería de algún campesino de la tierra. Pero el hombre que está sentado a su vera nos dice ser un peregrino que se le ha traído consigo. Es francés. Supongo que del mediodía y me acuerdo del viaje en burro de Stevenson por allá. Pero me dice venir del Norte, de Nantes. Se queja de algunas dificultades con la policía a este lado de la frontera, a propósito del animal. He aquí un habitante de nuestro mundo globalizado que no lo está.

El río Salado que envenenaba a los caballos, lo que los nativos del tiempo del Codex Calixtinus se cuidaban de ocultar, para desollarlos una vez muertos. La torre de la iglesia se levanta sobre un porche. ¿Veis como ninguna es igual a otra? Altivo el ábside. Y una cornisa que no corona el ábside ni la nave, pues deja espacio entre ella y la cubierta. Diego me comenta a su vista que, a medida que se ven ejemplos vivos, hay que ir rectificando las simplificaciones de los manuales. Un huertecillo bien cuidado rodea el templo. También diferenciándose de otras cercas que ya dejamos descritas.

Un peregrino con su perro. Éste parece más cansado que el amo. Se anuncian masajes en el albergue donde comemos.Nos hablan de un disminuido psíquico del pueblo que se fue a Estella a atender un albergue, y vuelve de su jornada laboral con el rostro transfgurado. En la Plaza es emblemática una fuente con dos generosos caños, donde los peregrinos nos refrescamos a placer.

Villatuerta. Un puente más. Se queja Diego en estos altos que hoy estamos haciendo de la luz durísima, casi a plano, sin sombras ni volúmenes. El pueblo se ensancha en una parte nueva.

A un extremo del casco se repliega la iglesia gótica, con potentes estribos. Ante ella una estatua moderna de San Veremundo. La torre tiene dos cuerpos, bastante separados, el superior generoso de espacio para las campanas, el inferior nada más que el justo para un campanillo. Pero en cambio hay unas ventanas llenas de gracia, complicidades también de una visión viva. ¿Cuál? Aquí nos adentraríamos en el terreno de los divinos sonámbulos, como Ortega llamó a los novelistas. Se me ocurren dos tan distintos como Baroja y Rodenbach.

En un montículo, demasiado visible desde el pueblo, entre olivos y encinas, aislada, una ermita del siglo XI, San Miguel. Llegamos a pie hasta ella. Por la mirilla vemos su sencilla bóveda, un banco de piedra corrido todo a lo largo de los muros, y la mesa de altar.

Y pasamos de largo por Estella, para dejar marcado el camino de la etapa de mañana, que llegará hasta Los Arcos.

En la falda del Monte Jurra, el monasterio de Irache. La anchurosidad de las construcciones monásticas del antiguo régimen vuelve a la memoria mis pasados desvelos historiando aquel mundo.

La Fuente del Vino, entrada a las bodegas Irache. Un grupo de animados peregrinos extranjeros no se querían dejar fotografiar, pero acceden cuando Diego les dice que estamos haciendo un libro.

Iguzquiza. Una insospechada fuente románica, cubierta naturalmente. Atraviesa el Camino una larga culebra que ondula. Presagio de tormenta. Para mi otro canto a la vida a pesar de todo. La continuidad del verde en la retina. Una chopera nos vuelve a la tierra nativa que acabamos de dejar.

La cañada de Moriones, el general isabelino vencido en Montejurra, pese a su superioridad numérica, vencido por el fango de la lluvia reciente. La cueva de los Hombres Verdes, mineros que vinieron de Mesopotamia, llamados así por el tinte que el óxido de cobre dio a sus esqueletos. La estudió el arqueólogo Maluquer.

Me preocupa una de las audacias de Diego por sus posibles consecuencias para el sufrido coche. Pero se tumba para mirarlo y comprueba que ha salido impecable. Temió tener que llamar a un tractor. En un desierto de Marruecos, un amigo suyo, hundido en la arena, tuvo que desmontarlo, contratar a unos beduínos que se lo subieran al nivel asequible del terreno, y allí volver a montarlo pieza a pieza. Nuestra aventura no habría podido llegar a tanto.

Espléndida impresión de Los Arcos. De arcos está rodeada la iglesia parroquial. Estallido barroco en su interior. Órgano-retablo. La delicadeza del rococó en la ornamentación de las columnas de los otros. Amplio claustro gótico, cuya función no me explico. Paredes policromadas. Diego se desespera por la iluminación al revés que tiene, para alumbrar el suelo y no el techo.

Después de la cena, un paseo por la parte moderna de Estella, o sea la mayoría de su casco. Es sorprendente la conservación del casco de trazado lineal, el jacobeo, al otro lado del río Ega. Le dejamos para mañana. Fachada del amplio convento de las agustinas recoletas.

En la plaza de Santiago, una inscripción y un retrato esculpido recuerdan en la casa donde nació a Manuel de Irujo, el ministro católico de la zona republicana. Recuerdo sus problemas de conciencia y sus esfuerzos heroicos para conseguir alguna normalización del culto. También le llegaron para ello obstáculos del clero clandestino, aunque explicables. Sus conversaciones en Barcelona con el secreto vicario general Torrent son de lo más revelador para toda una composición de lugar tanto de aquella tragedia como de la disciplina eclesiástica coetánea.

Sendas llamadas telefónicas. Ánimos. Uno de mis relatos para los programas de fiestas de Sepúlveda se tituló El teléfono lejano. Esto es viajar


4 de junio

Estella por la mañana. Echamos a andar por la antigua ciudad santiaguesa. Nos impresiona la iglesia de San Miguel. Visible la roca donde se apoya. El desnivel del terreno, salvado sencillamente, brutalmente si queremos, sin escatimar la altura, las alturas. Casi marea la contemplación desde abajo de esa gruesa lámina de piedra, para lo que hay que esforzar el cuello. En el interior, Diego identifica la manera cisterciense. El retablo mayor está pintiparadamente acoplado al ábside. De ese modo participa de la arquitectura, se hace arquitectura él mismo. Me recuerda el de la Virgen de la Peña. En la anteiglesia, una verja nos deja ver la capilla de San Jorge.

La casa en que nació Julio Ruiz de Alda, en la calle que lleva su nombre. Recuerdo la jota que recordaba esa su tierra: Franco llevaba el volante/ y Ruiz de Alda los timones, / Rada cantaba la jota/ al compás de los motores. En el Archivo Municipal de Sepúlveda consta la orden de dar a los niños de las escuelas una charla sobre aquella travesía. En Argentina conservan su avión, el Plus Ultra, junto al automóvil que el cardenal Pacelli, futuro papa, utilizó unos años después, en el Congreso Eucarístico de Buenos Aires. Dos vehículos diferentes, dos trayectos también distintos, las personas y las situaciones mucho más diversas.

Como lo venimos observando en toda Navarra, aquí también quedan algunas placas del Corazón de Jesús fijadas en las puertas. Antes las había por doquier y abundantes. Ahora son rarísimas en nuestra tierra y las demás. Vemos a un sillero- siletero se decía en Sepúlveda-, haciendo las sillas a la puerta de su cubículo. Nos dice que es el único que queda en la región.

El empinado puente medieval, junto a la calle de Curtidores. Y subida a Santa María de Jus del Castillo. Está cerrada. La planta es cuadrada y la torre se reduce al campanario. No vemos las ruinas del castillo, del que ya en el siglo XI hay menciones.

La portada plateresca de la casa en que nació fray Diego de Estella, el místico, es de una asombrosa primorosidad. No tanto como la efigie del fraile franciscano que anuncia un bar llamado fray Diego, con el que ayer nos tropezamos.

A un lado del Palacio de los Reyes de Navarra, la Fuente del León. El palacio es un júbilo de ajimeces. Se diría que toda su arquitectura se ha puesto al servicio de ellos, como si fuesen la razón de ser de la mansión.

En ella está el museo de Gustavo de Maeztu. Hay algunos óleos con garra, tal Los novios de Vozmediano, Beethoven y el poeta, La copla andaluza. Es un septentrional, de Vitoria, pero con escapadas al mediodía. Diego encuentra muy jacobeo el titulado Tierra ibérica. Hacemos gestiones para que nos dejen fotografiarlo, pero a pesar de ello Diego solicita también que se le envíe la foto oficial. Me dice que para fotografiar bien un cuadro no es raro tener que invertir una hora. Por la luz que despide, un brillo de espejo.No ha traído el filtro con el que se elimina este efecto.

Nos asomamos a la vetusta Puerta de Castilla, por donde acaba de pasar también con su burro el peregrino francés, y seguimos viaje. Luego nos damos cuenta de habérsenos escapado la iglesia del Santo Sepulcro.

Irache. En el claustro la consabida fuente. Gótico, como la iglesia, naturalmente de vastas proporciones. Había pasado la hora de los monjes, pero éstos retuvieron en el gótico también, sin esperar hasta la gloria barroca. En las talllas del claustro, Diego identifica la misma mano que en la casa de su tocayo.

Azqueta. La torre hace de fachada principal de la iglesia. La planta es cuadrada. Visión, otra más, de los valles, que nos alegran la vida, que nos están haciendo enamorar de esta tierra y este reino. Una casa rica en balcones, en rejas, en balconcillos.

En Villamayor de Monjardín una iglesia muy oscura. De una sola nave románica. Los arcos fajones dobles, como por acá se estilaba. La sola diferencia con el románico sepulvedano.

Subimos al castillo de Monjardín. Una parte andando. Una verja cierra una ermita, que es la única parte edificada en pie. Pero la visión es fantástica, sí, llega a eso, a hacernos salir de la realidad aunque una realidad sea. Navarra de valles. Diego habla de la paleta de colores que tienen.

Decidimos invertir la tarde en un suplemento al camino que nos sugirieron en la oficina de turismo de Estella, a saber una iglesia, una basílica, un santuario, un monasterio.

Learza. Una escalinata nos lleva a la iglesia románica de San Andrés. De una nave y con espadaña. El pórtico plano. Sillares gigantes. En el interior, a ambos lados de la cabecera, hay dos arcos salientes que hacen de crucero, teniendo su correspondencia fuera. Se nota la diferente piedra de las partes labradas.

En el término de Sorlada, la basílica de San Gregorio Ostiense, que se edificó en el alto de Piñalba, porque allí se paró por última vez y cayó muerto el burro que llevaba el cuerpo del santo. En Los Arcos había habido que reanimarle para que prosiguiera. Ya se había acordado atenerse a esa señal de la providencia para la eleción del paraje.

A mediados del siglo XI hubo en esos campos una plaga de langosta, y el papa Bonifacio IX accedió a enviarles este cardenal, señalado en una visión como el único que podía extinguirla. Allí pasó los cinco años últimos de su vida, haciendo apostolado. El 9 de mayo es la fiesta de su cofradía, cuyo edificio vemos.

Ante la fachada tenemos una sensación de milagro geográfico. Creemos estar en una calle de Roma. Aunque Roma no es tan rica en columnas salomónicas. Nunca podremos agradecer a Navarra tantas horas de júbilo como nos está deparando.

Proseguimos. En Ontiñano la consabida torre. Y un balcón diverso de todos los hasta ahora vistos. Está remetido y consiste en una sencilla balaustrada. Pero se nos impone como una evocación galante, femenina, entre la poesía y la novela. Una plaza está presidida por el altanero busto de un obispo de Vitoria y de La Habana.

En el bosque un formidable cerro testigo, antes de hacerse visibles las peñas que cierran el valle. Y llegamos al santuario de la Virgen de Codés. Sobre un soportal. Una barandilla y un ventanal en la torre. La campana da a la fachada posterior. Hospedería amplia. Las piedras del color de doblas otra vez. Pero hoy hemos visto otras que para su descripción exigen una referencia al óxido de hierro. De crucería el interior. Hay flores frescas. Se nota la devoción vigente.

El monasterio de San Jorge de Azuelo. Se celebró su milenario en 1992. Nos encontramos ante un júbilo de campanas y campanillos en su paredón románico. Los tres estilos, además el gótico y el barroco, éste en una capilla, la de San Simeón, de cúpula muy labrada. En la portada creemos ver huellas de la estrella y la concha jacobeas. Aquí reivindican el antiguo Camino. Se asombra Diego de haberme descubierto un monasterio. No sé si estará en mi moansticon, pero aunque así fuera, al tenerle olvidado, un hallazgo ha sido.

Dormimos en un hotel del centro de Logroño. Retumbaba sinfónicamente la tormenta en el valle cuando salimos de la iglesia de Anzuelo. Al entrar en la Rioja llovía ligeramente.

El hotel está frente a una iglesia del siglo XX, con cúpula, la torre y la portada neoclàsicas. con algunas reminiscencias de las maneras barrocas que pasaron y dejaron huella. Calles Menéndez y Pelayo y Huesca.

Hay papel con membrete, la primera vez en todo el viaje. Aunque sólo dos sobres de distinto tamaño y una cuartilla.
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5 de junio

Dedicamos media mañana a la ciudad que nos hospeda. Se anuncian las fiestas de San Bernabé y una concentración de gigantes y cabezudos.

La fachada de Santa María la Redonda tiene su concavidad al servicio de su despliegue ornamental en torno a la Virgen, hacia la que todos los demás elementos convergen, pero sin necesidad de orientarse a ella en relieve, bastando para el efecto la superficie plana en que se insertan.

Muy cerca un curioso café literario. Todas sus mesas llevan pintada en blanco una cita, anónima o de autor. Una es este proverbio rumano: La casa arde, la abuela se peina.

Soportales en la misma plaza. ¿No es también una historia inagotable la que estos soportales de provincia guardan?

En la portada de San Bartolomé, el martirio del santo y las demás escenas consiguen articularse en una escenografía pintiparada. En Santa María de Palacio, además de la torre, hay un pináculo entre pináculos. Nos sentimos mucho más al norte de nuestro pequeño continente. Una importación jacobea sin duda.

Nos damos cuenta de las posibilidades del retablo plano, meramente las de la escultura. En cambio en Santiago, los tres cuerpos del suyo se articulan en ángulo. Esta disposición le hace a uno sentirse más arropado. Arropan los retablos, le oí decir una vez al que fue muchos años secretario perpetuo de la Academia de la Historia, don Dálmiro de la Válgoma y Díaz-Varela, el antecesor de Antonio Pereira como cronista de Vilafranca. Al fondo de la nave hay dos capillas, una de ellas de cubierta muy baja, sin más espacio que para su Virgen de la Soledad. Un efecto diferente. No sólo la Redonda, antigua colegiata, sino también estas dos últimas iglesias, tienen coro en la nave.

Continuamos el itinerario. Sansol es nuestra primera parada. Un palacio que se podía definir como la teoría del hierro y la piedra. Tres hileras, respectivamente de ventanas, balcones y balconcillos. La fecha en el dintel, 1702, y un letrero borroso del Sindicato Agrícola. Sindicato se llama la plaza de su situación.

La iglesia tiene su torre y su campanario. Pero a un extremo de la nave han abierto un orificio para cobijar otra campana. El plano es rectangular y hay estribos salientes. Desde la iglesia vemos el vecino pueblo de Torres del Río, con sus dos templos y el caserío subiendo sin fatiga la ladera de su situación.

El Santo Sepulcro nos trae el inevitable recuerdo de la Veracruz de Segovia. Fue hospital, y en su único y reducido espacio se siente con más intensidad la fuerza del románico. Sus ventanas abocinadas agotan todas las posibilidades que una ventana puede llevar consigo. Enfrente el pueblo anterior, mucho más galana la torre desde lejos.

En la mesa del altar, un cuaderno donde se recogen las impresiones de los visitantes. Le hojeamos apresuradamente. Alemán (incluso en verso), francés, italiano, holandés. Es lástima que todos estos libros de visitantes, todos o casi, apenas se lean con sosiego, o casi no se lean sencillamente. No deja de ser un género, improvisado y fugaz, pero que puede deparar alguna sorpresa interesante e incluso valiosa.

La iglesia parroquial tiene un pórtico profundo, y la portada de medio punto sin decorar. La cabecera poligonal presagia el gótico en un interior que no hemos podido ver. Fuera hay una pequeña pila de agua bendita, que se diría barroca pero es probable remonte al siglo XVI.

Y al fin llegamos a Viana. Vengo pensando en ella por ser el pueblo de Navarro Villoslada. ¿Cómo olvidar nuestro entusiasmo en el colegio de Aranda cuando Amaya o los vascos en el siglo VIII se leía en el comedor? Tan inquietante como El Señor de Bembibre. En la calle que lleva el nombre del escritor está su casa de nacimiento y muerte, ahora la biblioteca homónima. La lápida le llama cantor de la raza vasca. También se titula Navarro Villoslada el comedor del restaurante Armendáriz donde nos han dado cardo y albóndigas. Esta calle y otras paralelas son estrechas y, aparte su sugestión en sí, articulan el plano jacobeo.

En la Plaza de los Fueros, el ayuntamiento barroco. San Pedro está parcialmente arruinado, aunque el titular se mantiene muy visible en la portada. Desde allí visión de la llanura, los valles y la montaña.

Vemos la instalación de Kraft, la industria alimentaria. Cerca de Pamplona pasamos frente a dos editoriales, la ineludible para cualquier jurista, Aranzadi, y Salvat, enriquecedoramente variopinta, con un sello propio, sólo aparentemente demasiado serio, ambas por lo tanto en dos dimensiones distintas de mi vida.

Una amable chica nos da en la oficina de turismo un folleto excplicativo de un mural con la historia del lugar. Hay un cuadro dedicado a la guerra civil. Cuenta que las gentes del pueblo se unieron a las tropas del General García Escámez, que venía de Pamplona, y llegó a Sepúlveda, estableciendo allí su cuartel general para el resto de la contienda. El impacto de los navarros en la villa fue tan intenso que yo tardé mucho en enterarme de que también los hubo entre los perdedores.

En la calle Navarro Villoslada también está la Casa de la Cultura. Fue hospital y luego pasó a la Cofradía de la Veracruz, la cual no hace mucho tiempo cedió al ayuntamiento la basílica barroca en que le había convertido, a condición de seguir celebrando en ella su cena del jueves santo. Tras de esta historia se adivinan algunas complicaciones, una maraña de tiras y aflojas.

El antiguo convento de San Francisco deja que en su fachada se recreen las curvas y se remata con bolas. Diego fotografía la puerta por la que se sale al Camino.

Viana también tuvo, como tiene Pedraza, y casi Sepúlveda, un balcón para ver los toros. Sobre un soportal. Igual que allí, un estrecho recinto detrás únicamente, lo imprescindible para su sustentación.

Haciendo tiempo para que abran Santa María continuamos nuestra ruta. Enseguida encontramos, en el Camino, la ermita de la Virgen de las Cuevas,  romería en mayo de los vianeses. Un recinto abierto con mesa y bancos de piedra y otros fuera de él.

Trabamos conversación con dos riojanos entrados en años. Nos dan algunos datos, por ejemplo de la competencia conservera china y peruana, en parte hecha allí por los mismos empresarios riojanos, que están mejorando mucho la calidad. Del camino que ellos hicieron, recuerdan por encima de todo la hospitalidad de las benedictinas de León, las Carbajalas, y a otras monjas de Carrión. Monjas que no se arredraban de ponerse a la guitarra. Uno nos pregunta que si somos sacerdotes, y a mi me dice tener cara de buena persona. Le replico que no todos los curas son santos, a lo cual naturalmente asiente. En cuanto a esa apreciación personal que de mi ha hecho, a estas alturas me resulta definitivamente imposible darle la razón. Me siento muy alejado de la proclamación que de su virtud hizo Antonio Machado en su Autoretrato.

Camino Viejo de Viana se llama este trozo del de Santiago. El embalse de Las Cañas tiene el nivel demasiado bajo para ver las aves.

De nuevo Logroño tras de las viñas. A la entrada, un monumento de pilastras con relieves de peregrinos. Pero bordeamos la ciudad.

Entramos en Álava. “!Qué bonito es Euskadi¡”, exclama Diego sin poderse contener, a la primera impresión. De nuevo las imponentes peñas de la sierra de Codés, otra vez Navarra.

En La Población, o sea un pueblo que así se llama, vemos los muros del antiguo hospital de los peregrinos. Es un par de casas rústicas adosadas. Labradas con sencillez ingenua la calabaza, la concha y el sombrero. No es un monumento artístico. Pero en la historia de la Iglesia no tiene nada que envidiar a otros que sí lo son. Recuerdo por eso mi indignación ante el Dicionario de Historia Eclesiástica de España. Para todas las diócesis tenía un apartado de “monumentos artísticos”, un apartado turístico. Faltaba el otro, para los que no merecen el epíteto.

La iglesia tiene una portada que ha sacado, sin timideces, todo el partido posible a la geometría. Su puerta es una obra maestra de madera labrada y herrajes, incluidas la tiara y las llaves de San Pedro en el remate. La torre es tan ancha que ha permitido colocar horizontalmente todas las campanas, en fila.

Sugestiones en el Camino que hay que desatender: un indicador anuncia la ermita de San Isidro y la Fuente Vieja, en Arrés la iglesia y una ermita, amén de otra arruinada, con un arco que ha quedado exento en un monte, otro arco indicador del hipogeo prehistórico de Longar.

Volvemos a Viana. La portada de Santa María es un viacrucis resumido, con mucha expresividad la perspectiva. El interior es muy rico de retablos y capillas. Una de éstas, la de San Juan del Ramo, por el convento franciscano de donde se trajo la imagen, con las pinturas de Luis Paret.

En esta iglesia encuentro el arquetipo de la armonía en la mezcla de estilos. Porque el retablo barroco está acoplado al espacio del ábside, pero sin ocuporle en su totalidad, dejando espacio para unas pinturas medievales supervivientes. Mientras que el gótico flamígero de la girola enlaza con el barroco mismo. En el cual hay que subrayar la ornamentación de las columnas, estrías nada más, pero poniendo de relieve- ¡sin relieve!- la capacidad del material en sí mismo para conseguir un efecto similar  al de los otros recursos del estilo. 

Antes de la misa, el rosario dirigido por una feligresa, y la novena de San Antonio. Hacía muchos, muchos años, que yo no había oído en la iglesia el responsorio: Si buscas milagros mira. (Por cierto, ¿en qué iglesia del recorrido estaba el altar de los santos Cosme y Damián, aparte de la que los tiene por titulares. Para encontrar la respuesta recurriré al archivo fotográfico de Diego, el que viene creando estos días). Aquí añaden al responsorio antoniano una o dos estrofas. Trataré de enterarme.

Sale el celebrante con ornamentos rojos. Pienso en la octava de Pentecostés, pero se trata de San Bonifacio. Dice unas palabras previas en las que recuerda su martirio y su condición de monje benedictino. Después de la misa la bendición de los peregrinos. Uno se había arrodillado e inclinado profundamente para comulgar.   

El cura, que nos dice no es el párroco, sino uno del pueblo, es muy afectuoso y locuaz. Nos pregunta nuestras procedencias. La fórmula que lee recuerda la salida de Abrahán de su tierra y los cuarenta años pasados por los israelitas en Egipto hasta encontrar la suya prometida. Nos desea llegar a Santiago con el ánimo convertido y habiendo encontrado el camino interior. Recuerdo las palabras que nos dirigió Pío XII, en una audiencia general, un día navideño de 1958, exhortándonos a volver a casa “con el alma más pura, el corazón más ardiente, los pensamientos más altos y los propósitos más firmes”.

Este buen cura nos cuenta de las devociones que por el camino vinieron de Francia. Incluye a la titular de la iglesia, Santa María Magdalena y, además de San Roque y San Martín, San Nicasio de Reims y Santa Teodora de Amiens. En el retablo de Santiago, ante la imagen ecuestre del matamoros, dice exculpatoriamente tratarse de una leyenda...

Diego ha encontrado la imagen definitoria del camino: -Es un surco
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6 de junio

Al amanecer, la radio habla de un viaje,  a la Polinesia francesa. Sale un vasco cuya vida cambió al ir allí ya hace años, José-Manuel Alonso de Ibarrola, muy documentado, presente en la red. Me entero de la existencia de Radionómadas. Y de que Pierre Loti influyó en la decisión de Gauguin de recalar allá. En este Camino de Santiago me apena menos la frustración de mi viaje a la Samoa de Stevenson.

Notamos que en la Rioja la apariencia no es de tanto esmero  ni respeto al patrimonio como en Navarra. Vamos a Clavijo. Está fuera del camino oficial, pero siguen indicándole las flechas amarillas. El castillo está en un cerro aislado y pelado, dominando un pequeño valle. La iglesia, rectangular, es del XVII.

La línera encimera de un barranco parece de castillos, como en el Duratón. Me acuerdo de la teoría desenfadada de Pedro Barral, de haberse inspirado en ellas la arquitectura de los castillos medievales mismos. Visión de los valles y de los pueblos una vez más. El verde es suave y de la lluvia pasamos al sol.

Meditación frente a un torreón. ¿Qué ha pasado con la leyenda de la batalla ganada milagrosamente aquí por el Apóstol, liberadora la victoria del ominoso tributo de las cien doncellas? ¿Se ha diluido? ¿O ha resucitado con otro disfraz? Se nos abre el valle del Ebro al subir. Visible la leve herradura en un arco. En esta sede de la leyenda desbordada y pretenciosa vuelvo a acordarme de Ubieto y su viaje.

Seguimos entre peñas.  Oímos por la radio al erudito Patricio Celdrán mientras nos acercamos al alto Gragera. A ratos seguimos la autovía A-l2, la titulada del Camino de Santiago. Restos de todo el plano del hospital de 1185. Se ve el arranque de la escalera de caracol. Hay un coche de apoyo alemán, la intendencia que aligera el equipaje al hombro de los peregrinos. Éstos reponen fuerzas entre las mismas ruinas. Al fin y al cabo, el hospital servía para algo equivalente.

E n Alberite nos sorpende en un bar un inesperado desayuno con churros. Y entramos en Navarrete.Toda una hilera de casas, con dos pisos de arcos, encima de un soportal elevado sobre el nivel del suelo.

La iglesia es una maravilla dorada. El retablo mayor se prolonga a los lados hasta cubrir toda la cabecera de las naves. Me recuerda San Francisco de Oporto. Los retablos laterales están cobijados por un trompe l’oeil pintado en el muro. La arquitectura es gótica, aunque también es barroca la amplia torre. Hay coro bajo y sobre él el órgano. En el retablo hay imágenes exentas, sin hornacina. Ello da al conjunto una apariencia más viva de teatro sacro. Los racimos parecen de genuinas uvas, de lagar, ningún convencionalismo en su representación y tratamiento. Asoma el neoclásico en la portada.

En la calle un escudo en ángulo. Diego fotografía la singularidad para Juan-Emilio. Blasones. Almohadillado.

En el cementerio la portada románica del hospital. Unas lápidas que recuerdan a peregrinos muertos.

Otro pueblo, Ventosa. Portada renacentista de la iglesia. Anchurosa, como un abrazo de acogida. El titular es San Saturnino. Han dejado entre sus relieves una pequeña concha de recuerdo que Diego fotografía. Hojas de roble en la ornamentación. Atisbo mudéjar en la torre.

Llegamos al alto de San Antón. No sabemos la razón de su nombre. Hablamos con un pastor, que lleva la manta, como antes. Nos dice que ya no se hacen. Diego le pregunta si no ha pensado alguna vez ir a Santiago y se le nota parecerle totalmente ajeno a cualesquiera planes de su vida. Que son el paisaje de todos los días y el rebaño.

En Nájera terminamos esta primera parte de las tres de nuestro plan. El lugar nos da alguna impresión de falta de cuidado. Al acercarnos, vemos un muro lleno de estrofas. Sólo tengo tiempo de leer el primer verso de la primera: Peregrino, ¿quién te llama? Por cierto que completarla de mi caletre es un reto no fácil.

Nájera es uno de los nombres que suenan en la historia evenemencial, epíteto que no escribo peyorativamente. Frente a Nájera, en un llano/ de rico verdor cubierto,/ inmóviles se contemplan/ dis poderosos ejércitos. Luego nos encontraremos con la memoria del autor de los versos, Raimundo de Miguel. Pocos como él sonaron a su vez tanto en los años escolares.

Otro blasón partido, de más envergadura que el anterior. Comemos frente al Najerilla. Tras de las inmensas paredes lisas, la iglesia, el claustro y el panteón. Otro ejemplo de la magnificencia benedictina tardía.

Al salir vemos la fachada de Santa Cruz, del Seiscientos. Y emprendemos el regreso. Amaina la tormenta y la atmósfera se queda limpia y templada.

Se retrasa un cuarto de hora el autobús de Aranda, que me recoge en Boceguillas. Noto en él una confortabilidad extremada. Claro, era el cotejo con las pasadas dos semanas de mi descripción. 

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                                                  SEGUNDA ETAPA
                                              
13 de junio

Llovizna cuando llego a Boceguillas. En casa encuentro enseguida, cosa rara en mis libros, la novela de Aquilino Ribeiro, Estrada de Santiago, y leo algunas páginas, sin insistir en lo difícil.

Voy a la Casa del Señor, la de la Cofradía del Corpus. Juan-Emilio, como su alcalde, me dijo que sería bien recibido por los cofrades y los interesados en la cata del vino subastado, que era el acto señalado para esta tarde. Y efectivamente, muy bien recibido fui, con una sola excepción. Pero no dejó de ser mi presencia algo excepcional. Yo compartí la merienda de los demás sin aportar nada. Algunas deferencias que se me guardan en mi pueblo remontan a los tiempos de mi retorno, después de los largos años de ausencia, siendo así que la actitud de los paisanos lógicamente debería haber sido la contraria. Está bien que las acepte, pero con cierta mesura. Pues en otro caso no podré enfadarme si alguien me pone en mi sitio, como hizo el hostelero de Burguete al comenzar la etapa anterior. Conversación pues de familia y paisanaje. Una caña en Paulino después.
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14 de junio: Corpus.
15 de junio

Ayer hizo frío en la Casa del Señor. He amanecido constipado.

Voy temprano a la misa  de la Virgen. Llego cuando acaban de dar el primer toque. Suave y Periquín están en la sacristía. Ayudo a colocar unos estandartes sobre el retablo mayor. En su homilía, Suave insiste en los aspectos de la afirmación de la presencia real y en el deseo de hacer participar en ella a los demás, que tiene esta fiesta particular de la Eucaristía, ya que fiestas de la eucaristía hay, son todos los días. Procesión.

Los palieros no tenemos este día obligaciones en ella. Al principio llevan el palio los concejales, luego los voluntarios del pueblo. Acaso cierta dama haya estrenado un nuevo vestido estampado. En el Salvador, tertulia en la sacristía. Homilía de Jose (así, sin acento, como a mí todavía me llaman algunos viejos por el primero de mis dos nombres).  Empieza citando a San Agustín, la inquietud del corazón creado para Dios hasta que no descansa en Dios.

Breve y sustancioso piscolabis en casa de Diego. Y en camino. El cambio de color de los campos. Adentrados en la Rioja, variedad de ellos: marrón, amarillo, verde. Vemos los primeros peregrinos, algunos por la carretera, despistados en un tramo que no es el suyo.

En San Millán de la Cogolla están mis viejos amigos, los agustinos recoletos, la pequeña orden acogedora. Hondos recuerdos del funeral en latín y bien cantado que celebraron por mi mujer en su convento de Salamanca. La relación empezó por el dermatólogo García Pérez. Después he mantenido constante el contacto con el “romano” Ángel Martínez Cuesta, infatigable recorriendo los caminos de Hispanoamérica y la Hispanoasia, mantenedor de la espléndida revista Recollectio. Pero han pasado años y  yo no sabía ya quienes eran ahora los destinados en San Millán. Ayer en Madrid el casi arandino Teodoro me dio algunos nombres.

Encuentro a Juan Bautista Olarte, y al superior, Juan-Ángel. Casí no se creían la realidad de mi llegada. No me esperaba tanto afecto, hasta estrepitosa la cordialidad. Diego está encantado. Me dicen que mi aspecto es juvenil. Me recuerdan algún pequeño favor que les hice en la notaría de Madrid, en un caso con repercusión en una modificación de sus constituciones. Yo lo tenía olvidado. Apenas me costó esfuerzo ese servicio. Lo que hay que agradecer es su agradecimiento. Hablamos de la muerte de Oroz Reta, el latinista que se pasó de San Agustín a Virgilio. Me dicen que sobre la estantería de su celda dejó una caja de botellas de vino para que sus hermanos de comunidad se las bebieran a su muerte, que fue repentina. Se me ocurre imitarle, aunque no lo tendré tan fácil topográficamente.

El paisaje de San Millán podría definirse como la idealización del valle. Así de genérico debe ser el elogio. Cuesta trabajo imaginarse que se trata de una realidad. Llegamos después de pasar el pueblo de Berceo. Me acuerdo del ejemplo métrico de su poeta que teníamos en el libro de texto del Instituto de Segovia, Quiero fer una prosa en roman paladino, y la frase de don Ángel Revilla sobre el tetrástrofo monorrimo, si se lo dicen a uno parece que es un insulto. Se lo oi en la única clase suya a que pude asistir. No haberle tenido de profesor ha sido una de las carencias de mi vida.

Subida al monasterio de Yuso. La herradura de abolengo visigótico impresiona por la inmersión en el pasado que lleva consigo. Eso no ocurre así, es de otra manera, ante el islámico.

Teodoro Lajarraga, el guarda, hijo a su vez de su predecesor en el oficio que fue uno de los protagonistas de la vuelta a la vida del monumento, es de veras un ilustrado. Corrige defectos paleográficos a los eruditos profesionales. Le suena mi nombre. Está ávido de conocimientos. Firmamos en el libro de visitantes.

Juan-Ángel nos habla del monasterio de Cañas. Las cistercienses son siete. Murieron hace poco sucesivamente dos hermanas que se habían sucedido en el abadiato. La única joven que hay está haciendo de enfermera de todas las demás, hasta el heroismo. Pero están celebrando el corpus sin regatear la exposición y la vela.

Vamos allá, al pueblo natal de Santo Domingo de Cañas o de Silos. No sé que encuentro en la esbeltez y la claridad de este gótico que me parece estar viendo por primera vez un monumento del estilo. Formidable sepulcro de la abadesa Urraca López de Haro: la explicación catequética de la otra vida, hasta que San Pedro deja el regateo y se lleva el alma al cielo.

Buen museo con las piezas de la casa. Ello gracias a su inintererumpida presencia de novecientos años. ¿Qué tendríamos en las demás de no haber pasado por la desamortización? El viejo monje capellán nos dice que no ha conseguido una fotografía completa del ábside, muy desplegado. Diego se la saca con mucho trabajo. Se queja de que los visitantes de San Millán no se desvían allí. Juan-Ángel le compra unas pastas, pues si un grano no llena el granero, ayuda al compañero.

Recuerdo mi estancia en San Millán hace medio siglo. Con García Pérez y dos sobrinos suyos, y el buen padre Alfonso, el prior de Salamanca. En un cajón de la cómoda de mi celda me encontré unos ornamentos pontificales. Eran los del cardenal benedictino Aguirre. Uno de los sobrinos lo que encontró fueron los apuntes de un monje matemático, con la intercalación de una confesión: Yo soy aquel, aquel que te adora. Se disfrutaba de la calma, muy en familia. Variadas las estampas de los religiosos, simpáticas aunque alguno no lo fuera y lo disimulaba.

Ahora la hospedería se ha convertido en un buen hotel autónomo. Cenamos tranquilamente y con poca gente, aunque hay una mesa grande ya preparada. Como si tuviéramos tiempo. Nostalgia de viajes sin prisa, y de otras cosas a su propósito....

Por cierto que hay papel timbrado, una de tantas especies que se acaban. Desde la ventana, entre el jardín y el bosque, cabe el leve monte, un pequeño huerto y una casa de aperos.

Aquí sí que se oye la Radio Clásica: Dos Stabat mater, el de Poulenc y el del estoniano Ava Pat. En el comentario recuerdan la vuelta a la iglesia del primero, tras una visita a Rocamador con un amigo barítono.

Pienso en el fraile que aquella otra vez no nos dejó ver los marfiles. El padre Alfonso nos lo prometió para otra visita, dispuesto a gestionarlo con el provincial. Pero ahora la apoteosis de Diego es fotografiarlos, después de haberlos contemplado los dos a solas.

Recuerdos de la historia de la casa, la reciente en los muros: el obispo recoleto Minguela, el nuncio Vico, una inscripción latina conmemorando el decisivo capítulo general de 1908.

La bóveda policromada, sin pinturas, de la sacristía barroca, se hace música. ¿Mozart? ¿Por qué no? Incluso cuando hubiera que sacar de la cajonería los ornamentos negros. ¿No abundan precisamente los textos funerarios de la liturgia en la lux aeterna?

La iglesia está excavada, desmantelada. Sólo se puede fotografiar a medias el retablo. Juan-Ángel nos cuenta sus cuitas con los “restauradores”, uno de ellos, Maroto, mi compañero de Caja Madrid en la Junta de Amigos de los Castillos. Su criterio es el consabido arqueológico, la mutilación. (Ahí la destrucción de una plaza de Zamora de la que hacía parte integrada una iglesia, para dejar ésta sola, aislada, cadavérica). Juan-Ángel en cambio tiene en cuenta constantemente la índole viviente del edificio. Le costó mantener en el coro una estampa decimonónica del Corazón de María.

El Aula de la Lengua está llena de recuerdos hispanoamericanos. Era el comedor de segunda, el de los filósofos. Junto al refectorio de primera de los profesores y los novicios.

¿Cuánto pesará cada cantoral de los que vemos empotrados, sólo su lomo con los correspondientes nervios? Parece que sesenta quilos. El único abierto lo está por la Ascensión. Entono el introito, Viri Galilei. Juan-Ángel me pregunta si he sido seminarista.

El antecoro llamado “la preciosa”, por cantarse en él a diario Pretiosa in conspectu Domini mors sanctorum eius, es ahora un almacén de imágenes y otras cosas.

La biblioteca enteramente tapizada de libros encuadernados en pergamino, del suelo al techo. Un breviario bien impreso en Sahagún, el año 1538. Pido a Diego que fotografíe otro cantoral abierto, y le busco el día de la Virgen de Agosto. Y a mí me fotografía teniendo en la mano un tratado del cardenal Aguirre sobre los ángeles.

El general Moriones intervino en su concesión a la orden. Monteagudo, que ésta tenía antes, fue uno de los poquísimos conventos salvados de la desamortización, por su relación con Filipinas. Nos cuentan detalles del salvamento del archivo del monasterio desamortizado, los libros y otras cosas.

Terminamos la sesión fotográfica en el interior. En la portada, es ejemplar la conjunción de lo medieval y lo renacentista. San Millán entre dos personajes del nuevo tiempo. Estos buenos padres no se creían que era Linage de veras. “Pues si llega a ser...”, les digo al despedirme, aludiendo a la continua atención que nos han venido dispensando momento tras momento de la larga visita. No le cobran a Diego los libros que escoge de la tienda. Todavía tengo otra ocurrencia para manifestar mi gratitud. Me dijeron que Crespo, el forense barbudo de Sepúlveda, era asiduo visitante de mi abuelo Conde. Cuando se entretenía demasiado, mi abuela ponía una escoba en la puerta del gabinete. A este paso me la tendrán que poner los frailes a mí. Efusiva despedida pues.

Hacemos un breve alto en Berceo. El busto en bronce del poeta no es muy feliz. Este pueblo tiene un ejemplar alcalde socialista. Un concejal popular confiesa que le vota a él. Da el reloj la hora. No resiste el cotejo con las campanas jubilosas y virginales de ayer en Cañas.

Y en el Camino de nuevo. Breve vuelta a Nájera, de repesca. Estaba hablando con el nieto Juan y la comunicación se cortó por uno de los habituales saltos del Ranger. En un trozo de carretera nos avisan reiteradamente de la presencia de la Guardia Civil, no sólo con los faros sino agitando los brazos fuera de la ventanilla. Acaso la represalia por una sanción reciente.

Entramos en el primer pueblo de esta ruta, Azofar. Nos recibe un ancho balcón, corrido sobre un ancho portal, tiestos abajo y flores arriba. El plano de la iglesia se abre en uve detrás de la torre. Ábside poligonal. Larga escalinata. Al lado el albergue fundado por doña Isabel de Azofar en 1168. Al salir, la Fuente de los Romeros.

Muchas mariposas blancas. ¿Qué querrán decir? Porque no cabe pensar que anuncien los correos electrónicos, como antes las cartas. A la vera de la senda, un rollo. La Picota, dice su panel. Vamos entre viñedos y trigales. La tierra feraz. Muy acorde esto con la octava del Corpus: Et implebuntur... No hace falta saber latín para entenderlo. Pequeña pirámide de piedras de peregrinos. Se baja Diego, con la cámara naturalmente.

Junto a un campo de golf y una urbanizzación, Ciriñela. Queda muy poco del material anterior -algo más en la torre-, en la nueva iglesia. También las campanas parecen de herencia. Pero no es la modernidad lo que la hace poco interesante, sino la vulgaridad. El titular es San Millán. Se ve la uralita, aunque el panel dice que el templo del XVI sólo fue modificado en el XIX.

De la iglesia de Cirueña se puede decir lo mismo, pero allí no hay texto que rectificar. Hubo monasterio y el pueblo tuvo fuero. Su jurisdicción fue discutida en el siglo XII entre el obispo de Calahorra y la abadía de Nájera. Obligados a irse los vecinos en el XIX, pudieron volver acogidos a la protección del abad. Se localiza aquí un oscuro episodio de la vida de Fernán González. ¿Cogió prisionero al rey García de Nájera? ¿O fue al revés? ¿Se acogió al sagrado del templo?

Santo Domingo de la Calzada. Vuelvo a acordarme de mis tiempos de interno arandino. Esta ciudad fue la más claretiana de todas, salvo la de Vich por ser la primera y la de Roma por ser la central. Había en ella dos casas de formación separadas. Pero ni un solo claretiano queda.

Hospedería cisterciense. Vieja monja portera. Me presento. Son veinticuatro, pero porque han recogido a tres comunidades extintas: Aranda, la oscense Casbas, y Oviedo. La abadesa lleva en el cargo cincuenta y dos años. Tienen dos postulantes de Kenia y seis profesas indias. Pertenecen a la Federación de la Corona de Aragón.

Desde mi cuarto, el panorama es el adocenado de las casas nuevas de ladrillo y las puertas metálicas. Breve comida casera. Habas y albóndigas en sabrosa salsa. En la cena huevos con patatas fritas. Y ese lujo que era otrora el melocotón en almíbar.

Monumento al peregrino. Una silueta deseándole la inmersión en el espíritu del Camino. Un albergue está en la parte trasera de la abadía de nuestro hospedaje. Hay también una típica iglesia del siglo XIII. Otro albergue en la casa de la Cofradía de Santo Domingo, donde se crían las aves para el gallinero de la catedral. En la calle larga y estrecha, una de las jacobeas, el palacio de los Salcedo, y otro donde vivió la hermana del marqués de la Ensenada, Sixta.

La catedral está empotrada en el casco urbano. Lo cual tiene su encanto. La galana, y coqueta torre barroca, demasiado exenta. También demasiada heráldica en la fachada. Compensado por la audacia con que avanzan los tres santos, Emeterio y Celedonio además del titular. Buena idea la de hacer enfrente la ermita también ojival de la Virgen de la Plaza. Entre los dos templos, el Parador.

El interior catedralicio, un espacio de espacios en que Diego se deleita: la cripta, el mausoleo del santo, sobre el gallinero la afirmación de estar construido con la madera de la horca del inocente ajusticiado. Consta que el gallo y la gallina vivos ya estaban en 1350, cuando ciento ochenta obispos indulgenciaron a quienes dieran una vuelta a la tumba y rezaran un padrenuestro. Así lo leo aunque me parece la cifra exagerada.

Junto al puente, una ermita del santo, de 1917. El puente, largo, con muchos arcos iguales, parece un proyecto didáctico de la Escuela de Ingenieros.

Grañón, el primer pueblo de la etapa y el último de la Rioja. Otro blasón partido en esquina. Ojivas y óculos en la iglesia. ¿Hay dudas en torno a qué San Juan es el titular? La fachada vuelta hacia la calle que es el Camino, la impronta jacobea que exige Bango.

El cura está celebrando con otro sacerdote peregrino, húngaro. Pregunta la procedencia de los demás, luego de inquirir si alguno habla español. Hay una zaragozana y una tarraconense. Se esfuerza en hablar inglés. En su fórmula no hay nada histórico, como en la de Roncesvalles, de la historia de la salvación quiero decir.

Magnífico retablo, acaso de la misma mano que el de la catedral. El cura no nos deja fotografiar la sacristía barroca. Tiene miedo a los robos. Hay cantorales y misales, un terno rojo, orfebrería, la Virgen de la Pera, un San Miguel retirado por indecoroso a causa de un tocamiento del diablo vencido a los pies del arcángel. Este pueblo tenía once curas en 1826.

Dos ermitas. La de los Judíos, que sólo se abre el viernes santo, tiene un crucero en medio, que sube hasta la bóveda, pero apenas se ve a través de la mirilla. La de la Virgen de Carrasquedo, en un paisaje muy frondoso, de robles, quejidos y algún pinsapo, es el último coletazo del barroco, ya lineal.

Veo en mi cuarto la siguiente serie de La Señora. Pero las monjas han limitado el volumen y no capto todo ni mucho menos. Hay que adivinar. La hipertrofia melodramáticamente falsa de algunas escenas es insoportable. Pero con eso había que contar. Esta vez ha salido muy poco Sepúlveda.
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16 de junio

Después de una noche toledana-al fin y al cabo Toledo llega hasta aquí y más allá como sede primacial- madrugo. Una monja india me sirve el café con leche. Hay en el comedor dos grupos numerosos y ruidosos. En el ascensor, un cortés peregrino de Huesca.

Sigo leyendo la historia de los años infantiles del poeta Ángel González, escrita por Luis García Montero, que me regaló Carmen el día de mi santo: Mañana no será lo que Dios quiera. Magnífica reconstrucción del vecindario de aquella casa de clase media- con grados entre sí- de la calle ovetense de Fuertes Acevedo en los días republicanos o precursores. Mi debilidad por las historias de familia, de cualesquiera familiares

Y aparece, en la casa del pequeño Ángel- donde también había un cajón de historias ilustradas- otra debilidad mía: “una estantería en la que domina la presencia uniformada de la Enciclopedia Espasa. El niño no ha descubierto aún su inagotable poder narrativo”. Era la sucesión de los tejuelos dorados sobre negro que hacía brillar los ojos de Rionda, el adolescente socialista, como los de mi padre y aquellas gentes del Círculo Radical Socialista de Sepúlveda.

Y la inauguración, el 23 de abril de 1932, del nuevo estadio Buenavista, sucesor del Teatinos, con un partido España-Yugoeslavia, del que España salió vencedora, mientras que en 1928 no había pasado en Gijón del empate con Italia.

Terminamos de fotografiar esta ciudad destronadamente catedralicia. El convento de San Francisco está en la Plaza de don Bonifacio Gil. Adivinamos al resonar de este nombre el tejido de una vida en la calma aparente de aquella provincia, materia para la pluma de Azorín.

San Francisco es de muros altos y recios. Visible el cubo de la escalera que da, a la altura de dos ventanas, sobre el presbiterio. Demasiada heráldica en la fachada; dos escudos llevan las borlas episcopales y los capelos cardenalicios. Una inscripción está dedicada a los claretianos. El claustro, mejor dicho uno de ellos, de arcos peraltados, está en el actual Parador

Bastantes restos de la muralla de Pedro I. En la Plaza del Ayuntamiento, éste exhibe una galería corrida, sobre el correspondiente soportal. Una agrupación escolar lleva el nombre de Jerónimo de Hermosillo, el dominico calceatense misionero en Extremo Oriente, del que no sé más.

Subimos a una terraza de la catedral, a la altura de su rosetón. Recorremos interiormente la muralla de su defensa, un estrecho pasillo. Panorama de tejados.

En una exposición instalada en el claustro , dedicada a los pecados y la penitencia, la Anunciación de Jost van Cleve, tiene un fondo de convencional paisaje con arquitectura gótica, que hace las delicias de Diego. Formidable pie de facistol con las escenas del pecado original, de la iglesia de Avalos. Un San Miguel, en piedra, muy por encima del demonio a sus pies, de Rincón de Soto. Un cristo filipino de marfil. Un Santo Domingo, con todos sus milagros, de grandes dimensiones, es de Autol. De Arnedo, la Apoteosis de la eucaristía, de Gabriel Franck. La exposición está enmarcada en un programa de efectismos estúpidos, como verse el espectador en el infierno cargado con la cruz. Me creo con bastante autoridad para criticar esto, pues entre otras cosas, no me ruboriza confesar que me gustan Las Vegas.

El último recorrido. La casa en que vivieron dos generaciones de médicos, los Bueno, entre el XIX y el XX. La calle del Marqués de la Ensenada, Travesía de Ensenada llamada antes, según recuerda el consabido cuadradito de cerámica azul.

Seguimos el Camino. La alegría de un patatar. Y Castilla. Redecilla del Camino es un pueblo llano. Baja es la torre de la iglesia. El rollo del lugar. Una plaza de sauces llorones.

En la oficina turística vemos que la Junta llama al Camino de Santiago la Calle Myor de Europa. Nos dicen que mayo es el mes de más afluencia de peregrinos, pero que algunos se ven hasta nevando. Y que hay más el año anterior y el siguiente al año santo que en éste mismo, dato del que sin más no hay que fiarse.

La portada de la iglesia es sugestiva, la Virgen amable en una hornacina profunda. Pintiparada decoración para cantar o rezar la salve. Sillería de coro. El órgano volado en su audaz tribuna. Anchas ojivas.

Dos hileras de retablos convergen en el mayor. Parecen la arquitectura de los muros de la nave. La imagen románica de la Virgen de la Calle, titular del templo. Ahora tienen a la patrona, la Virgen de Ayago, desde el día de San Isidro, en que se la trae de su ermita, hasta el último domingo de agosto, el de Acción de Gracias. El nombre alude a la tradición de haberse aparecido en una haya. Veo un ejemplar de la novena, impresa en Santo Domingo en 1906, escrita por Buenaventura Merino Rioja, doctor en teología y examinador sinodal del arzobispado de Sevilla. Fermín Labarga, el hombre de nuestros congresos de las cofradías sacramentales, colecciona novenas. Dice que a este paso va a ver pocos que sepan lo que la palabra quiere decir.

Adosadas a la pared hay dos columnas. Me dicen que son las del antiguo monumento del jueves santo, que ahora se quiere restaurar.

Esta iglesia tiene unas condiciones acústicas tales que cuando canta un solo peregrino parace tratarse de un coro entero. La pieza maestra es la pila bautiasmal románica. “Haría las delicias de nuestro Juan-Emilio”, se le ocurre a Diego. Su talla consiste en una sucesión de torres. Recuerdo la admonición inicial de la liturgia del bautismo: Entra en el templo de Dios.

Castildelgado. La torre destaca discretamente sobre la iglesia. En ésta consta la fecha de 1796. La ermita de la patrona, Santa María Real del Campo, al lado de la iglesia, frontera y medianera del antiguo hospital de peregrinos.

En el interior de la iglesia, los retablos se despliegan a lo ancho, y el mayor es como el marco del tabérnaculo. Unas pinturas arrolladas en muy mal estado, son las del monumento también extinto. Estaban en las paredes, salvo el mismo día del jueves santo, hasta que cayeron en manos del correspondiente cura iconoclasta.

El pueblo se llamaba Villapún. Felipe II le cambió el nombre para premiar los servicios de uno de sus naturales, Francisco Gil Delgado, obispo de Lugo y Jaén, preconizado de Santiago, padre tridentino, muerto el 2 de octubre de 1576, y enterrado en la capilla de esta misma iglesia que de su peculio costeó. Nuestra guía se llama María del Carmen Carcamo y Zuazo Metola y Saéz de Quejada. Nos habla de sus parientes eclesiásticos que fueron, en los tiempos del género oratorio y el latín fluido de las oposiciones a canonjías.  

Viloria de Rioja, el pueblo natal de Santo Domingo. Sobre la piedra, el entramado de la arquitectura popular de bastantes casas. Y también en la iglesia. En ésta, muy pronunciado el alero y poco la torre. En cambio sus campanas se nos antojan de vocación locuaz. Sólidos contrafuertes.

Nos abre la vecina a quien por turno toca tener la llave, Los retablos están sólo en la cabecera y el crucero. Éste también tiene su atractivo. El retablo mayor parece un tríptico que pudiera doblarse, como los portátiles.

Sobre un facistol, un enorme y tardío infolio es el tomo VII de la Colección completa de misas, vísperas e himnos de canto llano para los domingos, ferias y demás festividades del año,  de Juan-José Santisteban, impreso en San Sebastián en 1854 por Ignacio-Román Baroja. Ninguna noticia tenía yo de esta obra colosal.

Villamayor del Río. El pueblo tiene detalles de esmero convencional, como el anterior, recordándonos ambos a los de Navarra. Sugestiva la parra que trepa todo a lo largo de una larga fachada.

Nos envían al dueño del Restaurante León, para localizar el antiguo hospital. Una vez allí nos enseña un libro sobre las peregrinaciones que no lo concreta. A la puerta un veto terminante: “Ni palos ni mochilas”, o sea fuera peregrinos.

La iglesia tiene un retablo neoclásico al que ha suavizado y enriquecido la policromía. El titular, San Gil, en postura un tanto violenta, entre dos santos obispos. Una fecha: 1773. Aleros.

En Belorado era obligado fotografiar el letrero de la calle de Raimundo de Miguel, el autor del Dicionario Latino de los españoles, que durante mucho tiempo pudo así llamarse. A mí me lo prestó para el examen de reválida don Guillermo, el buen levita de Sepúlveda ordenado a título de patrimonio, su vida entera coadyuvando voluntariamente al ministerio en su villa natal. Otra obra de Raimundo de Miguel fue su atractiva y de alguna originalidad Gramçatica Latina, hispano-latina que él la tituló, por su didáctica comparativa de las dos lenguas. Ese camino siguió nuestro canónigo Eulogio Horcajo, en su Nuevo método, aunque menos afortunadamente. Raimundo era también poeta, y cantó a este su pueblo: ¡Belorado! ¡Patria mía!/ Permítaseme un recuerdo/ de amor al hogar testigo/ de mis infantiles juegos./ [...] Cada espina, cada piedra,/ cada flor, cada sendero,/ cada fuente es a mis ojos/ misterioso libro abierto.

Santa María tiene unas enormes columnas, y se puede definir como la iglesia de las capillas y las verjas profundas y cerradas, como si fueran varias en una. Tiene una pequeña cúpula. Da las horas un carillón.

Cerradas la gran ermita de Nuestra Señora de Belén, y San Pedro cuyo retablo es rococó.

Seguimos el Camino por un robledal demasiado espeso para Castilla. Me acuerdo de Julio Senador, el notario de Frómista, concretamente de uno de sus tremendos libros, La canción del Duero. El arte de hacer naciones y de deshacerlas

Al fin se presiente el sol detrás de las nubes. Ha hecho frío todo el día y no había  llegado a salir. Ha llovido. A última hora he claudicado y me he puesto el jersey. No lo había hecho antes para disfrutar de esta liberación del agobio que nos espera de aquí a Santiago.

El camino pasa por una trinchera del ferrocarril, el mismo que dio lugar al descubrimiento de Atapuerca. Vemos al fondo la Sierra de la Demanda, más cerca los Montes de Oca que hemos atravesado.

Una enorme concha filipina es la pila bautismal de Villafranca, parecida a la del vecino Villambitia.

La Virgen de la Peña es una ermita de Tosantos- la divisoria entre el Ebro y el Tajo, la Tarraconense y la Lusitania, toda la Península-. Ese roble es mío, dice Diego parando el motor y sacando la cámara. Otros dos juntos, puden ser protagonistas pintiparados de una leyenda.

Agés. La fachada de la iglesia es su espadaña. Rodeada de césped. Un perro labrado en la clave. Sencilla la escultura, atrayente por eso. En el interior, sendas capillas a los lados. Y un coro rústico, que nos evoca en su facistol a un sacristán de aldea cantando la epístola  y en los bancos a los mozos, ávidos de mirar a las mujeres entrar en la nave.

Atapuerca. La celebridad del nombre no nos deja olvidar que también fue y es otro pueblo, con sus gentes, sus casas, su iglesia. Ésta es un rectángulo con la torre adosada, peraltados los ventanales góticos, escalinata de acceso. Desde allí se ven la sierra de los hallazgos y unas lagunas. Una plaza ha sido bautizada del Antecesor sin más: Homo Antecessor.

Intentamos seguir el Camino. No es fácil. Diego se adelanta a pie y decide retroceder. Ha visto una cruz de madera donde era tradición que los peregrinos colgasen algo. Había varios rosarios y banderas y el montón de las consabidas piedras, aquí algunas enormes.

A la vuelta, lo que creíamos era el cielo, un cielo muy sugestivo, resultó ser el campo. Nuestro último pueblo de hoy, Santovenia de Oca. Buena foto desde lejos. -Canto de Castilla en primavera-, se exalta Diego ante su altozano.

Una cruz, salientes los estribos de la iglesia, altos ventanales góticos. Entre dos piedras rojizas de la fachada, ha anidado un pájaro. Suave el cercano paisaje del valle, desde el mirador que tiene detrás.

En Redecilla nos hablaron con mucho cariño y admiración de su cura y el de otros siete pueblos, don Mario. “Nos le quitaron”, dijeron, porque le han trasladado a otros cuatro pueblos de la zona de Aranda.

Y termino el día con otra cita del Espasa en el libro de García Montero: “Las gentes del  American Cirque habían pisado con sus propios pies y tocado con sus propias manos el vocabulario completo de la Enciclopedia Espasa”.

Dormimos en una casa rural de San Juan de Ortega, etapa que Diego había hecho solo, como un anticipo, antes de nuestro viaje. No hay en la habitación ninguna mesa, pero trabajamos en una confortable sala de estar de la planta baja.
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17 de junio

Día lúgubre. Pero vayamos con orden.

Antes de dejar el lugar, entramos en la iglesia de San Juan de Ortega. La  restauración ha sido digna, pero yo noto cierto aire de museo, no acabo de encontrarme en una casa de oración. Algo influye también la desacertada colocación de los sepulcros, incluso el del propio santo.

El capitel de la Anunciación se ilumina en los dos equinocios. ¿Como no pensar en nuestra Virgen de la Peña? ¿Vendré a verlo alguna vez¿ ¿Habrá “alguna vez”? Desde luego que no muchas. Pero al fin y al cabo el número no es lo decisivo. Tengo que acordarme otra vez de dom Guéranger, el abad romántico que no podía soportar la brutalidad de una cifra.

Salimos con niebla. Casas nuevas y viejas. Vecinos que saludan.

Zalduende. Pueblo hermanado con su homónimo alavés. Fachada de espadaña tiene la iglesia de San Bernabé, precedida de césped. Triángulo de campanas. Figura la fecha de 1735, pero no puede ser la de la construcción ojival. La portada es renacentista popular. Una concha alada en el remate cobija a la Virgen. Otras conchas están primorosamente talladas. Bocas. Adivinamos el interior humilde. Está cerrada.

Cuando ya nos íbamos, sale una señora bonita y en buena edad, que se ofrece a abrirnos. Se llama María Jesús. No se lo podremos agradecer en estas premiosas líneas. Los retablos son a la vez sencillos y ricos, pero no por su materia, ya se me entiende. Eran las capillas que desde fuera presentíamos y tratábamos de adivinar. El de la Virgen del Rosario da la sensación de empotrarse en el muro, y eso le da el encanto de la integración en la arquitectura sin detrimento de la independencia. La Virgen de Villalbura, se trajo de su ermita románica de triple ábside, desaparecida.

En el coro una sillería de asientos hondos, la barandilla familiar, un facistol con mucho polvo, y algunos libros de devoción en castellano o latín, faltos de hojas y presos de una humedad de decenios. A la subida la pila bautismal.

En la sacristía, las nostalgias de siempre ante la cajonería y el armario. El aguamanil. Sobre la cajonería un relicario con apariencia de tabernáculo.

María Jesús nos lleva al local social de la convecinalidad. Es estimulante su entusiasmo y el que nos transmite de otros paisanos suyos. La explico, en la clave feminista que responde a la realidad histórica, la jurisdicción sobre la iglesia y el lugar de la abadesa de Las Huelgas. Vemos anunciada para el 18 de julio una excursión a Sepúlveda, con comida en casa de Tolín. Dejamos con pena el pueblo y a la dama de los ojos bellos.

Ibeas de Juarros. De su disputa con Atapuerca sólo salvaron el aula arqueológica Emiliano Aguirre. La llamada Cruz de Canto, que más que una cruz es una T, antes el mojón entre Castilla y Navarra. La torre de la iglesia es ancha y baja, cubierta a dos aguas. Tiene además de campanas un reloj. De la planta rectangular de la nave sobresalen los estribos. Grato desorden de los planos. No podemos ver cómo se corresponden en el interior.

San Pedro de Cardeña. Nos recibe el padre José-María Vidal Martínez, antiguo maestro de novicios, que está sustituyendo al hermano portero. Luego vemos al padre Dalmacio, el historiador de la casa, con el que coincidí en un congreso en Orense, y aquí mismo en la presentación del facsímil de las Antigüedades de España de Berganza. Me fotografío entre él y el padre leonés Roberto Carpintero. También con el padre Vidal. Pasamos revista al estado de cosas. El problema continuo de la adaptación de las vocaciones hispanoamericanas. Aquí se formaron unos mozambiqueños que están haciendo en su país una experiencia monástica sin vínculos jurídicos con el Císter. El padre Dalmacio me dice que se han inspirado algo en la fundación de los servitas.

Villalbal. Una fila de casas terrosas con alguna mancha blanca parece brotada de una ladera. De la iglesia quedan un amasijo de piedras, el esqueleto de la torre y las columnas de la portada renacentista. Abominación de la desolación. Diego me dice que ese estado de cosas ya cae en el dominio del arqueólogo.

Cardeñuela Río Pico. Conchas también en la iglesia, y además una de piedra en la portada. Algo aislada, en el campo. Junto a ella, como vamos viendo en otras iglesias de esta tierra, el cementerio actual, el corral de muertos entre pobres tapias, encajando en esa definición de Unamuno. Está cerrada. Vemos una foto del retablo, henchido de estípítes. Santa Eulalia es la titular. También la han esculpido a la entrada.

Vamos a comer a Quintanilla Río Pico. Una de las campanas de la iglesia casi roza el tejado, sobre un balconcillo que arranca de éste. En la portada las llaves petrinas y dos labras vegetales, hojas a medio desplegar, a medio recogerse.

El restaurante es de un antiguo legionario. Su mujer es una negra monumental. Fotos de familia. Buenos garbanzos. Reflexiones en torno a la cojunción de lo cívico y lo militar...

También está algo separada del pueblo y en lo alto, la iglesia de Orbaneja Río Pico. La torre es una atalaya poco sobresaliente, pero ello da por contraste una apariencia más formidable a sus campanas.

Pasamos de largo por Castañares, vista de lejos su iglesia nueva, de ladrillo y con espadaña.

Atravesamos Burgos. El puente sobre el Arlanzón debió ser para los peregrinos. A un lado de la carretera, un cura con sotana que ayer conocimos en nuestra fonda, creo que francés. Nada cómodo para el calor que ya azota, aunque es de bochorno y sigue presagiándose la tormenta.

Ante Tardajos, un crucero de brazos bulbosos, 1793. Bodegas en el cerro. En el castro, en medio de los campos, los restos de Deobrigula, entre el Hierro y los días de Roma. La plaza es tan grande que no se puede llamar tal sin alguna puntualización.

La ancha torre es una buena mole de piedra. La Virgen  en la portada románica. En el interior, los retablos están inmediatos al resto de la nave y juntos, absolutamente sin ninguna separación. Es otro encanto. Su hacer parte de la familiaridad del templo. Pintiparado cantar allí el parroquia querida. Grandes columnas. Bóveda de crucería en el coro.

Rabé de las Calzadas. Muy cerca del pueblo anterior. Pasamos el río Urbel. Alta y grácil y clara la torre. Ojivas que dejan sitio a la cúpula. Los retablos en la misma disposición de la iglesia anterior, pero más espaciados. Participan sin embargo de esa sugestión de que acabamos de decir. A la izquierda entrando se abre la capilla barroca de la Asunción. Su pequeño espacio se confunde enteramente con la decoración y el mobiliario. Empotrada una talla de la crucifixión con la Virgen y San Juan y el donante arrodillado. Vemos una revistilla titulada El monaguillo. Relata una excursión a París.
En el Camino, la ermita que antecede al cementerio.

Se nos abre la ancha Castilla. La senda ondula subiendo al pueblo siguiente. Hornillos del Camino se llama. Pisos muy saledizos. Aparece el adobe. Antes de llegar, la torre nos parece la misma iglesia que se asoma con ojos curiosos y saludadores. En un extremo el pórtico peraltado. El efecto de los retablos idéntico al de las iglesias antecedentes. Arcos concéntricos de medio punto en el coro detrás de las ojivas. En el retablo mayor, en tríptico, parecen las dos calles laterales el abrigo de la central. Bajo el coro, unas ménsulas marianas de una delicadeza que sorprende. No las habría visto de no enseñármelas Diego. Luego me confiesa que dudó si hacerlo o sorprenderme con las fotos.

A la vista de estas últimas experiencias sugiere si no será el gótico más que el románico el estilo del camino.

Nos encontramos un rebaño. Cuatro perros, y un burro de raza murciana, raros por acá. El pastor nos dice que le usa para cargarle con sus cosas y también con algún cordero recién nacido. Cuando cumpla los sesenta y cinco se deshará del ganado y se retirará.  Hilera de árboles que señalan el paso de un arroyo.

Fontaniela. Algo lejos aún no distinguimos si son almendros o frutales. Casonas al fondo. Al abrigo del valle Hontanas. La torre nos saluda muy efusiva, tras un repecho, sin necesidad de recurrir a sus campanas. En torno a ella las casas como los polluelos con la gallina madre. Leves desniveles en los tejados.

Detrás el Camino que sigue en zigzag hasta desaparecer tras el monte. Campos con pocos árboles. Un palomar con techo más plano que los de nuestra tierra. Muchas cercas. La calle larga y estrecha en que el Camino desemboca sin solución de continuidad.

Y termina el día lúgubre. Por la catástrofe que me rozó la piel y por dentro. Diego había dejado la mochila de sus cámaras en un banco de la iglesia de Cardeña. Yo tiré del asa creyendo estaba cerrada. Y las cámaras cayeron al suelo. Durante los momentos en que comprobó que no había daños nuestro estado fue angustioso. No hace falta otro epíteto, pero éste hay que tomarle en su literalidad.

El incidente es un símbolo de los desastres de mi vida. Me siento indigno de morenas y de rubias. Recuerdo cuando en el avión a Roma saludé a los obispos de Guadix y de Almería y uno me hizo ver que llevaba al revés la cruz de Santiago. Hasta la hora de dormir no se me pasa el sobresalto. Diego habla del enamoramiento del fotógrafo a sus cámaras en concreto. Analogías paleográficas.

Parada y fonda en Castrojeriz. Luego de retroceder penosamente un par de quilómetros, ante lo difícil del Camino, y tomar la carretera. En los pasillos, el plano de Salamanca en 1858 que publicó mi amigo Cortés, y uno de Estocolmo, con una iglesia de Santiago. En el comedor, entre flores, un anuncio antiguo de los coches a la estación. La apariencia es sórdida, pero luego nos sorprendemos gratamente. Como la sorpresa barroca que cela la orgía de gloria tras de una puerta lisa.

El libro de García Montero habla de Dimitri Ivan Ivanov, el legionario búlgaro que asesinó a Luis de Sirval, el amigo de Barral y de Carral. Me ilusiona que Diego me hable de un proyecto de novela policíaca desarrollada en la tierra nativa.
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18 de junio

Paseo por Castrojeriz. Es característica su piedra horadada. Una vez más pensamos en Juan-Emilio. No es una casualidad que el oficio y el arte de éste, a quien merecidamente llamamos El Hombre de Sepúlveda, sea la piedra, la materia más emblemática de nuestro lugar.

San Juan. La enorme fachada delantera, con muy pocos vanos, deja adivinar la penumbra misteriosa del interior. Recuerdo la reflexión de Jean Guitton sobre la ambivalencia que debe haber en la liturgia entre la luminosidad y la numinosidad. Pináculos. Paradójicamente son los que dan a la torre una apariencia achatada, o inacabada si queremos.

Subida al castillo. La planta baja se conserva. Un torreón, de escasa altura, pero muy vigoroso y de largo diámetro. Se nos ofrece la geometría plana del paisaje. Los pueblos son evasiones a la geometría del espacio, pero que resulta indisciplinada y caprichosa. Me siento entre cardos, en una cómoda piedra. Una mariposa revolotea insistentemente en torno mío. Vuelvo tontamente a la carga. ¿Tanto empecinamiento revelará una carta superviviente? Recuerdo los versos de Pessoa, casi idénticos en su lengua y en castellano: ¡Oh naves felices que del mar vago, llegáis en fin al silencio del puerto, después de tanto nocturno mal. Mi corazón es un lago muerto. Y al margen mismo del lago muerto, sueña un castillo medieval. En el castillo están trabajando. Hasta mí llegan, hechos ritmo, los golpes de azadón.

Al bajar, vemos la fachada posterior de San Juan. Tiene tres largos ventanales góticos. Alternancia pues de la luz y la sombra. Entramos en el pueblo de nuevo.

En una plazuela, una fuente clamorosamente sin agua. Un rótulo modestísimo en negro que dice “casino” y al que parece le falta el ex. Un largo soportal.

Dos calaveras de bulto en la fachada de Santo Domingo: 1802. O mors, o eternitas. En la hornacina de la portada, esplende la Virgen con el Niño. Las ruinas de San Francisco se pierden en la fronda, tras de los muros de una “quinta” privada.

Vamos a Sasamón, la antigua y destronada sede episcopal. Tropezamos con tres entusiastas del pueblo, sus glorias y sus restos: Javier, de edad media y buena labia; Candelas, e Isidro, más entrados en años. Isidro fue maestro, y luego puso una ferretería en Melgar, hasta su retiro. Recuerdo la ferretería paterna de Antonio Pereira en Villafranca.

Tomo nota de los datos que me aportan, dejando para otra ocasión comprobarlos. Alfonso VII, al suprimir la diócesis, concedió el cobro de los tributos reales a Sasamón- la anigua Segixama romana, encrucijada de la Vía Aquitana y otras-, para engrandecer su iglesia. O sea que después de quitarles el obispo quiso que tuvieran “catedral”, fijándola en una nómina de veinticuatro clérigos. De esa manera empezó a levantarse la inmensa iglesia, con su claustro, a la postre de Juan de Colonia. Los franceses instalaron en ella una fábrica de armas, hubo una explosión y un hundimiento parcial, y los guerreros protagonizaron la consabida segunda parte. La sacristía fue prostíbulo, y los ornamentos sagrados se cortaron para atavíos de las hetairas. El pueblo quedó casi deshabitado. De unos cuarenta bautismos al año descendió a dos. Dicen que el párroco afrancesado fue cómplice de todo ello. Andando el tiempo se reanudó el culto en una parte del templo, quedando sin uso la otra, que ahora guarda el museo. El claustro se había convertido en un palomar.

Isidro recuerda sus tiempos de monaguillo. A veces iban a buscar nidos, y cuando el cura les sorprendía, se los confiscaba y les castigaba a buscar otros para él. Él conoció aún al párroco con dos coadjutores. Recuerda la misa en latín naturalmente. Uno de los curas, ya muy viejo, tardaba mucho en cantar el dominus vobiscum, a fin de tener tiempo para curiosear en la asistencia, de extremo a extremo. Luego interrogaba en la sacristía:- ¿Es nueva esa rubia que había en el segundo banco?

Algunas piezas del museo: un bastón de cofradía en forma de serpiente. Un cantoral abierto donde se lee laus tua in fines terrae. Una cajonería con entrepaños de servilletas.
Ángeles músicos en el claustro. Púlpito de Simón de Colonia. La pila bautismal, desgastadas las tallas, que acaso por eso mismo tenemos la sensación de ofrecérsenos en una entrega incondicionada. Diego, para darle la luz más conveniente, maniobra con las llaves de su coche.

Los retablos están colocados de una manera que parece exhibirnos el orgullo de estar en su casa, de haberse hecho ésta para ellos. Nos hablan de un escultor local, ya con años, que vive en el campo cercano, y ha hecho la mesa del altar, Carlos Salazar Gutiérrez (=Salagusti). Queda alguna huella del color rojo de que estuvo toda la iglesia pintada cuando se construyó.

Me había acordado de Alfonso Álvarez de Villasandino al pasar por su pueblo, y en el museo me encontré una cita suya, un loor mariano. Ramón Cabanillas, con una cita en gallego muy pesimista sobre el camino (genéricamente, no el de Santiago) no tiene aquí su puesto por más que le hayan colocado.

La sacristía de 1733. Una inscripción en latín: He aquí la en otros tiempos iglesia catedral. Retratos, naturalmente de la edad moderna, de los cuatro obispos que la diócesis llegó a tener. Sobre la cajonería un retablo. La puerta que dicen de la caja de caudales, y debió serlo, pues da a una escalera que sube a una pequeña estancia, de bóveda barroca, con un pequeño cuarto ad hoc.

Isidro nos acompaña al puente y la calzada romanos. Y al despoblado de San Miguel de Mazarredo, del que sólo quedan un calvario y la portada lisa de su iglesia. Varias ojivas concéntricas, que han sobrevivido totalmente exentas. Y al fin, la ermita de San Isidro, antes de la Veracruz, construida sólo para cobijar en su interior un crucero (=Cruz  de la Calzada o del Humilladero). En el brazo principal tiene enroscada una serpiente. Ello se justifica por el relato del Génesis, que es el argumento de su talla, además de Cristo y María naturalmente. Algo insospechado que me recuerda el Laocoonte. Aquí volvemos a pensar en Juan-Emilio. Isidro nos dice precisamente que en el pueblo hay dos serrerías de piedra, y canteras en sus alrededores calizos.

Volvemos a Hontanas, para ver la iglesia por dentro. En la torre,   que nos da la misma impresión que la de Rabe, se abren dos altas hornacinas muy profundas, una para la portada y otra para el reloj. Es blanca, barroca la arquitectura. El retablo mayor bien acoplado, empotrado en el ábside, ábside-marco. No nos dejan fotografiar por miedo a que haya robos en una iglesia que tanto cuidan, pero está a la vista que esta segunda parte de la frase es falsa.

En el pueblo, la Fuente de la Estrella, que le da nombre, con dos caños. Un albergue, con pasadizo, se llama del Puntido.

En las inmediaciones de Castrojeriz, las ruinas del hospital de San Antón, de los antonianos. La carretera pasa bajo uno de los arcos de la iglesia que fue.

Conversación con Paloma, una chica rubia de Irún, muy entusiasta del Camino y el voluntariado, que estos días trabaja en el albergue instalado en esas ruinas mismas. Es una persona abierta, comunicativa, con valores. Nos dice que Irún no es demasiado vasco. Hablamos del lienzo de Zuloaga en el ayuntamiento.

La colegiata de la Virgen del Manzano. Convertida en museo, aunque no sé si tendrá algún culto. Insignias de las cofradías del Corpus y de las Ánimas, además de las de San Isidro. Hilera de los ornamentos que yo conocí en uso.

Las capillas parecen haberse hecho para los retablos y no al revés. La variedad de soluciones que su colocación, conjugada con la índole concreta de los retablos mismos, da al paisaje interior de una iglesia, es asombrosa. Recuerdo aquel compañero de la Facultad de Derecho, que veía un argumento apologètico de la existencia de Dios en la variedad de los rasgos que en el espacio reducido de una cara humana hay, todos distintos salvo los de algunos mellizos.

La iglesia del convento de Santa Clara está degradada. Lo que fueron retablos se han quedado en imágenes, nada más que con sus hornacinas adosadas a las paredes.

Seguimos el Camino. En el alto de Mastelares, un pájaro está posado tranquilamente sobre uno de los montones de piedras de los peregrinos. Diego le consigue hacer cuatro fotos cada vez más cerca.

La torre afilada de Itero del Castillo, algo desviada de la ruta. Puente sobre el Pisuerga, junto al albergue que fue la ermita de San Nicolás de Puerto Fitero. Aglomeración de bodegas, a eso responde el topónimo que señala el mapa, no a un lugar poblado.

Nada más pasar la linde de la provincia y entrar en Campos, tres palomares juntos, distintos entre sí. El canal de Castilla. Rumor del agua en una parada a la altura de Frómista. Nos hopedamos en el antiguo monasterio de San Zoilo de Carrión de los Condes.

Pero la jornada ha tenido otras evocaciones y visiones. La concha con pies y manos. Diego que a su vista ha sorprendido el secreto de Walt Disney. ¿Por qué tesoro de los atisbados ofrecían sesenta y siete quilos de oro? San Geraldo esculpido...Pero le volveremos a encontrar. Y no olvidemos la “policromía roja” que la colegiata de Castrojeriz tuvo. Mas, ¿a la puerta de qué iglesia he visto la oración del perro? “Más que los curas de Logroño...”.¿En qué lugar lo oímos y lo dejamos apuntado? ¿A propósito de qué? El imperativo de lo local se nos queda impreciso, con la sugestión del romance del conde Arnaldos, Yo no digo esta canción sino a quien conmigo va.
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19 de junio

Sigue la cadena de pueblos, los pueblos que el Camino enlaza.

Itero del Castillo. Nos recibe una de las casonas del color de las antiguas doblas. Parece que ahora sí podemos añadir castellanas. ¿O no? Sobre un bonito blasón, la tiara y las llaves de San Pedro. Ventanas enrejadas.

Una torre cuadrada, con sólo un ventanal, es la que da nombre al pueblo. Tiene un encanto femenino.

En lo alto, cercada por un muro, la iglesia. En la torre, una cúpula con su veleta, pináculos, óculos, ventanas. El ábside no corresponde al románico, sino al gótico. Ya hemos visto otro ejemplo en el viaje. Está gastada la piedra de la portada renacentista.

Itero de la Vega. Sobre el pórtico de la iglesia un piso entramado. Decorados geométricamente los entrepaños. Nos dicen que es el almacen del templo. Interior gótico y barroco. Sabanillas en los altares. Sepulcros. De un obispo de Salamanca, Piña, y sus padres. Fue benefactor de la iglesia, pero Diego advierte agudamente que más en la apariencia que en la solidez. La colocación de los retablos no responde a ningún plan, puede parecer casual, pero ante ella vemos demostrada la adecuación de la misma a cualquier espacio. Es el vacío el que no goza de esta virtud, sino de su contrario.

Vemos el rollo, que es monumento nacional.

Boadilla del Camino. Iglesia de San Nicolás. Domina la arquitectura. Los retablos están a su servicio, pero ello no quiere decir que la sean menos necesarios. La situación es la inversa que en la iglesia anterior.

El rollo, también monumento nacional, es afiligranado.

Frómista. Otra vez ante el pastiche que es San Martín. Una iglesia románica, construida a fines del siglo XIX, con materiales de la anterior y reproduciéndola parcialmente.No entro. Le digo a Diego que la tengo ya muy vista. Me bastó con una vez. Es de postal, dice un turista asturiano. Los museos han hecho mis delicias, pero no cuando cosisten en una pieza única, como en este caso. Parece que ésta abrió la sucesión. “Dejarla como cuando la hicieron”. La pretensión tiene algo de metafísicamente imposible. Por eso esta iglesia ha salido nueva, mucho más nueva que de las manos de los que antes la habían modificado vivamente, no con nostalgias cadavéricas. Bandada de vencejos en torno. Esos sí están vivos.

Santa María del Castillo está dedicada a la exhibición de un video jacobeo. El joven que nos lo explica siente la historia, tiene más categoría que el montaje.

San Pedro tiene un pórtico monumental. Sobre la torre con tres ventanales, una pequeña espadaña. Cigüeñas. Escalera y coro notables. Menos esplendoroso el conjunto.

En el museo, la bula de unión de la Cofradía del Cuerpo de Jesús a la Minerva, y otros documentos confraternales, entre ellos uno de la Cofradía de Ánimas. Dos viejos voluntarios, muy apasionados y con sensibilidad para el arte y las mentalidades que pasaron. Uno es un ebanista retirado que trabajó en Bilbao. En un retablo de Santiago hace poco descubierto, hay una pintura en la que se arrojan unos libros al mar. De momento un enigma.

Aquí, el Canal de Castilla, tiene una compuerta con cuatro esclusas. Es una alegría refrescante ver caer sucesivamente los chorros del agua.

En Frómista nació San Telmo. Por eso está hermanada con Tuy.

Támara. La batalla de 1037, otro hito en la historia leonesa, castellana y castellanoleonesa. Aquí nació Sinesio Delgado, y tienen el original de su Himno a la bandera.

En un alto, el hospital de Alfonso VII. Las limosnas de los peregrinos sirvieron en parte para levantar la formidable iglesia de enfrente. La torre hace parte de la fachada. Exagerado saliente de los arbotantes. Algunos retablos son salientes de las columnas, sin más, pero aun así se ha conseguido su acoplamiento. Otros están en capillas profundas. También los hay en la pared lisa. Todos hacen del templo una casa viviente. Al empreder el viaje no pensaba que quedaban tantos. Valiosas tallas en altorrelieve de la pila, con escenas evangélicas.

Población de Campos. El pueblo de mi amigo jesuita, Manuel Revuelta, el historiador de la Compañía en la España contemporánea, la de Pequeñeces. Encontramos a un primo suyo, Tomás, a quien llama todos los domingos. Se jacta de lo numeroso de sus hermanos. Viene con una yegua y unos  machos hermosos y de apariencia noble.

La iglesia tiene el pórtico adosado a la torre cuadrada. El pegote del reloj, destaca tanto ante uno de los ventanales, que uno acaba sintiéndose indulgente con él, perdonándolo cual un desenfado casero. Ya hemos visto otros casos. El retablo mayor, su restauración quiero decir, fue costeado por la madre de Revuelta. Yo tengo el ejemplar de uno de sus libros que la había dado a ella y le tuvo mientras vivió.

Villovieco. El pórtico de la iglesia y su templete se cruzan sobre la línea de la torre y la nave.

Villarmentero de Campos. La chata y ancha torre a un extremo del conjunto. En la fachada una hilera de sencillos contrafuertes. Atrio muy tosco. Delante un viacrucis, nada más que las cruces talladas en la piedra. Buen efecto.

Revenga de Campos.  Mucho ladrillo en la iglesia. Planta cuadrada. También el entrometido reloj.

Y al fin, Villalcázar de Sirga. Recuerdo la impresión sorprendida que me causó esta iglesia al descubrirla en el viaje de Ubieto. Era domingo y estaban en misa, los hombres separados de las mujeres. Hoy hemos llegado a la comunión, y después rezaron el mes de junio del Corazón de Jesús. A Diego le impresiona su grandeza catedralicia. De la portada, hay que notar la altísima bóveda que la cobija. La profundidad de las archivoltas es bastante para que el doble tímpano lineal no resulte meramente cuantitativo, una aglomeración de motivos quiero decir. En cambio así llega a teatro.

Carrión de los Condes. Pequeños detalles. Las llaves de nuestro hotel, que es el antiguo monasterio, penden de una concha pesadísima.

Continúo leyendo la biografía infantil y adolescente de Ángel González. Todavía otra alusión a la empresa editorial que tanto valor sentimental me sigue encerrando: “Admirador hasta la superstición de la Enciclopedia Espasa” era una de las víctimas de la guerra.

Hemos tenido hoy un día menos animado. No ha habido cánticos en el Ranger. Pero no por desaliento. Es quizás el cansancio acumulado, el transcurso del tiempo. Mas con la seguridad de comenzar mañana con nuevos bríos, desde luego también musicales. Devanando los versos de Pérez de Ayala: Cruzan por Tierra de Campos, desde Zamora a Palencia, que llaman tierra de campos lo que son campos de tierra.

Paso una noche toledana. Me levanto varias veces para pasear. Para eso me son pintiparadas las dos alas del claustro alto, mi habitación en su ángulo.

El claustro en el que Diego se ceba por la mañana. Sus delicias en el inventario de las glorias benedictinas o sea los benedictinos más ilustres esculpidos refulgentemente en las claves.

La biblioteca del Camino me trae recuerdos de Millán Bravo y sus andanzas editoriales y otras. Y de Ángel Rodríguez González, el entrañable medievalista de Santiago. El empleado, que le conoció, me dice que su viuda vive y está bien, igualmente bien atendida, preservada de la soledad. Ángel era el único profesor de la casa a quien los alumnos no apeaban el don cuando hablaban entre ellos. La primera vez que se presentó a la cátedra le encontraron demasiado joven, la última en exceso viejo. Fue preterido por un jovenzuelo que llegó con un libro bajo el brazo en que demostraba saber manejar el ábaco. Ángel era cronista de Santiago y venía a nuestros congresos. Aunque éstos son muy variopintos y el rigor científico no se puede pretender del todo en ellos, a él le complacían más que todos los demás, los de las alturas.
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20 de junio

Visita a Carrión. Ya empieza a hacérseme familiar el ladrillo.

Una ermita alberga el Museo de la Semana Santa. Varias tablas de los hermanos de la Veracruz, o sea su censo. Sin escatimar la tipografía. Un signo de otros, cada vez más otros tiempos.

La Virgen de Belén tiene una torre tan ancha, que casi parece otra nave. Es el anticipo, más exagerado, del panorama de este lugar, reñido con las torres gallardas. A la de San Andrés la salvan los pináculos y su templete, que hace de campanario. En el interior, las tracerías barrocas nos parecen una rebelión del esgrafiado. Ayer vimos otro ejemplo. En San Julián, la torre está disimulada detrás de la nave y con no mucha más altura que ella.

Portada de Santiago. El relieve adquiere la suficiente viveza para llegar a teatro sacro una vez más, la representación dramática y escenográfica de los misterios esculpidos. La torre está a la medida de la calle, quiero decir que tiene la bastante altura. Pintiparado ello para su encaje en la geografía urbana, en una calle, entre dos casas corrientes. Eso tiene tanto encanto como el aislamiento y la elevación. Enfrente, el ayuntamiento ocupa un lado entero de la Plaza. Dos turistas me preguntan por Correos; hay supervivencias.

En San Pedro, han reunido su mobiliario sacro en un museo variopinto y atractivo. Hay unos ornamentos rosados, chinofilipinos. Y enmarcado en madera, enorme marco claro está, un mantón de Manila. ¡Cuánto puede sugerirnos la presencia, sin duda votiva, de esta prenda en una iglesia!

Santa María dedica su portada a la adoración de los Reyes.Fuerza teatral también. Sí, no me arredro ante el empleo del epíteto, elogiosamente desde luego. En el interior, la rebelión del esgrafiado ha llegado al románico. Muy humilde uno de los ábsides. Se piensa en la pequeña capilla que cobijará.

Leyenda de las Cuatro Doncellas, parte del tributo de cien al rey moro- ya nos salieron en Clavijo-, cuota que correspondía a Carrión, y no llegó a pagarse porque, llegado el momento, cuatro toros bravos acometieron a los enviados para su cobranza.

En la plaza inmediata, un monumento a la Inmaculada erigido en 1905, por el cincuentenario de la definición del dogma. Pensamos en 1954 y 2004.

Iglesia de las clarisas. Me quedo con la Virgen del Consuelo, pequeñita, ocupando sólo una mínima parte de su retablo dorado.

Seguimos el Camino. Del monasterio de Santa María de las Tiendas no queda nada. Nos dicen que el propietario vendió hace poco los últimos ladrillos. De Benevivere, poco blindado para ser dominio particular, una pared con dos puertas, una espadaña, un arco con blasón. Cerca una piedra señalando la Vía Aquitana, de Burdeos a Astorga.

Calzadilla de la Calzada. Adobe en las casas. Le iremos viendo encofrado, revestido, en bloques. La iglesia de ladrillo tiene planta de cruz latina. Diego recuerda a su vista las barrocas de la campiña segoviana, si bien ésta puede ser neoclásica, ya que este plano se mantuvo al cambiar el estilo. Pero entramos y comprobamos que el interior tan barroco como humilde es. La espadaña es un minúsculo agujero. Santos ingenuos. El Niño de la Bola vestido de terciopelo. Una Piedad muy vigorosa. Una virgen atribuida a Juni, que dicen es réplica de otra que hay en Veruela.

Alto en la villa romana de Quintanilla de Tejada. Como siempre, me gustan estos mosaicos. Al que tiene una cabeza femenina le llaman Leda. Pero a mí no me habría recordado la poesía de Rubén, entre los blancos muslos de Leda.

Ledigos. El retablo dorado equivale al marco de un Santiago vestido de caballero del Seiscientos, el más grande de los cuatro que hay en esta iglesia, los otros tres representantes de los distintos aspectos de su iconografía. Humildad clasicista y neoclásica en los demás retablos. La Virgen de Vallejada traída de una ermita arruinada. Se han desquitado en las tracerías barrocas de las capillas.

Me dicen que se saca en procesión un Corazón de Jesús, que hay en la nave. Muestras de estas supervivencias devocionales, las vamos viendo a lo largo del viaje. Una Virgen del Rosario, de Olot, lleva dos, uno en manos del Niño. El muchacho que nos enseña todo nos explica lo que es un confesonario, cual si fuese algo desconocido o exótico.

Terradillos de Templarios. La torre tan humilde como el resto de la iglesia, pero digna. Techo plano. Retablos actuales, que imitan las consabidas maneras. El mayor, clasicista. Doseles neogóticos. Una cruz de madera conmemorativa de la santa misión de 1906.

Seguimos el Camino. Junto a la flecha y la concha, este deseo: Buen camino, srta. Alicia.

Moratinos. Al aproximarnos, casi la tierra oculta las casas. Pero han aprovechado el pequeño cerro al lado para hacer sus bodegas. La torre que antecede a la iglesia es su única fachada.

Se para Diego para fotografiar dos palomares. Uno está hundido, lo que permite captar su radiografía. Son redondos, pero distintos de los de allá, con el tejado hacia dentro.

San Nicolás del Real Camino. Espadaña curvílinea en la iglesia. un tejadillo hace las veces de pórtico. La levísima elevación sobre la nave para la media naranja, denota la índole achatada de ésta.

Ya a la vista de Sahagún, nos desviamos para ver el puente, junto a la ermita de la Virgen del Puente precisamente. La espadaña estrecha se yergue. Pero visto el conjunto de frente, nos parece como la caja de una imagen de las visitas domiciliarias que pasaron. Muchos años después me las recordó un sello de Mónaco.
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21 de  junio

Amanecemos en Sahagún. Desde la llegada, el lugar me ha parecido más atractivo, menos amorfo que Carrión. La luz es buena cuando salimos del hotel. Retrasamos el desayuno para que Diego fotografíe algunos exteriores.

Asomando sobre los tejados inmediatos de un rincón que nos sale al paso, una torre de ladrillo y una espadaña de piedra. Ésta tiene dos pisos de campanas. Enseguida voltean. Deben ser las benedictinas que llaman a la misa dominical. Pero ese detalle de los dos campanarios me ha recordado Sepúlveda, el cambio de paisaje a cada paso que se da.

San Tirso. Iniciación al románico de ladrillo que nos espera y del que ayer tuvimos la primera muestra en la Virgen del Puente. Sobre el ábside central, la torre es una alegría ajimezada.

Continuamos el recorrido urbano. Dos espadañas son esta vez el campo óptico del transeúnte que mira al horizonte.

Todavía son nobles las escasas ruinas del monasterio benedictino masculino: Domnos Samctos o Facundo y Primitivo.

La torre de San Lorenzo es abultada, con embonpoint. Avanza su centro en medio del pórtico corrido. Hay además una espadaña. Pero es la torre lo que nos inquieta. Tiene muchas ventanas. Estamos seguros de que nos mira. Mas, ¿de quién son sus ojos? ¿Qué nos quieren decir? En los ábsides otro festival, el de las arquerías. Tiene una herradura incipiente, aunque Diego observa que se ha buscado con artificio. Por lo tanto no hay base bastante para su diagnóstico, mozárabe o mudéjar.

Me asomo a la pequeña iglesia donde las benedictinas están cantando la misa. Luego entramos en San Juan de Sahagún. Alzado barroco y dignidad neoclásica de sus retablos.

Enfrente, la Trinidad se ha convertido en albergue. Una vieja nos da conversación. Lamenta no saber idiomas para contestar a los peregrinos. Dice que sólo debía haber una lengua.

En su monasterio, nos recibe y atiende la abadesa benedictina, Anunciación Ríos Herrero. Al presentarme yo, extrema las amabilidades. Nos regala el librito sobre las mujeres de Alfonso VI, y siente no poder obsequiarnos con dulces porque se terminaron ayer. El retablo no se construyó para el espacio del ábside, pero su encaje es perfecto.Su dinamismo barroco ha llegado literalmente a la movilidad.

Los dos sepulcros al fondo, uno de Alfonso, y el otro de Inés, Constanza, Berta y Zayda, no pueden ser más sencillos. Sendos bloques lisos, sin siquiera inscripción. Pienso en la tolerancia que implica la admisión de Zayda, aunque el texto  pone en duda si fue o no esposa legítima. Me acuerdo del jesuita leonés Miguélez, el de Formosa, donde vivía con los malayos en las montañas, su comentario sobre la rigidez del derecho matrimonial de la Iglesia, que acataba pero como al misterio de la Trinidad, tan incomprensible, aunque él se refería a la indisolubilidad. Mi condíscipulo el auditor de la Rora Romana, Serrano, lo ha tratado de amortiguar con manga tan ancha en las adulaciones que hay quien dice habría sido capaz de disolver las bodas de Caná.

En el museo la custodia de Arfe, que fue de las monjas, hoy es propiedad del ayuntamiento. Y sale en el Corpus. La forma queda exenta, plenamente visible, pintiparada como reafirmación de la presencia real. La imagen de la Virgen Peregrina, obra sencilla, un equilibrio logrado entre lo natural y lo sobrenatural. Una representación bordada suya, en traje de mejicana. El sepulcro del monje Burgos, que tuvo una escuela de canteros: Juan-Emilio otra vez. La placa del horno, de fundición inglesa, con las armas de Felipe II y María Tudor.

Entramos en la hospedería. Está a un lado de la capilla. Al otro lado, el albergue de los peregrinos. A éstos no se les pide nada, y echan sus contribuciones voluntarias en un cepillo, sin publicidad. Se invierten en el albergue mismo. La abadesa está contenta de esta obra. Nos enseña el texto de la bendición que se les lee, una fórmula irlandesa muy bella que implica a la tierra y la lluvia, a la cual ella ha añadido la muy breve de Aarón. Nos enseña también el libro de firmas, que fotografiamos por varios parajes. Nos cuenta de un peregrino que, al encontrarse a sí mismo en el camino, rompió a llorar y entonces sintió la necesidad de proseguirle en soledad. Llega la priora, Consuelo, más entrada en años. Me fotografío entre las dos. Son once en la comunidad. La abadesa la más joven.

La abadesa nos cuenta que Sahagún fue un foco de resistencia en la guerra. Hubo entonces gentes con bidones de gasolina dispuestas a quemar al cura con las monjas dentro. El alcalde les propuso hacerlo primero con San Juan y la Peregrina. Al negarse, encontró argumento para salvar a las benedictinas.

Luego fue fusilado. Las instrucciones de Mola no estaban para bagatelas sensibleras No sé si admitían alguna excepción privada, como las de Queipo de Llano en Sevilla. Unos paisanos, de su pueblo vallisoletano fueron a verle allí, para lo que tuvieron que dar la vuelta por Portugal, y así evitaron unos fusilamientos. “En mi pueblo penas de muerte no”. Lo que sí consta en la historia sin más es que para  Franco no había edsa excepciones particulares. Ante situaciones como ésa, su respuesta era que él no podía ocuparse de asuntos personales. Así le contestó a Paul Claudel, cuando le pidió que intercediera por su hijo Pierre, prisionero en Alemania. La propaganda del poeta en favor de la “Cruzada” no fue bastante para tentarle con la debilidad de una excepción. Pero ante la grandeza del Caudillo Claudel no se enfadó, acaso estimó que la respuesta manifestaba un espíritu de justicia inconmovible. Al Congreso Eucarístico de Barcelona vino con un libro dedicado a él. No sé si tuvo ocasión de doblar ante él personalmente el espinazo o hubo de conformarse con dar el regalo aun subalterno. En cambio si se ocupaba de asuntos personales un hombre a él muy allegado, su hermano Ramón. En su hora de gloria, la travesía atlántica del Plus Ultra, pidió al Rey el indulto de un legionario del Ferrol condenado a muerte. Consumada ya la empresa, al felicitarle el monarca, incluyó en su mensaje la noticia del indulto.

Seguimos el Camino. Puente sobre el Cea y ermita de la Virgen del Canto. Un crucero nuevo. Se recuerda la Vía Trajana. Un corral bajo, Payuelos. Caserío de Valdefocajos.

En Calzada de Coto nos encontramos la vía romana a la que el pueblo debe su nombre y que se anuncia a la entrada. Recuerdo que en ese pueblo vivía el exclaustrado que hizo los últimos calendarios litúrgicos de la Congregación benedictina de Valladolid.

En Calzadilla de los Hermanillos también hay un crucero moderno. El pueblo tiene un despliegue anchuroso. Por eso puede haber una ermita, la de la Virgen de las Angustias, en medio del casco. La torre de ladrillo tiene un ventanal bajo el campanario y dos en éste. Palomas en él. Esta vez dudamos si esos ojos nos dicen algo enigmático o son la última mirada de un agonizante. 

El Burgo Ranero nos sorprende con rejas en los ventanales de su torre. Vueltos a Calzada, los ventanales de la suya ahora parecen sonreírnos con indulgencia, de vuelta de nuestras debilidades. El pórtico corrido, con bancos adosados, tiene sus anchas arcadas abiertas sólo en la parte superior. Anticipo de la gracia penumbrosa de la misma iglesia.

Nuestra Señora de Perales, la ermita en el Camino, es un rectángulo con su espadaña. Cantos rodados en su pared. Pasamos la Granja de San Esteban y llegamos a Bercianos del Real Camino. Nidos de palomas en su iglesia arruinada. Ermita de San Roque.

El Camino ha sido desviado, y se han plantado todo a su largo plátanos de sombra que van creciendo. Una hilera vital para los peregrinos. Diego fotografía un tren que pasa debajo. Muy distinta su estampa de la tremenda solemnidad ferroviaria que cantó Sánchez Mazas, en los días del vapor.

En Villamarco, las ventanas apuntadas de la torre sólo quieren ser eso, la respiración de las campanas, sin ningún mensaje añadido. Están contentas con prolongar visualmente el júbilo de su acústica.

Reliegos. A la entrada nos reciben tanto el espectáculo de las casas como el de las bodegas.

La iglesia, también del siglo XX, no tiene ni siquiera espadaña. Sólo la única campana. 1902 leemos, pero la nave parece medio siglo más moderna.

Atravesamos la vega del Esla. Alegría de cigüeñas en el monasterio de Gradefes. Delicioso el claustro doméstico, el encanto de lo pequeño que también puede tener el románico. En el cementerio de las monjas está recién cubierta la tumba de la última difunta. La monja que nos atiende es poco expresiva. Estuvieron unas postulantes peruanas que duraron poco. “Eran de papá y mamá”, incapaces de soportar la vida fuera de su ambiente.

Comprendo la hermosura de la iglesia, su girola sobre todo. Pero la falta de retablos me hace sentirme fuera de lugar y triste. Como hay abundancia de sepulcros me parece estar en un cementerio contemporáneo. Diego me señala los ojos azules de la Virgen. Conchas en el escudo. Ya en marcha  el coche, ve otra. “Una concha como un sol”, dice al parar para fotografiarla.

En San Miguel de Escalada, la extrañeza de la herradura en un monasterio cristiano. Al fin y al cabo las supervivencias del arte visigodo son  tan pocas que no es posible la familiaridad con su dato histórico anterior al islam. Norberto, el joven que nos atiende, ha estudiado en León. Conozco a bastantes de sus profesoras. Me dice que saca los libros de la biblioteca de cuatro en cuatro, de temas muy variados, incluso los que ahora resultan raros por distantes. Le comento la creencia arraigada en España durante la segunda guerra mundial de que su desenlace iba a repercutir aquí. Me dice que, a la luz de sus lecturas, ello le habría parecido natural. Es curioso que aquel espejismo se mantenga en los que no lo vivieron.
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22 de junio

Mansilla de las Mulas. Recuerdo del aula perenne de literatura, la que en mis soledades me acompaña siempre, a la caza de un lugar prestigiado por un escritor o por una obra. A Mansilla ahora se la recuerda cada vez más, por mor de la moda, como escenario de La pícara Justina. Recuerdo también de los veterinarios de la promoción de Molinero, nuestro arqueólogo, con los que hice un viaje en un aniversario suyo. Los que habían estudiado en León aprendieron a bailar en este pueblo. Eran los días de Alfonso XIII.

Entramos por el arco de Santa María. Buen inicio. ¿Entraremos alguna vez por el Arco en nuestra mutilada Sepúlveda? La ermita extramuros de Nuestra Señora de Gracia. Roja y blanca, muy blanca y muy roja, es galana y airosa. Me recuerda el dolce stil nuovo de la música sacra, del que me llegaron los últimos ecos vivos.

Torreones dispersos en el nuevo caserío, alguno cual si fuese adorno de un chalé. El imperio de los cantos rodados en los lienzos que quedan de la muralla.

El convento de San Agustín es la sede del Museo Etnográfico, cerrado hoy lunes. Una sencilla portada renacentista y calaveras en los medallones. La puerta de Santiago y la iglesia de Santa María, con una torre a la medida de la geografía urbana circundante, como si sus campanas fueran llamando, aunque sin moverse, muñidoramente, casa por casa.

También en el interior del templo se nota la convecinalidad, pintiparada se nos antoja la identidad parroquial, por la fluida comunicación entre las naves barrocas, la naturalidad de la colocación de los retablos. Una sabanilla de altar repite el motivo de Jesús con la cruz a cuestas. Una igual tuve yo a la vista muchas horas y muchos días, cuando era monaguillo, en uno de los altares donde ayudaba, no recuerdo en qué iglesia de Sepúlveda, incluso no descarto que fuera en la de Cantalejo.

Me fijo en el nombre de un reciente difunto, que leo en una esquela, repetida por doquier, Heradio. Ayer vi la placa de un Enedio. Mi antecesor granadino en la notaría de Salamanca, el melómano Espina Manzano, que había conocido a García Lorca, se propuso hacer una lista de los nombres raros que le salían en la clientela y el protocolo.

La torre de San Martín, hoy Casa de Cultura, es más alta. Y sin embargo, por su colocación recóndita entre la vecindad circundante, parece ser sólo de su rincón. Hicimos una cuestión de pundonor buscarla, aunque luego sólo la portada, por otra parte bien sencilla, mereció la cámara, una de las cámaras de Diego.

Seguimos el Camino. Los cimientos de la Lancia romana. El gran monasterio de Sandoval. La cabecera es un modelo románico, pero más alta, y desde luego superior a esa tarjeta postal que es Santa María de Frómista. Una de las portadas exhibe el júbilo de los ángeles músicos. Lo que vemos del interior, polvo y ruinas, almacén de imágenes, antología de las herencias disipadas.

Sigue la sarta de pueblos. Villamoros de Mansilla. Una casona. La iglesia con su torre mínima, pero felices, apuestas, seguras las cigüeñas en su sitio. A su hora, como en aquella poesía optimista de Jorge Guillén.

En Puente de Villarente, el que le da nombre, ingente que le dijo Aymerico Picaud. Y lo es. Formidable su hilera de estribos. Un crucero llamativo, la sorpresa ingenua en el dolor del crucificado, hasta la incapacidad para entender la presencia del mal en el mundo, la entereza en cambio de la Virgen.

Valdelafuente. Un nombre de repoblación, como tantos otros en nuestro país. Una ermita.

Trobajo del Camino. La iglesia de San Juan Bautista se despliega todo a lo largo. Como si no pudiera deparar ninguna sorpresa su interior. Está cerrada. ¿Mejor adivinar que ver? En la ermita de Santiago, el techo plano de madera de la nave de los fieles, y la separación natural del espacio abovedado del presbiterio.

Diego sufre por la necesidad de trabajar atravesando la carretera, en tramos del camino peligrosos y densos de accidentes. Nos hablan de la muerte reciente de una italiana, ciclista, peregrina con su marido que quedó maltrecho. Algo a tener en cuenta, muy en cuenta, en futuras desviaciones.

Por cierto que vamos viendo y nos van hablando de las guerras de la flecha amarilla. Hay lugares de las variantes que se disputan encarnizadamente su señalización.

La iglesia moderna de la Virgen del Camino, del arquitecto dominico Coello de Portugal. A su vista, Diego está seguro ser el mismo de su colegio marianista de  Madrid, aunque luego comprobó que no era exacto.

Valverde de la Virgen. Campanas y cigüeñas en la espadaña. Una fachada acogedora, de fiesta sana. Las cigüeñas también aquí muy seguras de sí. Observan en torno. ¿Custodias del lugar?

Por San Miguel del Camino  a Villadangos del Páramo. Huesos humanos alternando con los cantos en el suelo del pórtico. Tremendo el Santiago ecuestre del retablo mayor, como si cargase contra nosotros.

Amables las gentes que nos van enseñando estos pequeños templos. Ante la fotografía de uno de los recientes beatos de la guerra civil, natural del lugar, nos dice la señora de turno. por cierto viajera, lectora, espabilada, que son tantos y tantos aquellos muertos...como su padre que murió después de la contienda, pero definitivamente inutilizado en ella.

Fresno del Camino. Balcón y tejadillo en su espadaña. En Oncina de Valdoncina se trata de toda una galería. La iglesia de Chozas de Abajo es novísima. Hay hasta obscenidad en las campanas que se exihiben casi al alcance de la mano dispuestas en una armadura metálica que antecede al templo.

En Villar de Mazarife, a la entrada, un mural jacobeo. Alto muro de canto y ladrillo rematando la espadaña de la iglesia. Dos campanas y un campanillo. Tres cigüeñas. La misma separación que vimos atrás entre la nave y el presbiterio. Marcos más bien, pero por eso espléndidos en su género, los dos retablos laterales. Santiago peregrino en el mayor. Su leyenda y la imagen de San Froilán en las pinturas en torno.

En Villavante hay una escuela de campaneros. El campanillo, sobre las dos campanas, vuelto hacia arriba, del revés. Y como adosada otra iglesia, también con su pórtico y espadaña, y campana, un saliente. 1698 y un corazón toscamente labrado. La piedad barroca pues.

Al fin Astorga. El Hotel Gaudí. Mi balcón está enfrente de un restaurante de luengas mesas. Pero la catedral y el palacio episcopal me abren paso. La ermita que hay junto a aquélla en primer plano.

Presente en mi memoria viva su cronista Luis Alonso Luengo. Me tomó un cariño por mi parte inmerecido. Sólo era unos pocos años más joven que mi padre. Mi vida y el enfoque de su fin serían ahora mucho menos ásperas de contar aún con su tertulia en la Casa de León. Se jubiló de magistrado del Supremo, pero sus delicias estaban en la radio, la literatura- el saber tintado de imaginación- y Astorga.

La ciudad entre mí se titula el libro de sus crónicas, las “astorganas de su tiempo”: todo el paisanaje pasando a diario por la calle de Postas, el Casino, las tertulias, el Hotel Moderno, el teatro al que dedicó un libro aparte. ¿Por qué se llaman imperiales esos bizcochos de La Bañeza¿ ¿Por qué en el cocido maragato la sopa se come al final? ¿Y quién duda de que Poncio Pilatos fue gobernador de Asturica Augusta? En cuanto al priscilianismo, ¿qué tiene exactamente que ver con las morcillas?

Pocas gentes han gozado en su ciudad de tanto prestigio como él. Aunque en sus años juveniles estuvo a punto de ser excomulgado. Por la Guía sentimental que escribió con Leopoldo Panero y Ricardo Gullón, dando noticias de piezas artísticas diocesanas escondidas, que pudieron fotografiar  subrepticiamente, aprovechando estar Su Ilustrísima de vacaciones.

Recuerdo unos días que pasé en su casa, mediado agosto. Salió a esperarme al autobús con el viejo canónigo historiador, Quintana, y el joven clérigo, su sucesor natural, aunque no lo acabó siendo y se fue de archivero diocesano a Orense, Miguel-Ángel González García. En casa de Luis, yo madrugaba y subía a una terraza. Desde ella podía contemplar el panorama urbano. Y en el cuarto aledaño había una biblioteca olvidada que hacía mis delicias de curioso impenitente por su generosidad en evocaciones tan recónditas como para mí cercanas.  Títulos, por ejemplo, como éste: Velada literaria en honor de Enrique Gil y Carrasco, insigne escritor y poeta leonés, hijo de Villafranca, celebrada en el Teatro Villafranquino en la tarde del 17 de septiembre de 1924.
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23 de junio

Por San Martín del Camino proseguimos el Camino. No es posible esta vez evitar la cacofonía. El pueblo tiene una iglesia de 1963 que ha salvado alguna huella clasicista en el retablo.

Mientras que en la de Puente de Órbigo, las cigüeñas desbordan júbilo en la espadaña. Sobre el río Órbigo nos parece haber dos puentes formando ángulo, pero es uno solo el que une este lugar con Hospital de Órbigo, con su torre al otro extremo, tras amplias explanadas. Es una alegría el río que corre y suena.

El pórtico de la iglesia es por su parte un júbilo de ventanas vacías. Está cerrada y envidiamos su sombra. Sendas orlas con los retratos de dos obispos de la edad contemporánea, uno de mis días, el de Málaga, Balbino Santos Olivera. Debieron ambos ser bautizados en esta iglesia.

A través del páramo que los regadíos han convertido en vergel: trigo, cebada, girasol, maíz, remolacha, patatas, el lúpulo sostenido en cañas. Un viejo campesino agradece que nos interesemos por estos detalles. Se queja del escaso precio a que se vende el fruto de la tierra, de manera que él tiene que vivir de la pensión. Sólo el lúpulo se paga bien.

Recuerda sus otros tiempos, cuando el baile duraba de tres de la tarde a once de la noche. Ahora a las once es cuando tiran los cohetes para anticipar su comienzo a las doce. Su padre le daba los domingos un duro, hasta que se casó. El baile valía tres pesetas y había que estirar las otras dos. Sostiene la sinrazón de que entonces no se bebía ni había vicios.

Villares de Órbigo. Es el pueblo de los ajos. Como en la tierra zamorana Santa Clara de Avedillo y Fuentes Preadas. Y los del aguardiente Villar del Ciervo y Narros de Matalayegua.

Está abierta la iglesia. Visto de lejos, el Santiago matamoros parece un peregrino ecuestre. Muchas molduras. Nos la enseña una persona de sexo indefinido, aunque luego nos parece ser hombre por alguna desinencia de su conversación. Nos dice que en el pueblo habìa muchas capillas, pero todo desapareció con Napoleón, y por eso se trajeron a este templo imágenes salvadas de aquéllas.

Él ha hecho el Camino cuatro veces. Dice que engancha. Uno se aleja de la agitación del mundo actual. Y es una delicia oír a tantos peregrinos con ganas de hablar. Aunque reconoce que hay el peregrino deportista, por ejemplo esos ciclistas maratonianos que sólo tienen tiempo de pedalear, o los indiferentes al Camino mismo, sólo interesados en llegar a la meta sin ver nada ni cambiar impresiones.

Santibáñez de Valdeiglesias. Nos recibe una casa con ventanas azules, de la arquitectura popular que vamos viendo en esta tierra. En la espadaña de la iglesia, el ladrillo se muestra recio sobre la pared de argamasa.

No conseguimos ver ningún abejarruco, aunque sí un cernícalo en torno, pero Diego está seguro de su presencia, al pasar junto a unos taludes horadados de arena. Nos encontramos un rebaño de ovejas merinas recién esquiladas. El pastor trae en brazos un cordero acabado de nacer. Luego le vemos intentando mamar de la madre. En un despiste por el movimiento de las otras reses, el animalito se acerca a nuestro Ranger en busca de leche. El pastor nos comenta su superioridad sobre los neonatos humanos. A las pocas horas será capaz de volver solo a casa. También se queja de los precios. El esquileo le costó mil euros y por cada cabeza sólo le dan doscientos. Nos dice que ya no queda trashumancia.

Pasamos el Arroyo del Valle de la Calzada. Detrás de un crucero, el inicio del camino empedrado que baja a San Justo de la Vega. Se nos aparece Astorga y detrás la cadena de los montes.

La iglesia de San Justo es del año 1967, y de 2003 las pinturas del retablo, obra de un artista local.El juego de alturas en la cubierta está logrado. No voy a decir nada de las vidrieras geométricas.

Nos quedamos en esta jornada con unos nombres de calles tan sorpendentes como ejemplares: del Viento, del Aleluya. Y el recuerdo del fundador de la Universidad de Santo Tomás de Manila. Nos anima ver en los indicadores el número de quilómetros que nos faltan para Compostela.

Otra entrega televisiva de La Señora. Pero me resulta demasiado cruel un episodio y decido no ver las sucesivas. Este infantilismo me anima. Es un síntoma de la supervivencia de algún aliento juvenil. Para ello la capacidad de lector o espectador de novelas es una buena piedra de toque.
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24 de junio

No se ha oído ningún rumor de noche sanjuanera. Diego madruga para su repesca fotográfica. Desayunando en el hotel, oí que preguntaba una linda camarera a un señor de la ciudad: -Don Francisco, ¿a quién le importa eso más que a usted? Me pareció dirigirse a mí, naturalmente. Pocas veces habría tenido nadie tantos motivos para hablar así a alguien.

Mi sorpresa en la ciudad episcopal es el reencuentro de mi capacidad para el asombro. Fotografiamos capillas de cofradías: el Desenclave, hermanada con una de León; la Veracruz, los Caballeros del Silencio, la Cena. Astorga me parece más sugestiva, y más hermosos sus detalles que las veces anteriores. Por ejemplo, la portada de la catedral.

Diego se ceba en ésta con sus cámaras y el trìpode. El sacristán, Alfredo, es de Estebánez de la Calzada, el pueblo del cronista, Martín Martínez. Está orgulloso de las glorias diocesanas. Nos abre un momento el coro, que continúa en su sitio, en el centro de la nave. Cuando ya los canónigos no le usaban, se abrió al público, como el de Segovia, hasta que robaron una misericordia.

Tumbas: la del obispo Grau, el rey mago que echó a Astorga lo que nunca se habría atrevido la ciudad a pedir a ninguno de los tres, el palacio de Gaudí, ni en sueños siquiera; la del obispo Briva, “alto y cardenalicio, intelectual y popular” en la definición de Pereira; las de las tres enfermeras asesinadas durante la guerra en Somiedo. Algunos documentos y piezas del Museo me le muestran también más rico de lo que yo recordaba

En el Museo Romano, una novedad para mí, las inscripciones funerarias de un soldado que tocaba la trompeta y de un “gramático”. Recuerdo epígrafico del reciente  bimilenario y del hermanamiento con las otras ciudades augustas: Mérida, Zaragoza, Braga y Lugo. Yo tampoco conocía el nostálgico y dulce Museo del Chocolate.

Ante el Palacio de Gaudí, recuerdo aquel torreón del palacio episcopal de Senlis, cerca de París, que me pareció responder a la etimología griega de la palabra, episcopo, el que otea lo que hay en torno.

Dejo en el ayuntamiento una tarjeta al alcalde Perandones, y Diego tendrá que volver mañana a mejor hora para otro foto de los maragatos del reloj. Esta mañana tampoco vino contento de la tomada a Pedro Mato en la cúspide de la catedral. Recorremos también lo que queda de las murallas.

Nos abrieron en el Palacio de Gaudí media hora antes que al público. Como me ha ocurrido con los otros monumentos astorganos, incluido el ayuntamiento barroco, también he valorado más la sugestión de éste. La luz del interior, combinada con el aislamiento total del entorno, a través de la policromía del vidrio en algunas estancias, roza lo mágico. A Diego le parece más el palacio de un rey medieval que de un obispo del siglo XIX. Don José, el canónigo director, nos pondera ser la última obra en piedra, antes del imperio del hormigón.

En cuanto al contenido, el llamado Museo de los Caminos no tiene de tal sino la planta baja. Las superiores vienen a ser una ampliación del diocesano. El sòtano es el de la historia religiosa de la comarca, de y antes del cristianismo. Tiene piezas muy valiosas.

Desacorde Gaudí con los que tomaron las riendas al morir el obispo Grau, no terminó la obra. Uno de los arquitectos que la remataron fue Guereta, el padre de aquel curioso vecino de Sepúlveda, el médico Miguel Guereta García-Benito.

Éste apareció un buen día de la postguerra por Sepúlveda y fue muy bien acogido. Le gustó el lugar y se instaló en la Fonda de la Luisa. Decía estar desterrado por izquierdista, pero luego se empezó a rumorear que había otros motivos, irregularidades profesionales, tales como abortos. Pasaron los años y cada vez su situación era peor. Se iba cansando la gente de invitarle o sea de mantenerle. Llegó a pasarlo mal. Estaba divorciado y tenía poco contacto con sus hijos.  Salió tardíamente un juicio que tenía pendiente por falsificación de recetas y estuvo en la cárcel algún tiempo. Se pasaba la vida de taberna en taberna aunque sin beber demasiado.

Hablaba con admiración de su padre, que hizo una capilla en su casa de Santander para que pudiera celebrar cuando iba a verle un amigo arzobispo de Santiago. Los falangistas cogieron los ornamentos que había y se los llevaron al cura. Cuando a éste se los reclamó la familia, les respondió que sabía eran suyos pero no podía devolvérselos sin la autorización de quienes a él se los habían entregado.

Miguel decía que Sepúlveda era un oasis en Castilla, pero añoraba el paisaje atlántico de su tierra. Empleaba algunas palabras propias, como cufolia y escotofia para las chicas. Se acordaba de un marinero que siempre hablaba en tèrminos marinos: “Parece que ha habido que reforzar amarras”, al ponerse el jersey de invierno; “llenámele hasta los imbornales”, al pedir  un vaso de vino. Mis tiempos de la Sepúlveda pasada por vino, más de noche que de día. Largas, largas horas en la taberna de Farias.

En Sepúlveda Miguel sólo clandestinamente visitaba a algún enfermo amigo. De los médicos sólo tenía una relación cordial con Tiburcio Alonso, el alcalde que fue destituido por no acudir a Segovia en una visita de Franco para no desatender a una enferma grave. Otro médico, Cabrerizo, denunció a Miguel condicionalmente al enterarse de una de esas visitas, por posible ejercicio ilegal. El juez, Bernardo Álvarez, tremendamente serio,  pidió al denunciado sin agobios que le justificara tener el título, pues las cuestiones del Colegio de Médicos no eran asunto suyo.

Un episodio de la cotidianidad de aquellos tiempos: Estaban unos cómicos en Sepúlveda. En un intermedio, dialogando con el público, pidieron que alguien dijera el número de un tranvía de Madrid. Un espontáneo intervino. Miguel propuso una alternativa:-O el 61. A la salida la pareja de la Guardia Civil le detuvo. Pasó la noche en la cárcel. Al dìa siguiente el capitán le preguntó el motivo de haber elegido ese número. Miguel contestó que era el que más tomaba cuando vivía en Madrid. El capitán le replicó- Pero también es el número que va a Porlier. Ésta era la residencia benéfica de la calle de Torrijos, frente a la casa de mis tías, entonces convertida en cárcel.

Al fin se fue a ejercer a un pueblo. Antes me dijo que iba a hacer una medicina de jornalero: -¿Le duele el estómago? Tome servetinal. Murió pronto. No hace mucho, en el programa de Loles Díez Aledo en Radio Nacional, El Club de la Vida, una chica pedía datos de un abuelo arquitecto sobre el que intentaba hacer una tesis. Yo estuve seguro de ser sobrina nieta de Miguel. Me puse en contacto con ella. Nos vimos una vez en Madrid. Por mí se enteró de que su abuelo, un hermano radiólogo de Miguel muerto joven, había sido de izquierdas. Después la llamé y me dijo que había dejado el proyecto. En Teruel, los arquitectos a quienes hace poco vi en el Congreso de Cronistas Oficiales, valoraban la restauración de las torres que Guereta había hecho.

Compramos chocolate, protegiéndole con una bolsa térmica de los rigores del viaje veraniego. Intentamos ver El faro Astorgano, mi periódico. Pero se ha trasladado al centro. Su local en la calle de la Prensa Astorgana está en alquiler o venta. Ya se nos hizo tarde y proseguimos el Camino.

Ayer tuvimos una grata cena con el cronista y su mujer, Gema. Se habló un poco de todo. Nos enteramos de la relevancia que en el fomento del Camino tuvo la labor del cura del Cebreiro, Elías Valiña, a quien yo sólo conocía por figurar en la bibliografía jacobea, sin saber que se lanzaba con su pequeño Citroen, Europa adelante, heraldo de la peregrinación. Recordamos al arriba citado Augusto Quintana, el erudito canónigo asturicense, tío de Gema. Pasando una vez por Sepúlveda, donde no me encontraron, vieron mi casa, Santa Escolástica, de lejos. Estuvo atinado don Augusto al parecerle una locura. Es duro mantener la antorcha encendida cuando tantas gemelas se han apagado ya, y la propia supervivencia puede reflejarse en el almanaque como una prolongación obscena.

En el término de Valdeviejas la ermita del Ecce Homo, que tiene en su interior un pozo donde tuvo lugar el milagro del niño salvado de morir en él. Ahora está tapiado, pendiente de unas obras. Vamos viendo piedra en las construcciones de estos pueblos, una novedad. Atractiva una galería de madera. La piedra oscura de la espadaña la da empaque. Su balcón llega a templete. Las cigüeñas se conforman con uno de los lados.

En cambio, estas aves en Murias de Rechivaldo, se han adueñado de todo ese espacio. Se las nota el aplomo. Hay una escalera exterior y también un balcón. Unos postes sotienen el pórtico. Pueden parecer monótonos estos datos, pero cuando las iglesias están cerradas no es posible ofrecer mucha variedad.

Diego me señala una piedra erguida en el punto del tejado donde se juntan las aguas. Me dice ser característico de la tierra de Mondoñedo. Otra llamada pues de Galicia.¡Mondoñedo, en la botica recetas de la fantasía de Álvaro Cunqueiro!

A la entrada de Santa Catalina de Somoza, un hombre está talllando un bordón. Se llama Bienvenido. Nos cuenta su historia. Tenía allí un puesto donde vendía conchas, otras menudencias y también sus propios bordones. Pero le denunció uno de sus vecinos, aunque en el pueblo sólo son veinte habitantes, y hubo de dejarlo, ante el temor de perder su pensión, pues tiene setenta y cuatro años. La policía local tampoco le dejó ofrecer esos artículos por la voluntad del adquirente, que a veces era superior al precio fijado. La policía nacional le aseguró su permanencia en el lugar, sin poder adentrarse en la otra materia.

En el pueblo vemos un busto del tamboritero de la maragatería, Aquilino Pastora. La iglesia cerrada tiene las fechas de 1708 y 1982. Los volúmenes ofrecen un cierto juego al exterior, pese a sus escasas dimensiones.

En la iglesia de El Ganso, es alto el tejado del balcón de la espadaña. Llega a la solemnidad. Leemos también una fecha, 1605. Las dos cigueñas nos parecen arrullarse. Hay un reloj de sol.

Llegamos a mediodía y con pleno sol a Castrillo de los Polvazares. Se saborea el encanto del pavimento que se ha conservado de cantos y piedra. La iglesia con cúpula, no sólo por su pequeñez, resulta demasiado íntima. Pero no me atrevo a sentenciar si se trata de un exceso defectuoso.

Diego se malhumora por la imposibilidad de hacer buenas fotos del pueblo. El sol cae a plomo y las sombras de los aleros son fatales.
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                                           TERCERA  ETAPA

29 de junio

Día de San Pedro. Aquellos mercados de Sepúlveda donde acudían gentes del Cardoso de la Sierra, pongamos por caso, aquel río de  mozas en el baile ¿qué se hizo? ¿qué se hicieron?

Llegamos a León poco después de terminado el entierro de Victoriano Crémer, el poeta que seguía manteniendo en el periódico su columna Crémer contra Crémer a los ciento dos años. Vemos en su residencia del Museo de San Isidoro a Antonio Viñayo, medio siglo abad de la Colegiata. Hay que ayudarle a bajar los escalones. Va con muletas. Sale poco. Ha hecho el esfuerzo de venir a pie del entierro, y por los cambios habidos desconocía algunas calles del trayecto. Está diabético. Come poco y mal guisado. Por eso no acepta nuestra invitación.

Recordamos viejos tiempos. Los suyos en el Seminario de Oviedo, donde fue discípulo del citado canónigo Aguirre, el enamorado de Oriente que se pasó al rito bizantino. Dice que exigía más en hebreo que en griego. Los congresos, los amigos comunes. Le recuerdo que nuestra perra, la Boni, se hospedó gracias a él en la habitación que en la hospedería había para los cardenales y el nuncio, donde una noche había dormido también “el caudillo”, hospes clarissimus que dice todavía una inscripción latina. Le hablo de nuestra creencia en la resurrección de los animales. La ve consecuencia lógica de su principio vital y sus sentimientos, a veces superiores a los de los humanos.

A Diego le apabulla verse solo con su cámara en el Panteón. Después de comer, en la catedral. En San Marcos, la iglesia y el claustro. Un nacimiento, con unos espacios entre columnas que dan perspectiva, nos recuerda a Juan-Emilio.

En el camino hasta León, y desde aquí a Rabanal, nos ha extrañado hacer tan deprisa por la carretera trayectos que sólo con mucho tiempo y esfuerzo pudimos cubrir en las etapas anteriores.

Rabanal del Camino. La casa donde vivieron Charo y Asunta, las entusiastas del arte de la encuadernación a quien por eso conocimos en Madrid, se ha convertido en el monasterio de San Salvador del Monte Irago, dependiente de la Congregación benedictina alemana de St. Ottilien. Son tres: el superior Juan-Luis Torres Prieto, que estando en Silos escribió un libro sobre la espiritualidad de las peregrinaciones, José-Carlos, un manchego restaurador de arte, y Ambrosio, éste de Nürenberg.

Se respira inmediatamente una atmósfera claustral. Llegamos un poco tarde y nos habían dejado la cena en el refectorio minúsculo. Abundante y saludable la refacción, mientras ellos atienden a los peregrinos en el refugio inmediato.

En la iglesia de enfrente cantan las completas, parte en latín. Revivo los textos de la octava del corpus en El Salvador, cuando es preciso haciendo la traducción inversa. Del himno Te lucis  ha sido sutituida la estrofa Procul recedant somnia, la que Antonio Pereira me consultó para su relato Stevenson en Sepúlveda. Después, la oración y la bendición de los peregrinos. La celda tiene lo necesario. A través de un pasillo da a un pequeño patio amablemente ajardinado.

La mayoría de los peregrinos que pasan, salvo en este tiempo estival, no son españoles. Hoy están el colegio jesuíta de Zaragoza y el marianista de Vitoria. Diego está impresionado de esta paz claustral. Le ha venido como anillo al dedo. Había salido en esta etapa con menos ánimo, por lo corto del interludio de descanso y lo denso de las ocupaciones que se le llenaron. Mi habitación se llama Santa Escolástica; la suya, San Fructuoso. Las otras dos de este pasillo, San Valerio y Santa Otilia.

En un salmo de las completas se cantó el versículo  que da la seguridad de librarse del terror de la noche y de las preocupaciones que asaltan en las tinieblas. Yo me sentí también seguro al oírle. Pero nada más lejos de la realidad. Al haber un pasillo entre la celda y el patio y ser éste pequeño y oscuro, aun abriendo toda la ventana hay poca luz. Quizás haya estado oscura la noche- no me había fijado en la fase de la luna-. Entonces encendí la del cuarto de baño, pero era demasiada. Apenas dormí. Avanzando la noche con lentitud angustiosa, me sentí más inquieto. Me levanté y di algunos pasos por la misma celda angosta. Tenía la llave de la puerta de la calle, pero no estuve seguro de encontrar el camino con seguridad y sin hacer ruido. Me calmó algo la radio, aun al mínimo volumen para no perturbar, aquí donde el silencio es ley según dicen las instrucciones que hemos encontrado sobre la mesa. La Ser propuso dos problemas detectivescos a resolver por los oyentes. Buena idea. Al fin me levanté antes de las cinco. Tiuve envidia de los monasterios que yo conocí donde ésa era la hora de los maitines. Aquí hasta las siete y media no son los laudes. Y mientras escribo estas líneas el amanecer se hace esperar. Me conforta evocar las gentes, las situaciones, los lugares, hasta las esperanzas de Sepúlveda. Los recuerdos de esperanzas, llevando consigo alguna esperanza también.

Amanecido ya, veo el patio. Es estrecho y son altos los muros. En una esquina un árbol que parece trepar. A la derecha del pasillo hay una cubierta inclinada de cristal, sobre un tramo de escalera muy adornado con flores  y tiestos. Ello explica la escasez de la luz nocturna. En cambio la eléctrica en la celda está óptimamente programada, sobre la mesa donde sí se puede escribir y caben papeles y libros, a la cabecera de la cama, y en el techo. Hay hoteles lujosos donde no se disfruta de esta inteligente confortabilidad.

Al fin, a las siete y cuarto toca la campanilla. Unos toques nada más. Te Deum laudamus.

Al asomarme a la escalera, veo que hay en el patio un pequeño surtidor. He empezado a leer El mundo, de Juan-José Millás. Veo que la celda de Diego da a la calle. Acaso de habérsela cambiado, mi noche toledana habría tenido algún consuelo de tracería mudéjar o repostería de mazapán monjil. Aunque él lo niega
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30 de junio

Los laudes casi todos en latín. Es posible mantener la dignidad gregoriana con este coro de tres. Incluso han grabado un buen disco. Desayunamos en el refectorio Diego y yo solos. Sin el mareo de la elección en los complicados buffets, pero con buena calidad y la bastante variedad. A las nueve la misa. Se comulga con la hostia mojada en el cáliz, el cuerpo y la sangre de Cristo.

José-Luis nos enseña el pequeño monasterio. Los espacios de la casa de Asunta y Charo se han distribuido y ocupado con un plan inteligente. Naturalmente que nada sobra. Los cultos son en la iglesia parroquial, ahora en trance de su recuperación románica. La Veracruz está en obras.

José-Luis tiene que dejarnos media hora, comprometido con una visita del Colegio Lasalle de Valladolid, organizada por la televisión pública japonesa. El Gobierno de ese país encargó el programa dentro de su campaña para prevenir los suicidios de los adolescentes. Hubo un concurso entre varios centros españoles y salió éste ganador. (Por la tarde, vemos a algunos de sus escolares consumiendo cantidades enormes de cerveza. Supongo que no los filmarían).

José-Carlos, que continúa ejerciendo su menester de restaurador  en el monasterio, fue ordenado hace poco. Trajeron de Munich para la fiesta muchos litros de cerveza y no menor acopio de salchichas. Nos acompaña mientras José-Luis cumple ese otro servicio.

Vemos la iglesia de San José, costeada por el arriero Calvo, que allí está enterrado con su familia. Cada retablo tiene su nota. En éste la calle central parece un único marco, como si las imágenes de las otras dos se veneraran aisladas y no hicieran parte del mismo conjunto.

El libro de José-Luis se titula Tu solus peregrinus. Esta vocación suya por la pastoral de las peregrinaciones, misionera pues, le llevó a establecerse en la diócesis de Astorga, coincidiendo casi con la decisión de Charo y Asunta de dejar su casa, lo que al converger las dos situaciones dio lugar a su oferta y la fundación.

Hablamos largo y tendido del Camino y los caminantes con los dos monjes españoles. Coinciden en que los peregrinos compatriotas tienen menos curiosidad. No sólo no nos cobran, sino que nos regalan los libros y el disco que cogimos en la tienda. Diego les habla de su título en la red, “Peregrino.es”, y de los proyectos aparejados.

Me veo obligado a reanudar mi lucha con la escritura a pie, a medida que nos van surgiendo estampas, mi boli rebelde sobre las papeletas que cogí en un hotel de Tánger. A veces me ocurría lo mismo en mi ejercicio notarial, tomando sobre el terreno notas en las actas de presencia.

En Foncebadón, es notable el contraste entre la evocación documental e historiográfica y el estado actual, una aldea mínima. Una vieja del pueblo impidió que se llevaran las campanas a Astorga, aunque los operarios que fueron a descolgarlas estaban acompañados por la Guardia Civil. De manera que las campanas mantienen su presencia en la espadaña, como si se bastasen a sí mismas, aun sin gentes a quienes llamar. Continúa esta mampostería encajada, con pretensiones de sillería, como en aquellas cercas salmantinas que tanto admirábamos en las excursiones domingueras con Luis Cortés y Paulette. Al dejar el lugar, subido un repecho, el campanario queda a nuestra altura, detrás de una tierra de labor, sólo el campanario como plantado en la tierra misma.

La cruz de hierro. Delgada, alta, sencilla. Una ermita de 1980 en que viene celebrando la fiesta del Apóstol el Centro Gallego de Ponferrada. En un panel leemos, además de hierro, fer y ferro, también fierro. ¿Palabra berciana?

Recuerdo la exhortación a tragar paisaje que nos hizo Ubieto al llegar al Bierzo. Desde aquí es formidable el despliegue de los altísimos montes y sus valles. Diego repara en que desde los montes de Oca no habíamos tenido un cambio tan radical de geografía. Recuerdo el título del libro de Gil y Carrasco, Bosquejo de un viaje a una provincia del interior.

En Manjarín, jinetes con sus caballos peregrinos. “Aquí debió estar la iglesia”, conjetura Diego como arqueólogo.

Cuando damos  vista al panorama de los tejados de El Acebo, nos parece un juego de construcciones de pizarra. Estalla la policromía encendida de los tiestos en los balcones de madera. Un restaurante anuncia comida vegetariana, a pesar de llamarse La trucha del arco iris. Recuerdo la expresión de Isidro Barral al rechazar no sólo la carne sino también el pescado: “Yo no como cadáveres”.

Riego de Ambrós. La espadaña parece enseñarnos la iglesia ella misma, franquearnos desde lejos su puerta  como un guía. El retablo ocupa toda la superficie del frontis recto del muro del presbiterio. Tanto que llega a otra tipología.

Un guindo arrastra sus ramas cargadas de fruta a una de las calles. Hay en este pueblo una plétora vegetal. Pero no es el campo invasor del casco, sino el desbordamiento de las huertas. En la ermita de San Sebastián, el pequeño retablo nos parece en cambio un altar portátil.

Cuando nos acercamos a Molinasica, el pueblo nos parece estar entre dos torres, las de las sendas iglesias a cada extremo. El pináculo de su torre y el cupulín sobre la nave de una de ellas, dan una resultante de airosidad.  Está cerrada, pero por la mirilla vemos la trascendencia de la verja en su paisaje interior. Es expresiva en la fachada la labra de la Virgen.

En la Plaza una fuente, el surtidor cayendo en una gran concha. Un puente.

Neoclásica parece la otra iglesia también cerrada. San Nicolás está  en su fachada. La llamada Casa de las Torres parece un pazo gallego. Blasones de esquina, como ya hemos anotado en el viaje. En un escudo, una concha con cabeza, prosiguiendo pues nuestro enigma.

Otra presencia fronteriza, el primer anuncio de pulpo. La ermita de San Roque convertida en albergue. Se nota el dinero de la vecina Ponferrada.

Campo. Así se llama el pueblo siguiente. En la iglesia, las fechas de 1927 y 2005.  Vino, el del Bierzo, presentido en los viñedos del contorno. Una fuente que dicen romana, la seriedad del manar del agua bajo la alta bóveda oscura. Una iglesia cierra un frontis del paisaje urbano.La iglesia grande se corresponde con una gran encina.

Nuestro hotel en Ponferrada está junto al castillo. Yo veo desde mi ventana la iglesia de San Andrés, elevada sobre el nivel de mi calle, al otro lado de ésta.

Diego fotografía el exterior del castillo. Recorrido a la busca de los permisos para mañana. Compra de libros, uno sobre el Bierzo, de Hernán Alonso, el amigo villafranquino de Pereira que estuvo en el congreso de mi homenaje en Alcalá la Real.

Cena con Jesús Alonso y Carmen, su mujer. El contacto y la conversación no pueden ser más entrañables. Ponferrada  sólo tiene un defecto, nos dice este paisano médico, estar a 325 quilómetros de Sepúlveda, situación agravada por el rigor de la Guardia Civil al quitar puntos si se sobrepasa la velocidad.

Al descorrer las cortinas me fijo en la torre de San Andrés. Graciosa, un derroche de pivotes. Entre ella y mi calle un desorden de techumbres de lajas.
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1 de julio

El sacristán  de la iglesia de La Encina nos indujo ayer a atravesar Ponferrada, hasta la iglesia nueva de San Antonio, donde un cura podría darnos permiso para fotografiar Santo Tomás. No le encontramos. Además no habría sido necesario. Para Diego fue dura la travesía, con la mochila a las espaldas. La jornada de hoy se presentaba muy densa, caso de ir a Peñalba, San Pedro de Montes y Las Médulas. Ello explica el malhumor con que se ha levantado.

Era necesario buscar a don Antolín, el párroco y rector de La Encina, que parece tiene todas las llaves ponferradinas sacras. Al fin le encontramos en su despacho media hora antes de lo previsto. Fue muy atento y se dispuso a escribirnos una carta de recomendación, extensiva incluso a Villafranca. Pero lo hizo con una increible lentitud. Diego se puso nervioso y se fue a fotografiar el Museo del Bierzo. Al fin don Antolín me dio la carta a mí. Entonces dijo haberme leído, y me presentó a un estudioso recién llegado que estaba en el mismo caso. Le pregunto por los Templarios, pues en el castillo, que ya recorrimos esta mañana, nos dijeron que iba a haber una ordenación de ellos, si bien la chica de la taquilla me respondió que no era tanto como una ceremonia religiosa. Don Antolín me dice que los de Ponferrada, fomentados por el ayuntamiento, o sea los que iban a la fiesta de los Fueros de Sepúlveda, son meramente folklóricos. Pero en Orense hay una asociación civil, de la que hacen parte eclesiásticos, más cerca de la jerarquía, y que hacen funciones de iglesia. Más serios aún le parecen algunos franceses de que le han llegado noticias y que le han encargado misas, y ha oído incluso de la intervención de algún obispo. Luego me contó de su participación en la reunión pastoral de obispos españoles y franceses con vistas al año santo, y de su posible extensión a toda Europa, incluso a la ortodoxia, de lo que ya ha habido algún intento y hasta realización. Me invita a colaborar en su revista patronal de La Encina y me da unos números que tienen buen aspecto. Persiste el disgusto de Diego.

Al fin, en la pedanía de Otero, fotografía Diego en la iglesia de la Virgen de Vilbayo. Tramos y cuarto de esfera románicos. Una versión rural del románico sepulvedano. Conserva el coro de madera. En la iglesia hay un mastín al que acariciamos. Un chato ajimez es original, y atrae por su misma tosquedad.

Luego vamos a Santo Tomás de las Ollas. Otra vez la sugestión de los arcos de herradura cristianos. Al fotografiar La Encina nos fijamos en el Cristo de la Fortaleza. Su misma inexpresividad aparente es lo que le hace más expresivo. Si cada retablo tiene algo diferenciado, cada crucificado mucho más.

Las Concepcionistas tienen un buen artesonado. La recomendación del doctor Alonso y su mujer resulta muy eficaz. La madera oscura de su retablo también es sugestiva. Al fin y al cabo es una posibilidad distinta del dorado.

Y seguimos el Camino. En Columbrianos hay una ermita muy rústica de San Roque y San Blas. En el interior de la iglesia, el juego de las naves entre sí se me antoja llegar dentro de su sencillez a unas posibilidades escenográficas.

En Fuentesnuevas la ermita del Divino Pastor me parece un oratorio para solo el celebrante. Echo a volar la imaginación tras la novela de un levita con su historia a cuestas, secreta o no tanto, o a medias. Su retablillo es neoclásico. Con su consabida espadaña la iglesia de la Asunción.

Y al fin Cacabelos. A la entrada se nos informa de que está en la red de las ciudades europeas del vino. La larga calle de Santa María es plenamente jacobea. Me cuesta trabajo imaginarme, en una configuración tan lineal del plano, la articulación de las relaciones entre las unas y las otras partes de la calle misma. ¿Intromisión de otras geometrías en esa recta?

En la ermita de San Roque no se adivina lo medieval tras la sencillez inocua de sus muros de mampostería. La Quinta Angustia está en obras. Vemos su cúpula nada más. En Santa María las tres naves, en la perspectiva orante y litúrgica, me dan la sensación de quedar reducidas a una sola, la central, donde está el Cristo de Cacabelos. Pero no lo digo peyorativamente. Es otra manera de sentir y ver. Sí, un mundo cada iglesia.

En la sacristía hablamos con don Jesús, el párroco. Usa con vehemencia mis mismas palabras para condenar el purismo. Me dice que para la restauración de la Quinta Angustia, donde unas pinturas de entre los siglos XVIII y XIX estaban en muy mal estado, tarea que hacen la Complutense y la Universidad Vasca, está teniendo que actuar a espaldas de la Junta. Piensa que en dicho purismo, que trata las piezas sacras como objetos de museo, late la falta de fe. Le parece bien que no se restaure la Victoria de Samotracia, pero si a la patrona le falta un dedo es necesario ponerle otro. También tiene mi misma frase para los museos, almacenes de cosas bellas.

Vamos a Carracedo. Yo le he visto varias veces y no tenía interés personal en volver. Son unas ruinas forradas de otras y así sucesivamente. Aunque estos monasterios nuestros tan septentrionales ya me evocan a Sir Walter Scott. Un estudiante que trabaja ahí temporalmente es de Ponferrada y me cuenta de sus ganas de viajar y abrirse camino en la carrera de turismo.

Antes de Villafranca, Piornos, con su iglesia aislada de piedra oscura, y Valtierre de Arriba, con su arquitectura popular desvencijada a veces.

Y Villafranca del Bierzo. El recepcionista del Parador, que lleva aquí veinticuatro años, me cuenta de su trato con Antonio Pereira, el villafranquino. Todos los años venía en Semana Santa, el Cristo de septiembre, y las jornadas de la poesía. Recuerda su pregunta a Úrsula, antes de pasar al comedor y decidir si debía o no lavarse las manos: -¿Se la habré dado a algún indeseable?”.

El matrimonio Pereira tenía en el Parador siempre su habitación preferida, sobre todo hecha ya costumbre. Una vez se presentó sin avisar y le recibieron consternados. Estaba ocupada por el Gobernador. Pero se quedaron meditabundos y le pidieron una pequeña espera para tratar de solucionar el problema. Al fin le dijeron que ya la tenía, la suya. Al Gonernador le mudaron pretextando una avería que necesitaba allí mismo la intervención urgente del fontanero.

Como Alonso Luengo de Astorga, Pereira recogió también en un libro sus Crónicas de Villafranca.Abunda más en las relaciones con el lugar de otros personajes de las letras y en evocaciones literarias. Pero no falta la savia del paisanaje, haciendo desfilar a los conocidos que ya pasaron en el Suceso del sábado en la colegiata. Recuerdo au complacencia en Segovia, invitado a una de las tertulias de los martes de Ignacio Sanz, porque en el público había tres villafranquinos.

Una de esas crónicas se titula Un rapaz vilafranquino evoca a Gil y Carrasco. Termina contando que Dionisio Gamallo Fierros, “el escritor de Ribadeo, la villa bien hermanada con Villafranca por viejos sueños románticos de un ferrocarril”, le regaló la primera edición de El Señor de Bembibre. Yo puse en el ejemplar unas palabras de fedatario. También adquirí esa primera edición. Pero mis recuerdos de la novela son mucho más remotos. Estando interno en el colegio de Aranda, fue una de las lecturas del comedor. Si a alguno se nos castigaba fuera de éste, era corriente sentirlo más por la intriga en curso que por la comida. A la vez, en la biblioteca del ayuntamiento de Sepúlveda, había una edición en papel de hilo de las obras completas del autor, mucho más lujosa y esmerada que aquella príncipe, ésta sin atractivo ninguno formal. Algo después, hubo una emisión radiada de la novela. De entonces ahora, del rosa al amarillo, una vida una literatura, un libro en varias vestes. 

Abetos ante mi ventana. Los montes al fondo. Preocupaciones.
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2 de julio

Tranquilo amanecer en estas afueras de Villafranca. Otro recepcionista me habla de Antonio Pereira también, de su gusto en darle conversación. y de la maestría de sus ocurrencias orales.

Llamé a Hernán Alonso, el citado estudioso villafranquino, a quien por indicación del mismo Pereira llevamos a Alcalá la Real, para que tratase de esta colegiata. Yo apenas hablé con él entonces. Por eso me congratula esta ocasión de desquitarme.

Es hombre sencillo, bondadoso, cordial. Nos señala los espacios muy profundos que tras de las cortas fachadas tienen las casas villafranquinas. Nos lleva al castillo, sin previo aviso a los Halfter. María, la mujer de Cristóbal, nos recibe como si nos conociéramos de toda la vida. Nos precedieron dos perros muy cariñosos. Baja Cristóbal, aunque acaso estaba componiendo. Los dos se muestran tan terrible como merecidamente críticos de la cultura actual. Les parece un síntoma decisivo que los altos valores sólo se utilicen en cuanto tienen rendimiento turístico. Una de las crónicas de Pereira contaba un triunfo suyo en París.

Está cerrado Santiago. Nos conformamos con el ábside y la portada. Pero una evocación confraternal: la llave la tienen los hermanos de la Angustia y Caballeros del Apóstol.

También está cerrado San Nicolás, jesuíta. Adivinamos el discurrir de los hijos de San Ignacio bajo la tutela de la ratio studiorum a lo largo de los claustros que se adivinan tras de la larga fachada.

Hernán consigue que un coadjutor nos abra la Colegiata. Con la llave en la mano, a propósito de Pereira, le recuerda dando vueltas mentales en torno a la definición, por ejemplo de eso, de una llave. Se muestra muy crítico con las autonomías. El incumplimiento por la Junta de las obligaciones que asumió para tener los monumentos abiertos es el motivo de este cierre hoy. Dice que a Valladolid sólo fue una vez y que Soria le suena lejanísima.

A Diego le impresionan las imponentes columnas de esta iglesia, el espacio del coro con el que la vista tropieza inmediatamente,  que hace sentirse oprimido, pero para notar la compañía en cuanto se traspasa su muro. El órgano en que a veces toca Cristóbal Halfter. Profunda la capilla de la Dolorosa. Entro en la sacristía y parece un almacén de la Semana Santa.

Por su parte, una chica de la oficina de turismo nos abre San Francisco. El retablo es del tipo que yo llamo marco. Pero tiene un impulso ascensional, como si el marco mismo se moviera siguiendo la vertical, hasta evadiéndose de la arquitectura. La tumba sencilla de Gil y Carrasco, al fin traído no hace mucho de Berlín.

El convento de las Clarisas de la Anunciada, donde está el sepulcro de  San Lorenzo de Brindisi. El artesonado, el coro, los enterramientos del nivel inferior. El ciprés viejo de cuatro siglos.

Pasamos frente al albergue de Jato. El hombre que cuida los libros de firmas de su establecimiento, y con el que no es raro se queden algunos días peregrinos ayudando. Cuando sopla el vientecillo que alivia el calor, Diego dice que es el Apóstol quien nos lo manda. Vemos la antigua farmacia llamada de Cela, intacto el botamen en la botica y la rebotica, un espacio profundo. No nos dejan fotografiar.

Diego pierde los nervios por el peso de su mochila. No hay tiempo para ver el teatro modernista que está dentro del ayuntamiento. Hernán nos presenta al alcalde, sentado en una terraza.

Proseguimos después de comer. Entre Villafranca y Corullón, San Juan de San Fiz. La baja espadaña parece haber brotado de la nave. Esta iglesia es de planta cuadrada. Está en una hondonada. Lujuria del verde. Nos recuerda, aunque no hay viñedos, el espeso desbordamiento ayer de éstos en torno a Cacabelos. Hay muchos cerezos. No tuvimos tiempo esta mañana de aceptar la invitación de Marisa Halfter, también con buena cosecha.

En el valle, la iglesia de Grullón, junto a la carretera. La torre es muy rústica, ensanchándose desgarbadamente su base. En cambio su arquería ciega a media fachada y la delicadeza de las labras raya lo palaciego.

El otro templo del lugar está cerrado, con su jardín verde también. En la torre, el ventanal sobre el ajimez, y un cucurucho de pizarra por techumbre. De la nave avanza un saliente, capilla o sacristía. El consabido motivo ajedrezado no falta en la portada.

Pereje. Se fija Diego en que también las hortensias son un anuncio de Galicia. Asomado a la carretera, un balcón curvo de madera. Antonio escribió el cuento Una ventana a la carretera. Como leitmotiv del argumento, el balcón me parece mucho más difícil.

Castaños. La moza del castañar se titulaba aquella novela asturiana de Alfonso Camín. Diego se deleita fotografiando el impresionante tronco de uno.

Trabadela. En lo alto. Llegamos tragando paisaje, o sea obedeciendo a don Antonio Ubieto. Al fondo la iglesia de pizarra y piedra oscura. Estamos pues en el valle de Valcarce.

La Portela es un pueblo de carretera. Diego compra un bordón de avellano. Buen humor de la vieja pareja vendedora. “Los bercianos somos gallanos, para fastidiar a los gallegos y a los castellanos”, nos dice él. La ermita es pequeña, pero nos parece estar hecha también para los que no caben en ella el día, los días de la fiesta.

Ambasmestas. Graciosamente pintado el retablo de la parroquia, en 1878. A diferencia de la iglesia anterior, ya el espacio no es único y permite diferenciar ámbitos. Un documento de un general de los carmelitas del XIX para su cofradía.

Vega de Valcarce. Levantando la vista al viaducto de la autovía, llego a retrotraerme a mis avideces de viajar, a las primeras, las de la infancia, y a mis elucubraciones en torno a las maravillas de la ingeniería que me imaginaba había por los anchos mundos.

Un hórreo. (Recuerdo el empecinamiento en que fuera San Millán declarado patrono suyo, de Félix Sánchez Mediero, el yerno del poeta José del Río Saínz. Para ello trató de contactar con el obispo de Oslo).

Un árbol sobre el que han puesto una cara de bruja. En la iglesia, el coro está tras de un arco toral. Vemos asomar a su altura los libros del archivo. No tenemos tiempo de subir al castillo de Sarracín.

En la pequeña iglesia de Ruitelán, el cura está leyendo la bendición del peregrino a tres chicas norteamericanas. Cuando las pregunta la parroquia a que pertenecen parecen dudar, al menos en cuanto a la precisión del nombre. Hay una imagen de San Froilán. El cura nos señala una ermita en las inmediaciones, a más altura, dentro de la cual está la cueva en que vivió el santo. Subimos y la vemos. Una escalinata contribuye a la seducción del paisaje.

Las Herrerías. Puente romano. El pueblo da la sensación de haber sido plantado en el valle. En la iglesia de San Julián, adivinamos por el exterior el juego y partido de sus volúmenes. A una casa que tiene una galería verde, la señalan como el Hospital Inglés. ¿Por qué está aquí, fuera de su propio camino?

La iglesia de Feba tiene dos capillas laterales que dan la sensación de personalidad propia, hasta el aislamiento. Parece que a Laguna de Carracedo le han quitado la segunda parte del nombre. En todo caso es el último lugar hasta pasar la raya de Galicia.

El paisaje no hace sino deparar alegrías a la retina y el espíritu a medida que subimos hacia el Cebreiro. Diego me pide le tenga en mis rodillas la cámara para aprovechar las sucesivas ocasiones de dispararla sin pérdida de tiempo.

Y El Cebreiro al fin. Iglesia de piedra, casas de piedra. De esta piedra ya inequívocamente galaíca. Atmósfera limpia. Bastante gente pero poco ruidosa. A pesar del predominio juvenil.

En la Hospedería de San Geraldo de Aurillac, que así la bautizó don Elías Valiña por el titular del monasterio francés del que dependió éste. Al principio temí estrecheces y agobios, pero mi cuarto está bien. Casi planta baja, amplia ventana doble, techo bastante alto de vigas.
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3 de julio

La ventana de mi cuarto es pintiparada de luz. Graduación óptima- Está en el difícil justo medio de mis preferencias. Si pudiera me la llevaría a casa y conmigo en todos mis desplazamientos. Pero a pesar de ello he tenido otra noche toledana. Me levanto dos veces y paseo en el cuarto y por el pasillo, por no encontrar la salida, aunque había quedado abierta.

Por la mañana, en la tienda, donde Diego compra libros, despacha un sobrino de don Elías, que nos añade algunos datos de éste y nos regala sendos llaveros con la flecha amarilla. Hace frío. La sepultura de don Elías, en la iglesia de piedra, oscura como aquí es norma pero no demasiado. Hablo con la chica que sella las credenciales de los peregrinos y vende pequeños recuerdos. El recinto abierto donde tiene su acomodo está tapizado de estampas que han ido dejando distintos transeúntes. La prometo mandarle  alguna y la doy mi tarjeta. Dice que en Madrid sólo estuvo dos días y hace ya muchos años.

Diego naturalmente vuelve a dar a sus cámaras una sesión  de paisajes y peregrinos, resguardado del frío que todavía hace. En Liñare la parroquia de San Esteban. Desde la entrada del pueblo, un leve desnivel hace que la torre, por supuesto muy baja, y sus campanas, estén casi al alcance de la mano. El cementerio sin ninguna solución de continuidad con la iglesia. Está abierta. Es pequeña, pero me da la sensación  de haber sido construida de estas dimensiones con la seguridad de que se quedaría fuera una parte, desde luego conforme, de sus feligreses. Me fijo en la inscripción de un panteón: Casa do capador de Celeiro. A 1270 metros, en el llamado Alto de San Roque, el monumento al peregrino.

La iglesia de Hospital de la Condesa es gemela de la anterior, incluso en el color claro de su piedra. Su retablo es muy pequeño y tiene poco relieve. A mí me habría venido pintiparado en los tiempos ya tan remotos en que jugaba a decir misa. Pintiparada también para ello la imagen de una santa de los laterales que yo  tomé por Santa Rosa de Lima, pero veo es Santa Gertrudis. Aprovechando sendos huecos, los rostros uniformados de dos caballeros de Malta.

En Padornelo se vuelve al tono oscuro de la piedra. Diego fotografía a dos vacas a su placer, una de ellas bebiendo. A mí me mira demasiado fijamente la que tiene mejor cornamenta, y entro en el coche.

Santa María del Poyo es un pueblito llano que se ha ido haciendo a la vera de la carretera. Como otros altos a la del Camino, pero con muy poco de común en el proceso salvo la decisión de ese impulso.

La altura de la nave y la torre de la iglesia de Fonfría es escasa. Pero ha logrado la separación normal entre el espacio de los fieles y el presbiterio donde se desarrolla el rito. Hablo desde la óptica tridentina, claro, la de mis tiempos de monaguillo.

En Viduedo, el pórtico de la iglesia está abierto por tres lados, y sin embargo resguardado. En su construcción se deja ver fácilmente un prodigio de lajas. Le falta la campana, aunque queda su yugo. El espacio me parece el justo para el celebrante,  y el oferente del estipendio y sus allegados.

Más vacas. En el paisaje, a veces la mancha de bosque entre la geometría de las tierras cultivadas. Pasantos tiene una capilla, la de los Remedios, muy humilde, como una casa más de una de las deslavazadas callejas de su plano. Dando sobrentendido el peso, un letrero fija el precio de la frambuesa, la grosella y las moras. Es delicioso caminar en el coche entre árboles. Tanto que a mí esos trayectos me quitan el abrumador sueño atrasado. Enormes troncos de castaños que cobijan una casa de la entrada del pueblo, de esta arquitectura de mampostería magistralmente encajada y con la cubierta de lajas que ya conocemos.

Trabamos conversación con Anselmo, de ochenta y un años. Nos señala dos casas que llevan en el dintel el nombre de Samos, y la fecha de 1788. Nos dice que eran las oficinas recaudatorias en el pueblo de las rentas del monasterio. Y que la cuenta se estipulaba de común acuerdo, con el correspondiente regateo. Es un hombre que siente necesidad de hablar. Nos dice que su hijo está en Bilbao. Ante su insistencia en que tomemos juntos un café, Diego le da dos euros para que lo haga a nuestra salud. En una de esas casas de la abadía, nos indica una piedra en la puerta, a altura media, muy pulimentada. Dice deberse ello a haberse afilado las navajas ahí en aquellos tiempos.

La torre de Triacastela es galana y labrada. El presbiterio tiene dos tramos. Buena diferenciación pues. La Balsa. Pasamos por esta aldea, sin encontrar nada que subrayar. En Abanzo nos ladran pacíficamente los perros.

Seguimos notando el olor del ganado, pero no es ese del cuero, que a la cuadra del molino de Giriego, entre Sepúlveda y Duratón, daba ese aroma que tanto gustaba a José-Luis de la Serna.

La ermita de la Virgen de las Nieves es un rectángulo blanco. Por la mirilla vemos un arco, un banco, una mesita, reclinatorios. El pórtico tiene un tejadillo. El retablo abriga una hilera de cinco santos. Está hecho para que cada uno reze y prometa al de su preferencia.

Siguiendo el camino, una fuente grande, la de los Lameiros. San Xil, otra aldea. Risueña la espadaña al fondo del valle. Su diseño tiene una belleza sonora antes de sonar.

Montán. La iglesia aislada, nos parece en su modestia segura de sí misma, al exhibir su fachada coronada por la espadaña. En el pueblo mucha mampostería de la que ya conocemos.

Más topónimos, algunos sorprendentes: Fontealcudo, Mondaverga, Zoo. En Furela, la capilla de San Roque se ha quedado en las dimensiones mínimas para su destino. Sencillamente lo justo para una familia numerosa.

Otro nombre, Pinotín. De Calvor, la iglesia y el cementerio han quedado pegados a la carretera. El espacio que vemos por la mirilla deja respirar.

Aguiede nos recibe con la exhibición de su muro tapizado de yedra. Canto la consabida canción, de las más bellas: Quisiera volverme yedra, y subir por las paredes, y entrar en tu habitación, por ver el dormir que tienes.

En la ermita de la Asunción varios reclinatarios. Se me antoja el oratorio de Doña Rosita la Soltera y sus amigas. La casa hospital se ha convertido en una nave de almacén.

Un hórreo en San Mamede del Camino. En San Pedro del Camino, cuya casa inicial y aislada nos señalan, tremenda superficie de esta mampostería de acá.

Atravesamos Sarria, donde compro kivis, y me espera nuestro hotel a más de una legua. (Comprar kivis sigue siendo un problema. Salimos y regresamos a horas no comerciales, si es que en el lugar de nuestro hospedaje hay fruterías. En  el recorrido es corriente pasar sólo por aldeas donde nada más que periódicamente va un frutero, si es que va). Mi cuarto da al jardín, limitado por un trozo de bosque, y a la piscina, que aún no tiene agua.
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4 de julio

Un autoestopista, casi de negro y con una cruz en el pecho, me parece clérigo. Le paramos. Resulta que no pasó de seminarista, concretamente del primer año de filosofía. Por falta de medios. Es de la aldea de Reiriz. Iba a ver a un monje de Samos. Se llama José-Manuel Núñez Alonso. Profesiones suyas las de vendimiador en las temporadas de Francia, y maestro particular para las aldeas que no le tenían oficial.

Frente a Samos, la fachada oscura me parece tener color de tradición. No la antigua y medieval sino la de la Congregación de Valladolid, en los días barrocos que hicieron las delicias de la prosa gallega de Otero Pedrayo, el autor de ese delicioso inventario, “el baúl de la bisabuela”, un baúl lleno de cahivaches varipopintos, la batahola que no podía faltar en ninguna de esas casas religiosas.

Entre la barandilla de conchas de hierro de la carretera y el monasterio se extiende un huerto. Me quedo pensativo ante los balcones del cenobio, largas balconadas algunos. ¿Para qué? El novelista siempre al acecho de argumentos, siquier de estampas. En la escalinata que lleva a la fachada de la iglesia y la cornisa de ésta, un verdadero juego de bolas.

Antes de entrar en la santa casa, cubrimos un trozo de Camino. Se nos despliega un texto de Kipling: “Si piensas que no te atreves, no lo haces”. Diego se deleita fotografiando el agua que corre y salta, la del río Oribio, con algunos peñascos en su pequeño valle que tienen cierto parentesco con los del Duratón. 

San Cristobal del Real tiene su iglesia. Cerrando una plaza. Y es blanca. Blanca también la casa fuerte de Lusio, entre medias columnas todo a lo alto, su portada y su balcón. También fue blanca la iglesia de Renche, pero está oscurecida. Lajas en la techumbre, de piedra la espadaña. Ello en medio del pueblo, tanto que, por el cementerio anexo, los muertos siguen conviviendo y convecinalmente con los vivos. En Lastre castaños y un hórreo. Apenas los hemos visto desde la raya de Galicia. Yedra.

Freituxe tiene un caserío que no parece plantado sino sencillamente brotado del suelo. La pequeña y también blanca iglesia en un alto. Es de la Virgen de la Salud. Su tamaño me parece, como ya de alguna otra he dicho, el justo para una familia numerosa, pero sin demasiados nietos. Un matrimonio que llegara sin pasarse a las bodas de oro.

Hablamos con unos campesinos. Nos dicen que el arbolado ha invadido los centenales, y que es difícil recoger las castañas, por lo caro de la mano de obra y el escaso precio del producto. De la capilla cuentan que misó en ella el arzobispo de Pamplona, de paso para una ordenación en Lugo. Sería la primera vez de un tal oficiante, les comentó él mismo. Debió ser Fernando Sebastián, el claretiano que me conoce.

Esta parte del camino es la más grata de cuantas llevamos recorridas. Locus amenus de veras toda ella. Por algunos trechos hay tanta frondosidad que nos parece ser de noche.

Y en Samos. Nos recibe el prior conventual, José-Luis Vélez Álvarez, un manchego, de Lillo. No hay abad desde hace casi medio siglo. No ha tenido sucesor el último gran señor eclesiástico de Galicia, Mauro Gómez Pereira. En la portería, dom Agustín no daba crédito a tenerme delante en carne y hueso. Recuerdo a dom Rosendo Salvado, estando en San Pablo de Roma, en la enfermería donde un novicio, el futuro cardenal Schuster, estaba desolado de no poder conocerle. Dando vueltas en torno a la cama y diciéndole: -¿Me ha visto ya bien? Dom Agustín es de cerca de La Bañeza, y fue monje en el Valle de los Caídos, en los días de fray Justo. Nos fotografiamos, él con su bordón preferido.

El prior está en posesión de una sencillez campesina. Hablamos de la historia de la última etapa samonense. Algunos detalles me hacen percibir cierta atención de la comunidad a su tradición. Y desde luego nostalgias vallisoletanas. Por ejemplo, la reproducción por los orfebres Mayer, de Santiago, de una cruz idéntica a la de la Cámara Santa de Oviedo, que tuvo la casa  y fue robada por los franceses en la guerra de la independencia. Vemos el fémur de San Benito que el arzobispo de Valladolid dio al restaurador del monasterio, el abad Villarroel, quien había colaborado con él largos años al servicio de su diócesis como exclaustrado. Los peregrinos besan otra reliquia del santo.

Diego se ceba fotografiando la iglesia y la sacristía. La iglesia, que el prior nos dice se hizo con los derechos de autor del padre Feijóo. Y luego decían que los escritores se morían de hambre. Vemos la sala capitular, convertida en iglesia monástica de invierno. Presencia de las conchas jacobeas, con variantes en alguna clave del claustro.

Me encuentro con el general Castrillo, al frente de la peregrinación militar que hace todos los años, “Orden de Peregrinos del Camino de Santiago” que se titulan. Soy vecino de su sede, que es la del Tribunal Militar Central en la calle de la Princesa. El prior nos invita a comer.Cuando salen los monjes del refectorio nos presenta y entramos nosotros, con otros dos monjes que se colocan enfrente. Me sacio de verdura y patatas.

El prior está contento de la situación de la comunidad, pues hay algunos novicios. Entramos en la biblioteca. Ha habido inundación en una esquina y es penoso el estado de algunos libros. La edición maurista de San Agustín tiene además mucha polilla.

La llamada sala del piano es pintiparada para tertulias, tanto por sus dimensiones como por la posibilidad de compartimentarse. Tiene una balconada. Inmediatas las casas del pueblo.

Dom Agustín sigue atendiéndonos después. Se queja de que algunos peregrinos no se creen que él no sabe sus idiomas y le tildan de hosco por eso. Diego termina su faena en el claustro. Dom Agustín nos sorprende cantándonos la jota de las vírgenes de nuestra tierra: En Sepúlveda la Peña...Tuvo contactos con Segovia por un hermano en el seminario y una hermana en las concepcionistas.

Una chica simpática que trabaja para la Archicofradía de Santiago, al servicio del Camino en toda Galicia, nos abre la llamada Iglesia del Ciprès, por la altura del que tiene delante. En cambio la iglesia es pequeña y quizás tengan razón quienes la dan un abolengo visigótico, el principio pues del Samos monástico. Me reconoce con mucha simpatía y alegría una de las concejalas de Autol que nos atendió en el congreso de cofradías. Me resulta confortadora tal amabilidad a estas alturas.    

Dom Domingo, a quien le digo que me recuerda físicamente a dom Maximino Arias, el pequeño y piadoso erudito, y me replica será por la estatura, nos da la llave de San Martin del Real. Conserva algunos restos de su primitiva pintura. Una pareja galana debe ser la de Adán y Eva, a los sendos lados de un estilizado árbol. La fachada está revocada, salvo los toscos canecillos.

En Teiguín una ermita de Santo Domingo de Silos. Esta vez, lo que me recuerda por sus dimensiones, es el altar de la Casa del Señor de Sepúlveda, espacio pues para los cofrades sólo, los oficiales, no el grueso de los hermanos.

Nombres de aldeas en el camino: Oteiro, Gontán, San Uxiá de Pascais. Subimos a Reiriz. Iglesia románica también. Profusión de las hojas de acanto. Vacas estupendas que conduce la vaquera, pues cae la tarde.

Perros, así se llama la aldea siguiente, tiene en su iglesia un campanillo que recuerda el municipal sepulvedano. Es muy pequeña. Sin embargo ha habido en ella sitio para un confesonario. En el pueblo señalan también un pequeño pazo.

Al fin Sarria. Buena librería en la que compra Diego. Ya la conocía por la red. Veo el título de una novela policíaca, Peregrinos de la herejía, de Tracy Saunders. En torno a la hipótesis de ser el sepulcro compostelano de Prisciliano.

La Rúa Mayor me reconcilia con el pueblo, que ayer a la entrada me pareció ser nada más que de una actualidad amorfa. Del neorrománico pasamos al románico, lo que va del techo a la bóveda, luego de subir una escalinata, desde luego pintiparada para dar personalidad al lugar. Al fin de una calle la torre a que llaman castillo.

Y a Santiago sólo quedan 111 kms.
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5 de julio

Por primera vez en esta etapa consigo oír la Radio Clásica. Casualmente, era una emisión dedicada al Códice Calixtino. Lamentablemente no era bueno el sonido, y para colmo le hacían  competencia esos ruidos de las instalaciones modernas, eléctricas u otras, que se han convertido en el inevitable tributo acústico a nuestra confortabilidad. No me enteré de nada nuevo, casi no era posible en esas circunstancias sacar partido, pero me resultó grato. El programa se disfrazaba frívolamente bajo el título “La màquina del tiempo”.

A la luz de la mañana, la pendiente sesión fotográfica en este lugar. La pequeña ermita de San Lázaro, del XVIII, del antiguo hospital de leprosos. Y al fin, la luz conseguida también en la torre. Mucha yedra en ella. Al fin de la Calle Mayor, está abierta la iglesia románica del Salvador. Una moza vieja está echando monedas en el cepillo de San Antonio. ¿Una supervivencia? ¿O un significado diferente? 

Nos abren el convento de la Magdalena. Los mercedarios están ahí desde 1896. Me seduce el pequeño claustro, con el piso bien empedrado. Es admirable el partido que se saca al granito. El retablo apenas tiene relieve. Más bien parece una agrupación de doseles, una sucesión independiente de santos, cada uno para la propia devoción. ¿O los capiteles románicos, próximos y encuadrándole, son el marco del conjunto que le da unidad?

Pajaritos confiados en el claustro, pero no tanto como para no revolotear. A un fraile joven le pregunto por Amadeo González Ferreiros, el obispo en el Brasil, de Monforte de Lemos, que confimó a mis hijos y a los de mi amigo el doctor Villarán, de éste tendría que escribir todo un libro y voluminoso- infatigable escritor y hablador en latín, impenitente curioso de credos, de liturgias, de lenguas-. Dice el fraile que el obispo murió en Madrid y le enterraron en la aldea.

Proseguimos el Camino. Diego, teniendo en cuenta que el patrimonio es menos valioso en las jornadas que nos quedan, pensaba que iban a ser más tranquilas. Yo, al recapacitar en nuestra obsesión por entrar en todas las aldeas y fotografiar por lo menos todas las iglesias, no estuve de acuerdo. Y la experiencia de hoy me ha dado la razón. Aunque él, por su conocimiento de otras tierras gallegas, llama a esta etapa la de las Corredoiras.

El poblamiento de Galicia puede que no sea disperso para los geógrafos. Pero tampoco está concentrado a la manera de nuestra tierra. De ahí la proliferación de los lugares y la dificultad de identificarlos. Casi siempre es necesario preguntar. Los topónimos se le multiplican a uno a cada legua. De algunos yo no puedo asegurar si hemos pasado por ellos o simplemente leído su nombre en un indicador.

Perom no voy a hacer ningún comentario toponimico. Lo dejo para otros. Ya hemos visto Perros y Zoo. Ahí van algunos de hoy: Meixente, Peruscalle, Mosón, Sixto, Lavandeira, Casal, Brea, Francos, Couto, Rozas, A Pena, Moimentos, Cotarelo, Mercadoiro, Villalvise, Montras, Guimarais, Parroche, As Cortes, Vilachá, Paredes, Mercado da Serra, Hasta, O Mosteiro.

El primer indicador de granito de los plantados por la Diputación de Lugo dice Sancti Michaelis. Diego se adelanta a reconocer el Camino, por ver si es posible seguir en coche. Yo me quedo junto a una vía ferroviaria única, bajo un viaducto. No pasa ningún tren. Los peregrinos saludan. Parece que en Vilei hay un castro céltico.

Bardadelos es nuestro primer alto. Fue hasta 1835 priorato de Samos. Para llegar a la puerta de la iglesia hay que pasar por el cementerio. El remate de los muros de éste es una hilera de cruces. La mayoría de las inscripciones funerarias están borrosas. La torre está cubierta a una vertiente. Este detalle da la falsa sensación de faltar algo. Los dos ajimeces, tienen una apariencia vivaz, pero no llegan a interrogarnos. Vemos representados todos los elementos del románico. Podría ser un ejemplo escolar. En el interior hay un recinto para el hueco de escalera de la torre, del todo a la vista. El retablo no está dorado, pero sí policromado sin timideces. Los capiteles guardan entre sí una armonía que no siempre se da en la decoración del estilo. El ajedrezado es por acá a menudo menos macizo que el de Castilla y Aragón, con entrantes y salientes.

Yo voy tomando el gusto, andando la senda que señala la flecha amarilla, a la alegría de andar ni más ni menos.

En Velante otra iglesia románica de planta cuadrada.

Ante San Miguel de Biville, Diego me señala la variedad de los colores que aquí tiene el granito. La portada neoclásica está fechada en 1796. Hay en ella dos ábacos salientes, lo que le da el encanto de lo popular.

La iglesia de Miray tiene un ajimez a medias en la portada, y las archivoltas sencillamente ajedrezadas, sin más. Comenta Diego que cuando en uno de estos pequeños templos son distintas las épocas y los estilos, el granito les da unidad.

Cerca de la aldea de Morgade hay una capilla muy pequeña abierta, abandonada exactamente. Tiene una pequeña imagen del Corazón de Jesús. La mesa del altar y los muros están totalmente cubiertos de firmas o expresiones de los transeúntes.

Entramos y salimos de la Ribeira Sacra Lucense. La asignatura queda pendiente para otra convocatoria.

En nuestro recorrido nos llega de lejos el himno nacional y alguna otra música. Hay funciones por ahí. Nos dicen que a veces hacen el baile y lo demás junto a un albergue y así participan los peregrinos.

En A Laxe la iglesia de Santiago parece que tiene los muros de la nave hechos de las de las tumbas de su cementerio. La espadaña es airosa. Debe ser del XVIII.

Diego se deleita fotografiando un hórreo gótico y barroco, demostrativo de la posibilidad y las posibilidades de mezclar lo útil con lo dulce como decía Horacio.

Una tórtola nos sobrevuela en el valle del Loyo. Y al fin el del Miño.

Portomarín se despliega a lo ancho de una elevación. Sus colores claros y la abundancia de sus miradores evocan ya la Galicia marítima.

En lo alto la iglesia pareciendo más bien un castillo. El pueblo es amable. Celebran las fiestas de Santa Isabel. Hay gente, de dentro  y de fuera. También en nuestra pousada. Junto a ésta, una capilla románica. Diego la fotografía y también la iglesia. La escultura de una de sus portadas es jubilosa: Non impedias musicam.
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6 de julio

Fotografiando San Nicolás, la iglesia-fortaleza de Portomarín, conocemos a una sexagenaria navarra que está haciendo el Camino en coche, pero acabado de sacar el permiso de conducir. Ha sido traductora, entre otras lenguas del urdu y el dialecto véneto. Frente al puente, la elevada escalinata que lleva a la ermita de la Virgen de las Nieves. Con la de San Pedro, inmediata a nuestra posada, se completa el Portomarín sacro.

Antes de emprender la etapa de hoy, nos desviamos para ver por añadidura tres recintos más. Dejamos el Miño, generoso de caudal, y vamos a Loyo, junto al río que también lleva su nombre. Esta cuna de la Orden de Santiago no ha dejado ninguna huella visible sobre el terreno. Una pequeña iglesia blanca, la del pueblo. Prado y bosque. Y eso sí, silencio.

San Facundo de Ribas de Miño es un locus amenus. Su sugestiva iglesia ofrece la mejor transición de la piedra de su cerca a su propia mampostería. Fue primero benedictina, fundación tardía, del XII, y cisterciense después.

Castro de Rey de Lemos, también monásterial, conserva sólo su iglesia, como la del lugar anterior englobada en el cementerio, achicada la espadaña en medio de la amplia fachada, el ábside revelador de unos problemas de construcción que sin ver el interior sólo se pueden atisbar. Camino de Paradela, un crucero barroco, con los instrumentos de la pasión, muestra la Dolorosa atravesada por una espada metálica.

En Paradela, la iglesia de San Miguel. Una de las que por fuera ni siquiera permite catalogarla. En el cementerio hay un panteón municipal para los hijos ilustres. Sólo hay enterrado uno, el escritor Manuel-Oreste Rodríguez López. En la tumba una estrofa de un canto suyo al pueblo: Camino de romeiro  a Compostela, leemos de ella.

Y seguimos. Cortapezas. Dos rostros llegan a ser inquietantes en su ingenuidad. ¿Nos dicen algo¿ ¿O somos nostros mismos quienes lo decimos al mirarlos, pero a quién, a ellos o a nosotros mismos?

En Gouzor la espadaña sólo tiene una campana. ¿Por qué pues lo subrayo si no es único el caso? La soledad tiene un significado mayor en unos seres, en unas cosas, en unas situaciones que en otras. ¿Acaso aquí precisamente?

En Castromayor hay un espléndido hórreo con su roseton y pináculos. La portada de la iglesia románica está sin ornamentar, pero en toda la iglesia hay muchas marcas de cruces, estrellas y otras. Ya es la segunda vez que hoy vemos el problema del dintel resuelto por una arcada maciza.

Hospital de Cruz. ¿Basta el nombre, no?

Ventas de Narón. Capilla de la Magdalena.

Previsa. Os Lameiros. Un blasón sobre la puerta de la ermita. Sillares y blasones civiles.

Ligondo. Recuerdo de la noche pasada por Carlos V y Felipe II, a decir verdad sólo la tradición de haber sido en la Casa de Carneiras, de la que vemos la fachada con escudo.

La iglesia de Airexe  ha conservado al nivel del suelo un friso con la escena de Daniel en el foso de los leones.

En Portos, en una explanada sobre las amplias casas, por doquier con huellas de  la labranza y el campo, tres perros conviven pacíficamente. Me parece el sueño del mundo que no es. (Del Archivo Municipal de Sepúlveda en el siglo XX un capítulo para mí agrio es el de las recompensas por matar animales dañinos).

 En Lestado la casa rectoral es casa rural. La iglesia de Santiago, vista sólo por fuera, se nos queda en un interrogante.

Ave Nostre. El nombre que faltaba en esta sorprendente sucesión. Un robledal tiene todos sus árboles tapizados de hiedra.

En Vilar das Donas la iglesia románica, con remates góticos e ingredientes barrocos, además de pinturas murales del siglo XV, es un plato fuerte. Nos la enseña Jesús García, pozo de elocuencia historiográfica. La nave está llena de laudes y sepulturas. Un retablo de piedra relata el milagro eucarístico del Cebreiro. En otro retablo dorado el Padre Eterno. Hay cruces de Santiago, pues fue de la Orden, pero también de la de San Juan. Por mor de la prepotencia de sus dueños, los Ulloas. Sentimos el viento de la historia.

Cuando nos íbamos, se nos acerca José-Manuel, un joven que nos observaba mientras trabajaba en eliminar una muestra del feísmo gallego. Nos entera de su asociación, pro aris et focis cual otras, y de su grupo de teatro en gallego, de crítica social y humor, que recibe visitas de otros y se las devuelve. Han actuado en Cuba, ponderándonos el entusiasmo de sus gentes por la escena. Nos aclara que, aunque se haya pretendido, no se localizan en este lugar Los pazos de Ulloa, de la Pardo Bazán.

Hace frío. Llegamos a nuestra casa rural, A pousada das bestas, en piedra, luego de cruzar Palas de Rey. Botones de muestra de la afluencia variopinta son sendas furgonetas aparcadas: una del ayuntamiento de Daimiel, otra de la Universidad de Utrecht.
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7 de julio

La peor jornada y no precisamente por la nostalgia de Pamplona en este día de San Fermín.

De la iglesia románica de Palas de Rey sólo queda la portada. El párroco, de Lalín, nos explica que aprovechó la caída de un rayo para hacerla nueva, vidrieras inclusive, consiguiendo un suplemento al presupuesto para la torre, al principio no prevista. No nos localizan acordes y con precisión el Campo dos Romeiros, donde se juntaban ya para la recta final a Santiago. En todo caso no ha subsistido como tal.   

Emprendemos la ruta. Sauces llorosos a su comienzo.

En Ulloa hay un pazo. Y en el Centro Comarcal tienen las obras de la Pardo Bazán. Pero parece que la novela, como ya ayer nos dijeron, se desarrolla en la comarca de La Estrada.

Camino de Pombre encontramos San Cebrián. Sorprende en la iglesia románica una cruz a la manera de las ortodoxas. La humilde imaginería llega a lo naïf.

Llegamos al castillo de Pombre. Consta su fecha, 1375. Las ménsulas proliferan tanto que se apropian todo el orgullo de la fortaleza. Silencio alrededor, que el prado y el bosque contiguos no quebrantan. No me atrevo a reflexionar en torno a las ventajas e inconvenientes de estas torres cuadradas, cotejadas con las circulares. En todo caso aquí guardan armonía entre sí, sin detrimento de su vigor. La yedra que trepa me sugiere otras situaciones y personajes. No es preciso detallar más. Detrás, un cañón incipiente y el ruido de las torrenteras que convergen.

En San Julián del Camino, crucero, hórreo e iglesia. Un solo ventanal en el ábside románico y sin decorar los canecillos. Deambulan gallinas. Por aquí queda pues algún pollo de corral.

Diego pasa unos momentos de tensión mientras decide si pasar o no un puente estrecho y sin muros de contención. Ello después de un trayecto penoso. Afortunadamente se puede dar la vuelta, sin la tortura de una larga marcha atrás, como ya tuvimos otra vez. Pero a mí esta circunstancia no me empaña la alegría de andar.

Comemos al poco de pasar la raya provincial y entrar en La Coruña, cuando Diego se da cuenta de haber perdido su cámara pequeña. Desandamos lo andado inútilmente.  Felizmente sólo tenía las fotos del interior de la iglesia de Palas, y las había tomado únicamente para documentar negativamente su falta de interés.

En Leboreiro un crucero es el protagonista de una plazuela. Hay hórreos y también algunos cebeceiros, que son cónicos y no tienen el suelo hueco. La iglesia tiene una portada muy mariana, la Virgen entre los ángeles. Está completa según su estilo románico Atractivas las cruces trapezoidales del remate. ¿Hay en este lugar una calzada medieval? No faltan motivos para dudarlo, mejor dicho no se esgrimen para creerlo. El puente es suave.

Furelos tiene uno notable. De su iglesia sobresale sólo la espadaña. No tiene atrio y se sube a ella por una escalera circular.

En Mellide se juntaban el Camino Francés y el de la Costa. ¡Diego ya está pensando que cuando hagamos éste, al llegar aquí podemos disponer de nuestro tiempo!. Mellide tiene pocos, muy pocos balcones, y muchos miradores.

La portada de San Roque y San Pedro es una exhibición geométrica. Cerca un crucero antiquísimo, todo cristológico, dicen que el más antiguo de Galicia. Versos de Xavier Vázquez Pintos que hablan de los andares fermosos de mañá de xaneiro, los femeninos claro.

La parroquia fue convento de franciscanos terciarios. La parte superior de la calle central del retablo mayor sobresale agresivamente. Es la dramatización. Otra posibilidad pues de los retablos en el barroco.

La Plaza del Convento, donde la iglesia está situada, es posible que sea ahora más conventual que en los otros tiempos. La casa de la obra pía que fundó el arzobispo Segade es hoy ayuntamiento. Subsiste la capilla de San Antón. En Santa María, la ornamentación románica pasa de la geometría lineal a la del espacio. Vivas pinturas murales del XV. Cementerio de peregrinos.

Entramos en el término de Arzúa, y así en el diocesano de Compostela también. En Boente, delgadísima la espadaña. La diríamos apapelada. Abovedada la madera de su techumbre, aunque subsiste la piedra de sus arcos fajones. En el retablo neoclásico un Santiago popular. El coro está muy volado. La iglesia es blanca como la mayoría del casco.

Y hasta Arzúa la consabida sucesión toponímica: Castañeda, Pedrido, Río, Rivabiso y Río de Arriba.

El Pazo de Santa María, el de nuestro alojamiento, es prometedor de un buen descanso. Ayer mi noche fue otra toledana. De claro en claro a través de la Radio Clásica: Albéniz, Franck, Vaughan Williams, jazz, Sicilia, El extraño con música de Schönberg.



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8 de julio

Arzúa. Iglesia de Santiago, abierta. Capilla de la Magdalena, cerrada. Parece que consignar nada más estos nombres es inocuo para el lector. Mas no. Cuesta mucho dejarlos consignados, y con más motivo si no hay en ellos nada que subrayar. Porque tienen un valor de por sí, el valor que en definitiva más cuenta en todos ellos, la tradición sahumada en incienso que dijo Unamuno, el aliento de medio pueblo prefirió el anticlerical Aquilino Ribeiro.

 En la Plaza un busto en bronce del “alcalde mártir” del lugar (+1936) y un recuerdo de las demás víctimas de le represión. En el cuartel hablamos con el sargento de la Guardia Civil por el extravío de la cámara. Nos dice que hay una delincuencia específica del Camino, peregrinos disfrazados para robar la mochila de otro. Al fin y al cabo siempre suelen llevar el móvil y unos trescientos euros.

Intentamos seguir el Camino, pero al estrecharse atisbamos el riesgo de no poder continuar, y la marcha atrás a una hora de tanta gente sería catastrófica. Vamos por la carretera pues, pero a la búsqueda de sus salidas.

En Calle, que así se llama la primera aldea, nos preguntamos qué fotografiar. Naturalmente dejo la solución a Diego. Vacas en la carretera. Y un ternero que sólo tiene dos horas. La madre se despistó, el neonato se quedó llorando por la separación, y ya localizada la están esperando. Es formidable la vitalidad del recién nacido, cotejada con nuestra especie.

Pegado a Calle está Outeiro. Y sigue el rosario de topónimos: San Verísimo, Suso, Boavista, Aldea de Baixo, Salcedo, Cabo,  otra Brea.

En Santa Irene, a la vera del camino, pero más baja, la iglesia es un remanso. Cerca una fuente, medicinal para las enfermedades de la piel.

En La Rúa, estando fotografiando el enorme dintel de una casona, por supuesto de una pieza, se nos acerca una señora que hasta casarse vivió allí, donde había nacido, con otros ocho hermanos, como aparceros de los dueños. Nos habla de unos libros antiguos encuadernados en cuero que contaban la historia de la comarca, una pertenencia conventual o algo así, que del todo no nos lo aclara.

Hórreos en Pedrouzo, pero también sin hueco bajo el suelo. Una señora de pecho marcado nos dice  que en el bajo se guardaba el trigo y en el alto el maíz. Este último uso sigue. Trigo ya no tienen. La escalera no llegaba hasta el piso superior, por el mismo motivo que se dejaba el hueco, los roedores. A veces se ponía un tronco para subirse y entrar. Dice también que el hueco es más común en Asturias y que los hórreos varían mucho según los lugares.  

Más aldeas entrevistas (pero iglesias no nos dejamos ninguna): Amenal, Cimadevila. En Arco es anchurosa. Es de 1896, como sus distintos retablos (el mayor de los mercaderes de Santiago), y las piezas del mobiliario. Ese año se concentraron allí peregrinos de cincuenta parroquias gallegas, doce mil. La colecta iba a ser para la guerra de Cuba. Por la sacristía empezó un incendio que arrasó todo el templo.

Algo más lejos está la iglesia de Lardeiros. Nos la abre muy atento el párroco, José-María García Vázquez, que tiene dos hermanas y una sobrina benedictinas en San Payo, nuestro hospedaje en la ciudad del Apóstol. La torre sustituyó en 1900 a la espadaña anterior. Mantiene la gracia barroca. Enfrente un olivo donde los viejos dicen se colgaron las campanas mientras duraron las obras. La iglesia parroquial sólo ocupaba la nave central. A la derecha estaba la capilla de la Concepción, y a la izquierda la de la Dolorosa y San Román (éste se festeja más que el titular, San Julián). Comunicaban con la iglesia pero tenían entrada independiente y capellán propio. Al incorporarse se mantuvieron algunos cargos, pero su patrimonio no se desamortizó. El retablo de la Dolorosa, con poco relieve, da sin embargo una sensación de plenitud sacramental. Seduce a la retina de manera un tanto peculiar. El mayor tiene unas puertas notables con escultura policromada.

Seguimos el Camino. Hasta entrar en Santiago no se nota la resaca abrumadora que es la prolongación de las grandes ciudades. Hemos venido discurriendo entre árboles, también en esta última parte.

Lavacolla. La capilla de San Marcos y el monumento en el Monte del Gozo que recuerda a dos peregrinos, San Francisco y Juan-Pablo II.

El aparcamiento más próximo dista 350 metros de nuestro hospedaje monástico. A Diego le cautiva este pernoctar en el corazón de la ciudad y en el inmenso cenobio de piedra de las benedictinas. Aun con la limitación horaria de la entrada; además de la nocturna hay algún interludio diurno de cierre. Las habitaciones son bastante amplias e iluminadas y confortables.

Cuando se ve con la cámara ante el Obradoiro se le saltan las lágrimas. Y entre tanta piedra era imprescindible hablar con Juan-Emilio.
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9 y 10 de julio

Me ocurre en Santiago como en Astorga, pero aquí es aún más chocante, por mi mayor conocimiento del lugar. La realidad es superior a mi recuerdo. Siento la punzada angustiosa de no poder quedarme. Con eso está dicho todo.

La abadesa María Blanca nos recibe amable. Recuerda mi nombre. Me da la noticia de la muerte en Montserrat de dom Colombás, el autor de La tradición benedictina. A diferencia de la abadesa de Sahagún, ésta apenas menciona el Camino. Nos regala unos dulces de su obrador. Una monja india ayuda a la hospedera. En el archivo está Sor Mercedes Buján, tan pequeña de talla como alta de otras cualidades. Me recuerda más. Ha publicado algunos libros sobre el monasterio en el antiguo régimen, las abadesas y las profesas. El capellán es el penitenciario de la catedral, José Fernández Lago. Nos regala a cada uno una novena de Santiago de su autoría. ¡Qué raro un autor vivo de novenas y una novena no "agotada"! Su padre era de Barahona de Fresno- su madre de Muros- y él conoce nuestra geografía comarcal que recuerda con ternura.

Llamo a Francisco Cantelar Me dice que está a punto de salir el sínodo de Alcalá la Real, y ya está preparado Toledo. Recuerda la noche de aquel veintitrés de febrero. Les pilló a él y al padre Antonio García en el Cuartel de la Guardia Civil de Zamora, donde él tenía su destino y vivienda, como capellán militar. Hablamos tristemente de Antonio.

La catedral abre a las siete. Pero hasta las ocho hay muy poca gente en ella y en la calle. Se va consolidando en nuestra costumbre occidental la hora tardía. En cambio, bastante antes, estaba el ayuntamiento abierto. Me asomé y vi que una rubia opulenta subía la escalera. Por la postura entrevista de sus manos tanto podía llevar una bandeja como una masa de documentos. ¡Y qué distintas la una y la otra hipótesis! Argumento bastante para una novela corta de cierto género. ¿Y por qué no larga?

Fotografiamos la iglesia y el museo del monasterio, el Cristo, las reliquias. También en San Martín Pinario la iglesia, el claustro y el museo. En éste se hace hincapié en el tiempo en que fue seminario, después de la exclaustración. Nostalgia de aquella formación levítica, tal los ejercicios de improvisación y tono. Hay un librito sobre sus actividades musicales.

En el claustro evoco los pasos juveniles de dom Rosendo Salvado. Precisamente don Segundo Pérez, el director del Instituto Teológico Compostelano, me da las primeras pruebas de mi librito sobre éste. Nos regala publicaciones de su editorial. Saca el tema de los templarios. Opina de manera diversa que don Antolín.

En San Francisco, la severidad neoclásica llama a la disciplina. Vemos una peregrinación italiana con un obispo al frente.

San Martin exhibe la magnificencia benedictina, tal sus columnas exentas. En San Pelayo ésa se conjuga con el encanto de una cierta intimidad a pesar de las proporciones.

Otras iglesias compostelanas en la ciudad pero a lo largo del Camino: Ánimas, la Virgen del Camino, la Quinta Angustia. Para fotografiar la catedral hemos obtenido un permiso que nos costó trescientos euros. Diego ironiza cariñosamente sobre la diferencia de este viaje mío de ahora y el que hice con Ubieto, en éste nos recibió el cardenal Quiroga, ahora entro humildemente y pagando. Pero con tal pase se nos dan todas las facilidades, por ejemplo  abrir todas las capillas, y saltarnos todas las barreras. También en el  Museo: el coro de piedra, el pequeño retablo medieval inglés donado por un párroco peregrino de allá, las tumbas de López Ferreiro y Amor Ruibal.

El Pórtico de la Gloria está en restauración. Una tarea lenta. Nos desagradó el contratiempo, cuando en casa tuvimos su noticia. Pero sin solicitarlo, nos ofrecen subir al andamio. Y de veras que al ver tan de cerca aquellos rostros románicos tuve una impresión como nunca creyera.

Ha merecido la pena llegar tarde a Sepúlveda, en contra de nuestros planes, y con el agobio de llevar muy justa la gasolina cuando ya los surtidores estaban cerrados en nuestro despoblado contorno. 

(Al comenzar hice unas consideraciones para los posibles lectores que no conocieran a las personas mencionadas. Todas desde luego conocidas por mí, casi siempre con repercusión en mi vida. He añadido unos breves datos de cada una, bastantes para lo que pretendía, evitar la extrañeza del lector, no suscitarle una curiosidad insatisfecha, algo que a mí me ha irritado tremendamente cuando he sido la víctima.

Pero no he vuelto a tomar la pluma para repetir lo que ya dije. Sino para dejar constancia de una comprobación abrumadora. Que no se puede viajar, recorrer un espacio, prescindiendo del tiempo. Y no sólo del tiempo en que el viaje transcurre. Sino de los tiempos que el viajero lleva consigo. Tiempos que fueron los de otras personas, otros lugares, otras cosas que con él convivieron y de alguna manera lo siguen haciendo. El viaje puede potenciar esa presencia al recordarlos. Pues a esto es propicio).





[1]A lo largo de éste nos darán otra explicación.
[2]En el septiembre siguiente a nuestro Camino se rodaron en Sepùlveda las escenas iniciales de la película There be a Dragon. Una de las extras, mi prima política Lucila, acogida en la Residencia, se ilusionó con el minuto escaso de su participación, según sus palabras un regalo inesperado de la vida en su crepùsculo. Parelelamente yo tengo que decir lo mismo de los tres cuartos de hora que me ha dedicado en su consulta el profesor José-María Ladero Quesada. Un retorno igualmente inesperado a aquellos tiempos idos, la recuperación de la relación entre el médico y el enfermo, por cierto éste un tema que analógicamente yo traigo a colación cuando trato de explicar la motivación del auge de las peregrinaciones jacobeas en nuestro tiempo..