sábado, 18 de septiembre de 2010

Puntería a distancia

PUNTERÍA   A   DISTANCIA

            En las sociedades basadas en el principio de la desigualdad entre los hombres, a los privilegiados y poderosos no les es necesario humillar explícitamente a los inferiores. En cuanto la condición de unos y de otros está ya determinada y es visible. En cambio, cuando se ha adoptado el principio de la igualdad legal, los conquistadores o poseedores de las desigualdades de hecho, se sienten espoleados a recordar su índole preeminente. Un caso particular es, en las democracias, el de los gobernantes a quienes falte la nobleza del espíritu. Deben su poder al voto de la mayoría. Pero tienen el orgullo secreto de haber sido accidental el papel de las elecciones, dependiendo su fortuna de sus buenas cualidades, así como de una cierta predestinación que les ha llamado a una nueva y extraña aristocracia, como un derecho divino resucitado para ateos si la contradicción se me permite. Entroncando así con el irracionalismo que fue uno de los pilares de la concepción fascista del mundo. Y desde su punto de mira, los hombres que han tenido que hacerse un puesto en la vida mediante el trabajo y el estudio, se ven como otra casta, servil y por eso despreciable. Tanto va pues de un primer ministro a un notario.
            Esa mentalidad configura a la persona. Y se puede traducir muy adecuadamente en su estilo político, cuando no se acierte a disimularla por convenir a los propios intereses individuales o de partido. Así, las medidas de gobierno injustas, despóticas, basadas en presupuestos falsos o sin más justificación que el abuso de poder, suelen enmascararse bajo la capa de actos de estado. La excepción es que aparezcan descarnadas, sin veladuras al cinismo de la mera imposición de la voluntad del fuerte sobre el débil, ora por la mera complacencia de manifestar el poder caprichoso, ora al servicio de convivencias bastardas que contingentemente puedan resultar favorecidas.
            Yo gané las oposiciones en la dictadura. Recuerdo las palabras satisfechas de otro compañero aprobado:
            -Nadie nos podrá quitar esto, aunque sí echarnos de España o meternos en la cárcel. Otras profesiones son menos afortunadas.
            El padre de quien así hablaba, por observar la ley,  había sido despojado de su carrera fiscal por los vencedores de la guerra civil.
            Pero en los días de nuestra conversación, los poderes eran políticos, eso sí, de muy distinta calidad ètica. ¿Cómo es que no veíamos venir los nuevos mandos nada más que económicos? Ésos sí que iban a poder arrebatarnos la fe pública, dejándonos el título vacío de contenido.


                                   1.-De la encuadernación de los protocolos...

            Santiago Velarde había servido las notarías de Riaza, Villafranca del Bierzo, Campo de Criptana, Teruel y Valencia, jubilándose en Madrid, su despacho en el número 135 de la calle de Claudio Coello. No estaba de acuerdo con la afirmación de que todo notario lleva consigo el germen de un poeta. Reconocía que podía haber en ella algo de verdad, pero no tanta como en la inversa, la de haber en todo poeta el germen de un notario. Lo que no se cansaba de repetir convencido era la provocativa pregunta rubeniana: ¿Quién que es no es poeta?
            De cada notaría recordaba una escritura y una sombra. Claro que las tales escrituras no eran típicas, no resultando en modo alguno representativas de su trabajo cotidiano. En Riaza había protocolizado un suplemento a la ya antes lograda concordia con Sepúlveda, el pueblo de siempre rival, sobre el aprovechamiento del monte Los Comunes, o sea el de ambas Comunidades de Villa y Tierra. En el instrumento se mencionaba el otorgamiento por Alfonso VI y la reina Inés del Fuero en el que constaban los linderos del alfoz sepulvedano.
             En Villafranca, Antonio Pereira le había requerido para dar fe de la donación que el singular y atrabiliario erudito Dionisio Gamallo le hizo de la primera edición de El Señor de Bembibre. Un libro materialmente tosco, que parece no llegó a ver salido de la imprenta el autor, pero por eso mismo ungido de un óleo más en la entraña.
             En Campo de Criptana fue la venta de uno de los molinos a una pareja formada por un japonés y un americano, muy ilusionados con hacer del paraje un símbolo del encuentro de Oriente y Occidente, la fe de erratas del siglo XX que le llamaban.
             En Teruel volvió a levantar acta de la exhumación de los huesos de los Amantes. Ya lo había hecho en el siglo barroco un predecesor suyo, Juan Yagüe de Salas, no sólo escribano sino poeta longíncuo, autor de la más extensa obra escrita sobre la pasión y muerte de aquéllos, y en verso: que yo con mi grosera y tosca lira el amor cantaré casto y platónico de dos, a quien el nieto de la espuma...Fue con ocasión del mausoleo esculpido por Juan de Ávalos.
             En Valencia levantó acta de las pertenencias de un convento de clarisas que dejaba su emplazamiento antiguo, en una de las calles enrevesadas del dédalo que se forma a la izquierda de la de las Barcas.
            De Madrid ya no tenía la memoria singular de ningún documento, sino el día a día del incremento convecinal de su protocolo, de las testamentarías inexorables del barrio a las segundas viviendas de la costa de Torrevieja pasando por las serranas de El Tiemblo, y así sucesivamente.
             Los contratos administrativos dejaron de ser competencia notarial antes de que él se jubilara. Su eliminación un signo de la polarización de los tiempos, logrando un minúsculo enriquecimiento de los magnates de las contratas a costa de un empobrecimiento considerable de los notarios medianos. Pero en los que él alcanzó a autorizar buscaba la evasión idealizadora de su contenido, por ejemplo vidas salvadas en la adjudicación del material para detecttar la alcoholemia, o el vigor de los estadios en la mejora del barcelonés de El Español antes del mundial de fútbol de Madrid.

            En cuanto a las sombras, en Riaza fue la de su compañero el Registrador, arquetipo que habría podido el tasl ser del escrupuloso, atenazado en su función calificadora por el miedo a la responsabilidad; en Villafranca, la competitividad de los compañeros del distrito; en Campo de Criptana la necesidad de vigilar para que el alcalde no le escamotease la documentación pública de los asuntos municipales cuando era preceptiva; en Teruel, el furor recaudatorio de un abogado del estado maníaco. En Valencia, el escollo había sido pintoresco, nada menos que una disputa lingüistica en torno a la ortografía de la lengua de la región, en la que trataron de envolverle a última hora con el Reglamento Notarial en la mano.
             Mientras que en Madrid ya se trató de tinieblas, en el ojo de la ofensiva de los poderes bancarios que dominaban el mundo y de sus alevines políticos de las llamadas izquierda y derecha,-inesperadamente más los de la última-, sin estar él seguro de que ni la una ni la otra lo fueran. Un pobre notario no podía ser siquiera visto desde las excelsitudes de esas potestades, pero la visión no las era necesaria para dejarse caer sobre el protocolo y el título como los meteoritos que acabaron en su día con los dinosaurios y parece que en una ocasión anterior con la mayor parte de la vida que entonces había sobre la tierra.
            Santiago era un buen lector. De manera que también adoptó un escritor o un libro como símbolo literario de cada notaría de su ejercicio. En Valencia fue Blasco Ibáñez, y en las tres anteriores, las elecciones de Enrique Gil y Carrasco, el Quijjote y Los Amantes, le vinieron impuesta por el protocolo mismo. En Riaza, todavía quedaban en su tiempo quienes se acordaban del veraneo en la preguerra de dos consuegros, el historiador Rafael Altamira y el otorrino humanista García Tapia. Éste había sido médico militar en Filipinas, fue luego el clínico más afamado de la época y estudió la sordera de Beethoven. Para Madrid escogió a Galdós, pero lamentando que no hubiera sido por algún tiempo oficial de notaría, como Balzac lo fue. Decía convencido que la ausencia del tema en sus novelas era una laguna que hacía resentirse el vigor de su captación profunda de la realidad.
            Y, claro estaba, que si para él la literatura era tan esencial como la vida, la explicación estaba en hacer ella parte de la vida misma. Por eso no situaba en una dimensión distinta la otra realidad por la que había ido pasando a medida que avanzaban los años en el calendario y sus números en el escalafón. La del eterno femenino.
            Sus padres habían sido fusilados en Paracuellos y él se había criado con un tío cura en la Ribera del Duero: Yo no soy de los Gumieles ni de Quintana del Pidio; soy de la Ribera Baja a la orillica del río. Hizo el bachiller interno en el colegio Corazón de María de Aranda y la carrera tranquilamente en Valladolid. Las oposiciones las preparó bajo la disciplina prusiana de un registrador que era también del Cuerpo Jurídico de la Armada y no prodigaba precisamente la admisión de candidatos en su academia artesanal de la calle madrileña de Don Ramón de la Cruz. Las aprobó a la primera, teniendo la edad mínima de los veintitrés.
            En Riaza conoció a Laura Rico. Era valenciana, pero sus padres veraneaban allí. En aquellos tiempos del cotilleo se rumoreaba deberse esa lejanía a enfermedades del pecho, aunque sin concretar a quien afectaban del matrimonio y sus cinco hijos. Era rubia, espigada, vivaz, alegre aunque con algún poso de melancolía que asomaba sólo de vez en cuando pero por el contraste con lo habitual en ella impresionaba más, no tan coqueta como de ello presumía, y de una preferencia acusada por los colores graves. La creencia común era que se había enamorado del joven notario. El juez de primera instancia le conminaba constantemente a que se la declarase, y por doquier le ponderaban tanto la esbeltez de la doncella como el buen partido que se la suponía, parece que a la vez anclado en El Grao y la Huerta. Pero Salvador se sentía voluble, y no se propuso luchar contra su frivolidad, al contrario. De manera que cuando él se trasladó a Villafranca, ella entró en el noviciado de las Esclavas del Sagrado Corazón.
            En una de las tan acreditadas fiestas de la poesía villafranquina, se hizo novio de Mary Kennedy, una poetisa escocesa hasta entonces dedicada a recorrer el mundo con estadías en los rincones más insospechados. Seria, con el pelo rojo, el pecho liso y algunos modales un tanto hombrunos. Se casaron enseguida, y ella volvió a viajar muy pronto, rara vez acompañada de él. Hasta que, al poco de establecerse en la Mancha, le dijo que no volvería, incapaz de soportar la nostalgia de su tierra, por más que nunca había pasado en ella muchos meses al año desde que salió de la adolescencia.
             Siguió un período de larga y densa tristeza que fue momentáneamente roto por la aparición de Elvira, una estudiante de letras que para su tesis cervantina investigaba en el archivo histórico de protocolos, entonces todavía a cargo del notario local, aunque al tema le fuesen muy tangenciales sus fondos. Era rubia como Laura, pero opulenta, desgarradas la mirada y la voz, se diría que un tanto exhibicionista de la propia independencia. El enamoramiento a lo colegial del ya maduro notario daba un poco de lástima. En una conferencia que dio en el casino sobre los molinos, aludió a ella como un ángel de candor y de hermosura aparecido bajo sus aspas en los días en curso para refrescar la poesía eterna. La situación y el tiempo eran muy diversos de los primaverales de Riaza. Esta vez el juez ponía cara de tal cuando, estando o no Santiago delante, salía explícitamente o en fárfara el tema. Hasta que Elvira desapareció silenciosamente de aquel mapa. Teruel fue la etapa de la sensualidad escondida, protagonizada por la viuda Villalba, que así llamaban a la de un rico minero, en ese estado desde muy joven y con un historial muy poblado de hombres.      
            Mientras tanto había venido teniendo alguna que otra noticia de Laura. La cual había pasado bastantes años en el Japón, donde su congregación había fundado muy tempranamente y tenían un buen colegio. Y al poco de trasladarse a Valencia recibió una carta suya en la que le decía que había dejado su condición religiosa. La manera de vida, el ambiente, la mentalidad y la sensibilidad de los conventos eran tan distintas de las que a ella habíanla atraído que, sin entrar en valoraciones, estaba segura de no tener su puesto allí. La noticia rejuveneció a Santiago, que ya iba dejando de ser maduro. Ella le dijo en alguna entrevista que la resultaba anacrónico pensar en cualquier relación con un hombre, tanto como su permanencia en la congregación y en definitiva por las mismas causas. Sin confesárselo, a él le fue cambiando día a día saberla libre, y sentirse lo mismo él para pensar en ella. Pero un cáncer se la llevó sin hacerse esperar mucho.
            Y así llegó el notario Velarde a Madrid, con la única ilusión desvaída que le daban las imágenes de unas y de otras, que fueron siendo las rozadas al azar de sus relaciones corrientes e incluso de su trabajo. De flor en flor pero por tiempo efímero y sin llegar a fijarse nunca más que en la ilusión primera. La cantera que de esta manera hiperbórea más le nutría era la de las empleadas de las otras notarías que iban a la suya por mor de legitimaciones, sustituciones y peticiones de copias de su protocolo. Así le llegó la jubilación.


            Un compañero, lector de Thomas Mann, dijo de Velarde llevar una de esas formas de vida elevadas, selectas y melancólicas que también se daban en el Cuerpo. Como en la vida. La frase hizo fortuna en los restos que quedaban de esos fenómenos a extinguir que eran las tertulias y sencillamente las conversaciones.
            Su situación económica era modesta. No había ganado casi nunca más de lo mínimo en su menester, gastó sin llevar cuentas y no había sido inversor.
            Al aproximarse su retiro se obsesionó con la idea de dar alguna continuidad notarial a su despacho. Éste ocupaba el piso primero, antiguo principal. Él tenía su vivienda en el ático del mismo edificio.
            Con esa condición, que dejó sin concretar, ofreció a la Junta Directiva del Colegio la donación del piso, propuesta que le aceptaron constituyendo además a su favor una pequeña renta vitalicia a cambio aunque él no la había pedido. Se decidió instalar allí la Subdelegación que el distrito de Madrid tenía en aquel barrio, siempre de una densidad notarial muy alta, y además los archivos que los notarios que se fueran estableciendo en él no quisieran tomar a su cargo.
            Sin esfuerzo se estableció un régimen de uso a satisfacción de ambas partes. El notario jubilado tendría una llave y se reservaría el cuarto interior del fondo. Otras dos llaves estarían en poder del Subdelegado y del Archivero de Protocolos. Éste podría autorizar la entrada a los empleados de las notarías que precisaran de alguna copia. Para sacarlas materialmente se destinó uno de los antiguos despachos de la oficina. En otro se instaló la Subdelegación. Y todos los muros estaban tapizados del pergamino solemne de los protocolos. Antes de abrir la puerta se llamaría al timbre tres veces prolongadamente.
            Mientras tanto, Santiago Velarde había decaído físicamente. El reúma le atenazaba. Se instaló en su cuarto hilo musical y un equipo de alta fidelidad, con una discoteca muy abundante y variopinta desde el gregoriano a la música étnica pasando por la clásica y el bel canto. Adquirió un sillón de ruedas para poder desplazarse por el interior del piso con más celeridad. Siempre que se sentaba en él, lo hacía acompañado de su transistor. Continuaba leyendo, e hizo una obsesión del Quijote de Avellaneda y el descubrimiento de su autor. Francisco Rico había sido uno de sus últimos clientes y amigos.
            Le asistía Miriam, una rifeña entrada en carnes y en años, tan eficaz como parsimoniosa en gastar energías. Las horas que se señalaron de oficina fueron de diez a dos y de cinco a siete. Y puntualmente, ella se encargaba de bajarle y subirle puntualmente a las mismas como si tuviese la obligación rigurosa de fichar sin retraso. Con cada empleado que aparecía tenía un ratito de charla. Con más sosiego en esos malos tiempos que en los buenos de las contratas esplendorosas y las frondosas testamentarías pasando por la iluminación de los problemas de conciencia y hasta los secretos de los corazones.
            Su favorita era Montse, su antigua secretaria de ojos achinados y pelo castaño. El nuevo jefe la dejaba ir a Claudio Coello 135 siempre que algo se necesitara del miniarchivo. Una vez el jefe anterior la dijo:
            -Noto que la cabeza se me va yendo. Si se me llega a ir del todo, no sé si seguiré sintiéndolo o no. Pero ahora sí lo siento.
            Desde entonces fueron frecuentes sus ausencias sin moverse del sillón o la butaca, también sin dejar de pasearse por el largo pasillo en ángulo.
            Eso de puertas adentro. De puertas afuera la historia tenía prisa. Su velocidad desbordaba el ritmo de los protocolos y su pesada encuadernación artesanal.
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                                   ...al poder que envenena a los muñecos
                                  
            Un cardenal de la curia romana que padeció las tremendas reformas del último concilio tenía en su escudo el lema Semper Idem, “siempre el mismo”. Una postura que tiene su grandeza. Como también la de la defensa a ultranza de la propia condición privilegiada. Pero son difíciles y poco gratificantes de ostentar en estos tiempos vertiginosos, cuando la agresividad ha devorado el conservadurismo de sus propios promotores. Más compatible con ellos es la lucha de clases al revés, la de los de arriba contra los de abajo. Pero también disfrazada. Al fin y al cabo la máscara es definitoria de esta nuestra última época. Por ejemplo, ¿qué dictaduras quedan que se llamen así, tal y como con naturalidad lo hacían antes de 1945?
            Un amigo a quien oí tocar la Internacional en un concierto de piano, me confesó: “Siempre que lo hago me doy cuenta de cómo los de derechas somos unos miserables al lado de los otros”. No sé si le acabé de entender, ni le pedí ninguna aclaración.
            Ahora los financieros y los empresarios no valoran la experiencia. Por eso imponen en sus negocios jubilaciones tan anticipadas. Sólo les resulta rentable la agresividad adolescente. La sabiduría no les vale.
            En la misma dimensión, a los poderosos no les basta con la defensa del sistema establecido para consolidar su status. Les hace falta declarar la guerra, golpear. De no tener enemigo delante, inventárselo no es problema. Fijémonos bien en que ése no fue el caso de don Quijote. Pues éste sí tenía enfrente los molinos cuando vio a los gigantes.
            De esa manera, el mantenimiento del privilegio se traduce en su aumento. Conservar nada más carece de sentido, y es un postulado no haberse llegado nunca al beneficio y el poder máximos, ni contentarse con cualesquiera favores de la suerte o la propia actuación.
            Esta filosofía práctica y la anulación de esos viejos valores tiene su paralelo en el desmantelamiento de los antiguos frenos morales que eran antes la carga ineludible para conseguir el adorno dado por el respaldo social y religioso a la condición superior. 
            Así las cosas, cuando las ex alumnas del Sagrado Corazón aplauden al Jefe que, barnizado de revolucionario, promete la multiplicación de sus bisones, y por añadidura sabiéndose ellas libres de las limitaciones de otrora a los caprichos de su piel, se ha llegado a la apoteosis del siglo XXI en pañales.
             
                                  

                                   2.-Donde se ve que la risa sólo podía ser aparente

            Era en Don Benito. La tierra extremeña de Felipe Trigo. ¿Habría agradecido ese novelista en busca de sus personajes la cantera de aquel auditorio? Quizás no. ¿Le habrían resultado escasamente eróticos, ellas y ellos?
            En el viejo teatro, el rojo de los palcos y las butacas ponía en su justa medida la nota del lujo y el color en el armazón austero de la madera sin barnizar. A ninguno de los asistentes al mitin anhelosamente aguardado se le vinieron a las mientes las evocaciones literarias y vitales desposadas con el recinto.
            Abriéndole paso los guardaespaldas y rodeado de mocerío de ambos sexos, llegó el Primer Ministro. Miró sin ver a lo ancho y a lo largo, sonrió mecánicamente y se colocó en su puesto del medio de la tribuna. No duraron demasiado los aplausos pero fueron muy intensos. Adelantaban los bustos las hembras y los varones se sentían serenamente satisfechos. ¡Qué bien se estaba allí con aquellas esperanzas!
            La expresión natural del rostro del Primer Ministro era la impavidez. Por ser la del convecimiento de la seguridad de su poder, sin otra motivación que la identidad de su persona misma. Tal inconmovilidad implicaba la burla tácita de todos los demás que no se conformaran con rendirle pleitesía. De ahí, a causa de tanto aplomo, el aire fúnebre que se le notaba si se le miraba con algún detenimiento. En esa situación, la sonrisa había de resultar postiza. Venía a ser tan anodina como un estornudo. Pero eso sí, era compatible con la petrificación de las facciones cuando estaban inmóviles. El bigote desafiaba complementariamente. Como el peinado a raya.  Uno y otro sonaban a desafíos. Daba alguna nostalgia de su manifestación expresa en los tiempos del fascismo explícito.
            Empezó a hablar con la misma voz imperturbable que correspondía a su cara. Y sólo de tarde en tarde subía de tono, levemente y sin perder ni un ápice la serenidad.
            Era el canto al porvenir de la España próspera en la poesía de las cifras, del que aparentemente desentonaban algunos párrafos hechos de palabras extrañas, que perdían cualquier significado por mor de hacerlo difícil o ambivalente. Pero se conseguía el resultado de que cualquiera lo pudiera traducir al suyo.

            Estaba cayendo la tarde abrileña. En Madrid hacía frío. Ese helor de algunos días de falsa primavera que hace acordarse con añoranza del verdadero invierno noble, el de la nieve y las castañas asadas.
            En su sillón de ruedas iba y venía a lo largo del pasillo el notario Velarde con el transistor en la mano. Terminado un exquisito programa de música protestante finlandesa abrumadoramente influida por el gregoriano, pasó la aguja de la Radio Clásica a la Nacional Uno. Se había quedado en el despacho a pesar de haber pasado la hora del cierre. Se sentía abrigado por tantos lomos de protocolos, la severidad de la cronología y los nombres de los colegas autorizantes en negro sobre el ocre del pergamino.

            En el auditorio de Don Benito había un boticario también jubilado que no se perdía ninguna ocasión de curiosear el mundo en torno.. Llevaba la penitencia en el pecado de comparar continuamente este tiempo y los otros. Desde pequeño, y ya era muy mayor, había tenido amigos de mucha más edad, asaeteándoles a preguntas. Llegó a conocer a un abuelo que le habló de Cánovas y Sagasta, su padre de Canalejas y de Maura, y él mismo tenía una idea de Azaña y de Gil Robles.
            Mirando al Primer Ministro, pensó que su cara sólo podía parecer maciza en aquel ambiente. Era nada más que una impresión creada por su propia aura. Fuera de allí habría en cambio resultado fofa, aunque pintiparadamente grata en un tendero de ultramarinos, no tanto para el de una pescadería. Cuando el boticario se aburría, se daba interludios consistentes en ojear sin recato los escotes y las faldas de las señoras.

            Radio Nacional empezó las noticias dando cuenta del mitin de Don Benito y prometiendo una breve conexión enseguida. El notario Velarde dudó si buscar cualquier otra emisora o volver a la Clásica. Habían pasado, como tantas cosas, los tiempos en que se podía soñar a través de la onda corta con las mismas geografías lejanas que eran la ilusión de los coleccionistas de sellos usados de entonces. A él le irritaba el vicio de dar primero en tercera persona el texto de una intervención y después repetirlo en directo. Eran los inconvenientes del exceso de medios y facilidades. Pero al fin se quedó en su sintonía, con desánimo.

            Algunos habían detectado en la impasibilidad de la cara del Primer Ministro una vertiente circense. Pero se trataba de una extrapolación. Esa sugerencia sólo se justificaba en el contexto del contenido de sus palabras o de su misma presencia en ciertas situaciones, cuando ésas o éstas resultaban particularmente carentes de sustancia o contradictorias con la realidad. Haciendo abstracción de la composición de lugar, había que convenir en que no estaba en posesión de ninguna de las gracias de los payasos.
            Llevaba bastantes minutos hablando en términos genéricos de sus buenos propósitos y los de sus gentes. Insistiendo en su ideario renovador, en la conquista del futuro de las alas de la producción bien distribuida y alerta siempre a la última hora del reloj. El viejo boticario llevaba ya algún tiempo con los ojos clavados en una militante ya entrada en años que había sido religiosa de Jesús-María y enseñaba generosamente los hombros.

            El notario Velarde se sobresaltó al oír la noticia de que en Afganistán iban a ser destruidas todas las estatuas preislámicas. Había bastantes del budismo, labradas en piedra arenisca y empotradas en rocas. Pero el Profeta había recibido el veto divino a la reproducción de la imnagen humana. Siguieron unas declaraciones de un hispanista norteamericano relativas al País Vasco. 

            El Primer Ministro hizo una pausa. Fue perfecto el silencio en la sala. El viejo boticario se acordó de los ejercicios que daba el jesuíta Laburu ya hacía mucho. Él había oído alguna de sus conferencias en la iglesia madrileña de la calle de Maldonado, esquina al número 135 de la de Claudio Coello precisamente. De vez en cuando, el orador golpeaba el púlpito con un pequeño martillo que producía un sonido estridente. Lo hacía para evitar las distraciones de sus oyentes. Pero el Primer Ministro no necesitaba recursos de essa naturaleza. La veneración de sus fieles, y también de los que no lo eran, resutaba demasiado elevada como para permitirles ausencias. Además, las repercusiones de sus palabras eran mucho más sustanciosas que las escatológicas de los predicadores de antaño. De éstas no había que tomar nota urgente ayudándose, ahora de las calculadoras, antes de las cuatro reglas nada más.
            El Primer Ministro anunció que iba a pasar a anunciar la lista de las medidas concretas, con números ya, por lo tanto aparentemente inteligibles para todos, a diferencia de la prosa anterior, raro patrimonio de unos pocos iniciados entre quienes paradójicamente no se contaban los lingüistas. Aunque, ¿se entienden los números en sí, despojados de su carnación, mero esqueleto, a no ser en las elucubraciones de las aulas de ciencias exactas?
            Cuando el Primer Ministro, luego de un respiro lo bastante prolongado para repercutir en los nervios de los asistentes- el erotismo sabe bien de las ventajas de estas sensaciones en los trances decisivos- anunció la primera decisión, el viejo boticario se dio cuenta de que su  intención había sido adoptar un tono de rugido, ni más ni menos que rugir. Pero que no lo había conseguido. ¿Sería por el contenido concreto de lo que estaba diciendo? El caso fue que esa observación le distrajo, volvieron sus ojos a los hombros de la ex-monja y no percibió esas primeras palabras de la nueva fase del discurso.
            Entonces uno de los asistentes, que estaba en la fila segunda, se levantó y se salió precipitadamente. Se le quedaron mirando sorprendidos. Alguno cuchicheó que era el notario del lugar. ¿Fue ese pequeño incidente determinante de que a esa primera medida no se aplaudiera? Porque a continuación, cada medida de las que el Primer Ministro siguió anunciando, era coreada por muy repetidas palmadas de las que hacen enrojecer las manos. ¿O es que se dieron cuenta de que aquélla no tenía fuerza enardecedora? Enardecedora, no me gusta la palabra. ¿Qué habría pensado don Ángel, mi primer profesor de literatura? ¿Me estoy contagiando del estilo del Prémier?

            La Radio había dicho que el discurso de Don Benito había llegado a la parte concreta e iba a conectar. A Santiago Velarde le llegó la voz impertérrita pero más fuerte del Primer Ministro, que a él le pareció sin llegar al rugido pero lo bastante para entrar en el género de la amenaza:
            Hemos bajado el arancel a los notarios y a los registradores.
            ¿Había suprimido la preposición “a” antes de la segunda mención? El Primer Ministro no dominaba su idioma. Una vez vapuleó a su antojo los tres términos de infligir, infringir y afligir. El caso es que aquel detalle lo único en que se fijó el notario jubilado. Porque le pareció no entender lo que había oído. Pero se sintió asfixiado por toda la ingente masa de protocolos que había en el piso, primero con miedo de que se le cayeran encima y le aplastaran, enseguida seguro de que eso iba a ocurrir. Notó calor en el pecho y falta de aire. Entonces se acordó de su primera nochebuena en Teruel, acabada de tomar posesión de la nueva notaría. Le llamó un abogado a quien acababa de conocer para invitarle a cenar en su casa, evitando que se quedara solo en el hotel. Luego, ya en su siguiente destino,  se enteró de que le hicieron alcalde de la ciudad, y más tarde de que había muerto. ¡Cuántos muertos ya! Se le vino tamién a la memoria que Ortega y Gasset, a él se lo había dicho uno de sus hijos, estimaba las cualidades de lectores de los notarios. Como en un fogonazo vio a Laura, y las fotos de sus padres el día de su boda, pues de ellos sólo fotos podía recordar. Se le cayó el transistor al suelo.
            Las palabras del Primer Ministro se siguieron oyendo pero interferidas las idas y venidas de su sonido con ráfagas de rock y ruidos de tormenta roncos. Al notario Velarde se le cayó la cabeza en el pecho.

            Cándido Amestoy, su compañero de la esquina de Padilla, era su albacea. En su día había tenido noticia del testamento en cuestión , un recargamiento de pequeños legados simbólicos y una institución a una entidad benéfica hispanojaponesa. Los parientes eran muchos y muy despegados, aunque se  mencionaba a todos los más próximos. El entierro debía ser en el camposanto de Aranda de Duero.
            Pero hasta que no fuera expedido el certificado del Registro de Actos de Última Voluntad, el conocimiento que del contenido del instrumento y de su misma condición de testamentario tenía el notario Amestoy era estrictamente privado y teóricamente inseguro. Y tomó la decisión de que incineraran a su colega. En su ejercicio profesional tenía muy presente la cláusula tácita de los actos jurídicos, rebus sic stantibus. Valen mientras la situación no cambie, si se mantienen las mismas circunstancias. Y así las cosas, en el nuevo mundo que se estaba forjando a velocidad vertiginosa, ¿iba a haber sitio para camposantes y menos en un lugar de tanto empuje como Aranda de Duero?


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            Una enfermera de la Sanidad Militar que había asistido terminalmente a un capitán general en el Hospital Gómez Ulla me contó que, en sus últimos días, quien había confortado más al moribundo, hasta llegar a una genuina terapia espontánea, fue un guardia civil también enfermo, con el que aquél se había encontrado en una de sus salidas de la parte reservada.
            Mucho va de un capitán general a un guardia civil. Pero no tanto como de un primer ministro a un notario jubilado. Tengamos en cuenta que a aquél le bastaría descolgar el teléfono y abrir la boca para pulverizar la pensión de éste. Y, sin embargo, no es posible que los hombres que peregrinan sobre la tierra estén integralmente aislados unos de otros, por abismales que sean las diferencias que los separan en la escala de los poderes.
            Por eso, entre el Primer Ministro que aspiraba a rugir en Don Benito y el notario jubilado del piso madrileño de Claudio Coello 135, tuvo lugar ese contacto. Aunque hiciera descender al Primer Ministro a la categoría de verdugo. A distancia, sí, pero ¡quién sabía...! El mundo es tan complicado y el hombre un ser tan complejo...Y al fin y al cabo, los primeros ministros no dejan de pertenecer a la especie. Por no extender la sugerencia a las otras, a las especies también de nuestros primos primates al menos.

                                                          
                        Madrid, Sepúlveda, China, Campoamor
                        Año Dos Mil Uno, centenario de Clarín

Alcalá la Real

ALCALÁ   LA   REAL


                                   1.-De cómo hay nietos fieles

            Cuando, al fin, el abuelo Selma me dijo que era de España, yo me sentí importante. Fue el día en que cumplí siete años, y pensé que seguía siendo un niño, pero no pequeño.

            El abuelo evitaba en cuanto podía que le preguntaran por su origen. Y cuando a pesar de ello se veía precisado a responder, decía ser del Extremo Occidente. Al preguntar yo a mi padre dónde estaba éste, me dijo que ya lo aprendería a medida que me fueran enseñando más geografía en la escuela.

            Y precisamente por valorar como era debido la confidencia, al llegar ésta yo no pedí al abuelo más detalles. De haberlo hecho, aunque claro está que me quedé con muchas ganas, me habría dejado de sentir mayor.

            Tanto que a la postre, de algunos datos decisivos de su vida yo me enteré investigando en los archivos. Así fue como supe que había llegado a sargento en el ejército americano, ascendido y citado en un orden del día de la batalla de Okinawa y propuesto para no sé qué condecoración pensionada. Pero cuando, al poco de terminar la guerra, en la conferencia de Postdam, los Grandes no mandaron a las tropas aliadas pasar los Pirineos para derribar a Franco, escribió a su general renunciando a la tramitación de ese expediente y devolviéndole los galones de suboficial. No esperó al guirigay que para disimular su inacción y su complicidad montaron luego en la ONU. Yo leí la carta. Al general le decía dirigírsela a él no por mor de la disciplina del cauce reglamentario, sino porque hacerlo al Presidente de los Estados Unidos o siquiera a Mac Arthur habría sido ingenuo y presuntuoso objetivamente y para él más desagradable todavía..

            Eso fue bastante después de que yo oyera hablar por primera vez de Franco. Lo que ocurrió en la clase de literatura castellana. Por cierto que al abuelo no le oí hablar nunca en esta lengua. En aquella ocasión, estábamos traduciendo de una novela de Sender, Los cinco libros de Ariadna. Un párrafo describía así a un hombre: “Pequeño, panzón, de color aceitunado, cara de garbanzo y pies de paloma”. La profesora nos dijo que era Franco. Pero entonces un condíscipulo la preguntó quién era éste. Ella le dijo que un dictador español amigo de nuestro Tojo que aparentó enfadarse con éste cuando tenía ya la guerra perdida. Otro preguntó entonces si Franco y los españoles eran cobardes, a lo que ella se encogió de hombros. Y pasó al árrafo siguiente.

            A mí se me ocurrió hacer un muñeco de trapo según los rasgos de la cita literaria. Y creo que me salió bien. Pero le puse la cabeza levemente inclinada hacia el suelo. Cabeza asentada en un cuello negro, de marrón el resto del cuerpo, menos los pies rojos. Cuando vi una foto de Franco, me di cuenta de que mi muñeco se le parecía salvo en esa postura. Pues Franco tenía la cabeza tan erguida como si llevara una plancha de acero que se la levantara inmovilizándole la mamola. Andando el tiempo, conseguí poner al muñeco un resorte en la tripa que permitía bajársela y subírsela. Pero yo se la mantenía siempre subida, salvo cuando el abuelo pasaba. Entonces se la bajaba. Y a él nunca le dije nada, ni siquiera a quién representaba la figura. Tampoco él hizo ningún comentario. Fue mi padre el que encontró el parecido, cuando Franco salió en el periódico al lado del presidente Eisenhower que había ido a España. Algún tiempo después, Eisenhower iba a venir a Tokyo, pero nos echamos todos a la calle impidiendo la circulación, y a última hora renunció a visitarnos. Yo no estaba muy enterado de los motivos que teníamos para no querer recibirlo, pero me animé a contribuir a ello con mi grano de arena pensando en las buenas migas que había hecho con mi muñeco en Madrid. Y claro, el abuelo no me dijo nunca que Franco no le era simpático. De lo que no tengo memoria clara es de cómo lo adiviné.

            Y ahí van quedando estas confesiones. Cuando todavía no he estado en Alcalá la Real ni he llegado a España. Y no mal escritas. Que a mí me hace a veces gracia oír hablar una lengua a medias, con dificultad, mal en una palabra. Porque a veces la espontaneidad es un valor añadido. Pero escribirla de esa manera nunca. Por eso me las corrige María Antigua, mi compañera de Valladolid. Es leísta y laísta, pero en ese extremo yo la doy la razón sin ningún respeto para la Academia. Sí, “la doy la razón”, que no me corrijan el caso del pronombre.

            De algunas cosas me enteré pues en los archivos de los Estados Unidos. Pero de otras desde el propio pueblo del abuelo. ¡Quién me lo iba a haber dicho entonces!

            Sin embargo, yo estoy seguro de que es el abuelo quien me las ha contado, y me las va a contar, ahora sobre todo y ya definitivamente. Lo cual tiene el aliciente de que así, mientras yo viva, puedo esperar que me cuenta más detalles, siempre alguno más. Incluso cuando ya estén muertos todos los que le conocieron. ¿Por qué lo creo así? ¿Por mis partes japonesas o por la andaluza? ¿Por lo de católico o por lo otro, los otros si queréis? Pero eso es lo de menos.

            En vísperas del Mundial japonés, no me acuerdo del abuelo más que de ordinario. Porque tampoco él se habría sentido demasiado jubiloso ante el evento. ¿Por orgulloso? No. Sencillamente por haber estado convencido desde que llegó aquí de que ése caería con la naturalidad con que lo hace la fruta madura y se recoge la cosecha. ¿Y su propia aportación? Quizás alguien haga una tesis doctoral sobre ello. Claro está que yo le ayudaría. Pero le cedo el argumento. En este caso sí, quizás por orgullo. Ya que estoy convencido de que la obra del abuelo está misteriosamente por encima de las cifras.

            ¿Y por qué la tía Keiko se enteró de más cosas de él que la abuela Omi? La tía me dijo una vez que el abuelo pensaba que todo lo anterior a su llegada acá era una deuda que tenía con la abuela. De no pagársela se sentiría infiel. Pero, ¿en qué moneda podía hacerlo? ¿Sólo en la del silencio? Aunque yo estoy convencido de que a ella se lo contaba cuando dormían juntos cuando tenían sueños los dos. Claro, de la misma manera que ahora lo hace a mí.

            Y aunque tampoco me lo dijo, sé que estaba satisfecho de no haber ganado un solo yen fuera de su oficio improvisado de animador del fútbol europeo en Tokyo. Así como de no haberle a pesar de ello faltado un yen nunca.

            También me enteré al cabo de que, los primeros años, rehuía ir a los centros donde había españoles. Hasta que por toda la ciudad, sí, en Tokyo entero, vamos, es una manera de hablar, se supo que no había que hacerle preguntas. Desde entonces acudía a aquéllos con la misma distensión que a los ingleses o franceses. Incluso a la embajada, aunque a ésta tardó bastante más. ¿Y eso que quiere decir? ¿Se sentiría complacido de haber ganado esa batalla? No me atrevo a contestarme. ¿Acaso al revés? ¿Y hablaba español con la tía Keiko?  Esto es lo único que todavía no me atrevo a preguntarle a ella. Lo cierto es que el español la ayudó mucho a ascender en la casa de las geishas.

            Yo le oí al abuelo su última conferencia. Daba muy pocas. Era de historia. Mencionó la Olimpiada de Amberes de 1928. Dijo que un monje benedictino de Castilla había escrito entonces una poesía dedicada al buen lugar conquistado por España. Yo estuve seguro de que daba esos datos con la misma objetividad que cuando se refería al balance de los encuentros internacionales entre Inglaterra y Escocia. Pero ni yo mismo sé si lo lamenté o me alegré. Todavía ahora, cuando tantas cosas he aprendido sobre él, cuando tantas voy a aprender sobre todo y, en ello insisto, contadas por él mismo desde el otro lado, el abuelo Selma se me aparece saliendo de un telón impenetrablemente oscuro, detrás del cual sólo hay un enigma. ¿De veras? Y ya está bien de esto. Que no quiero buscar disculpas a mi torpeza en seguir contando.

            En cuanto a presumir de sobrino de una geisha, creo podré hacerlo en España más y mejor que aquí. Ahora, cuando me han dicho que allí han cambiado algunas cosas.

            ¿Y qué pensarán de mi cara? ¿De veras que se me puede tomar por un occidental puro? No me lo creo. Pero me consta que entre los que me lo han dicho los hay sinceros. ¿Acaso han querido halagarme? A eso no quiero responderme, que a mí mismo me debo neutralidad, por el abuelo español sobre todo. Romperla en su beneficio sería faltarle el respeto.

            ¿Y de veras que ya entiendo a Lorca? Verde, que te quiero verde, verde viento, verdes ramas. Eso me sabe al Extremo Occidente, sí. Pero lo que sigue, el barco sobre la mar y el caballo en la montaña, ¿no convierte los cuatro versos en una estampa japonesa? Desde mi mestizaje, ¿qué quiere decir esta exégesis? ¿Y por qué mi hermano Muramatsu se ha ido a los Estados Unidos? ¿Un suicidio por mor de la neutralidad heredada? A la postre, de lo que estoy seguro es de que la tía Keiko supo escoger la mejor parte? ¿Mejor que mi madre? Pero ésta ya cumplió al darme a luz. ¿Será verdad como alguna vez la tía Keiko me dijo que ella, su hermana, ha pasado temporadas en la Alhambra de Granada? Sin salir de su Tokyo, claro está.

            Por cierto, la tía me dijo también en una ocasión que el abuelo Selma era el japonés que mejor y más pronto había entendido al padre Arrupe, ese vasco al que cayó la bomba en Hiroshima y luego llegó a mandar en los jesuítas de todo el mundo. El detalle bastaría para darse cuenta de hasta dónde a su vez la tía conocía a su padre. En cambio, ¿qué sabía de esas cosas el tío Ryô? ¿No tenía bastante con seguir respirando entre las cuatro montañas de ordenadores que se le caían encima, una por cada punto cardinal? Claro que, al fin y al cabo, el quince de agosto se metía pacientemente en la caravana de autos que marchaban hacia el sur a venerar sobre el terreno los cementerios de los antepasados, hasta llegar al remoto de los de la abuela Omi. ¿Pero algo más? ¿Y no se acordará Maramatsu del quince de agosto desde Chicago? Un día por cierto que también es fiesta allá. De María, la Virgen. Les pregunté a los benedictinos de Nagano  y me dijeron era la fecha en que subió a los cielos.



            Falta un buen rato para Londres. Me informaron que acaso allí pueda coger otro avión directo a Granada. ¿Qué trayecto habría preferido el abuelo para este mi primer viaje a su pueblo? Es curioso cómo ahora, cuando tenemos unas posibilidades antes insospechadas de variar nuestros itinerarios, no lo concedemos trascendencia.

            ¿Quién estará en Granada esperándome? Me dijo la tía Keiko que sería quizás una sorpresa. ¿Y por qué ella no quiere venir? Pues que de allí nadie haya hecho el camino inverso sí me lo explico.


                                               2.-La hora de una monja intrépida

            Claro. La tía Keiko sabe cosas de este presente. Ella es la que ha atado los cabos de mi viaje y no quiero privarla de apurar su gusto por las sorperesas. Además, tampoco tengo mucha curiosidad por ello. En cambio por el pasado, sí. ¿No será de alguna manera mi futuro? Que ahora ya estoyt volando a Alcalá la Real. Y yo sé que ella tiene del pasado de su padre muchas más noticias. Sí, noticias aunque sean pretéritas. Que desde luego no quiere reservarse. Lo que no sé es si me las guarda para otra ocasión o prefiere que algunas me las den en su lugar de origen.

            Porque yo, concretos, con pelos y señales, tengo muy pocos datos más. Lo curioso es que a pesar de ello me invade la sensación avasalladora de haber descubierto ya la entrada al misterio, de haber empezado a penetrar en el silencio del abuelo. ¿De haberlo vencido? No. De ser el instrumento de su propia victoria sobre sí mismo. ¿Habrá tenido algo que ver la revelación del nombre? Pues es lo único nuevo que la tía Keiko me ha dicho. Que el abuelo se llamaba Anselmo, siendo Selma la japonesización que se le ocurrió.

            Lo demás se reduce al último acto. El que todos conocemos. Su despedida en el hospital de nuestro barrio de Akasaka-Mitsuke. Llegó una señora blanca, muy negro el pelo, vestida de oscuro y con la falda muy larga. Dijo que era de uno de los colegios donde el abuelo animaba el fútbol, aunque ellos dos no se conocían. Recuerdo cuál. El de las Mercedarias de Bérriz. Éste es un nombre vasco. La abuela y la tía se sintieron tremendamente embarazadas. La visita las pareció de una impertinencia peligrosa. Llegaron a tener miedo de que le quitara al abuelo la paz de esa hora postrera.Vieron algo en ella de violación. La señora tenía un aire de generosidad noble, de entrega impetuosa y valiente. Se acercó a la cama del abuelo, le puso la mano en la frente y le dijo:

            -Yo me llamó Mercedes Castillo. Soy de Alcalá la Real. De la familia del Teniente.

            Entonces él la cogió la otra mano con las dos suyas y estuvo un largo rayo en silencio, sin sonreir pero beatífica la cara, seguro que así, beatífica, para él y para los demás. Al cabo, ella se desasió, sacó de una bolsita una pequeña medalla, y la puso en la mano izquierda del abuelo:
            -Es nuestra patrona, la Virgen de las Mercedes.

            Él asintió con la cabeza. Volvió a su ensimismamiento pero a la vez para todos, con la voluntad de ensimismarlos a todos en él mismo, y mirando a la abuela y la tía pero dirigiéndose a la visitante, las dijo:

            -Hay que repoblar la Mota. Que me entierren.

             Y así se hizo. El permiso gubernativo se ocuparon de conseguirlo las religiosas. Fue concedido a condición de que le lleváramos al cementerio europeo de Yokohama. La medalla la puso la abuela en el altar doméstico de los antepasados. ¿Quién habría podido imaginarse que el abuelo iba a pretender una excepción a la incineración obligatoria del país que había querido ser el único suyo? ¿Qué  estaría viendo cuando de aquella manera estuvo a punto de sonreír? Yo sé que la tia Keiko se lo está preguntando constantemente. Todos los días ya que no a todas las horas. Pero yo pienso enterarme en Alcalá la Real.



                                               3.-El equipaje invisible

            Cuando fui a despedirme de mi antigua profesora de literatura, ésta me entretuvo leyéndome un cuento de un escritor de Villafranca del Bierzo- yo naturalmente sé dónde está este pueblo aunque soy japonés, que algo de hispanista tengo-. El toque de obispo, de Antonio Pereira. Un silbido largo y dos cortos “con gravedad casi solemne”, de las locomotoras cuando entran en una ciudad de las que tienen obispo y no tienen gobernador civil. Particularmente seductor en la de Mondoñedo. “Luego supe que en Mondoñedo no hay tren, pero eso importa poco cuando la historia es bonita”. Y me aseguró ella, la profesora Setsuko Kubo, que había estado en Madrid en la presentación del libro que ese cuento encabezaba. Recordando alguien entonces que un cardenal gallego había estado a punto de conseguir para esa ciudad mitrada el tren en los tiempos del catolicismo de las marchas militares. Concluyendo Pereira con la confesión de su fe en que le tendría en el futuro.

            Y claro, tiene razón el Villafranquino, lo que importa es lo bonito de la historia. Sólo que, en ciertas historias, es muy difícil no tener también en cuenta la importancia de la carne y el hueso. Lo que sobre todo pienso yo cuando tengo delante a la prima Mercedes, a propósito de la historia del abuelo Selma y de esta otra historia que es la de la investigación de la misma, la cual de por sí ha resultado, está y estará resultando, de denso argumento.

            Empezó cuando a Sor Mercedes, para entretener en Barajas la espera del avión que iba a llevarla a Londres y allí transbordar a Tokyo, la dio por sintonizar El Club de la Vida, un programa bisemanal y tempranero de Radio Nacional para los entrados en años. En sus Cartas Entre Amigos, oyó la petición que hacía un ex combatiente republicano desde Barcelona de noticias de un compañero de la batalla del Ebro llamado Anselmo, que se pasaba la vida hablando de fútbol y era de la provincia de Jaén. El comunicante sólo había sabido después que se fue de España antes de acabar la guerra, y muy lejos, fuera de las rutas comunes del exilio.

            Sor Mercedes no volvió a acordarse del mensaje hasta tener noticias en Tokyo del apostolado futbolístico del abuelo. Pero tampoco entonces intuyó una conexión entre éste y aquél, sino que sencillamente volvió a acordarse. Por eso, sabedor del empecinamiento suyo en el silencio sobre su procedencia, no se imaginó que al respetarle podía perder la oportunidad curiosa de enterarse de algo poco corriente.De manera que ahí se habría quedado todo, de no haber sido porque una concertista de shamisen y cantante, Junko Ueda, fue a hacer a Sor Mercedes unas preguntas sobre su pueblo, donde ella iba a participar en el festival Etnosur de músicas del mundo, cantando fragmentos de la epopeya de los Heike, cuando en la Edad Media lucharon con los Geiji, al sur de Tokyo. Durante mucho tiempo, sólo la habían cantado monjes ciegos. Y Junko lo quería hacer a la manera de ellos. Por eso había aprendido el canto budista japonés llamado shômyô.

            La entrevista fue larga. Sor Mercedes aprovechó para dar a su interlocutora unas cuantas cartas a buzonear, con unos pequeños paquetes de juguetes para unos sobrinos y golosinas para una abuela. Se puso muy contenta al conseguir entender la sustancia de unos versos que Junko la recitó a su petición: En recuerdo de una flor muerta, las nubes blancas descansan sobre la montaña lejana. Las hojas verdes dan los adioses de la primavera en la cima de los árboles. Entonces, sin dejar de tener ante y para sí la estampa de su Alcalá la Real naturalmente, se acordó otra vez de la petición radiofónica del viejo soldado. Junko terminó con un verso estimulante: Hacia el mes duodécimo de Uzuki, que es el cuarto de la luna, por doquier brota profusamente la hierba del verano. Y Sor Mercedes, sin pensarlo más, la enteró del mensaje, sugiriéndola que aquel lugar de la provincia de Jaén podía ser su pueblo, y ella hacer de detective del primer capítulo de la continuación.

            Al volver al Japón se llevaba consigo los retazos de una evocación evanescente. Una figura alcalaína muy dinámica de los días republicanos había sido José Antonio Marañón, un joven profesor de literatura destinado en un instituto de Canarias, que pasaba las largas vacaciones en ese su pueblo, donde continuaba la constante peregrinación de taberna en taberna que había sido su vida de siempre, pero manteniendo la sobriedad, a la busca de la creatividad de las gentes sencillas. Había dejado el recuerdo de un genio oculto, entregado a la oralidad, que para excusar su pereza de escribir decía sólo le sería posible plagiando a sus compañeros vinales qe en cambio desconocían la gramática. Pasó la guerra en Valencia y de allì se fue a los Estados Unidos, donde se hizo amigo de Ramón J.Sender y murió prematuramente.

            Y se sabía que junto a él estuvo algún tiempo en Chicago un miliciano de la familia Romero, su amigo más próximo de aquellas felices correrías, por coincidir ambos en el entusiasmo balompédico. Marañón consiguió gestionarle el visado, y decían que también allí se ocuparon ambos algo del deporte rey. Todo puede estar en el fútbol, era una frase compartida por los dos amigos de la que todavía se acordaba algún viejo.

            Pero nada más. Las tentativas de Junko de localizar a los Romero alcalaínos habían fracasado. Cuando intentó verlos se la dio a entender que no les iba a complacer tratar de una materia que por otra parte también a ellos mismos les resultaba incógnita.

            Con que desde ahí hasta hoy, yo desde luego prefiriendo que la historia haya sido verdad. Además, he de tener muy en cuenta que en el otro caso no habría quedado bonita, en cuanto la pluma de Pereira no es mía. No sólo pues por no haber podido tener a la vista, ya que no al tacto, las curvas de la prima Mercedes. Que siendo prima segunda no he de retraerme de su contemplación.

            Y el deshilarse de la historia de la historia que yo ya me he aprendido aquí, sobre su terreno, sin saber qué capítulos de ella ya se sabían allá antes de mi partida. Los que sabía Sor Mercedes Castillo a mí no me lo quiso decir. Como tampoco la tía Keiko. Ni siquiera sé si una y otra compartían sus saberes, o cada una se guardaba los suyos o lo hacían a medias.


                                               4.-Desde antes del Atlético Aviación

            Antes de la guerra, el fútbol se iba abriendo paso lentamente en el favor popular. Estaba dejando de ser un sport meramente elitista.

                                   Mamá, futbolista quiero ser
                                   del equipo de Linares.
                                   Linares, Jaén.

            ¿Por qué habían cantado esta coplilla hasta las muchachas en flor de latitudes y longitudes peninsulares muy alejadas de Linares? Y en Alcalá todavía quedaba alguno que se acordaba de aquella ponderación, desde luego no del todo ripiosa: Cuando saca el balón Romero, lo lanza fuertemente hacia el portero.

            Pero los Romero habían sido dos. Y ambos jugadores. No siendo a estas alturas fácil a los pocos supervivientes deslindar los recuerdos deportivos del uno y el otro. Aunque se convenía en que Anselmo era un tanto teórico, mientras Genaro resultaba el más contundente del equipo. Éste sin embargo derrotado por uno a tres en un partido contra las aldeas del término que tuvo el aliciente de que Anselmo, eso sí, fue él, exhibiera una foto de Samitier dedicada con palabras de estímulo. Ello ya en tiempos de calentura, 1936 y junio. Por cierto, ¿se llegó a jugar el partido por entonces pendiente con Checoeslovaquia? Anselmo, que se había hecho celador de telégrafos, consiguió publicar a propósito de la competición local una crónica bastante literaria en La Voz Granadina, que Marañón le elogió calurosamente. Y Genaro se fue inmediatamente a Burgos, incorporado al destino que le había cabido al aprobar unas oposiciones a la banca. Los dos Romero salieron despejados, eso no lo negaba nadie, bien anclado en la realidad el orgullo de su padre que era el alguacil municipal.

            Y en adelante, el tío Genaro guardó acerca de su hermano un silencio tan rígido como el de éste por todo el pasado anterior a su llegada a América. Sólo a la monjita que le fue a ver cuando ya no salía de casa y respiraba con mucha dificultad, aquélla comisionada por Sor Mercedes desde Tokyo, la dijo no haber vuelto a tener noticias suyas desde que, estando a punto de embarcarse en Burdeos, le confesó a otro paisano exiliado haberse pasado toda la guerra esperando que él, Genaro, se pasara a su bando, y que nunca le perdonaría no haberlo hecho.

            De lo que yo no tuve duda es de que, cuando el abuelo adoptó el nombre de Selma hizo una concesión que contradecía toda su conducta. Y ése es el misterio de su legado. Que yo no intentaría desvelar aunque me fuera posible. Pues al topar con él comparto el respeto que él consiguió infundir a la postre a todos. ¿Y esa asociación Selma-Anselmo acabaría por alertar definitivamente a Sor Mercedes? No es imposible. Aunque ella me aseguró que, sin haber conocido al abuelo, la descripción que la hicieron de su manera peculiarmente sincopada de hablar el japonés, la convenció sin más, a la vista de los otros hilos ya desmadejados, de que era de su pueblo. Y entonces se decidió a enviar a esa hermana en religión para aquella comprobación a boca de jarro. Poco después de la entrevista murió silenciosamente el tío Genaro.

            Sólo unas horas antes confió a la prima Mercedes, su nieta mayor, un cuadernillo en dieciseisavo de hojas cuadriculadas y pastas de hule negro, firmado por su hermano Anselmo, también de su puño y letra claro, titulado Hacia la repoblación de La Mota. En él sostenía el abuelo que el descenso en altitud del vecindario, el abandono de la cumbre, había sido una decadencia. Y que su generación, la de los tiempos nuevos, el amanecer del mundo, tenía que reconquistarla. Copiaba una carta del profesor Marañón en la que éste se mostraba de acuerdo y valoraba el proyecto a la vez como realidad y como símbolo.


                                               5.-La música también tiene recovecos

            Y mientras tanto, yo doy mañana en Etnosur mi concierto de biwa. Muy contento, hasta inspirado espero, porque la prima Mercedes, que naturalmente me ha oído tocar el instrumento a solas, me ha confesado que lo prefiere al shamisen. Se acuerda de la intervención de Junko el año pasado. Y me ha dicho que la biwa crea otra atmósfera. Interponiéndose entre ella y el aire, de manera que sólo a medias se respira éste. De esa manera, la música llega a envolver la vida y el destino. No es una muralla que aisla, pero sí una compañía que da alguna seguridad. Por eso no le hacen falta ni el argumento ni siquiera el canto. En cuanto los lleva consigo, y para todos y cada uno, concertista u oyente. En cambio el shamisen la parece más de acompañamiento. Lo que no resulta compensado por el protagonismo más individualista de su ejecutante.

            Sí, todo esto siente la prima Mercedes antes, durante y después de que yo pase el plectro por mis cinco cuerdas. Primero, siempre en mi cuartito de la pensión Abadía, en la plenitud de la calle Real, luego también en la salita de ésa donde, ¡qué milagro!, han pedido alguna vez apagar la televisión para oírme.

            Ella se licenció en letras en Granada y de momento se ocupa aquí del aceite, de su promoción, esta es la palabra que me han enseñado. Desde que me estaba esperando en el aeropuerto, que tal imponente morena era la sorpresa que me dejó entrever la tía Keiko, yo creo que alimentó la ilusión de que el primo Kenjiro la llegase a enseñar japonés. A muy largo plazo se propone doctorarse. Y está librando una batalla académica para que se la admita por tesis la aportación de Joaquín Sabinas a la historia contemporánea. Sabinas es un cantautor inconformista. Nació en una ciudad no lejana de ésta, en la frontera andaluza con Castilla, Úbeda, adonde ella ha hecho unos cuantos viajes de los que se ha traído sabrosas noticias. El padre del cantante fue allí comisario de policía.

            Mercedes es también del equipo de hockey sobre hierba, una gloria local. Ahora se queja de que su abuelo Genaro no le hablase de su pasión futbolística juvenil. ¿Por qué yo no me quejo del terrible silencio de mi abuelo Selma? ¿O Anselmo? Aquí se celebra todos los años un congreso de historia, alternándose el argumento entre la frontera, pues lo fue de los moros de Granada, los del último suspiro, y la abadía. Esta era una potestad religiosa independiente que imperaba en la comarca. Y ahora Mercedes se ha empeñado en que se haga una liguilla de fútbol, a su vez integrada por una división fronteriza y otra abacial, relacionada con esas asambleas estudiosas. Pero se querja de que la gente se interesaría más por los partidos televisados del Barça y el Madrid.

            Esta tarde, después de mi último ensayo, hemos paseado largo y despacio. Por el Paseo de los Álamos naturalmente. Es la maravilla cotidiana de este lugar. Ella me ha preguntado por la reencarnación. Yo he esquivado lo estrictamente religioso del tema. Hablar de mi fe me resultaba embarazoso, y disertar de los credos de mis compatriotas pesado y aburrido. El caso es que curiosamente, los dos, como si nos arrastrase un viento inesperado, hemos caído en un laberinto de sugerencias hasta el equívoco, relacionando reencarnación y encarnaciones, o sea aquélla con la reproducción buscada de propósito para dar vida a alguien desaparecido que se tiene en la mente y el corazón. ¿Desaparecido nada más? ¿O también frustrado?

            Entonces se me ocurrió regalarla Cara de Franco. Por cierto que también en ese momento me vino la idea de designar así ese el muñequito de mi autoría. Y a fe que la denominación es exacta. Aunque yo no traté de retratar a Franco sino al personaje de Sender que la profesora Setsuko me dijo se parecía a ése. Pero lo que son las cosas. Cuando fui a despedirme de ella, se lo quise dar, como recuerdo de su magisterio. Pero se negó a tomarlo, pensando que en España resultaría más gracioso. La prima Mercedes lo ha aceptado sin ningún comentario, hasta extrañamente seria. Yo diría que todo cuanto de algunsa manera se relaciona con el abuelo Selma, es decir su tío Anselmo, la pone melancólica. Una vez la cité la opinión de un poeta francés, Claudel, que vivió en nuestros países, de que “el chino quiere tener siempre sobre sus muertos el rumor de una hoja emocionada y del viento que pasa”. Y entonces ella me elogió la humanidad del abuelo al empeñarse en ser enterrado. Humanidad para con los supervivientes, claro. ¿También con ella? ¿Está pensando hacerle una visita en el cementerio de Yokohama?

            Hemos quedado en que mañana estará en el escenario. Dirá unas palabras de presentación. Hará valer lo que de alcalaíno tengo en la sangre. Por lo tanto un paisano a medias, pero que no sólo viene de lejos sino que también es más que a medias muy lejano. Dejará entrever horizontes novelescos en el exilio y la segunda vida del abuelo. Y de vez en cuando, entre unas y otras partes, según lo que vaya captando de la temperatura del auditorio, tratará de adecuar a ella las vibraciones prolongadas de mis cuerdas. Confía en comunicarles esa la interpretación que ella ha sentido del instrumento. Las aguas que van al Este llevan peces de las aguas del Oeste.
                 
           

            Con la pandilla de la prima he pasado una tarde deliciosa. Alcalá la Real entre los capullos y las flores. Los olivos haciendo música de la geometría, y el aceite erotizando la poesía. Fuimos al campo, hasta una legua como aquí se dice, a un olivar. La paella estaba suculenta. ¿Que no es un plato de esta tierra? Ya sí, por derecho de conquista.

            Mientras encendían las brasas, ella me dijo que no funcionaba el resorte de Cara de Franco. De manera que, para no padecer sin remedio su mamola inconmoviblemente erguida, habría que quemar el muñeco cual un alimento más de la paellera. Yo accedí. Después, un estudiante de francés en Granada, me hizo ver una contradicción entre Sender y un escritor católico del país vecino, François Mauriac. En un terrible párrafo que una vez habían comentado en su clase, ése decía que Franco no tenía cara. Pero estas son viejas historias.

            Yo me empeñé en que la prima comiera con palillos. Pero era tremenda su obstinación en mover los dos a la vez. No conseguía convencerla de que uno ha de estarse quieto mientras el otro trabaja. Habrá que darla más lecciones.

            En un aparte hablamos del abuelo Selma. Yo cité a su propósito la frase de un monje poeta del siglo XV, Ikkyu, según la cual las flores del cerezo, a pesar de todo, cuando se caen dejan su rastro perfumado. Me sorprendió ella cuando me dijo le había contado la trayectoria de nuestro antepasado a un viejo médico de aquí, del todo retirado, lejos de unos y otros políticos, pero meditando siempre en la última historia. Se quedó perplejo ante la obstinada japonesización de su paisano. Y al fin la interpretó opinando que habría preferido, a la vista de lo que después ocurrió, otro resultado de la guerra mundial. Que hubiesen ganado los enemigos contra los que él había luchado ingenuamente. Eso habría provocado una reacción, a la postre más beneficiosa. De la otra manera...En fin, no volvamos sobre lo que pasó. Por eso el abuelo se quiso quedar con los perdedores. Al fin y al cabo éstos expiaron de alguna manera sus culpas. En tanto los otros se cargaron con culpas nuevas. Algo a ser muy valorado, desde luego. Ya conoceré a este doctor.

            Otra chica me preguntó por Pearl S.Buck. Me dijo había leído Mujeres sin cielo, y la interesaba mi punto de vista sobre Viento del Este, viento del Oeste.La contesté que también era una vieja historia, pero éstas son muy a tener en cuenta siempre.

            Y a medida que se vaciaban para volver a llenarse los vasos de vino, la prima sacó el tema de la repoblación de La Mota. Se la ocurrió comenzarla por una casa de geishas. ¿No podría venirse la tía Keiko a ponerse a su frente? ¿No sería algo tan original como insospechado y quizás eficaz en la aproximación de las culturas? Que las geishas no tenían porqué ir ligadas al arcaísmo de una cierta condición superada de la mujer. Y nada mejor para su trasplante que una frontera como ésta, la alcalaína. Entre las fuentes de Granada, las rejas de Córdoba y el castillo de Jaén. Y en lo alto. Además una vuelta al pasado pero para el futuro.  ¿Quién podría dar más? Sin contar con la recuperación acá de una rama de la tierra y la sangre alejadas por mor de los desastres de la postguerra, ésta fue una guerra también, perdidas que habrían sido de no haberse conjurado benéficamente unas azarosas circunstancias de última hora.

            En cuanto a mí, ni que decir tiene que estoy irremediablemente contagiado. ¡Ahí es nada, geishas en La Mota de Andalucía! Shamisen, fuel y tsutsumi. Laúd, flauta y tambor. ¿Y acaso el aire que crea mi biwa no sabe a aceite?


                                               5.-Otra vez lo inagotable de un hotel

            Estoy en Madrid. En el cuartito de un pequeño hotel acabado de inaugurar en una calle deliciosamente corta y estrecha del bario de Chamberí.

            Esta tarde voy a dar un concierto en el salón de baile de un palacio hecho museo, el Cerralbo. Es de un neobarroco que deslumbra. Pero por la manera que yo tengo de ver la música de mi biwa, no me va a entorpecer. Al contrario. Esa otra atmósfera será un buen marco para el otro aire mío y de mi instrumento. De acuerdo sorprendentemente con la interpretación espontánea de la prima Mercedes.

            Ésta ha venido aquí. Cierto que también tenía que hacer una gestión de las suyas olivareras.   Se hospeda muy lejos, en uno de esos hoteles falsamente campestres que ahora proliferan.

            Pero yo espero acostarme con ella después del concierto. Creo que así rindo mi tributo definitivo al abuelo Selma. Al fin y al cabo, toda la vida de éste, desde licenciarse, fue una continua lucha contra sus tantos deseos de volver a su pueblo. Y ahora está en él. Y se va a quedar. Pero sin volver a ser derrotado, sin tener que perder también la otra guerra, el trago por el que de ninguna manera quiso pasar. 

            Lo de su sobrina nieta y yo será esa otra manera de reencarnación que un día ya entreveíamos los dos premonitoriamente. Y también creo en las geishas de La Mota. Ya no sé si pájaros de hogaño en los nidos de antaño. Esa responsabilidad no es nuestra. Pero yo me sentiría feliz de salirme un nieto como en mí tiene el irreductible abuelo Selma.